Estaba en esa etapa terrible del alcoholismo en que una copa es demasiado y cien son insuficientes.
Mi mujer se llevó al niño a casa de sus padres y me quedé solo en nuestro departamento.
Dejé de ir a la oficina y bebía todo el día. Al principio hablaba con mis amigos por teléfono o íbamos a comer y a beber para contarles mis penas. Me escuchaban afligidos, me daban consejos, me prestaban dinero. Insistieron en que fuera a una sesión de Alcohólicos Anónimos, pero sin la intención de dejar de beber, es por demás, lo sabemos. Terminaron por hartarse y hasta dejaron de contestarme las llamadas. Lo mismo los vecinos del edificio, que en algún momento se interesaron por mí. Soledad y alcohol parecen destinos convergentes.
Malbaraté mi ropa y hasta algunos muebles para comprar bebida —cada vez de peor calidad— y un poco de comida. Me quedé con un par de sillas y una mesa de la cocina que llevé a la sala, frente a la ventana. Ahí me pasaba el día entero, bebiendo y rumiando mis penas. Veía pasar a la gente por la calle y me parecía que habitaban otro planeta. Hoy reconozco que es cierto: uno es el mundo del alcohol y otro, muy distinto, el de la sobriedad.
—¿Por qué no sales y habitas el mundo de afuera? —me preguntaba a mí mismo.
La respuesta era sencilla y, por ello, atroz:
—Porque soy fiel al mundo de adentro.
Ya se entiende que ese adentro era inseparable del alcohol y sus fantasmas. Quizá por eso mi delirio fue con un fantasma, que podía simbolizar a Dios, a mi padre, a mi jefe, pero que a fin de cuentas no era sino yo mismo.
“Murió mil muertes”, se dice del crudo. La verdad es que era mucho peor que mil: era una sola muerte extendida, de infinita tortura. Una muerte que no moría. Mejor dicho, morías y seguías muriendo. Morías todo el día y toda la noche y aún te esperaba más muerte. La muerte al despertar, al dormir, al soñar, al mirarte al espejo. Como si al mirarte al espejo contemplaras, ya, tu propia calavera.
A veces, desesperado, salía a la calle. Caminaba un rato o comía en una fonda —cada vez menos—. Pero sólo una cosa era segura: tarde o temprano estaría de nuevo en mi silla, frente a la ventana, con un mayor dolor —si era posible— que la vez anterior.
El delirio que padecí fue únicamente uno y suficiente para obligarme a reaccionar. Por suerte, no entré en los laberintos de otros compañeros, que se degradan hasta la ignominia, golpeando a la gente, bebiendo alcohol del 96 o amaneciendo tirados en la calle. Yo, con la aparición de mi fantasma tuve.
Fue una tarde, al despertar de una siesta bochornosa. En algún momento oí que llamaban a la puerta. Fui a abrir y a quien descubrí parado bajo el dintel fue a mi mismísimo jefe, al jefe de la oficina, el señor Peredo, con quien guardaba yo una gran culpa por haber abandonado el trabajo como lo abandoné, después de su paciencia y amabilidades conmigo.
¿Me explico si digo que lo veía a sabiendas de que era el fantasma de mi jefe? Estaba del todo consciente de la alucinación, de la imposibilidad de su presencia, y sin embargo hablaba y me dirigía a él como si en efecto estuviera ahí, frente a mí.
Actuaba, hacía señas y gestos, reverencias, sobreactuaba (nunca había tenido especial atracción por el teatro, suponía hasta ese entonces).
Me pasé una tarde completa dentro de una obra —un monólogo en realidad— que yo mismo escribí, monté, y en la que era el director, el apuntador, los actores y el espectador. ¡Qué locura, Dios mío! ¡Las trampas que nos tiende la soledad! Le aseguro que ahora que lo recuerdo no sé si llorar o reír. ¿Se imagina que alguien nos filmara en nuestros peores momentos, producto de la embriaguez? ¿Soportaríamos volver a vernos? Y, sin embargo, la película la llevamos dentro, en nuestra memoria, y basta con cerrar los ojos para proyectarla cuantas veces lo deseemos. Lo cierto es que el día siguiente, al despertar en el suelo de la sala y darme cuenta de lo que había hecho, me entró tal ataque de pánico que —ahora sí convencido— corrí a refugiarme en un grupo de Alcohólicos Anónimos en el que aún sigo. No más soledad, no más droga, no más apariciones.
¿Qué tanto le dije al fantasma de mi jefe que me obligó a tocar fondo? No lo sé exactamente, aunque sí recuerdo muy vivamente algunos pasajes, como cuando lo recibí.
Me sudaban las manos al hablar:
¡Señor Peredo, cómo es posible, usted aquí! Nunca imaginé, pero pase, pase por favor. Está usted en su humilde casa. Siento no estar preparado. Cómo no me avisó. Siéntese, hágame el favor. Aquí, en la única silla que me queda. Vendí los demás muebles, ya le explicaré. ¿Gusta quitarse el abrigo? Permítame. Le confieso que de momento, cuando lo vi ahí, parado en la puerta, temí que algo en mi trabajo… Que hubiera venido obligado por un problema inaplazable, del que yo fuera el responsable, un desfalco en mi área, por ejemplo. No imagina el susto. Y es que, compréndame, yo no podía suponer esta visita, tan inesperada. Pero qué torpe soy, no le he ofrecido nada de beber. Sólo tengo tequila, y no es de muy buena calidad. Todo está tan tirado, tan sucio. Pero es que mi mujer no está en México, sabe usted. Me habría gustado tanto recibirlo como usted se merece.
Y, entre trago y trago, me puse a hablar como tarabilla. En algún momento me hinqué frente a él, supuestamente le besé la mano, lo abracé, lo obligué a golpearme —golpes que, por supuesto, yo mismo me propiné—, me arrastré por el suelo, yo también traté de golpearlo, de estrujarlo y azotarlo contra la pared, todo dentro de un llanto convulsivo, histérico, infantil. Como me ha dicho un amigo psicólogo: hice mi psicoanálisis, que a veces lleva años, de golpe y porrazo, en una sola tarde y con un fantasma. Pero, bueno, parece que el psicoanálisis se hace siempre con fantasmas. Este mismo amigo me recomendó que escribiera lo que recordara de mi alucinación, y lo he intentado, pero con el problema de que al escribir no sé cuánto le agrego o le quito. Es como otra experiencia la escritura. Por eso prefiero el puro recuerdo, aunque se me diluya día a día.
En un principio me mostré de lo más amable:
Cuénteme la razón de su visita, señor Peredo. Otra vez estoy acaparando la conversación. Perdóneme, pero ésta ha sido una sorpresa tan agradable. Nunca imaginé que usted pudiera visitar a un pobre empleado como yo. Me está dedicando minutos exclusivos de su valioso tiempo, y el tiempo para un hombre como usted es oro. Y ha venido usted sin siquiera invitarlo, de sorpresa, lo que me obliga a creer que, como usted dice, me estima de veras. Lo único que siento, sabe usted, es que no esté mi esposa. Fue a ver a su madre que está un poco enferma. Se llevó a nuestro hijo. Tiene usted que conocerlos. Son dos ángeles, señor. Son lo que más amo en la vida. Yo tuve la suerte de conocer a su señora esposa en la fiesta de aniversario de la oficina, ¿lo recuerda? Usted mismo me la presentó. Una señora de lo más amable, tan fina. Tiene usted una esposa verdaderamente adorable. Tenemos suerte de haber encontrado a la compañera ideal. Me encantaría que nos reuniéramos los cuatro. Lo sé, señor Peredo, y se lo agradezco tanto, pero aun así, éste no deja de ser un acontecimiento único en mi vida.
Hasta que en algún momento pasé a los insultos.
No soporto el infame trabajo que realizo, no soporto esa oficina gris y tétrica en que lo hago, no soporto los números que debo revisar y pasar en limpio, no soporto saberlo a usted dentro de su oficina traslúcida, siempre tan serio, tan derechito, tan imperturbable, tan amable con todos, tan puntual. ¿Por qué llega antes que todos nosotros, eh? ¿No se da cuenta cuánto nos humilla con eso? ¿Por qué nunca se enoja? ¿Por qué nunca nos reclama acalorado? Hasta cuando fui a pedirle disculpas por haber llegado medio bebido una mañana, usted se mostró de lo más comprensivo y me dio el día, consejos entre sonrisas, expresiones de bondad, caras tan blandas y fofas como una gelatina. Al abrazarlo durante las fiestas de fin de año tengo la misma sensación: que no tiene usted huesos, que es una masa amorfa y pútrida, que no está vivo, que es peor que si estuviera muerto, que es una de las peores gentes que he conocido; que no soporto más las ganas de escupirlo, de golpearlo. ¡Así!
Y, en fin, le hablé pestes de mis padres, a quienes perdí de muy niño, de mi esposa, de mis amigos. De mi esposa, por ejemplo, le dije que era una bruja horrenda, que le tenía miedo y por eso bebía, que nada me era más repugnante que hacer el amor con ella, que hasta en alguna ocasión vomité después de hacer el amor con ella, que no soportaba su aliento, su risa, su manera de caminar, que seguía a su lado sólo por nuestro hijo.
¿Sabe usted lo que más me afectó al día siguiente de la alucinación, al verme en el espejo? Los arañazos que yo mismo me había hecho. Unos arañazos que abrieron surcos en la piel de las mejillas, como señales inequívocas de mi odio al mundo, a todos, a mí mismo.
Hoy reconozco que fui ése —mejor dicho aquél—, pero también soy el hombre que intenta reconciliarse con el mundo, con todos, consigo mismo. He vuelto a mi oficina y mi mujer y mi hijo regresaron a la casa. Por supuesto, el alcohol ni lo huelo.