De pronto la voz estaba ahí, como una visita inesperada. Llevaba varios meses sin dejar de beber y dentro de una aguda depresión. Despertaba a media noche con palpitaciones y sudando frío y sólo una copa podía curarme. Una mañana desperté especialmente fatigado por la angustia y las pesadillas y oí clarito que una voz decía dentro de mí:
—Pendejo, eres un pobre pendejo.
Busqué a mi alrededor, aterrado, pero estaba yo solo en la pieza; mi esposa acababa de levantarse y andaba en el comedor dando de desayunar a los niños.
Fui al baño y, ya en la regadera, volví a oírlo: pobrecito de ti, pobrecito de ti, pendejo.
Trabajo de chofer de taxi desde los veinte años. Ahora tengo cincuenta y tres. Desde mi primera borrachera, la copa fue un problema porque me transforma. En una reunión de fin de año golpeé a mi cuñado sin razón aparente. Simplemente me paré de la mesa y le dije que si era hombre saliera a la calle para golpearnos. Nadie, ni yo mismo, sabía por qué.
Y es que no soy yo. De veras no soy yo.
La pobre de mi esposa se las ha visto negras. Como dice, está casada con un hombre que en realidad es dos hombres, y la transformación se produce simplemente con un poco de alcohol. Uno, el que se dedica a su familia, amoroso y tranquilo, y el otro el que avienta los platos porque dizque no le gusta la comida o la golpea cuando no quiere hacer el amor o regaña injustamente a los niños. Dos personas en una sola. Ésa es mi enfermedad.
Una copita antes del desayuno, otra a media mañana, dos o tres antes de comer y otras tantas por la noche y, claro, la que me cura cuando despierto angustiado. Tequila es lo que me gusta.
Nunca he dejado de darle duro a la chamba. Crudo o no crudo, a las siete estoy todos los días en el sitio. Así he sido siempre, y por eso pienso que voy a curarme. Es la primera vez que me internan en un sanatorio. Y en realidad fue porque no soporté más la maldita voz. Ya llevaba días de atosigarme, de ordenarme las cosas más absurdas del mundo. Y lo peor: que surge más aguda cuando no bebo. Entonces se ensaña. Una copa la adormece, pero como trato de dejar de beber se vuelve un círculo vicioso: el alcohol me enloquece, pero la falta de alcohol también me enloquece.
El doctor dice que tenga paciencia, que voy a salir. Que la voz se va a marchar si de veras dejo de beber. Porque así no podría seguir viviendo, le juro que no podría.
Estoy con hambre frente a un sabroso platillo y voy a dar el primer bocado cuando viene la orden: no comas. Y ya no hay manera de tragarlo. O estoy a punto de conciliar el sueño cuando me anuncia: esta noche no pegarás los ojos. Y no los pego. Una tarde estaba en una cantina, conversando con un amigo, y la orden fue: desmáyate. Y empecé a marearme y a los pocos minutos me fui de boca contra la mesa.
Y así, muchas otras cosas.
He tratado de identificarla, pero es una voz que no había oído antes. Aunque en una ocasión me pareció que era la de mi hermano mayor, con el que viví hasta los trece años. Mi padre murió cuando éramos muy niños y él tomó las riendas de la casa. Era muy regañón y me fueteaba. Casi no lo he vuelto a ver. Pero aunque se pareciera su voz, ésta que traigo dentro es mucho peor. No hay manera de desobedecerla, de hacerle trampa. Una noche, de la desesperación, me golpeé un oído hasta reventarlo. No conseguí nada, por supuesto, porque la voz surge de quién sabe dónde, del alma yo creo.
Además, a veces no es una sino varias voces.
Casi le diría que a veces es un verdadero griterío el que traigo dentro.
Estúpido, imbécil, pendejo, bueno para nada, inútil. Todos los insultos que pueden imaginarse a la vez. O haz esto, haz lo otro, da vuelta aquí, da vuelta allá. La cantidad de problemas que me he creado cuando ando en el taxi. Una de las razones de internarme aquí es que ya era casi imposible manejar. He chocado varias veces y por suerte no me he matado, pero he estado a punto. Y no porque vaya borracho. Borracho, borracho no la oigo. Es sólo cuando ando a medios chiles, como dicen. O cuando trato de dejar de beber.
Y también son risas. Carcajadas. Voy muy serio, con algún pasajero al lado, conversando de algún tema interesante (me gusta entablar plática para aligerar el trabajo) y empiezan dentro de mí las carcajadas. Como burlándose, como diciendo: tú qué sabes de esto, tú qué sabes de nada. Me dan ganas de bajar del auto y romperme la cabeza contra el pavimento. No sé por qué, pero de eso me dan ganas.
En una ocasión me ordenó: mátate. Compra una pistola y mátate. No hice caso, la prueba es que estoy aquí, pero casi hice caso. Ya andaba buscando una pistola por las tiendas del centro. Imagínese. Se lo conté a mi esposa y ella me comprendió. Hasta eso, ella me ha comprendido siempre. Averiguó que en este sanatorio podían curarme. Primero me resistía. Pensé que iban a encerrarme como a un loco, a amarrarme y esas cosas. Pero me aseguraron que no. Y mi esposa me dijo: hazlo por tus hijos. Y sí, por ellos lo hago, y porque o me curo o a lo mejor de veras un día de estos obedezco la voz y me doy un balazo. Hasta podría matar a mi mujer y a mis hijos. No quiero ni pensarlo.
La primera noche que pasé en el sanatorio fue horrible. Me dieron una pastilla y dormí unas horas tranquilo. Pero luego me desperté y empecé a oír un ruido muy raro, como el chirriar de un fierro con otro, y pensé: ahí andan los enfermeros preparando los aparatos de tortura, no sé por qué lo pensé. Pero enseguida oí clarito:
—Tráiganse al gordito para darle su merecido.
Y estaba seguro de que era la voz de uno de los enfermeros.
Luego vinieron las carcajadas y los murmullos.
Pensé: me van a arrancar las uñas. Y luego me van a meter en agua hirviendo hasta que me despelleje. Y me van a arrancar mechones de cabellos y a romperme todos los huesos, uno por uno.
Y casi empecé a sentir que me lo hacían.
Me puse a gritar suplicándoles que no lo hicieran. Le pedí a Dios que me ayudara. Juraba y juraba no volver a ser malo. Volverme buen padre, buen marido, buen ciudadano. Quién sabe cuántas cosas juré.
Luego se fueron alejando los ruidos y las voces. Y en estos tres días he estado un poco más tranquilo porque no han regresado. El doctor Elizondo me ha ayudado mucho y también los de AA. Pero le confieso que tengo mucho miedo. Qué tal si de veras, como me dijo un día, la voz no se va nunca.
—Voy a estar contigo hasta que te mueras, pendejo.
Le estaba suplicando que me dejara en paz y oí clarito esa respuesta.
Qué tal si de veras nunca me deja en paz.