VIII

Cuarenta por ciento de los enfermos del Lavista —sanatorio psiquiátrico del Seguro Social— son internados por alcoholismo. De dos a tres por día, unos ochenta al mes. El cinco por ciento de estas personas padece delirium tremens. O sea: cuatro al mes. Aunque no se han realizado estudios confiables al respecto, se calcula que el ocho por ciento de los mexicanos tiene algún tipo de trastorno físico o mental provocado por el alcohol. Es probable que la cifra aumentara considerablemente si se hiciera una encuesta seria al respecto.

Además de los grupos de AA, el trabajo de investigación sobre delirium tremens lo realicé en ese sanatorio, en donde el médico José Antonio Elizondo —jefe del Departamento de Alcoholismo— me elegía un caso a la semana, que yo entrevistaba los viernes a las dos de la tarde. El tono de los casos vistos ahí era muy distinto al de los AA, porque el delirio acababa de suceder, y por lo tanto la impresión y el recuerdo estaban aún frescos. Sin embargo la perspectiva ofrecía también aspectos muy importantes. Conocer a una persona que lleva una vida normal, dentro del frustrante engranaje de una sociedad como la nuestra, con los pequeños pero dolorosos sacrificios que hay que realizar para sobrellevar la existencia cotidiana; conocer y hablar con una persona que en apariencia es como cualquiera de las otras personas que nos rodean y oírla de repente relatar sus visiones terroríficas después de un comentario sobre el alto costo de la vida, resulta, en verdad, una experiencia muy particular.

Por ejemplo Gabriel, en quien no dejé de pensar después de la larga conversación que tuvimos en su casa. Por más que intentaba el encasillamiento tranquilizador no podía colocarle la etiqueta de loco; por el contrario, en algunos aspectos me parecía más cuerdo que muchas de las personas que me rodeaban. La ambivalencia alrededor de la cual giraba su vida era como un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con la realidad… con las realidades —concretas o mágicas— que él percibía. El “está loco” limitaría la moneda a una de sus caras, pero también permitiría pisar tierra firme. Después de todo, ¿es “normal” que un hombre que trabaja en Palacio Nacional, ahí, en pleno centro de la “normalidad”, asegure con tal convicción que habló con Mozart?

Los casos que había entrevistado en el Lavista tenían uno o cinco días de haber padecido el delirio —por lo menos el delirio agudo—, ya que de otra manera hubiera sido imposible hablar con ellos. Pero aquella mañana el doctor Elizondo me llevó a uno de los anexos del sanatorio a través de un patio con palmeras y pinos, en donde una mujer como de cincuenta años, estaba, en ese momento, delirando. La celda era diminuta, sin más contacto con el exterior que una mirilla en la puerta por la cual los médicos podían observar al enfermo. La mujer temblaba y sus ojos se posaban sobre las cosas sin asirlas, como si mirara a través de ellas. Por momentos se detenían en un punto indefinido de la pared blanca y se desorbitaban. ¿Qué veían ahí? ¿Qué mundo se interponía, se corporeizaba de una manera tan contundente entre ella y lo real? Aunque al observarla uno no podía menos que preguntarse qué es lo real. ¿Esto concreto que palpo y afecta mis sentidos? El delirio era como palpar un sueño.

Una mano salió tímidamente de entre las sábanas y señaló el respaldo de la cama.

—¡Ahí está el diablo! —le dijo al doctor—. ¡Atrás de la cama! ¡Ahí está!

—¿Quién soy yo? —preguntó el doctor tomando la mano de la enferma entre las suyas.

—Un ángel. Mire sus alas. Ayúdeme, por favor.

—¿Por qué estás aquí?

—¡Por él! ¡Por él! —y volvía a señalar el respaldo de la cama.

El diablo aparecía en un buen número de los casos que había entrevistado. En ocasiones, como ahora, no lo veían, aunque sabían que ahí estaba, al acecho, seguro de su presa. La paranoia que esa presencia maléfica despertaba podía llevar a intentos de suicidio o a construir verdaderos parapetos de defensa, como tapizar una pieza de imágenes religiosas, oír las veinticuatro horas diarias el Réquiem de Mozart o apretar un crucifijo entre las manos en todo momento. Recordé una pequeña región de Transilvania en donde se supone vivió Drácula (dracu en rumano es diablo) cuyas casas —encaladas y con aleros como en serie— tenían todas una cruz de metal en lo alto. Despertó mi asombro ante la molestia y la explicación superficial del delegado del gobierno rumano que me acompañó en el paseo: meros atavismos.

Por otra parte, el diablo no aparecía siempre como una figura repulsiva, sino como un reflejo de la propia conciencia. La culpa nacía de lo que había dejado de hacerse —la vida no vivida— y no de lo que se había hecho. Así, más que por la imagen misma, la angustia era provocada por el vacío en que había caído la existencia como en un pozo interminable. A una mujer el diablo le mostraba las fotos de los hijos que ella pudo haber tenido:

—Mira —le decía—. Pudiste haber tenido este hijo, y este otro, si hubieras tenido el valor de entregarte a un hombre.

En otras fotos aparecía como una mujer dichosa al lado de su supuesto esposo y sus supuestos hijos. La angustia surgía, es obvio, de esa posible felicidad que se negó en este mundo y que percibía, como en negativo, en el delirium tremens y por medio de un juez implacable. Dante decía que no hay mayor dolor que en los tiempos de infelicidad recordar los tiempos felices. Quizá no es menor el dolor de imaginar la dicha que nos negó nuestro temor a vivir.

Otro caso es el de un hombre que vivió su alcoholismo como pura y simple melancolía de lo que pudo haber realizado al lado de su esposa —a la que adoraba— y de sus hijos. Se ocultaba detrás de las columnas de los restoranes para gozar masoquistamente de las sonrisas y de los comentarios que veía o adivinaba. Él estaba allí, en el otro, pero también estaba allá, lejos, en la imposibilidad de la verdadera vida.

Pero el caso más claro en este sentido fue el de un hombre al que ese vacío, y la paranoia que despertó ese vacío, estuvo a punto de costarle la vida al lanzarse desde lo alto de un puente del Periférico.

Lo narró una mañana en una mesa de Sanborns y frente a una taza de café (hay que ver cómo toman café los alcohólicos anónimos):

Hablé con el diablo toda una noche. Pequeño, vestido de negro y con unos ojos rojos y centelleantes, recostado en la cama de al lado. Intenté ponerme de pie y salir pero me fue imposible por la cantidad de cucarachas que vi en el suelo.

Le hablé de mi vida. Creo que nunca he hecho un recuento como aquél. Le conté todo. Más que una presencia maléfica era un severo juez que lo decía todo con una mirada encendida. Me escuchó y yo presentía su juicio categórico. Mis propias palabras me condenaban.

A pesar del delirio, pienso que aquel relato me transformó, ¿qué caso tenía seguir viviendo así, en un vacío constante?

Al amanecer él desapareció —se había limitado a escuchar— y yo me quedé solo en el cuarto, con la convicción de que ya nada tenía sentido.

“Me van a matar”, me dije. “Hoy termina todo”.

Fue la tercera alucinación en tres días, una por noche. En la primera viajaba dentro de una cápsula por el espacio sideral, con una sensación de infinito poder. Me gustó. Me veía a mí mismo como en una película de bellos colores. Era actor y espectador.

En la segunda asistía a una orgía en un burdel, rodeado de hombres y mujeres desconocidos y también mirándome a mí mismo como en una película. Ahí empezó la angustia, que llegó a la desesperación después de hablar con el diablo.

Salí a la calle. Amanecía. A la primera persona que vi pasar le regalé mi reloj de oro. Si iba a morir, ¿para qué lo quería? Busqué a un policía y le expliqué mi situación: iban a matarme y necesitaba ayuda. Se rió y me dejó hablando solo. Entré en un hospital con el mismo fin, y un médico me dijo que tomara un tranquilizante y me fuera a dormir a mi casa.

Había dejado de beber días antes por una úlcera que me provocaba agudos dolores. Sin embargo, por la tarde tomé un par de cervezas, dizque para calmar los nervios, con lo que sólo conseguí ponerme peor.

Renuncié a pedir ayuda. Pasé la noche —una noche eterna— en un terreno baldío, recostado en la tierra. Por supuesto, no logré dormir un minuto. Oí con claridad que alguien me disparaba. “Ya están ahí para matarme”, me dije. Y era por demás tratar de huir, para qué.

Recuerdo que pensaba: más que una presencia soy un hueco en el mundo.

Así, con la sensación de que el fin era lo mejor, vi salir el sol.

De nuevo caminé durante horas. Esperaba que me alcanzaran de un momento a otro el hombre o los hombres encargados de matarme, pero al cruzar un puente del Periférico decidí que la espera era demasiado dolorosa. Me dejé caer. Eran las dos de la tarde y el tránsito estaba en pleno. Caí a un lado, junto a la barda que separa los dos carriles, y los autos me esquivaron de milagro. ¿No es de veras un milagro haberme salvado? Recuerdo vivamente los chirridos de los frenos, los gritos de la gente, hasta que llegó una patrulla y se detuvo junto a mí.

Me fracturé las piernas, la cadera y los brazos. Los primeros meses se creyó que quedaría paralítico. Sin embargo, me salvé. No he vuelto a beber desde entonces, hace cinco años.

He vuelto a creer en Dios… y en el diablo. No estoy muy seguro de que las alucinaciones hayan sido sólo producto de mi mente. ¿Y si de veras el delirio, como el sueño, atrae algo que está en el ambiente y no podemos advertirlo dentro de nuestra triste rutina? Hoy creo que el hueco que sentía sólo lo puede llenar la fe en eso otro.

Terminó su relato con la misma serenidad con que lo inició.

Algo era indudable: únicamente la fe en eso otro los salvaba. Los médicos nos dicen que el delirium tremens es una psicosis alcohólica provocada por una lesión cerebral; reproducible además después de ingerir cierta cantidad de alcohol, experimento realizado en laboratorio con animales. Sin embargo, en la mayor parte de los casos entrevistados esa lesión no parecía dejar huella si se dejaba de beber. Dejar de beber es la condición sine qua non para que el alcohólico encuentre el otro rostro de su enfermedad, la salida al final del subterráneo. Porque entonces la experiencia se convierte en un muerte-o-vida, que a través de la lucha contra el alcohol integra la personalidad y abre una nueva concepción de la realidad. En quienes se han curado del delirium tremens hay una clara tendencia al misticismo o por lo menos a una creencia en “algo más”. Como decíamos, en un sesenta por ciento las imágenes eran de índole religiosa, aunque se agregaran insectos o animales en general y en algunos casos delirios auditivos. El eso otro que los aterraba durante la visión parecía ser, volteando la moneda, el eso otro que los curaba. ¿Hay que conocer al demonio para en verdad creer en Dios?

En las cartas que se dirigieron Bill W., cofundador de Alcohólicos Anónimos, y C. G. Jung, se aprecia claramente esa preocupación religiosa como única salida:

Enero 23, 1961

Profesor Doctor C. G. Jung

Kusnacht-Zurich.

Seestrasse 228,

Switzerland.

Mi estimado doctor Jung: Esta carta, portadora de mi profundo agradecimiento, estaba pendiente desde hace tiempo. Permítame primero presentarme como Bill W., cofundador de la Sociedad de Alcohólicos Anónimos. Aunque seguramente ha oído hablar de nosotros, dudo que sepa que cierta conversación que usted sostuvo una vez con uno de sus pacientes, un señor Roland H., a principios de los años 30, jugó un papel decisivo en la fundación de nuestra confraternidad.

Aunque Roland H. falleció hace algún tiempo, la recopilación de su extraordinaria experiencia, mientras estuvo bajo tratamiento con usted, ha venido definitivamente a formar parte de la historia de Alcohólicos Anónimos.

Usted le habló de su desesperanza con respecto a cualquier tratamiento médico o psiquiátrico con relación al alcoholismo. Esta declaración suya, tan sincera y humilde, fue sin duda alguna la piedra angular sobre la cual se ha construido nuestra sociedad.

Viniendo de usted, en quien tanto confiaba y admiraba, el impacto en él fue inmenso. Cuando él entonces le preguntó si había alguna otra esperanza, usted le dijo que podría haberla si llegaba a ser objeto de una experiencia espiritual o religiosa; en resumen, una genuina conversión. Usted le explicó cómo una experiencia semejante, si se efectuaba, podría motivarlo de nuevo cuando ninguna otra cosa podría hacerlo. Pero usted hizo la salvedad de que aunque algunas veces tales experiencias habían traído recuperación a alcohólicos, ellas eran, sin embargo, muy raras; usted le recomendó que buscara un ambiente religioso y esperara lo mejor. Esto, creo yo, fue la esencia de su mensaje.

Poco tiempo después, el señor Roland se unió a los Grupos Oxford, un movimiento evangélico por ese entonces en la cima de su éxito en Europa, y del cual usted recordará el gran énfasis que ponía en los principios del autoexamen, confesión y restitución, y el darse uno mismo al servicio de los demás. Recomendaban la meditación y la oración. En ellas, Roland H. encontró la experiencia de la conversión que lo libró por ese entonces de su compulsión por la bebida.

Entonces (1932-1934) los Grupos Oxford habían ya vuelto a la sobriedad a un buen número de alcohólicos, y Roland, sintiendo que él podía identificarse especialmente con éstos, se dedicó a ayudarlos. Uno de ellos resultó ser un antiguo compañero mío del colegio llamado Edwin T. (“Ebby”). Él había sido amenazado con cárcel, pero el señor Roland y otro ex bebedor consiguieron una apelación y lo ayudaron a encontrar la sobriedad.

Entre tanto, yo había seguido el curso inevitable del alcoholismo y había sido también amenazado con ir a presidio. Afortunadamente había dado con un médico —el doctor William Silkworth—, que tenía una extraordinaria capacidad para comprender a los alcohólicos. Pero así como usted se había rendido ante el caso de Roland, él se había rendido ante el mío. Su teoría era que el alcoholismo tiene dos componentes: una obsesión que induce al paciente a beber contra su voluntad e intereses, y cierta clase de dificultad en el metabolismo, que él llamaba alergia. La compulsión del alcohólico garantiza que su bebida continuará, y la alergia da por seguro que el paciente finalmente se destruirá, enloqueciendo o muriendo. Aunque yo era uno de los pocos a quien él creía ayudar; finalmente se vio obligado a hablarme de mi desesperanza; yo también necesitaría ser sacudido. Para mí esto fue un golpe fatal. Así como Roland había sido alistado por usted para su experiencia de la conversión, así mi maravilloso amigo el doctor Silkworth me había preparado a mí.

Enterado de mi estado, mi amigo Edwin T. vino a verme a mi casa, donde me encontraba bebiendo. Estamos en noviembre de 1934. Desde hacía tiempo yo consideraba a Edwin como un caso sin esperanza. Ahora aquí estaba él en un evidente estado de “liberación”, lo cual se debía sin lugar a dudas a su mera asociación a los Grupos Oxford por un corto tiempo. Pero este magnífico estado de tranquilidad, diferente a la usual depresión, era tremendamente convincente. Como él sufría de mí mismo mal, podía comunicarse conmigo muy bien.

Reconocí enseguida que yo tenía que encontrar una experiencia como la de él, o moriría.

Nuevamente recurrí al cuidado del doctor Silkworth y recuperé la sobriedad una vez más, y obtuve así una visión más clara de la experiencia de liberación de mi amigo y del acercamiento de Roland hacia él.

Libre del alcohol, una vez más me encontré terriblemente deprimido. Esto parece que era causado por mi inhabilidad de tener la más mínima fe. Edwin T. me visitó de nuevo y me repitió las sencillas fórmulas de los Grupos Oxford. Seguidamente, después de que él me dejó, me sentí aún más deprimido. En el colmo de la desesperación grité: “Si hay un Dios, que se manifieste.” Inmediatamente me sobrevino una iluminación de un enorme impacto y dimensión, algo que yo traté de describir en el libro Alcohólicos Anónimos y también en los grupos de AA. Mi liberación de la obsesión por el alcohol fue inmediata. Reconocí que era un hombre libre.

Poco tiempo después de mi experiencia, mi amigo Edwin vino al hospital y me entregó un ejemplar de Variedades de la experiencia religiosa, de William James. Este libro me hizo ver que la mayoría de las experiencias de conversión, de cualquier clase que ella sea, tiene como común denominador un derrumbamiento total del ego. El individuo se enfrenta a un dilema imposible. En mi caso, el dilema había sido creado por mi manera compulsiva de beber y el profundo sentimiento de desesperanza.

En el despertar de mi experiencia espiritual, me sobrevino la visión de una sociedad de alcohólicos identificados entre sí, y que transmitieran su experiencia al siguiente, a manera de una cadena; si cada paciente llevara la noticia al otro de que el alcoholismo no tiene ninguna esperanza en el campo de la ciencia, podría esperarse que cada nuevo aspirante estuviera dispuesto a una experiencia espiritual transformadora; este concepto ha probado ser la piedra fundamental del éxito logrado por Alcohólicos Anónimos. Esto ha hecho que las experiencias de conversión de casi todas las variedades indicadas por James, estén disponibles a una escala que podríamos llamar al por mayor. Nuestras recuperaciones estables durante el último cuarto de siglo llegan aproximadamente a 300 mil. En América y a través del mundo hay hoy día ocho mil grupos de AA (en 1974 se estimaba el número de miembros en 725 mil y el número de grupos en el mundo en 22 500).

Así que a usted, a los Grupos Oxford, a William James, y a mi propio médico, el doctor Silkworth, nosotros los AA debemos este inmenso beneficio. Como usted verá con claridad ahora, esta sorprendente sucesión de acontecimientos en realidad comenzó hace mucho tiempo en su consultorio, y se fundamentó directamente en su percepción humilde y profunda.

Muchísimos estudiosos AA son atentos lectores de sus escritos. Por su convicción de que el hombre es más que intelecto, emoción y dos dólares de productos químicos, usted se ha hecho querer por nosotros.

También le interesará saber que, además de la “experiencia espiritual”, muchos AA reportan una gran variedad de fenómenos psíquicos, cuya fuerza conjunta es considerable. Otros miembros —después de su recuperación en AA— han recibido una gran ayuda de sus seguidores. Algunos han sido seducidos por el I Ching y la extraordinaria introducción de usted a dicho trabajo.

Permítame asegurarle que su lugar en el afecto y en la historia de nuestra confraternidad es inigualable.

Con mis agradecimientos.

William W.

Mr. William W.

Alcoholic Anonymous

Box 459 Grand Central Station

New York 17, New York

Estimado señor Bill W.: Agradezco de verdad su carta. No volví a recibir noticias de Roland H. y a menudo me preguntaba qué había sido de él. Nuestra conversación, que él había relatado adecuadamente a ustedes, tuvo un aspecto que él no conocía. La razón que tuve para no decirle todo es que en aquellos días yo debía ser en extremo cuidadoso con lo que decía, pues me di cuenta de que mis declaraciones eran interpretadas erróneamente. Por ello debí ser muy cauto cuando hablé con Roland H.

Su deseo vehemente de alcohol era el equivalente, a un bajo nivel, de la sed espiritual de nuestro ser por la integridad; expresada en lenguaje medieval: la unión con Dios.

Pero cómo puede uno formular tal percepción en un lenguaje que no sea malinterpretado en nuestros días.

(“Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios.” Salmo 42.1.)

La única forma correcta y legítima para tal experiencia es que de verdad le ocurra a usted, y solamente puede suceder cuando transita por el sendero que lo conduce a un entendimiento más alto. Puede ser conducido a dicha meta por un acto de gracia o mediante el contacto personal y honesto con amigos, o a través de una educación superior de la mente, más allá de los confines del mero racionalismo. Observo por su carta que Roland H. escogió la segunda vía, la cual fue, bajo esas circunstancias, obviamente la mejor.

Estoy convencido de que el principio del mal que prevalece en este mundo lleva a la perdición si no se contrarresta, ya sea por medio de la verdadera percepción religiosa o por el muro protector de la comunidad humana en el sentido de amarnos los unos a los otros como a nosotros mismos. Un hombre común, no protegido por una acción de lo alto, y aislado de la sociedad, no puede resistir el poder del mal, el cual en forma muy apropiada se denomina demonio; pero el uso de tales términos despierta tales errores que lo mejor es mantenerse alejado de ellos lo más posible.

Son estas razones por las cuales yo no estaba en capacidad de dar una explicación suficiente y completa a Roland H., pero me arriesgo a ello con usted ya que deduzco, de su primera carta, que usted ha adquirido un punto de vista que supera las equívocas trivialidades que uno generalmente escucha en relación con el alcoholismo.

Como ve, el alcohol, en latín, es spiritus, y se utiliza la misma palabra tanto para describir las experiencias religiosas más altas como para el veneno más depravador. Una fórmula útil, por lo tanto, es spiritus contra spiritum.

Quedo de usted atentamente,

C. G. Jung