XI

Quizá si no hubiera luchado tanto con las alucinaciones no habría sufrido como sufrí. Porque siempre fui consciente de que estaba delirando. Algo como una doble conciencia, un desdoblamiento, no sé. Como en esos sueños en que sabemos que estamos soñando. Me decía: lo que veo no es real. El mundo es este mundo de la alucinación, pero hay también el otro, del que me sentía culpablemente expulsado. Y tuvo sus ventajas: hoy he redescubierto lo que me rodea, la belleza infinita de tocar, oír, ver las cosas como realmente son.

La primera fue en la oficina. La pluma fuente con la que escribía se transformó en una repugnante cucaracha. La dejé caer y enseguida volvió a ser una pluma fuente. Fue un aviso y debí dejar de beber. No lo hice y las alucinaciones continuaron. En una ocasión estaba en una junta de directivos del despacho en que trabajo y a uno de ellos empezó a subirle por el cuello una fila de hormigas. No son reales, me dije, no son reales. Cerraba los ojos y sudaba. Lo controlé y aguanté hasta el final de la junta.

Los objetos se transformaban: un lápiz podía convertirse en la cola de una lagartija. Una cuchara en una pequeña culebra. Un florero en un acuario. Abría la llave del agua y salía un chorro de hormigas.

Luego apareció la rata.

Fue una noche. Estaba acostado y la vi posada sobre mí, en el embozo de la sábana. Me miraba con sus ojitos centelleantes. Me temblaba todo el cuerpo pero no me movía. Sentía miedo de sentir miedo. Creía que mi voluntad podía controlarlo todo…

Intenté dejar de beber, pero como las alucinaciones aumentaban recaía.

La rata aparecía algunas noches en mi cama.

—¿Eres real? —le preguntaba—. Déjame tocarte.

Pero no me atrevía porque abría el hocico y me mostraba sus dientes, blanquísimos y filosos.

Hablaba con ella. Le decía que era yo mismo, producto de mi imaginación enferma, que no tenía existencia real y por lo tanto era una pobre rata que desaparecería del mundo en cualquier momento. Temblaba y sudaba pero no me salía de la cama.

Curioso, pero a la rata sólo la veía en mi cama y por las noches.

Estuve casado con una mujer sensible e inteligente que perdí por culpa del alcohol. Actualmente es una pintora de cierto prestigio, lleva una vida plena con su nuevo marido y con nuestros dos hijos.

Había un recuerdo obsesivo. Se repetía como un símbolo de todo lo que tuve y que perdí. Fue durante un viaje a Veracruz. Una tarde salí a leer a la playa mientras mi esposa le daba de comer al más pequeño de nuestros hijos, que en ese entonces tendría unos dos años. A la caída del sol la vi venir hacia mí con los dos niños de la mano. Un último rayo del sol hacía reverberar sus figuras, las delineaba. Había un mar tranquilo, con crestas rojas, y un cielo despejado que empezaba a oscurecerse. En ese escenario y a esa hora eran como un espejismo, envueltos en un halo sobrenatural.

Jamás se repetiría el encuentro. Aunque tuviera otra mujer y otros hijos, ya no serían aquella mujer y aquellos hijos. Además de que sólo los amo a ellos, son únicos e irrepetibles para mí. Nunca he vuelto a sentir deseos de formar una nueva familia, continúan siendo mi familia, aunque estemos separados.

Si pudiera apresar esa imagen, me decía. Si pudiera conservarla con la pureza y la fuerza originales…

El alcohol parecía realizar ese milagro. Ya borracho y con la ayuda de la música que oíamos mi esposa y yo cuando vivíamos juntos los veía venir hacia mí, dentro de la espesura del atardecer, como suspendidos sobre la arena.

No podía soportar la idea de que aquello hubiera terminado. Cada despertar era igual al anterior: el estremecimiento, la punzada en la boca del estómago porque ya no estaban más a mi lado. Hay realidades que son infinitamente más difíciles de aceptar que la muerte. Varias noches deseé intensamente el valor necesario para acabar con mi vida. Quizá fue mi cobardía lo que me salvó o tal vez en el fondo nunca perdí del todo la esperanza de que ella comprendiera, reaccionara, se diera cuenta. ¿Quién iba a amarla como yo la amaba? ¿Quién iba a darles a nuestros hijos el cuidado que les daría su verdadero padre?

Renuncié a hablar con ella. No tenía caso.

Es una mujer de convicciones firmes y si había vuelto a casarse era porque vivía entregada a un nuevo hombre. Además, mi alcoholismo le despertó un notorio rechazo y condicionó las visitas de los niños a mi sobriedad, lo que equivalía a prohibirme verlos. Por otra parte, ver a los niños solos, sin ella, resultaba doloroso, hacía evidente la realidad y por lo tanto mi caída.

Desesperado, recurrí a espiarlos. Averigüé los restaurantes que frecuentaban y en más de una ocasión me instalé atrás de una columna, ante el asombro de los meseros y de las personas de las mesas cercanas. Gozaba de sus risas, casi podía adivinar sus palabras, sus comentarios sobre la comida, sobre un paseo próximo, sobre una película, sobre el trabajo o sobre la escuela. En esos momentos yo era el otro, el hombre que había usurpado mi lugar. Llegué, en mi imaginación, a disfrazarlo con mis facciones y a vestirlo con mis ropas. Al final la pregunta o el llamado por el hombro de un mesero me obligaba a darme cuenta de dónde estaba y con esfuerzos volvía a la realidad, parpadeante.

Durante unas vacaciones (diez días sin obligaciones, qué horror) toqué fondo, como decimos en AA. Tanto me defendía argumentándome que mientras cumpliera con mi trabajo no era un alcohólico, que la falta de éste me llenó de miedo. ¿Qué hacer durante el día? No tenía amigos, había dejado de frecuentar a mis parientes, mis aficiones se reducían a sentarme en un sillón a oír música y a recordar… con la botella junto. Decidí que lo mejor era alejarme de la ciudad y me fui, por supuesto, a Veracruz. Dispuesto, además, a no beber una sola copa.

La primera noche, después de una frugal cena acompañada de varias tazas de café, decidí pasear un rato por la playa. Lo peor que podía haber hecho. En la silueta de cualquier persona que descubriera a lo lejos se aparecían mi mujer y mis hijos como aquella tarde que he narrado. Lloré largamente mirando al mar y le rogué a Dios que me ayudara. Creo que hasta recé. Tenía años de no pensar en un posible Dios. Ni siquiera me preocupaba por el tema. Pero algo se estaba resquebrajando en mi interior, anuncio inminente de lo que iba a venir.

Me acosté con una confusión de sentimientos e ideas y no pude dormir. En determinado momento supe que ahí estaba la rata. Abrí los ojos y la vi, bastante mayor que las veces anteriores. Me miraba colérica. Le dije que se fuera, que me dejara en paz, que estaba harto de ella y de todos los insectos que se me aparecían. Agité la sábana para ahuyentarla, cerré los ojos, hundí la cabeza en la almohada, pero sabía que continuaba allí al acecho. Y cuando volvía a mirarla estaba aún más grande. Entonces comprendí que iba a seguir creciendo a medida que avanzara la noche y me invadió un terror insufrible. Salí del cuarto en piyama y bajé corriendo a la administración para que me dieran otro cuarto. Debieron de haberme notado muy afectado porque me lo dieron enseguida.

Pero era una solución absurda: apenas me metí en la nueva cama, supe que la rata me había seguido y me seguiría a donde quiera que fuera. Traté de calmarme, de acostumbrarme a su presencia como tantas noches anteriores. Fingí una carcajada, le dije ¡hola amiga mía, aquí estás por fin; no sabes cómo te he extrañado, ven, acércate un poco más para saludarte, a ver esos hermosos dientecillos blancos, sabes que eres mi única compañía! Pero era obvio que en esas circunstancias no iba a funcionar la treta que me tendía a mí mismo porque no estaba borracho y porque la repulsión ante una rata que engorda por segundos como un globo era más fuerte que yo.

Salí corriendo del hotel, así, en piyama, y pasé la noche caminando por la playa, yendo y viniendo para no alejarme demasiado del hotel. La otra obsesión, la imagen de mi mujer y los niños avanzando hacia mí, fue ocupando poco a poco en mi mente el sitio de la rata.

Al día siguiente me temblaban las manos y sudaba frío. Debo de haberme bebido unas quince tazas de café en lugar de desayunar. Los objetos se distorsionaban y flotaban dentro de una sustancia viscosa. Aguanté sin beber como hasta las once de la mañana, hora en que bajé corriendo al bar y pedí un vodka doble. Lo bebí de un trago y la paz de los cielos descendió a mí. Me pregunté cómo pude haber resistido todo el día anterior, la noche entera y parte de la mañana. Entonces comprendí cuánto me ayudó encomendarme a Dios mientras caminaba por la playa y lloraba como un niño. La verdad es que no podía continuar dentro de aquel infierno. Conseguí un boleto para el vuelo de la tarde y regresé a México. Necesitaba hablar con alguien que comprendiera mi problema, soltarlo todo, dejar de defenderme, y recordé, como el náufrago que ve el salvavidas, la conversación que meses antes había tenido con un amigo alcohólico anónimo.

En el avión escribí una carta a mi esposa (mi ex esposa debería llamarle, pero no me acostumbro), en la que le relataba cuanto me había sucedido. Le confesaba que los espiaba en los restoranes, que la continuaba amando, que no soportaba ver a los niños solos, que la escena de aquella tarde en la playa era para mí una obsesión, que mi vida se reducía a recordar y a beber. “Suceda lo que suceda y hasta el final de mis días, ustedes serán mi única familia”, terminaba. En una palabra, le abrí mi alma, y de alguna manera sirvió como exorcismo porque me tranquilizó y ayudó a que me centrara en el problema inmediato: el alcohol.

Decidí dejar de beber y en Alcohólicos Anónimos encontré el apoyo que necesitaba. Las alucinaciones se fueron alejando poco a poco. Continuo viviendo solo, pero me refugio menos en la melancolía y trato de entregarme más a lo que me rodea. Quisiera que mi último pensamiento antes de morir fuera como aquel que tuve al mirar el mar y descubrir a Dios: de encomendarme a Él humildemente.