—¿Qué quiere que le cuente?
—Esas conversaciones con Dios.
Entrelazó los dedos frente a la cara como para acentuar la distancia. Un brillo de desconfianza nació en sus ojos. Encendió el cigarrillo y lo dejó en el cenicero.
—¿Para qué? Nadie lo va a creer. Imagine que mañana aparece a ocho columnas en un periódico: un hombre habló con Dios. ¿Qué pensaría usted? Que se trata de un loco, ¿no?
—Es probable. Pero si en los siguientes días continúan apareciendo noticias sobre hombres que hablaron con Dios quizá termine por creerlo. Y lo que es mejor: hasta yo mismo podría sentirme predispuesto a hablar con Dios.
—Todo esto es tan absurdo —miró despectivamente a su alrededor—. Palabras vacías. Movimientos vacíos. Gesticulaciones, ademanes, ir y venir. ¿Para qué?
Frunció la nariz y una arruguita apareció entre sus cejas:
—¿Usted ha percibido ese hueco?
Ahora fue la dureza de los labios, que acentuaba las comisuras, en algo que quería ser compasión, pero que continuaba transmitiendo una sensación de asco:
—Es lo peor que le puede a uno suceder, se lo aseguro: percibirlo.
Largas pausas. Como si las palabras tuvieran que atravesar un largo recorrido interior:
—No soy un santo. Hablé con Dios. Sé que hablé con Dios, pero no soy un santo.
Los ojos fijos en el café. Igual se clavaban en los objetos que parecían desentenderse de ellos, de todo.
—Me falta humildad, la bendita humildad. Todavía me rebelo a tanta estupidez. No la soporto. Por eso vivo solo. Por eso no tengo amigos. Por eso no veo a mi mujer y a mis hijos.
—¿Qué tienen que ver con esa rebelión sus hijos?
—Verlos implica condescender, adaptarse a un mundo concreto y lógico para ofrecerles un mundo concreto y lógico que, según dicen los psicólogos, es lo que necesitan los niños, ¿no?
—Lo que necesitan los niños es cariño, ¿no? Y muy especialmente el cariño de un padre.
Ahora sí suspiró con verdadera tristeza.
—Yo no puedo ser el padre de nadie. Antes tendría que aprender a ser el padre de mí mismo.
—Ellos podrían enseñarle, quizá.
Me miró con desconfianza.
—¿Cómo?
—Pues sí, amándolos, interesándose en sus pequeños intereses…
—Usted no me entiende.
Tragué gordo. Sentí que estábamos en un punto de la conversación en el que igual podía hacerme las confesiones más íntimas que hastiarse y mandarme al demonio.
—No, no lo entiendo. No entiendo su llamada por teléfono simplemente porque no pudo contestar mi cuestionario. No entiendo su enojo porque llegué cinco minutos tarde. No entiendo que haya hablado con Dios y no entiendo por qué relaciona la rebelión con no ver a sus hijos —palabras que deben de haber traslucido con gran claridad mi timidez y desconcierto.
Una ironía amistosa, que enseguida me tranquilizó, nació en sus ojos. Combinación misteriosa de burla, hastío, ternura, condescendencia.
—Mire amigo Solares, nadie que haya bebido lo que yo bebí puede quedar muy normal del coco. Y le voy a decir algo más: ninguno de los que estamos en Alcohólicos Anónimos somos normales. Es nuestra anormalidad la que nos obliga a ir ahí —y levantó un índice que subrayaba la frase—. Fíjese en lo que digo: la que nos obliga. Todos vamos por necesidad. Porque la disyuntiva es radical: AA o la muerte.
Puso sus ojos en el techo. Lo seguí. El humo formaba un tejido transparente que se elevaba y distendía al llegar a la luz.
—Podría ser cualquier cosa que simbolizara la vida —continuó—. Una iglesia. Un hijo. Una mujer. Una profesión. Pero es tan común que el alcohólico pierda iglesia, hijos, mujer y profesión, que sólo le queda ese reducto de derrotados en donde la mística es reconocer que el alcohol es más fuerte que nosotros. La mística del fracaso. Del todo está perdido, sálvese el que pueda y cualquier cosa que se rescate será bienvenida. La existencia, por ejemplo. Repetimos en cada junta nuestro fracaso para recordar que lo único rescatable es nuestra propia vida, desnuda y miserable, pero vida palpitante al fin y al cabo. Lo que no haga por mí mismo no lo va a hacer nadie. Usted sabe, una de las tendencias más comunes del alcohólico es echarle la culpa de su enfermedad al primero que encuentra a la mano: padre, madre, esposa, hijo, amigo. Y la excusa es siempre la misma: me volví alcohólico porque no me amas… —movió ligeramente la cabeza a los lados, como si no quisiera decir lo que iba a decir—. El reverso de todo ello es la soledad, ya no echarle la culpa a nadie pero a cambio de la soledad. Aunque a veces se disfrace de compañía, reencuentro o realización social. Ningún alcohólico que lo haya sido de veras vuelve a adaptarse. Hay una huella. ¿Es una persona normal la que tiene que repetirse cada vez que abre los ojos que en las próximas veinticuatro horas no beberá?
Desprendió un índice de la trenza que había formado con los dedos, y lo dirigió hacia mí.
—Mire, si en algún momento sentimos tan hondamente que la causa de nuestra enfermedad son los otros, aunque nos curemos, la cicatriz queda para siempre. De acuerdo, no fue porque mi mujer me abandonó por lo que empecé a beber, o porque mi madre no me quería, de acuerdo, fue porque desde siempre fui un alcohólico en potencia; ah, pero cuidado cuando vuelva a ver a mi mujer, y cuidado cuando vuelva a sentir el desamor de mi madre: por si acaso, habría que persignarse antes de mirarlas. Sus ojos esconden el más horripilante de los espejos, el que refleja nuestra última mirada, y sus manos, estamos seguros, son las manos que nos van a cerrar los ojos.
Y saltó bruscamente a una cita literaria:
—¿Cómo va ese poema de Pavese: “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”?
Lo pensó un momento y con un movimiento de la mano, como si espantara una mosca, dio por cancelada la pregunta:
—En fin, no lo recuerdo. Creo que ni siquiera lo leí completo y en alguna parte vi ese verso solo. Ah, pero le decía… ¿Qué le estaba diciendo?
¿Cuál de todos los hilos pedirle que retomara?
—Que habría que persignarse antes de mirar a la persona por la que, creemos, empezamos a beber.
—Sí. Usted me entiende. Persignarse es una metáfora torpe. El asunto es de lo más complejo. Usted vea a aquella persona y, claro, ya no es ella, pero en el fondo sí es ella. Vamos a dejar de beber porque es nuestra vida la que está de por medio; ah, pero en cierto momento con cuánto gusto habríamos dado esa vida a cambio de que nos amaran como queríamos que nos amaran. Cicatrices, amigo mío, cicatrices que se van a quedar ahí para siempre.
Iba a decir algo pero no me dejó.
—Empezamos a beber porque no nos amaban y dejamos de beber porque reconocemos que nadie nos va a amar si no empezamos por amarnos a nosotros mismos.
Y de golpe saltó a una pregunta que no había necesidad de formular:
—¿Puedo contarle algo?
—Por supuesto. Puede contar lo que guste.
—Siento verdadero terror de volver a ver a diario a mi mujer y a mis hijos. Los veo a veces, sí, pero la vida cotidiana es otra cosa. Es tan frágil la coraza con que me he recubierto para protegerme…
Hacía un instante era modelo de firmeza y ahora parecía a punto de llorar.
—Quiero endurecerme. Qué difícil es endurecerse, ¿verdad?
—¿Qué es para usted endurecerse?
—Que ya no me hiera tan fácilmente lo que viene de fuera. Si usted supiera…
—Si supiera qué.
—Mi debilidad. Mi infinita debilidad.
—¿No le ayudó… haber hablado con Dios?
—Es lo que a usted le interesa averiguar, ¿verdad? Cómo fue que hablé con Dios. Morbosidad de periodista.
—Le aseguro que no sólo de periodista.
—Bueno, yo no entiendo su maldita encuesta. ¿Cómo voy a escribir en una simple hoja de papel mi descenso al infierno, en el que además estuve a punto de perder la vida?
—Cuéntemelo. Podemos grabarlo.
—No soportaría hablar de eso frente a una grabadora.
—Lo escribo.
—Tampoco lo soportaría.
—¿Entonces qué quiere que haga?
—Responda usted: ¿qué busca con esta encuesta?
—¿Qué busco? Ya no lo sé. Empecé interesándome por las puras imágenes del delirium tremens. Tenía la absurda pretensión de estructurarlas. En cien casos, por ejemplo, tantas apariciones de cucarachas, tantas apariciones beatíficas, tantas apariciones del demonio, etcétera.
—¿Y eso para qué serviría?
—Es justo lo que me pregunto ahora: ¿para qué serviría?
—¿Entonces?
—Tengo como setenta casos grabados. Voy a elegir diez, los escribo y a ver qué sale.
—¿Y cómo los escribe?
—Contados en primera persona.
—Qué tontería. Los enfría, los vuelve impersonales.
—¿Cómo sugiere entonces que los escriba?
—Intervenga usted, conviértalos en un diálogo cálido, humano, vital. No los grabe, no los anote en una libreta como reportero, como si estuviera entrevistando a personajes de circo. Grábeselos en la memoria y luego páselos a la máquina. Y no busque cifras, no sirven de nada.
Sentí deseos de decirle que yo sabía cómo realizaba mi trabajo, pero la verdad es que me encontraba en un bache respecto de cómo llevar la encuesta a la máquina, y como me interesaba sobremanera su personalidad y el hecho de que, decía, había hablado con Dios; recurrí a un diplomático agradecimiento por su consejo y agregué que si así lo deseaba le mostraría el original de su caso antes de publicarlo.
—No es eso, entiéndame. Me importa un pepino lo que ponga sobre mí. Con tal de que no me identifiquen puedo contarle lo que quiera. Es por usted. Para que resulte más interesante su trabajo.
Volví a agradecérselo, aún con mayor efusividad.
—Dialoguemos —prosiguió—. Cuénteme de usted. Yo le cuento de mí. Haga preguntas. Interrumpa. Arriésguese. Odio los monólogos.
—Usted empieza.
—No. Usted debe empezar. ¿Por qué le interesa tanto el tema? Es por usted, y no por mí, por lo que estamos sentados en esta mesa de café, hablando de alcoholismo.
—En fin. Quizá responda su pregunta saber que mi padre es alcohólico, al igual que cuatro de sus seis hermanos. Una noche tuvo un ataque de delirium tremens. Decía que a los pies de su cama estaba sentada su hermana, muerta hacía más de quince años. Parecía hablar con ella. Nunca olvidaré el brillo entre ausente y angustiado de sus ojos. Luego entró en AA y dejó de beber. Lo mismo que uno de sus hermanos, cuyo caso voy a incluir en el libro. Pero faltan tres: la hermana que le menciono, que murió de cirrosis a los treinta y cuatro años, producida por el alcohol; otro hermano, persona de gran calidad humana, que también afectó en forma determinante su salud con la bebida y que murió a los cincuenta y tres años; y por último, quizá el caso más triste, un hombre al que en apariencia se le dio todo: inteligencia, simpatía, salud, buena presencia, y a quien usted hoy no puede recibir en su casa porque si le niega una copa se bebe las lociones. Todo esto además de mi gusto —¿herencia?— por el ron.
—Bah, cuál herencia. En esto no hay herencia. Y en lo que me cuenta de su familia no hay nada de particular. Hay cientos de miles de casos peores, en los que desde el abuelo hasta el último de los nietos son alcohólicos. ¿Y? En nuestro medio el alcoholismo es sólo un reflejo de la neurosis en que vivimos. Usted no quiere reconocer que su interés por el tema viene por otro lado.
—¿Por cuál?
—Por el religioso. Porque, oiga bien esto, nadie busca tan desesperadamente a Dios como el alcohólico —dio un ligero manotazo sobre la mesa—. Pero vámonos de aquí, no soporto más esta maldita mesa de café.
Pedí la nota, pero cuando la llevaron me la arrebató.
—Quiero invitarlo —dijo, categórico.
—¿Pero por qué? Acaba de decir que estamos aquí por mi culpa.
—Pero a mí me gusta invitarles de vez en cuando un café a mis amigos —lo dijo seco, con los ojos fijos en la nota, recubriendo el sentimiento que pudiera esconder la palabra amigo.