Oí clarito que abrían el portón. Acababa de despertar de una pesadilla, como casi todas las noches a esa hora. Me paré de la cama y me asomé a la ventana. Abajo, en la cochera, sólo se veían el auto de mi padre y la barda con enredadera. Encendí la luz y regresé a la cama. No quería dormir. Prefería el cansancio, incluso la muerte, a las malditas pesadillas.
Había una repetitiva: que alguien a quien no veía (lo veía, pero al despertar sentía que no lo había visto) me seguía hasta la azotea de un alto edificio. Yo llegaba a la pequeña barda de protección y mi perseguidor se acercaba lentamente. Entonces yo mismo me lanzaba al vacío. Pero nunca terminaba de caer. Era una caída infinita y la angustia me despertaba.
¿Hay mayor dolor que la imposibilidad de cerrar los ojos, a pesar del cansancio, porque es como si descendiéramos al mismísimo infierno?
Miraba fijamente un punto indefinido del techo para tratar de calmarme.
Llevaba como cuatro días sin beber porque me habían diagnosticado una úlcera. Nunca fui un gran bebedor: el alcohol me hace un daño fulminante. Con cinco copas tengo más que suficiente para ser otro. Hago cosas de las que luego no me acuerdo, o de las que preferiría no acordarme, como golpear a mi padre, reclamarle a gritos a mi madre el haberme traído al mundo o romper los cuadros de familia.
Tengo veinticinco años. He tratado de vivir solo pero no puedo. La soledad me quema. A pesar de nuestros pleitos, únicamente al lado de mis padres logro encontrar alguna tranquilidad.
Estaba pensando en el sueño cuando oí ruido en la planta baja, en la sala o en el comedor.
Fue como si el sueño se prolongara a la realidad. Como si de tanto haberlo soñado empezara a vivirlo sin darme cuenta de que había despertado.
Me puse de pie de un brinco y salí corriendo al pasillo.
—¡Quién anda allá abajo! —grité, y desperté a mis padres. Mi madre salió en bata de su recámara y preguntó preocupada qué sucedía.
—Alguien anda allá abajo. Acabo de oír ruidos.
Mi padre me escucho y salió con una pistola que guardaba en el buró.
Encendimos las luces y bajamos. Un par de años antes nos habían robado cuando no había nadie en la casa. Pero el terror de mi madre siempre fue que alguien entrara cuando estuviéramos dormidos.
Despertamos a los sirvientes. Buscamos por todos lados. Nada.
Yo sabía que no había nadie. Pero tampoco podía dejar de creer que sí había alguien. Era como una conciencia además de la conciencia que uno tiene normalmente. Y esa conciencia tenía sus propias convicciones y su propia lógica.
Antes de regresar a nuestra recámara, mi madre preguntó si de veras había oído esos ruidos y me molesté. Respondí que no estaba loco, podía jurar que alguien andaba en la sala o en el comedor.
Tomé un libro y no logré concentrarme en la lectura. Apagué la luz y traté de conciliar el sueño: fue lo peor que pude haber hecho porque entonces oí, aún con más claridad que antes, que alguien subía la escalera.
Pegué un grito y corrí al cuarto de mis padres. Ya no se preocuparon por los supuestos ladrones sino por mí.
—¡Están subiendo la escalera! Me están persiguiendo desde hace meses.
Traté de tomar la pistola del buró pero mi padre me detuvo.
Temblaba de pies a cabeza y dice mi madre que nunca me había visto tan pálido.
Corría de un extremo a otro de la pieza. Les suplicaba que llamaran a la policía. Iba a la ventana y les gritaba a los vecinos y a los sirvientes. Las luces de la casa de al lado se encendieron. Mi padre trataba de detenerme pero me le escapaba. Hasta que me dio un puñetazo en la mejilla y caí al suelo, llorando. Me acostó en su cama y empecé a calmarme. Llamaron al doctor y me puso una inyección que me durmió hasta el día siguiente.
No soporto a los doctores. ¿Se ha fijado en esa mirada gélida que tienen, tan imperturbable cuando le abren a uno la panza como cuando escuchan que estuvimos a punto de suicidarnos? A los veinte años me llevaron con un psicoanalista y durante las cinco sesiones que tuvimos no hice sino contarle mentiras: que soñaba que hacía el amor con mi madre en todas las posiciones posibles, que mataba a mi padre y me comía su cadáver, que de repente mi madre se transformaba en la Virgen María y mi padre en Jesucristo y los veía cachondeándose… No se alteraba y tomaba nota, pero yo sabía que en el fondo estaba feliz de comprobar, según él, sus teorías.
Estudié dos años de leyes porque mi padre tiene un bufete que supuestamente iba a heredar. Pero odio las leyes y abandoné la carrera y desde entonces he brincado de un trabajo al otro o he pasado largas temporadas sin hacer nada. ¿Por qué a fuerza tiene uno que saber lo que quiere? Sólo llevo un año bebiendo diario.
Al día siguiente tomé una copa apenas desperté, pero me cayó fatal al estómago y me puso más nervioso. Anduve toda la mañana dando vueltas por la casa, buscando en los clósets, abajo de las camas, atrás de los sillones, en los rincones del garage. No sabía bien qué buscaba y estaba seguro de que aquello que buscaba no iba a encontrarlo, pero no podía resistir la compulsión y me calmaba un poco andar de un lado al otro.
No tenía auto porque lo había chocado una semana antes, y aunque lo hubiera tenido creo que de todas maneras no hubiera salido de casa. Sólo ahí me sentía seguro, aunque también era ahí en donde me perseguía el fantasma. Cuando terminé de inspeccionar la casa comí un trozo de carne, sin apetito, y subí a recostarme un rato. Mi madre estaba en la planta baja viendo la televisión.
Tuve la misma pesadilla (o quizá fue otra, no lo recuerdo) y desperté sudando frío. Nunca había sentido tal angustia. Metí la cabeza bajo la almohada e intenté no pensar en nada. Sabía que si pensaba en algo iba a corporeizarse, como la noche anterior. El corazón se me desbocaba.
“Que Dios me perdone pero no lo resisto”, me dije y me puse de pie para ir por la pistola de mi papá y pegarme un tiro.
Pero al ir a abrir la puerta supe que ese alguien que me perseguía estaba del otro lado esperándome para matarme él mismo. Sin embargo, no era esto último lo que me preocupaba, sino la idea de verlo, de por fin conocerlo.
Corrí a la ventana para aventarme por ella, pero la cortina estaba corrida y supe que apenas la entreabriera vería ese rostro que no podría resistir.
Ésta era la sensación: lo único que no podría resistir era verlo. Me preguntaba desesperado cómo matarme antes de que apareciera.
Grité pidiendo ayuda y subió mi madre.
Entró en la recámara y me abracé a ella, temblando. Le dije que él estaba ahí, junto a la puerta, e iba a asomarse de un momento a otro. Dijo que no había nadie, que me recostara mientras preparaba una inyección y llamaba al médico. La pobre lloraba y temblaba tanto como yo.
Quiso demostrarme que tampoco había nadie asomado a la ventana, como yo le decía, y corrió las cortinas. A partir de ese momento no recuerdo más. Es como si mi alma me hubiera abandonado. La ventana estaba abierta y dice mi madre que pegué un grito y salté frente a ella. Me fracturé una pierna. Estuve unos días en un hospital particular y luego me trajeron a éste en donde, dicen, también van a curar mi alcoholismo.