Empecé a beber desde muy chico. Dormía con mi padre en los establos, junto a las vacas, abrazados y tapados con una frazada, y me daba de beber de la botella de tequila que siempre cargaba.
—Ándele, éntrele para que se vaya haciendo hombrecito.
Al principio vomitaba. Luego hasta yo mismo se lo pedía.
Me acuerdo bien raro de aquellas noches, con una sensación entre gusto y escalofrío. Las he soñado tanto que ya los recuerdos se confunden con los sueños. Son como esas fotografías que siempre trae uno consigo: en una época, cuando más sentimental he estado en mi vida, me bastaba cerrar los ojos para verme ahí. Ver la cara entre angustiada y furiosa de mi papá, su llanto, su mano huesuda sobre mí, la frazada de cuadros morados y azules, raída. Y hasta olía ese olor tan particular de los establos, y que se le graba a uno cuando es niño. Oía los ruidos de los animales. Afuera había puercos y gallinas. Y si estaba borracho, al recordar aquellas noches me soltaba llore y llore.
Y es que mi madre corría a mi padre cuando llegaba tomado. Lo corría feo, hasta de golpes le daba. Y como yo era el menor de seis hermanos (y su consentido) me llevaba con él a dormir a los establos. Mi padre decía que solo no se iba, que prefería morir a dormir solo en la oscuridad. Más de una noche la pasamos en vela porque el pobre no dejaba de llorar. Lloraba, abrazado a mí. Lloraba y bebía y me daba a beber de la botella. Entre el frío y la tristeza, pues yo también me fui acostumbrando al calor del alcohol.
Me contaba de sus cosas. Sí, de lo que sentía por mi mamá, de otras mujeres, de todo. Pero a decir verdad no me gusta hablar de aquellos secretos que confió en mí. Son confidencias que sólo Dios y él y yo. Lo que uno se lleva a la tumba, ¿no? Lo que a nadie más le concierne.
Luego mi padre murió. Yo tendría unos doce años. Me dediqué a trabajar con mis hermanos comprando y vendiendo chivas. Mencionar el alcohol en la casa era como mencionar al diablo y no supe lo que era una copa hasta muchos años después, ya casado.
Cuando me puse la primera borrachera recordé bien clarito aquellas noches abrazado a mi papá. Y, pues, me seguí de filo. Trabajaba en una carnicería y me corrieron y empezaron las dificultades con mi esposa. Una noche la golpeé… No sé por qué la golpeé, pero la golpeé. Agarró a los niños y se fue con sus padres.
Yo no tenía trabajo y empecé a vagar por las calles. Todo el día vagar sin rumbo fijo. A ratos entraba en una cantina y no faltaba quién me invitara una copa. Dormía en los parques, donde podía.
Uno de mis hermanos (el único de mis hermanos que me ha querido) me localizó por medio de un amigo común y me internó en un sanatorio. Que dizque sólo unos días. Me convenció y fui. Si he sabido jamás pongo un pie ahí. Porque qué duro fue. Cuántas cosas vi.
Siempre mis delirios fueron con animales: vacas, toros, gatos, puercos, osos, gallinas, perros… En el primero vi clarito que mi padre era un toro y se echaba sobre mí, bufando y rascando el piso con las patas así como los toros de lidia rascan la arena. Se me echaba encima y yo sentía la cornada en un costado. Era mi padre, sólo que era también un toro con cuernos y hocico y todo. Como que lo más suyo eran los ojos. Me daba la cornada en un costado y luego se echaba hacia atrás para preparar la segunda embestida. Retumbando el ruido de sus pisadas en toda la pieza. Yo grité, quién sabe cuántas cosas dije.
Entró una enfermera y la vi como si fuera una gata enorme, casi un puma, aunque yo sabía que era una gata muy crecida.
Yo suplicaba que no se me acercaran, aterrado.
Y así fueron entrando:
Mi mamá como si fuera una gallina.
Uno de mis hermanos, un perro.
Mi amigo más querido, un caballo, que relinchaba y estaba a punto de patearme.
Uno de mis hijos, un osito que apenas si levantaba unos treinta centímetros del suelo, se subía a la cama y me lamía las mejillas, y yo lo apartaba a manotazos.
El cuarto se llenó de animales que ladraban o mugían o maullaban o relinchaban o bufaban.
Desde entonces no veo la mía: siempre rodeado de animales. Anoche, aquí en el sanatorio, tuve otra aparición. Anoche mismo, como lo oye. Un chango estuvo toda la noche balanceándose en la ventana. Le pedí a la enfermera que me cerrara la ventana por lo del chango, pero siguió el maldito, como si fuera un fantasma y pasara a través del vidrio. Sólo balanceándose, pero qué molesto. Con sus ojos sobre mí.
Es la segunda vez que me internan, sí. Y de plano fue a la fuerza porque nomás de acordarme de la primera, sentía que me moría del puro miedo. En los sanatorios como que todos los animales se me echan encima de a montón. En la calle, en la casa, pues uno los va controlando, con un trago, durmiendo, distrayéndose. Pero aquí, jijo. Le digo, anoche lo del chango. Y anteanoche un búho, parado en una de las ramas del árbol que tengo frente a la ventana. Ahí tranquilo, pero nomás mirándome. Y eso ya no es nada. Como dice el doctor: voy de salida. Porque la primera noche después de que me internaron, entró el toro derribando la puerta. Yo lo presentí y grité que pusieran una puerta más segura o que le echaran la tranca porque ya mero venía el animal a atacarme. Pero qué iban a hacerme caso. En estos sanatorios nunca hacen lo que uno pide. Con aquello de “está loco”, lo abandonan a su suerte, aunque sea un toro el que se le echa encima. Mire, ya sé que lo imagino. Pero cuando lo imagino siento que de veras está ahí y me va a cornear. Si por lo menos hubieran puesto una tranca a la puerta, capaz que imagino que el toro no puede entrar. Pero la dejaron así y vi clarito cuando la tumbó, saltando las astillas por todo el cuarto. Atrás entró la enfermera. Pero ¿sabe qué era la enfermera? Una ardilla. ¿Qué podía hacer una ardilla contra un toro? Y el maldito animal bufaba, nomás mirándome.
—Es mi papá —le dije a la enfermera-ardilla—. Viene a reclamarme por qué lo abandoné.
Y no es cierto. Nunca abandoné a mi señor padre. Al contrario, le digo: bien que lo acompañaba cada vez que mi mamá lo corría de la casa, pero quién sabe por qué pensé eso en ese momento.
Embistió y la primera cornada me la dio en el brazo que levanté para detenerlo.
Entonces, cuando se retiró unos pasos para preparar la segunda embestida, entraron una serie de animales al cuarto: gatos, perros, cuervos, gallinas. Y me amarraron a la cama. Vi que ellos veían clarito cuando el toro se me fue encima. Les suplicaba, les rogaba que hicieran algo.
—¡Métanme abajo de la cama! —les grité—. ¡Métanme abajo de la cama para que no me alcancen sus cuernos!
Pero qué me iban a meter abajo de la cama. Y clarito fui presa fácil del animal. Sentí cuando el cuerno entraba en mi vientre. Y ya con el cuerno adentro de mi carne, tiró un segundo derrote para encajármelo más, desgarrarme las entrañas.
Días después, la enfermera me dijo que deveras puse cara como si me hubieran dado una cornada. Que primero gritaba y luego gemía y como que no podía respirar. Y que decía:
—Me duele ahí, en el vientre, la cornada.
Toda mi vida he convivido con animales. Los quiero mucho, y cuando era niño y se moría un becerrito me soltaba llore y llore. No sé por qué ahora se me aparecen así.
En una ocasión intenté trabajar en el rastro, pero no pude por la impresión. En la carnicería era distinto, ya son pura carne para cortar. Cuando era chico si acaso habré matado unos cochinos y unas gallinas porque mi mamá me lo ordenó. Pero no me gustaba. Y ahora ya grande, con tantas apariciones, pues menos.
He tenido épocas en que no bebía tanto. Y hasta he intentado dejar de beber totalmente. Pero apenas empiezan las fantasías voy otra vez al trago.
Mire, déjeme contarle cómo es que sucedió.
Después de la primera vez que me internaron regresé a mi casa con mi esposa. Bien comprensiva que se puso conmigo: comida especial, medicinas, que los niños no me hicieran ruido para que descansara. Conseguí trabajo en un restorán, de mesero.
Me dije: soy un hijo de la chingada si vuelvo a probar una copa.
Estábamos tranquilos. A veces me entraba la comezón por un tequilita, pero me la aguantaba. Y si me invitaban los cuates, les decía que a tomar refrescos todos los que quisieran.
Hasta fui con mi esposa y los niños a la Villa a dar gracias. Sentía bien bonito de oír a mi esposa y a los niños pidiendo por mí. Si alguien me hubiera preguntado en aquella ocasión, habría jurado que primero me moría a volver a beber.
Me aconsejaron que entrara a Alcohólicos Anónimos y fui a varias juntas. Me gustó. Ayuda oír que a otros les ha sucedido lo mismo que a uno.
Pasarían unos dos meses así.
Pero con el miedo empezó de nuevo todo. Una noche, como a las dos de la mañana, iba rumbo a mi casa, por una calle solitaria, y me pregunté: qué tal si se te aparece el toro. ¿Qué harías? Me daban unos escalofríos horribles. Seguí caminando como si nada. Pero ahí estaba la pregunta adentro, punzándome. Llegué a casa, me acosté y al cerrar los ojos oí su bufido.
Grité, desperté a mi esposa y a mis hijos y al día siguiente me acompañaron al médico.
Pasó como otra semana.
Una noche estaba con ella y con los niños viendo la televisión. De repente miré hacia un rincón y vi ahí, agazapado, a un leoncito.
—¡Mira ese leoncito, Clara, mira ese leoncito en el rincón!
La pobre se soltó llorando.
—No hay ningún leoncito, tú sabes que no hay ningún leoncito, ya estás otra vez con lo mismo.
Los niños más pequeños se contagiaron de su llanto y también se soltaron llorando.
Yo entre que creía que estaba el leoncito y entre que lo dudaba. Pero cuando lo vi avanzar hacia mí el miedo pudo más.
—¡Va a atacarnos, Clara! —grité—. ¡Llévate a los niños a la recámara!
Fue una tragedia. El desplome de cuanto habíamos construido desde que salí del sanatorio. Y sin beber, era lo más triste. El doctor me había prevenido que podía pasar, que si pasaba tomara una pastilla que me recetó y lo fuera a ver enseguida. Pero como que me entró la decepción, salí corriendo de la casa y fui a echarme un trago.
Cuando regresé ya no estaba mi esposa en la casa. Prefirió ir a pasar hambres con sus padres, porque pasaban verdaderas hambres. Y eso me hizo trizas, completamente trizas.
Ahí empecé con las borracheras fuertes, seguiditas, ya sin buscar amigos o alguien que me invitara a beber. Un poco de alcohol de las farmacias me era suficiente. Fue la época en que, le digo, me vino lo sentimental y me bastaba cerrar los ojos para verme al lado de mi papá. Llegué incluso a buscar el sitio donde habíamos vivido para estar ahí, con su recuerdo. Una tristeza que me entró como no tiene usted idea. Nomás de acordarme…
Pero antes de que me fuera de filo pasaron cosas, déjeme decirle. Después de lo del leoncito fui a vivir unos días a casa de mi hermano. Me cortaron la borrachera y estuve unos días tranquilo. Pero un domingo, me acuerdo muy bien, durante una comida familiar con mis otros hermanos (no con el que deveras me quería y ayudaba) vi un cuervo encima de una de las lámparas, con unos ojos malditos como de estar a punto de atacarme.
Se los anuncié a gritos. Quise salir corriendo pero me detuvieron.
—Ahora se te quitan esas pendejadas —me dijo uno de ellos. Uno de mis hermanos que siempre fue muy cabrón conmigo.
¿Sabe qué hicieron? Me amarraron a la silla. Este hermano que le digo hasta se reía de verme tan empañicado. Y decía que quería ver cómo me sacaba el cuervo los ojos. Me preguntaba:
—¿Encima de qué lámpara está el cuervo? ¿De ésta? A ver, vamos a ver si podemos tocarlo. Aquí está, mira, lo estoy tocando. Lo voy a cargar para acercarlo a ti.
Y usted no lo va a creer pero fue justo lo que vi: que cargaba al cuervo y lo acercaba a mis ojos para que me los sacara. Algo horrible. Él decía: ya te está sacando un ojo, y era justo lo que yo sentía, que me estaba sacando un ojo. Decía: mira nomás qué chorro de sangre te está escurriendo por la mejilla, y yo hubiera jurado que ahí estaba la sangre. Yo la sentía correr, hasta me sabía en la boca el sabor de la sangre.
¿Por qué lo hicieron? Unos porque creían que así me curaba, que me enfrentaba a mis alucinaciones y luego se me iban. Y otros, como este hermano que le digo, por cabrones. Porque siempre odiaron que fuera el consentido de mi papá. Porque lo criticaban mucho, pero en el fondo bien que lo admiraban, y bien que siguieron trabajando en lo que él les enseñó a trabajar. Nunca se me olvidará que uno de mis hermanos hasta me pidió una noche que lo dejara acompañar a mi papá a dormir en los establos. Pero yo no decidía, deveras, era mi papá el que me agarraba del brazo y me llevaba con él.
Dicen que al final me desmayé. Yo sólo me acuerdo de que desperté en la cama de mi hermano, con unas palpitaciones que no soportaba y sudando frío.
¿Sabe qué era lo que más tristeza me daba? Que yo había luchado contra el alcohol, me había reconocido derrotado por el alcohol, como dicen en AA. Y que, a pesar de ello, continuaban las malditas apariciones de animales.
Me entraba una rebeldía contra todo. Sí, contra Dios y contra todo. Ya para qué seguir luchando.
Como pude me escapé de aquella casa que era peor, mucho peor que el peor de los sanatorios y aunque todavía traté de seguir trabajando sólo duré en el restorán unos días.
Entonces vino esta época que le digo.
Si me pregunta cómo sobreviví estos meses no sabría decirle. Si me pregunta de dónde sacaba dinero no sabría decirle. Es más, apenas si me acuerdo de lo que hice. Había días que de plano se pasaban en blanco, como si no los hubiera vivido. Algunos amigos me ayudaron. Siempre he tenido facilidad para hacer amigos. Una mañana desperté en San Juan del Río y no me acuerdo ni cómo llegué ahí. Fui a una pelea de gallos y no me acuerdo cómo salí.
Estuve en la cárcel de un pueblo, no me acuerdo ni de qué pueblo. Me dijeron que había robado, no me acuerdo ni qué. Luego estuve en la Cruz Verde aquí en México y me curaron de una golpiza que no me acuerdo ni con quién fue.
Ya para qué le digo, hasta me da pena decirle.
Los días antes de que me internaran dicen que ya estaba muy mal. Recuerdo sí, lo del perro. En una cantina de por más allá del aeropuerto, la colonia San Juan de Aragón, creo que se llama, en donde vive el único amigo que he tenido, que me quiere como me quiere mi hermano, con sinceridad. Caía en su casa de vez en vez. Pues hace unos días caí ahí y, como él también le entra al trago, fuimos a una cantina. Estábamos platicando y de repente vi al perro. Era un tipo que estaba en una de las mesas jugando dominó con un grupo de amigos, pero yo clarito lo vi como perro. Y como perro que me iba a atacar. Abría el hocico y mostraba unos colmillos blancos, filudos filudos.
—¡Saquen a ese perro! —me puse a gritar.
Y me eché sobre el tipo, a patadas, como pude.
Yo le juro que sentí que me mordía un brazo, que me desgarraba la ropa, que sus colmillos estaban dentro de mi piel.
Entre todos me golpearon y ya no supe de mí hasta que desperté aquí en el sanatorio. Usted me ve, mire cómo me golpearon. Y aunque en el brazo no traigo nada yo sentí que la mordida me la había dado en el brazo. No sé por qué sentí eso.
¿Qué voy a hacer saliendo de aquí?
No sé. Qué puedo decirle, cómo voy a saber.