¿Qué simbolizaban para mí las imágenes del delirium tremens? Los celos que sentía por mi mujer. Vi una culebra que colgaba de una lámpara y caía sobre mí. Y el horror no era muy distinto al que me despertaba la posibilidad de comprobar las actividades clandestinas de mi esposa. Aunque la verdad también había como un deseo secreto de que sucediera lo que sin remedio tenía que suceder. Que descendiera el horror y me tragara, para qué continuar en esa espera dolorosa.
Llevaba varios años bebiendo en forma creciente. Vendo terrenos y por suerte (o por mala suerte) nunca he dependido de un horario y de un jefe. A veces veía un solo cliente, a veces veía diez. Primero bebía mi primera copa antes de comer. Luego necesité empezar antes de salir de la casa: un traguito de vodka para agarrar fuerzas. Soy muy hogareño y me gusta estar con mi mujer y mis hijos. En las noches cenaba con una botella de vino que bebía íntegra yo solo. Platicábamos un rato y nos íbamos a la cama, tranquilos. Sin embargo, a la botella de vino se agregaron un par de brandys. Y mi esposa y mis hijos se entristecían cuando me veían trastabillar al ponerme de pie, o soltar una grosería o una impertinencia, yo, que siempre he sido tan cuidadoso al hablar con mi familia.
¿Por qué no se detiene uno a tiempo? No lo sé. ¿Por qué nos provocamos ese daño si aparentemente lo tenemos todo: salud, familia, buena posición económica? ¿Por qué distorsionamos en esa forma la realidad y vemos y palpamos lo que sólo existe en nuestra imaginación?
Porque los verdaderos problemas empezaron una tarde en que regresé a casa antes de lo previsto y mi esposa no estaba. Me serví un poco de vodka con hielos y me senté en el sillón de la sala. Los niños me saludaron y fueron a su recámara a jugar.
—¿Te dijo la señora adónde iba? —pregunté a la sirvienta, que guardaba en el aparador unos vasos.
—No, señor. No dijo nada.
Una sombra cruzó frente a mí. El terror empezó a descender. En doce años de casados jamás me había pasado por la cabeza la posibilidad, pero ¿por qué no? Mi esposa me engaña.
Seguí a la sirvienta a la cocina.
—¿Sale seguido la señora?
—A veces.
—¿Y no te deja dicho adónde va, algún teléfono al que pudieras llamarle?
—No, señor.
Regresé al sillón y al calor de otros tres vodkas imaginé las más tórridas escenas de infidelidad. De repente di como un hecho que me era infiel. La veía, con la misma claridad con que vi después la culebra, en brazos de otro hombre. A ese otro hombre mi imaginación lo fue delineando poco a poco hasta que adquirió una forma total: de unos treinta años, alto, moreno, muy velludo, con una sonrisa seductora. Se veían en el departamento de él, decorado con muebles modernos. Había una gruesa alfombra anaranjada en donde se recostaban a oír música. Luego empezaban a besarse lentamente. Él le hablaba al oído y ella sonreía. Él le besaba el cuello, la mejilla, una oreja, llegaba a los labios y ella entrecerraba los ojos. Entonces las manos de él bajaban al primer botón de la blusa y lo desabotonaban. La luz pálida de una lámpara en uno de los rincones de la pieza envolvía la escena en una fina malla transparente.
Recuerdo que me dije: más claro ni el agua, y el vaso cayó de mi mano. Temblaba. Miré uno de los hielos en la alfombra y en él, como si fuera una bola de cristal, transcurrió el resto de la escena: el momento en que terminaba de desnudarla. El momento en que la penetraba. El jadeo de ella, los movimientos de su cuerpo.
Me serví el cuarto vodka. Sudaba y tenía la respiración alterada.
Salí del departamento y bajé a la calle a esperarla.
Cada minuto era un siglo.
Ahora se están despidiendo, no tarda en llegar, me dije.
Luchaba contra los pensamientos pero no podía controlarlos. Nacían con vida propia, se enlazaban unos a otros con una lógica contundente.
Al verla sentí deseos de matarla. Me sonrió a través de la ventanilla del auto. Parecía de lo más tranquila. Hipócrita, me dije, como si no supiera yo su secreto.
Le abrí la puerta del garage y la seguí hasta que estacionó el auto.
—¿Dónde estuviste? —le pregunté apenas bajó.
Me miró con sorpresa. Llevaba varios paquetes en las manos.
—Fui a comprar una tela para la colcha de nuestra cama.
Un pretexto perfecto, pensé. Además, cómo se atreve a mencionar nuestra cama después de venir de donde viene.
—¿Por qué no dejas dicho adónde vas?
—¿Para qué? Ni modo que me llamen a un almacén.
—Si les pasa algo a los niños, cómo te avisan.
—No me tardé. Estuve fuera una hora y media.
Traté de reaccionar y de olvidar cuanto había imaginado. Pero la semilla estaba sembrada.
Aquella noche bebí más de lo común y después de cenar, al pararme de la silla, me caí. Mi esposa trató de ayudarme pero la rechacé.
—Vete con él y déjame en paz —le dije.
—¿Con quién?
—Tú sabes con quién. Con tu amante. Con el hombre con el que hiciste el amor hoy en la tarde.
—Estás borracho. ¿Cómo te atreves a decir una cosa así frente a los niños?
Los niños nos miraban con unos ojos que les llenaban la cara. Los tomó de la mano y los llevó a su recámara. Oí el llanto de los tres y me sentí ridículo, ahí tirado, inventando escenas de celos sin ningún fundamento.
Esperé a que los acostara y le pedí que habláramos, pero me dijo que en el estado en que yo estaba no tenía caso. Me amenazó con una separación si seguía bebiendo y se metió en la cama. Entonces me senté a su lado y le pedí perdón, no volvería a suceder, dejaría de beber. La besé apasionadamente y los dos lloramos.
Esta escena se repitió varias noches: mis celos, las amenazas de ella y ya borracho hacerle el amor con verdadera locura, jurándole amor eterno y no beber más.
Caía en la casa de sorpresa, en la mañana o en la tarde y, si no la encontraba, la espantosa película volvía a proyectarse.
En las reuniones con amigos trataba de descubrir al culpable, pero ningún hombre coincidía con el que yo imaginaba y deduje que lo había conocido por su cuenta, en el banco quizá, o se lo había presentado alguna amiga.
Si usted conociera a mi esposa se reiría de mis celos. Después del segundo embarazo engordó y hasta ha caído en una cierta dejadez en el cuidado de su persona. No es bonita y apenas si se pinta. Le costaría trabajo encontrarle un solo rasgo de coquetería, que todas las mujeres tienen pero que mi esposa parece haber reprimido. Pues a esa mujer, que se ha dedicado a mí y a nuestros hijos en cuerpo y alma, la he torturado durante meses con los celos más absurdos.
La espiaba por el ojo de la cerradura del baño para averiguar si acaso cierto día de la semana se arreglaba con especial delectación.
Si la notaba triste le preguntaba furioso en quién estaba pensando.
La sometía a largos interrogatorios:
—¿Adónde fuiste?
—Con mi madre. Tú sabes lo enferma que ha estado. Háblale si quieres comprobarlo.
—¿Cuánto tiempo estuviste con ella?
—Una hora.
—¿Por qué entonces llegaste a las siete si habías salido a las cinco?
—Porque se hace media hora de ida y media de regreso. Tú lo sabes.
—¿A quién llamaste por teléfono hoy en la mañana?
—A nadie. Pregúntale a la sirvienta.
—¿Por qué tardaste tanto en el banco?
—Porque había mucha gente. Además no tardé mucho. Media hora cuando más.
—Si en el banco se te acercara un hombre y tratara de entablar conversación contigo, ¿qué le dirías?
—Bueno, me portaría amable, pero nada más. Tampoco va una a portarse grosera con la gente.
—Pensar así es una magnífica entrada para el abordaje de cualquier conquistador.
—¿Quién va a tratar de conquistar a una mujer como yo? Estás loco.
—Eres una mujer reprimida que en cualquier momento podría desatarse y hacer lo que no haría ni una prostituta.
—No soy una mujer reprimida. Soy una mujer normal.
—Sí eres una mujer reprimida. ¿No tienes a veces deseos de vivir una aventura?
—Para nada.
—¿Nunca has tenido sueños eróticos?
—Nunca.
—Todos los seres humanos tenemos sueños eróticos. ¿Por qué tú no?
—No lo sé. Nunca me acuerdo de mis sueños. Déjame en paz.
—Lo ves. Algo quieres ocultarme.
Y luego el llanto de ella, mi remordimiento, sus amenazas de marcharse de mi lado con los niños, mis promesas de que no volvería a suceder, sus gestos de desesperación, mis caricias consoladoras…
Buscaba en sus cajones alguna pista, revolvía la ropa, metía la mano en su bolsa, revisaba minuciosamente su libreta de direcciones…
Nada.
Sin embargo, compré una pistola y la guardé en la cajuelita del auto, que mantenía cerrada con llave, por lo que pudiera ofrecerse.
Entre la bebida y el pensamiento obsesivo de que mi mujer me engañaba, mi rendimiento en el trabajo se redujo considerablemente. Tuvimos necesidad de sacar del banco los pocos ahorros que habíamos juntado en largos años de esfuerzo. La situación —yo lo presentía— estaba llegando para todos a un punto límite. Los niños apenas si me hablaban y pasaban largas temporadas con sus abuelos. Amigos y familiares insistían en que viera yo a un médico para dejar de beber, pero qué sabían ellos: el problema central de mi alcoholismo era la infidelidad de mi mujer.
Contraté a un detective para que la siguiera. Como al mes me informó que los jueves por la mañana visitaba a un médico en su consultorio.
¡Ahí estaba la prueba!, me dije a mí mismo. ¡Lo sabía, lo sabía!
El horror de comprobar lo que presentía era preferible a lo que había imaginado anteriormente.
Por supuesto, no me pasaba por la cabeza que viera al médico porque hubiera iniciado un tratamiento psicoanalítico, necesario por la tensión en que la mantenían mis problemas, pero del que no se atrevía a hablarme por mi probable censura.
La impaciencia con que esperé el jueves casi me vuelve loco. Bebía a todas horas y abandoné el trabajo. Imaginaba la escena una y otra vez: que tocaría el timbre y el hombre me abriría en bata. Entraría bruscamente y me dirigiría a la recámara en donde encontraría a mi mujer, en la cama, cubriéndose el rostro con la sábana. Entonces dispararía primero sobre ella y luego sobre él.
Había una delectación especial en ciertos detalles: el momento en que ella me veía entrar furioso en la pieza, su grito, el primer balazo en el pecho, sus ojos culpables y suplicantes…
Cada vez que la veía imaginaba cómo sería su rostro yerto, sus manos crispadas. Oía su voz y pensaba que esa voz pronto se apagaría, no existiría nunca más. Al irse a acostar la veía desvestirse y sentía un odio infinito por su cuerpo, que ya era de otro hombre, y me recreaba en suponerlo descomponiéndose, invadido de gusanos.
El infierno, señor, el infierno. No podía dormir ni comía. Por momentos lloraba y preguntaba qué me estaba sucediendo, pero era una pequeña rendija en la conciencia que enseguida volvía a cerrarse. Lo único de veras importante era culminar el holocausto.
Ese jueves apenas si pude subir las escaleras por el estado de embriaguez en que me encontraba. Imagínese si así iba a poder matar a alguien. Entré en el consultorio con la sensación de que las paredes se me iban encima. La recepcionista, cuya presencia no había calculado, me miró con ojos de asombro. Sin que pudiera impedirlo, entré en el privado. Mi esposa estaba sentada en una silla frente al escritorio del doctor. Por supuesto, la pistola siempre permaneció en el bolsillo interior del saco. Ella me explicó que había empezado un tratamiento psicoanalítico, el doctor, muy amable, me invitó a sentarme, pedí disculpas…
La depresión nerviosa en que caí los días siguientes me impidió salir de la casa. Hice un esfuerzo por dejar de beber y fue entonces cuando, una mañana en que estaba sentado en el sofá de la sala, vi que por el cordón de la lámpara del techo empezaba a descender una culebra. Grité aterrado. Corrí a la recámara y por la ventana que daba a la calle vi entrar un murciélago y revolotear a mi alrededor.
Mi esposa llamó a su psicoanalista y éste le recomendó que me trajera aquí, al sanatorio. Llevo una semana y no han vuelto las alucinaciones. Y hoy reconozco que en estos últimos meses he vivido como loco, deveras como loco.