VI

Salimos a una noche fría y con viento. Eran las ocho y media. Continuaba el ir y venir de la gente y el ruido del tránsito, pero la marea empezaba a retirarse y se sentía que ese trajín era ya solamente la resaca del día, con el polvo y los ojos irritados que va dejando tras de sí. Es la hora en que por Bucareli los trozos de papel periódico —palomas grises— emprenden el vuelo con toda la burla que implica ese vuelo al acontecer diario. De las grandes noticias sólo quedan jirones de noticias, desvaneciéndose conforme se profundiza la noche.

El bullicio se refugiaba en las fondas y en las taquerías, entre las grandes volutas de humo que las envolvían como en esferas de cristal.

—¿Quiere que vayamos a mi casa? Ahí podemos platicar otro rato.

Invitación que, después de la sequedad del recibimiento, era una nueva prueba de la ambivalencia alrededor de la cual parecía girar cada acto de su vida.

Caminamos en silencio. Subió la solapa del saco y metió las manos en los bolsillos. Luego hundió la cabeza en el cuello y conservó la mirada fija en el suelo como si temiera caer. Parecía un avestruz que se protege del mundo dentro de un agujero en la tierra. Su agujero estaba ahí, siempre frente a él, y en éste se perdía su mirada como en un túnel.

Entramos en un enmohecido edificio de Luis Moya, con una escalera que se oscurecía al subirla. En el tercer piso se detuvo y abrió una puerta. Era un departamento amplio, con vastos muebles de caoba. Todo coincidía con su personalidad: la ubicación, las paredes descarapeladas del edificio, la escalera oscura, los cuadros familiares y los paisajes con gruesos marcos dorados, el secreter en la sala, el centro de mesa garigoleado, las cortinas de terciopelo guindas, los candelabros y los floreros de cristal cortado. Junto al librero, un cuadro del Greco: Los apóstoles.

Elogié la decoración y respondió que el departamento había sido de sus padres. Los dos murieron en el lapso de un año y como él estaba separado, decidió habitarlo. Su padre con grandes esfuerzos había construido una casa en Tlalpan en la que, curiosamente, nunca vivió. La heredó y ahora estaban ahí su mujer y sus hijos. A él le gustaba este departamento, no sólo porque le recordaba su niñez, sino por la ubicación: su oficina, en Palacio Nacional, le quedaba más o menos cerca y podía ir a pie. No soportaba los camiones, pagaba por no subirse a un camión. Y, como no tenía auto y un taxi era imposible de conseguir, lo mejor era permanecer ahí. Hasta su grupo de AA, el Bolívar, le quedaba cerca.

—Salgo poco. Algún concierto en Bellas Artes, alguna película por aquí cerca, pero muy esporádicamente —dijo mientras se quitaba el saco, que llevó seguramente a la recámara por un amplio pasillo con gobelinos en las paredes. Al cruzar frente a un espejo se detuvo y pasó una mano por el pelo engominado como si fuera posible alisarlo más.

—Póngase cómodo, amigo Solares. Ahora vamos a tomar un poco de queso y un refresco.

Llevó gruyere y roquefort en una quesera de madera y abrió dos aguas minerales.

—Es lo que ceno siempre. No tengo mucho que ofrecerle —dijo mientras servía los vasos y los dejaba en la mesita de centro. Se sentó en el sillón.

Llamaba la atención el Gradiente con las altas bocinas en las esquinas, a los lados del sofá. La amplia colección de discos ocupaba uno de los entrepaños del librero empotrado en la pared, que hacía también las veces de aparador, con vidrios corredizos, para pequeñas figuras de porcelana y de madera tallada. Había bastantes libros, la mayoría forrados en piel y otros que parecían de lectura más asidua por los lomos maltratados.

—Veo que le gusta la música.

—Es algo más que un gusto. Si no ha sido por la música no estaría yo aquí —dijo inclinándose hacia la mesita de centro para partir un trozo de queso.

—Cada vez me intriga más.

—Ya irá saliendo todo poco a poco. Le repito que detesto los monólogos. Mi gusto por la música es de… cuatro años a la fecha. El tiempo que tengo sin beber.

—¿Hay algún compositor que le interese especialmente?

—Un compositor: Mozart, y una obra: su Réquiem. Lo escuché mañana, tarde y noche durante… por lo menos seis meses. Ahora sólo lo escucho de vez en vez.

Casi se me cae el vaso de la mano.

—Soy obsesivo —agregó, como si quedara alguna duda de ello con lo que acababa de comentar.

—Me imagino que terminaría por aburrirle.

—Pues fíjese que no; al contrario, le iba descubriendo nuevos significados. Y lo que es más importante, me iba curando poco a poco.

—¿No dormía? Me dice que lo escuchaba mañana, tarde y noche.

—Aunque estaba dormido dejaba que siguiera tocando. Mi inconsciente lo escuchaba.

—¿Por qué el Réquiem de Mozart?

—Porque me lo mandó Dios como una señal. Una tarde estuve a punto de volver a beber (lo que en mi caso equivale a suicidarme) y cuando iba rumbo a la cantina pasé por una tienda de discos en donde lo escuché. Me detuve y esa música milagrosa apartó de mí la obsesión por el alcohol. Entonces cambié una obsesión por otra y me puse a escuchar el Réquiem a todas horas.

De pronto me pregunté frente a quién estaba y por qué me interesaba tanto, ya no sólo como un caso para mi encuesta. Lo observé fijamente, con su pelo engominado, sus ojos vivaces, su chaleco ajustado, sentado muy derecho en el sillón, y tuve la sensación de que era la imagen misma de la sinceridad (por eso la ambivalencia) y que no me quedaba más remedio que creerle cuanto decía. Además, se estaba muy bien a su lado. Una vez traspuesta la pedantería de la entrada (que más bien parecía una defensa contra el mundo), había un calor, una intensidad en sus palabras que envolvían y contagiaban. Daban ganas de también contarle cosas de uno. Por supuesto, el problema era cuando lanzaba una confesión como la que siguió a su comentario.

—Yo hablé con Mozart. Estaba sentado ahí donde está usted sentado.

Casi me pongo de pie de un brinco.

—¿Aquí mismo?

—Sí, ahí mismo.

—¿Durante su delirium tremens?

—No, mucho después. Le digo que descubrí la música cuando ya no bebía. Aunque si así quiere llamarlo, yo he continuado teniendo delirium tremens durante estos cuatro años en que ya no bebo. Con mis padres hablé después de que murieron.

Yo también estaba cayendo de cabeza en la ambivalencia: está loco, me dije. Creo en su sinceridad pero está loco. La única actitud razonable sería tomar distancia, no dejarse llevar por su simpatía (cuidado con el contagio) y mirarlo como a un microbio en la platina. Pero la verdad es que la deducción no tenía peso y me entusiasmaba la idea de que alguien en pleno siglo XX afirmara que había hablado con Mozart, alcohólico, cuerdo o loco, qué más daba.

—¿De qué habló con Mozart?

—Es un decir que hablé con él. Lo vi un instante ahí sentado, sonriéndome, y dijo algo que podría parecer incoherente: “el pistilo de la flor, cuídate de él, y del brinco de la aguja en algunos surcos del disco”.

—¿Qué significan para usted esas palabras?

—Eso, que aprenda a ver y escuchar las cosas en su totalidad. A veces los pequeños detalles —como un disco ligeramente rayado— me detienen, me impiden gozar.

—¿Y está seguro de que era Mozart?

—Por supuesto que estoy seguro de que era Mozart. Percibí hasta su aura. Llevaba yo varias horas en profunda concentración, en la posición de loto y con los ojos cerrados, dejando que las imágenes fluyeran libremente dentro de mí. De repente supe que si abría los ojos iba a ver a alguien que había jugado un papel determinante en mi vida. Entonces abrí los ojos y vi a Mozart, escuché su mensaje, le contesté “gracias” y se esfumó.

—Pudo haber sido su imaginación por tantas horas de concentración.

—Sí, pudo haber sido mi imaginación. ¿Y qué? ¿Por qué separamos tan radicalmente imaginación y realidad? He tenido sueños que me parecen tan reales como cualquiera de las experiencias importantes que he vivido. El problema no es ése; el problema es la fe. Creer en algo más.

Hizo una pausa.

—Como le digo, voy poco a AA porque en la mayor parte de los compañeros persiste la idea de que el delirium tremens es una enfermedad.

—Los médicos dicen que es una psicosis alcohólica, provocada por una lesión cerebral; reproducible, además, después de ingerir cierta cantidad de alcohol.

—¿Y? Tampoco eso explica nada. A mí me han hecho exhaustivos estudios después de que dejé de beber y aseguran que estoy perfectamente cuerdo. Sin embargo les explico que el alcohol y especialmente el delirium tremens desarrollaron mis facultades extrasensoriales y me miran como a un bicho raro.

—Quien lo oyera podría pensar que invita a todo el mundo a beber para que desarrolle sus facultades extrasensoriales.

—Qué barbaridad. Empieza usted a decepcionarme.

—Le digo lo que pienso. Lo siento.

—No tengo ningún interés en que me crea cuanto le he dicho y mucho menos en aparecer en su dichosa encuesta, que seguramente va a quedar como señal de alarma para todo aquel que se lleva una copa a los labios.

—Me encantaría que sirviera para eso.

—Pero el asunto es mucho más complejo, amigo mío, y en lugar de oír tanto lo que dicen los médicos y las cifras de cuántos vieron cucarachas y cuántos vieron alacranes, adéntrese en el alma de quien lo padeció.

—Usted, por ejemplo.

—Si quiere, puedo ayudarlo. Pero no me salga con interrupciones científicas porque rompe el hilo de lo que estoy diciendo y me pone de mal humor.

—De acuerdo.

—Por eso, por eso me negué a contestar su absurdo cuestionario, porque quiere hacer fichas de lo que sólo concierne al alma. ¿Qué conclusiones ha sacado con su encuesta? A ver dígame.

—Por ejemplo, que en un sesenta por ciento las imágenes son de índole religiosa, aunque se agregaran insectos o animales en general, y en algunos casos delirios auditivos.

—¿Lo ve? Está usted descubriendo el Mediterráneo. Porque no sólo en un sesenta, sino en un cien por ciento las imágenes son de índole religiosa.

—Si considera una cucaracha o un alacrán símbolos religiosos.

—¿Usted no?

Lo preguntó más con los ojos que con la voz. No pude evitar un cierto estremecimiento (¡el contagio!). Resultaba demoledora la seguridad con que hablaba. No quedaba más que creerle y seguirlo por el laberinto, o de plano colocarlo en la platina. Intentaba esto último, pero sus ojos y su tono de voz me arrastraban.

—Piénselo. ¿Hay algo que simbolice más claramente la ruindad, la inconsciencia, la pequeñez de alma, lo mezquino, lo traicionero, que una cucaracha o un alacrán? ¿Por qué suponer que el demonio debe aparecer necesariamente con tridente y cuernitos?

—Pues así aparece en un buen número de casos.

—Porque es una representación infantil, y cuando uno se adentra en el inconsciente emergen de golpe todos los símbolos infantiles. Pero eso es lo de menos. Bueno, ¿y que otra valiosa deducción ha sacado?

—Lo pregunta en un tono que no sólo el cuestionario sino todo el trabajo realizado dan ganas de tirarlo a la basura.

—Al contrario. Hay caminos que necesitamos recorrer hasta el final para comprender que no conducen a ninguna parte. No es mi interés desanimarlo en lo que ha hecho sino mostrarle lo que no ha hecho.

—Pues que en la mayoría de los casos las imágenes del delirio tienen que ver muy directamente con la problemática de la persona que lo padece. Sobre todo cuando no sólo aparecen insectos sino otros animales y seres humanos. Entonces hasta podría aplicársele una especie de interpretación de los sueños. Sueño muy particular: con los ojos abiertos.

—Muy bien. ¿Y?

—La medicina no sabe casi nada al respecto. Decepciona leer libros en que se menciona el delirium tremens: le explican los trastornos físicos del paciente, pero sistemáticamente le dan la vuelta a la interpretación de las imágenes. Hasta ahora ha sido un trastorno para psiquiatras en el que, supuestamente, los psicoanalistas nada tienen que hacer. Supe de un hombre que murió durante un delirio por la pura contracción muscular. ¿Se da cuenta? ¿Qué era lo que estaba mirando u oyendo? Y, sin embargo, ninguna medicina puede detener ese flujo de imágenes o de voces —y hasta de olores— que instala de lleno al paciente en el infierno. Bueno, sí hay una, usted debe de saberlo, pero que lo condena a nuevos delirios: una copa. Círculo vicioso en que la enfermedad es el remedio.

—¿Alguna otra deducción?

—Que la culpa es como el surtidor y se purga a través de las imágenes del delirio. De ahí que la experiencia sea tan determinante para que después de ella el alcohólico comprenda lo que nunca había comprendido y pueda cambiar el rumbo en su vida. Quizá algo no muy lejano a lo que, en otro sentido, sucede a quienes prueban el LSD. La visión transforma, parece que no tiene remedio. Los elementos que forman parte consustancial de la vida diaria: el amor, el odio, el sexo, el temor, se viven durante el delirium tremens en negativo y llevados hasta sus últimas consecuencias. El sexo, por ejemplo, es siempre doloroso y puede adquirir la forma de un enorme demonio de color encendido que arroja chorros de semen por un gran falo; semen que borbotea como lava y produce profundas quemaduras. La paciente que lo padeció tenía después del delirio todos los síntomas que producen las quemaduras de tercer grado, y durante varios días, dijo, no soportaba el ardor, aunque su piel no registrara ninguna huella visible. Por otra parte, un hombre me contó que al delirar veía a su hijita de tres años, al ser que más amaba en el mundo, pero que su presencia le resultaba insoportable. Lo acariciaba y lo besaba en la mejilla y él recibía esas caricias y esos besos en medio de un dolor que lo obligaba a gritar.

Mi comentario pareció apagar la vocación de réplica de Gabriel. Su espalda se encorvó ligeramente y la mirada se perdió dentro del vaso que tenía en la mano.

—¿Ve esta cicatriz? —y me la mostró abriendo el cabello, justo a un lado de donde nacía la raya—. Me la hice golpeándome contra el filo de una puerta. Y al hacerlo miraba fijamente una foto de mi hijo. Como si fuera él quien me golpeara. Estaba yo muy borracho, por supuesto… Uno puede hacer cualquier cosa borracho. Para que luego crea usted que defiendo el alcohol como un medio para desarrollar las facultades extrasensoriales…

No lo había olvidado. Y parecía de veras ofendido por mi comentario. En sus ojos había nacido algo como una tristeza infantil. Con esa hipersensibilidad, imaginé las depresiones agudas en las que debe de haber caído cuando bebía.

—No lo quise decir literalmente. Dije que parecía que defendía usted el alcohol porque no consideraba el delirium tremens una enfermedad.

—Nada aborrezco tanto en este mundo como el alcohol. Un borracho es lo más cercano que conozco a un condenado. Pero tampoco puedo dividir el mundo en buenos y malos. Para desgracia de nuestras pobres mentes, las cosas en general son mucho más complejas de lo que parece. Y el alcohol, como todo lo que nos saca de nuestras defensas cotidianas, puede servir para alcanzar cierto grado de conciencia. Yo fui un hombre pragmático, que creía que dos y dos son cuatro y armaba su vida de acuerdo con un plan preconcebido: matrimonio con cierta clase de mujer, hijos, trabajo, éxito, dinero, diversiones, reconocimiento. Caí en el alcoholismo como en un pozo y aprendí que todo lo que nos rodea es aparente, que la verdadera realidad está oculta y hacia ella hay que dirigirse.

Conforme hablaba, su espalda iba recuperando la verticalidad y sus ojos adquirían nueva fuerza. Al decir: “todo lo que nos rodea es aparente, la verdadera realidad está oculta”, miró a los lados, con chispas de miedo en las pupilas, como si esa realidad oculta pudiera estar ahí acechante.

Mi curiosidad por conocer su vida, la historia de su alcoholismo, aumentaba mientras más lo escuchaba. Presentía la riqueza del relato. Pero no quería forzarlo porque también presentía la fragilidad de su personalidad: cambiaba de estado de ánimo en segundos. Además, me había advertido claramente que aborrecía los monólogos.

Le ofrecí un cigarrillo y encendí otro. Aceptó con un movimiento mecánico. Le dio una fumada y se metió dentro de una nube de humo. El queso y el agua mineral se habían volatilizado casi sin darme cuenta. Temí, como siempre que estoy ante un buen trozo de queso, haber comido más de lo que debía.

—Dígame una cosa, amigo Solares. ¿Cree en la religión católica?

—Supongo que sí. O quiero suponer que sí.

—¿No cree que estamos rodeados de ángeles y demonios que se disputan nuestra alma?

—También, supongo que sí.

—El problema del alcohol es que tienen todas las de ganar los demonios, ¿me entiende? Entra uno en contacto con los espíritus más negativos de este planeta (basta ir a una cantina y ver las expresiones de los borrachos para darse cuenta). Pero también es indudable que gracias a esos demonios es posible reconocer la contraparte, los ángeles que esperan nuestro regreso.

Hizo una pausa mirando cómo se distendía la nube de humo que acababa de exhalar. Continuó en el mismo tono, como si se lo contara a sí mismo.

—Y a veces (¡qué difícil reconocerlo!) nada está tan cerca del bien como el mal. En este sentido, mi primera experiencia de delirium tremens fue aleccionadora. ¿Quiere que se la cuente?

—Por supuesto —yo también me senté muy derecho.

Llevaba como un año sin dejar de beber. Había perdido mi empleo y vivía con mi mujer y mis hijos en la casona de Tlalpan. Entonces decidí que la única manera de dejar de beber era no ver a nadie durante algunos días. Estar solo conmigo mismo, a ver qué pasaba.

Me encerré en una pieza del sótano. Descolgué los cuadros de las paredes. Me aterraban los paisajes, las fotos (con excepción de las de mis hijos que siempre tenía a mi lado), porque si los miraba fijamente empezaban a vivir como si proyectara imágenes en una pantalla. Le pedí a mi esposa que me mandara la comida con la sirvienta. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el borde de la cama, con las manos entre las rodillas, intentando no pensar, dejar que el tiempo corriera, no darme cuenta.

Cada minuto que aguantaba ahí era un pequeño paso adelante. Pero ser consciente de cada minuto es angustioso y se sienten deseos de reventar de una buena vez. Fantaseaba con la idea del suicidio, pero la convicción de vencer al alcohol podía más. Había fracasado tantas veces que uno también se cansa de fracasar, así como uno se cansa de vencer y de estar sano y de llevar una vida normal. Por eso me quise encerrar así, para atravesar el infierno de una vez por todas, aceptar mi realidad, no fugarme. Después de todo, tenía tantos años de vivir en él sin darme cuenta, que darme cuenta de repente aumentaría sólo relativamente el dolor. Por eso me encerré ahí. Mi voluntad era la mejor, pero aún no sabía que la voluntad no basta para vencer al demonio.

Por momentos lograba de veras no pensar, estar como ausente de mí mismo, y había una cierta relajación. Pero, apenas saltaba la primera idea, venía el encadenamiento: que era por demás mi sacrificio, que nunca iba a vencer al alcohol, que lo único que podía ayudarme era una copa.

Empezaba a sudar y había que iniciar una nueva labor tranquilizadora. Rezar, pensar que si no dejaba de beber iba a morir, recordar a mis hijos. Había puesto sus fotos a mi lado, sobre la cama, y los miraba a cada momento. Verlos en persona me hubiera llenado de culpa, en cambio las fotos me resultaban una gran ayuda. Casi diría que una parte de los niños —eso que llamamos alma— estaba más presente para mí en la foto que en ellos mismos. Les hablaba, les contaba de mi dolor, de mi decisión de salvarme, les pedía que me ayudaran. Y rezaba una y otra vez el Padre Nuestro.

Debo haber dormido muchísimo, pero como no tenía reloj nunca supe cuánto tiempo. Ni siquiera sabía si afuera era de día o de noche. Para mí era siempre de noche y el tiempo en que vivía era otro tiempo. Tenía constantes pesadillas, pero difusas y apenas las recuerdo. En cambio lo que recuerdo perfectamente es la primera alucinación.

Fue en un momento de angustia. Miré hacia una de las paredes, gris, desnuda, y mi imaginación abrió en ella una pequeña ventana a un cielo azul. Me pregunté cómo era posible no haberme dado cuenta de que esa ventana estaba ahí. Contemplé el cielo azul con una sensación de plenitud. “Qué día más hermoso”, me dije. ¿Por qué habían cerrado la ventana? Malvados. Yo necesitaría tenerla siempre abierta para ver la luz del día. Sentir el sol. Vi aparecer una nube blanquísima que avanzaba a gran velocidad en el cielo. “Esa nube es Dios”, pensé. Y la nube descendía hacia la ventana y entraba por ella hasta posarse justo sobre mí. “Estoy salvado”, pensé. Esta nube es Dios y viene a salvarme. Mientras la tenga conmigo nada podrá hacerme daño. Entonces la nube empezaba a tomar un color gris y de repente caía de ella una avalancha de insectos y ratas.

Grité aterrado, me desgarré la piyama y me provoqué heridas en el cuerpo para arrancarme los insectos que se incrustaban en la piel. Llegó mi esposa y yo no dejaba de gritar. Buscó un médico y aquella primera aparición provocó también mi primer internamiento en un sanatorio para enajenados.