A pesar de su repudio a los monólogos, a Gabriel no le va a quedar más remedio que realizar uno dentro de este libro. Incluir mis intervenciones ya no tiene caso. Quizá no lo tuvo nunca, pero prefería arriesgarme porque sus respuestas inflexibles, su transición paulatina a la amabilidad, su ambivalencia en el trato, podían brindar una imagen más clara de su desconcertante personalidad. Por supuesto, esos elementos continuaron condimentando nuestras pláticas, pero en forma más o menos repetitiva, y ya no agregarían mayor información, por lo cual prefiero desaparecer del escenario, condensar su relato, y dejarle a él la palabra:
Me pusieron una camisa de fuerza y en el sanatorio me amarraron a una cama porque no dejaba de arañarme y de golpearme. ¿Usted imagina lo que sentí al ver que las cucarachas hundían sus patas en mi piel como en mantequilla? Y las ratas me daban pequeños mordiscos con sus dientecillos filosos. Las tenía en todo el cuerpo, pero me angustiaban especialmente las de la cara, que no podía ver pero las sentía. No dejé de gritar, de suplicar auxilio. Pedía que me bañaran en agua muy fría o muy caliente. O que me rociaran con flit. Cualquier cosa con tal de ahuyentar esas imágenes terroríficas. En lugar de ello me amarraron a una cama… Se necesita ser médico —o sea lo más parecido a un carnicero— para recurrir a una solución tan burda, tan poco humana. Yo he visto compañeros con delirium tremens y lo primero que les pregunto es cómo puedo ayudarte, dime, qué ves, qué te están haciendo, cómo lo ahuyentamos. Entiendo que haya enfermos que se mueran de la pura contracción muscular porque la angustia de los insectos que los devoran y la incapacidad de luchar contra ellos —de no poder mover ni siquiera una mano— es insoportable.
En una ocasión, un compañero sentía con claridad la mano ardiente del diablo en un hombro. Cuando le pregunté qué podía hacer por él me dijo suplicante que ponerle ahí una bolsa con hielos. Con ella mejoró notoriamente. Además le hablé en susurro al oído: que el diablo ya se iba a ir, que él mismo lo había llamado por las culpas que guardaba, pero que ahora necesitaba perdonarse a sí mismo, buscar a Dios. Lo que crea la mente sólo la mente puede curarlo, ¿no cree usted? Y lo primero es averiguar de dónde vienen las visiones que se están padeciendo. Yo, durante mi delirium tremens, siempre tuve conciencia de lo que sucedía. Casi diría que hasta había una cierta autocrítica. Pero no podía evitar ver lo que veía. Por desgracia, la cura tuve que encontrarla en mí mismo, a través de un laberinto de dolor.
Dicen que estuve delirando toda la noche. Para mí fue sólo un momento eterno. Exteriormente podían haber transcurrido mil años o un segundo: mi tiempo, como le decía, era otro tiempo. Recuerdo cuando empezaron a marcharse. De repente en los pies ya sólo sentía unas cuantas cucarachas, luego en el pecho. Las ratas sólo me mordían, y muy suavemente, de vez en cuando. “¡Se están yendo, se están yendo!”, dicen que grité. Me empezó a invadir un enorme consuelo y entré en un estado de absoluta paz. Dije: “Gracias, Dios mío”, y mis músculos se relajaron. Durante el ataque yo había tenido la seguridad de morir, de que terminarían por devorarme. Verlas marcharse fue, por lo menos momentáneamente, como renacer.
Dormí varias horas. Me mantuvieron a base de sedantes. Entonces comencé a darme cuenta de lo que había sucedido y nació una nueva angustia: van a regresar, en cualquier momento van a regresar. Angustia que, le aseguro, no es muy distinta a tener ya ahí encima de uno las alimañas y las ratas: a veces la espera de lo que nos destruirá nos enloquece más rápido, como demuestran muy bien las novelas de terror. No podía ver una mancha en la pared porque imaginaba que era la primera cucaracha y que atrás venían las demás. No podía sentir un poco de comezón en el cuerpo porque significaba que las patas de una de ellas habían empezado a hundírseme en la piel.
Estaba en tal estado de nervios que durante una semana tuvieron que darme de comer en la boca porque no lograba sostener la cuchara. Salía a dar pequeños paseos por el jardín del brazo de una enfermera, pero el chirriar demasiado fuerte de una puerta, el ladrido de un perro o simplemente un relámpago en el cielo, bastaban para suplicar que me llevaran enseguida a mi cuarto. El contacto con los enfermos mentales que estaban ahí era, por supuesto, abrumador, y a veces no soportaba ni la presencia lejana de alguno de ellos.
Sentía un gran decaimiento pero lo prefería a dormir. Luchaba contra el sueño a pesar de los sedantes. Porque, lo sabía, las pesadillas eran la antesala de las visiones.
Había una recurrente:
Caminaba por una calle del centro de la ciudad. De repente, la gente que me rodeaba ya no era, como yo, personas civilizadas (de alguna manera hay que llamarlas), vestidas normalmente, sino caníbales morenos con taparrabos y pieles en los hombros. Emitían un canto ensordecedor, gutural por momentos, ululante en otros, y tocaban el tambor frenéticamente. Bailaban y agitaban las manos en el aire. Las mujeres traían el pecho desnudo y se contorsionaban con descaro. Una de ellas cargaba el cadáver sangrante de un perro al que propinaba desesperadas mordidas, desprendiéndole jirones de carne roja. La sangre escurría por las comisuras de sus labios y le manchaba el cuello y el pecho. Me miraba con ojos desorbitados. Yo me preguntaba: ¿dónde estoy, Dios mío, dónde estoy? Corría de un lado al otro, daba vueltas en las esquinas, pero volvía a encontrar a la misma multitud desenfrenada. Yo sabía que eran caníbales y que en cualquier momento iban a devorarme así como la mujer devoraba al perro. Caía al suelo de rodillas y hundía la cara entre las manos. Entonces el canto aumentaba y oía sus pisadas a mi alrededor. En algunas ocasiones despertaba en ese momento. Pero en otras empezaba a sentir las mordidas de los caníbales en mis brazos y en mis hombros y mi despertar era asfixiante y en medio de gritos de dolor.
Lo soñaba y lo soñaba y presentía que no era sino el anuncio de una realidad: ver con los ojos abiertos cucarachas y ratas sobre mi cuerpo.
Pero ya no volvieron y con el pasar de los días recuperé la calma. Regresé a mi casa y en lugar de comprensión encontré en mi esposa un severo rechazo. En mis padres, la preocupación plañidera de siempre, como si más que emborracharme me hubiera caído de la bicicleta y tuvieran que consolarme. Los niños me miraban con ojos de asombro, era yo un bicho raro dentro de mi propia familia. En mi trabajo (la fábrica de mi padre) también me recibieron con esa curiosidad morbosa que intenta disfrazarse de preocupación. Me sentí aislado, en medio de miradas de soslayo, consuelos infantiles y gestos de repudio de mi esposa. No tenía alicientes. Comparo aquella vida con la que llevo ahora y me pregunto: cómo pude soportarla. Hoy me preocupo por conservar mi cuerpo sano, por desarrollar al máximo mis facultades extrasensoriales, por ampliar mi cultura literaria y musical. Aunque vivo solo, estoy en contacto con las almas de los muertos, que son las únicas que pueden brindarnos verdadera compañía y comprensión. En aquel entonces deambulaba por el mundo como una sombra incierta que no sabía para qué estaba aquí ni a dónde dirigirse. Por supuesto, tal estado de ánimo tenía que conducirme de nuevo al alcohol. Encontrar la ocasión adecuada fue lo de menos.
Estaba con mi esposa en casa de unos amigos, sentados los cuatro a la mesa. Acabábamos de cenar y sólo mi lugar no tenía una copa de vino, sino un vaso con agua mineral.
Salió a colación el tema de las relaciones sexuales, factor determinante para la armonía de una pareja, según nuestros amigos.
—¿Y qué significa si en una pareja ya no hay relaciones sexuales? —preguntó con falsa ingenuidad mi esposa.
—Bueno, podría ser el síntoma de que algo anda mal —contestó él, mirándome de reojo al notar el rumbo de la pregunta.
—Pero muy mal, ¿no? —agregó mi esposa.
—Sin relaciones sexuales, un matrimonio no puede llamarse matrimonio —comentó la esposa de nuestro amigo.
—Además, para un ser humano normal, las relaciones sexuales son una necesidad como comer, ¿no? —y mi esposa me clavó unos ojos como dardos.
—Eso varía —suavizó él—. Resulta inevitable que en todas las parejas haya altas y bajas en la pasión sexual.
—O que se acabe esa pasión.
—Si se acaba la pasión lo que en realidad se acabó fue el matrimonio —terció, malignamente, la esposa de nuestro amigo.
—¿Y sería mejor disolverlo? —con la misma expresión de quinceañera inexperta.
—Yo pienso que el amor, cuando es auténtico, puede soportar cualquier prueba —volvió a tratar de conciliar nuestro amigo, que notaba mi molestia creciente.
—Eso, el amor —dije con los puños apretados—. Pero cuando en lugar de amor lo único que hay es una necesidad animal, de perra, lo sexual tiene que resultar determinante.
Provoqué un silencio tenso. Nuestro amigo tragó gordo y pareció hundirse en la silla. Mi esposa me miró con ojos encendidos.
—Después de seis meses de abstinencia a cualquier mujer se le vuelve una necesidad lo sexual.
Traté de calmarme y llevé las puntas de los dedos a la sien. Hablé sin mirarla.
—Tú sabes que he estado enfermo. El alcoholismo es una enfermedad como cualquier otra y ataca muy directamente la potencia sexual.
—La aniquila, mejor dicho —agregó ya en franca agresión.
Iba a pedir que cambiáramos de tema, que eran problemas íntimos que sólo nos concernían a ella y a mí, pero la esposa de nuestro amigo se adelantó:
—Los hombres siempre encuentran disculpas para hacer lo que hacen o para no hacer lo que deberían hacer. ¿Por qué no piensan también en nosotras? ¿Qué creen que sentimos cuando los vemos llegar borrachos, acostarse a nuestro lado apestando a cerveza?
Era cierto, pensé. Yo había provocado el desamor de mi mujer. Bastante paciencia había tenido conmigo. Bajé la cabeza. Nuestro amigo dijo que, por cierto, había una película magnífica que había tratado el tema: Días de vino y rosas, con Jack Lemmon, ¿la habíamos visto? De ahí se saltó a otra película, que exhibían en esos días, y se suavizó la atmósfera. Pero mi sensación de pequeñez y de soledad iba en aumento. Todo estaba perdido: nadie me amaba, sólo lástima y burla podía despertar.
Necesitaba una copa, pero si me servía vino provocaría una arenga. Me detendrían la mano, por favor Gabriel, ¿estás loco?, acabas de salir del sanatorio hace unos meses, piensa en tus hijos. Me paré al baño, desesperado, y le di un trago a una loción.
Estuvimos un rato más, yo casi sin abrir la boca, y en el camino a casa mi esposa lloró. No le dije nada. Pidió perdón por haberme ofendido, pero me confesó que estaba harta y desesperada. La dejé en la puerta de la casa y regresé al auto. Trató de detenerme pero la empujé, corrió tras de mí gritando que si bebía no volvería a saber de ella, que se llevaría a los niños lejos, muy lejos. Por el retrovisor vi su figura ridícula empequeñecerse hasta que terminó por integrarse a la oscuridad.
No se marchó y seguí bebiendo. Dos meses después estaba yo de nuevo en un sanatorio con las cucarachas hundiéndoseme en la piel como en mantequilla.