Lo conocí en el grupo Bolívar de AA. Cuando se acercó con otros compañeros por el cuestionario que había yo elaborado sobre delirium tremens dijo que sólo iba a una junta al mes, por lo cual, si me urgía, tendría que mandármelo a mi casa o a mi oficina. Era bajito y delgado, con unos ojos pequeños y penetrantes detrás de los lentes de aro de metal, el pelo engominado con una perfecta raya a un lado, vestía de traje y chaleco.
—Me gustan las preguntas —dijo con la mirada clavada en la hoja—. Sobre todo por escuetas y claras. Aunque… en fin, no entiendo muy bien el sentido de su encuesta, pero voy a contestar. Creo que lo mejor será que tome su teléfono y lo llame pasado mañana. ¿Las visiones tienen que ser sólo las del delirium tremens?
—Cualquier visión que haya provocado el alcohol.
—¿Pero sólo las que haya provocado el alcohol?
—Quiere usted decir: ¿o alguna droga?
—No. Quiero decir que si le interesan las visiones que surgen sin necesidad de un estímulo exterior.
Sin necesidad de un estímulo exterior: parpadeé.
—Por supuesto. También me interesan.
Sacó una libreta de direcciones forrada en piel y con una letra parsimoniosa anotó mi nombre y mi teléfono.
—Lo llamo a las ocho en punto para decirle a qué hora y en dónde puedo entregárselo, ¿le parece? Mi nombre es Gabriel.
Me miró con fijeza por encima de los aros de metal, esperando una respuesta tan concreta como su pregunta. Sus labios parecían inmutables; incluso al hablar se entreabrían apenas, como si protegieran algo interior. La solemnidad de su aspecto y de su trato formaban enseguida una barrera y uno sentía que entablar cualquier comunicación con él era aceptar sus reglas: hablar sin sonrisas, sin rodeos, sin esa paja que matiza la conversación y puede ser el verdadero mensaje.
Dobló cuidadosamente la hoja y la guardó en el bolsillo interior de su saco, dijo un “Gracias, señor Solares”, de lo más seco y se marchó. Me fijé que al salir no se despidió de ninguno de sus compañeros. A pesar de que el Bolívar es el grupo más grande de AA en el Distrito Federal, y que constantemente llegan nuevos candidatos, la tendencia general es a hablar y a hacer amistad unos con otros. El lazo interior que los une es determinante: el alcohol. En realidad la junta se prolonga en los comentarios de la despedida, notoriamente cariñosos, o en la charla del café o de la cena. La palabra tiene en AA —al igual que en el psicoanálisis y en la confesión religiosa— un poder mágico. El alcohólico anónimo comulga en cada junta al decir su experiencia y al escuchar la de sus compañeros. Como ha escrito Kurt Vonnegut:
“Alcohólicos Anónimos le da a uno una extensa familia que está muy próxima a la hermandad de sangre porque todos han pasado por la misma catástrofe. Y uno de los aspectos encantadores de Alcohólicos Anónimos es que hay mucha gente que se hace miembro y no son borrachos, simulan ser borrachos porque los beneficios sociales y espirituales son muy importantes. Pero ellos hablan de problemas verdaderos de los que por norma no se habla en una iglesia. Gente que sale de la prisión o que se recupera del hábito de las drogas debe de guardar la misma sensación: gente que regresa al mundo y que sólo quiere la camaradería, la fraternidad o la hermandad, que quiere una familia extensa.”
Dos días después, Gabriel me llamó a las ocho en punto. Me había acostado a las cuatro de la mañana y su voz me sonó aún más lejana y opaca de lo que ya era.
—Lo siento, señor Solares. No puedo contestar su cuestionario.
—¿Por qué?
—En fin, es largo de explicar. Simplemente no puedo y quise avisarle.
—Le agradezco. Tal vez podamos grabarlo. O platicar un poco antes.
—La verdad, no entiendo muy bien el sentido de su encuesta. ¿Cómo va a poder uno escribir en un cuestionario lo único sagrado que le ha sucedido en la vida?
—¿Lo único sagrado que le ha sucedido?
—Así lo veo yo. Algunos lo ven diabólico. Yo lo veo sagrado. Entonces como que no es material para un reportaje periodístico.
—Lo platicamos, ¿le parece? ¿Dónde lo puedo ver?
—Por desgracia soy esclavo de un rígido horario de oficina. Entro a las nueve y salgo a las dos. Entro a las cuatro y salgo a las seis. Si quiere nos vemos hoy a las seis y media en el café La Habana, en Bucareli y Morelos.
—¿Podría ser a las ocho?
Lo pensó un momento.
—Lo siento, pero no. A las ocho ya debo estar en mi casa.
—Muy bien. Entonces nos vemos ahí a las seis y media.
Yo también tenía un horario de oficina, aunque flexible, y una cita en Bucareli y Morelos a esa hora partía la tarde. Además, me faltaba un buen número de casos por grabar, a una hora cómoda y en los grupos de Alcohólicos Anónimos o en el sanatorio Lavista (sanatorio psiquiátrico del Seguro Social). Pero la pregunta de Gabriel de si me interesaban las visiones que no necesitan de estímulo exterior y el comentario por teléfono sobre la procedencia sagrada de tales visiones era una invitación a entrevistarlo en cualquier sitio y a cualquier hora. Me “latía” su formalidad: llamar sólo para disculparse por no poder contestar el cuestionario. De cada diez que entregaba me contestaban uno, y los nueve restantes por supuesto no se disculpaban.
El café La Habana, con su ruido de tertulia como zumbido de abeja, parecía más apropiado para una entrevista con un torero que con un hombre que ha padecido delirium tremens. Cuando llegué —a las seis treinta y cinco— Gabriel ya estaba ahí y al verme se puso de pie muy serio, alargó el brazo para mostrarme su reloj de pulsera y comentó:
—Pensé que ya no venía.
—Son cinco minutos de retraso, discúlpeme.
—Es el tiempo justo que espero a alguien y que espero que alguien me espere a mí —lo dijo en un tono odioso, como de maestro de escuela oficial.
—En esta ciudad, con este tránsito, es un poco rígido, ¿no?
—Por eso no acostumbro hacer este tipo de citas. Los que me conocen saben a qué atenerse. El que espera no tiene la culpa de la ciudad y del tránsito, y lo humanamente soportable es esperar cinco minutos y marcharse.
Pensé en el coraje que me hubiera dado llegar a las siete y diez, no encontrarlo, y esperar yo media hora. Se lo comenté.
—Sería una tontería de su parte si hubiera esperado media hora. Lo lógico habría sido que se marchara al no verme.
—Por lo visto partimos de una lógica muy distinta.
—La distinta es la mía, lo sé. Pero mientras no afecte a otro puedo continuar con ella el tiempo que me venga en gana.
Era de una pedantería insufrible.
Pedí un té, y él, otro café.
Caímos en un silencio tenso, duro, que contrastaba con las conversaciones acaloradas de nuestro alrededor. En la mesa contigua, un hombre subrayaba con ademanes bruscos lo que relataba a sus interlocutores. Afuera estaba en pleno la barahúnda de la salida de las oficinas, y de pronto un chirriar de frenos o un claxon producían punzadas en los oídos. La única protección posible contra el ruido era adentrarse en una conversación, oír una sola voz, encontrar un centro para el cual el resto es relativo. Sin embargo, parecía que a Gabriel le bastaba encerrarse en una como esfera de cristal, refractaria a las molestias que llegaban del exterior.
—¿Viene seguido a este café? —pregunté por preguntar algo.
—Nunca.
Luego agregó:
—Hace años vine un par de veces.
Y después de una nueva pausa:
—En realidad no acostumbro ir a cafés.
—Me pareció extraño que eligiera un sitio como éste.
—Queda cerca de mi casa y es fácil de ubicar.
Miré a los lados y jugué los pulgares, haciéndolos girar; cambié de postura y me acaricié la barba. Nos sirvieron el café y el té y le ofrecí un cigarrillo. Lo aceptó con indiferencia, alargando la mano y sin cambiar la expresión dura de sus ojos.
Por fin preguntó:
—Ya en serio, ¿para qué la encuesta?
—¿Por qué el “ya en serio”?
—Porque no entiendo si tiene un fin científico, periodístico, o qué.
—Digamos que periodístico. Pero sobre todo es un interés personal: el de que alguien, en un mundo como éste, pueda tener una visión con los ojos abiertos, sea por la causa que sea.
Me miraba echando la cabeza hacia atrás, como a través de un catalejo, con la distancia acentuada por la nube de humo que lo envolvía.
—Le voy a confesar algo —dijo—: desconfío tanto de lo científico como de lo periodístico. El ruido que hacen acerca de las cosas más obvias me molesta más que el ruido de esos camiones —y señaló hacia la calle.
Siempre he admirado a quienes poseen convicciones “firmes” sobre las cosas, pero difícilmente los soporto. Prefiero la duda. Permanecí en silencio, mientras él agregaba:
—Habría que acostumbrarse al silencio de Dios en lugar de llenarlo con tonterías.
—¿Cree en Dios?
Sus ojos pequeños destellaron atrás de los aros de metal. El gesto duro de sus labios se acentuó:
—¿Qué es creer en Dios?
—Bueno, pues eso, creer en Dios.
—Qué importa creer o no creer. Con Dios hay que hablar.
La taza de té quedó suspendida frente a mis labios.
—Y usted… ¿ha hablado con Dios?
—Por supuesto.
Parpadeé. Ya no me importó su pedantería y mi derredor se transformó. Los ruidos llegaban de un mundo lejano —de allá, de una herrumbrosa calle llamada Bucareli, en la que nadie se atrevería a afirmar que había hablado con Dios.
—¿Y usted de veras cree que habló con Dios?
—Claro que lo creo. Gracias a que lo creo he podido luchar contra mi alcoholismo.
Hice un comentario estúpido, tratando de ocultarlo con una sonrisa:
—Entonces Dios existe, quién iba a decirlo.
—Vaya que si existe. Lo tenemos en todo momento frente a nuestros ojos y no queremos reconocerlo. A veces —como en mi caso— hay que llegar al fondo del infierno para darse cuenta.
Me entusiasmé. De repente todo adquiría sentido: la encuesta, la cita en el café La Habana, su pelo engominado, el cuestionario, la llamada a las ocho de la mañana, sus labios inmutables que parecían proteger algo interior.
Clavó los ojos en la taza de café. Le ofrecí otro Viceroy. Las cosas brillan cuando se interesa uno en ellas.
—Cuénteme.