XVI

Salí del sanatorio con la convicción, ahora sí firme, de no volver a beber. Porque en caso de hacerlo no habría más delirium tremens, ni sueros, ni terapias de apoyo, sino la tumba fría. De algo estaba seguro: no volvería a sufrir lo que sufrí en el sanatorio. No sólo porque antes preferiría el suicidio, sino porque mi cuerpo, dijo el médico, no lo resistiría. Me habían tenido amarrado durante cerca de veinticuatro horas, tiempo que en realidad fue una eterna estancia en el infierno, entre cucarachas, ratas y caníbales. Entraron en mi cuarto los caníbales del sueño que relaté y entre carcajadas me dijeron que por fin era de ellos, que me habían estado esperando. Rodeaban la cama como bailando y cantando frenéticamente y de unas alforjas de cuero sacaban ratas y cucarachas que lanzaban sobre mi cuerpo. Luego la mujer, a la que había visto en sueños desgarrar con los dientes el cadáver del perro, me mordía, al igual que las ratas, los pies y las piernas. Dicen que no dejé de gritar durante esas veinticuatro horas. Algunos compañeros me han comentado que sus alucinaciones son como la proyección de una película. Las mías eran como la más horrenda de las realidades.

Hoy, que puedo hacer un recuento de mi vida pasada, comprendo que desde el trago a la loción en casa de mi amigo, sabía que el final sería la ceremonia de autodestrucción con los caníbales. Lo presentí, así como se presienten ciertos sueños y como en ciertos sueños se presiente lo que va a sucedernos. Y casi diría que lo deseaba. Mi alma tendía a la trascendencia, no soportaba ya la mediocridad en que vivía. Sólo que no estamos preparados para la trascendencia ascendente y nuestra sociedad nos pone todos los medios para la descendente. Y por ahí nos vamos, como yo me fui. Aun el infierno es preferible al vacío.

Es cierto: los caníbales me habían estado esperando. Sabían que era de ellos. Sólo que mientras más se desciende más cerca se está de la salida, de la luz. Por eso lo peor es quedarse a la mitad del camino.

Me fijé un plazo: seis meses. O me salvaba o me pegaba un balazo.

Decidí encerrarme de nuevo a meditar, sólo que en condiciones muy diferentes a las anteriores. Debí prevenir que después de varios años de beber, dejar de golpe al alcohol iba a provocarme un ataque de delirium tremens. Ahora en cambio estaba desintoxicado por el mes en el sanatorio.

Me instalé en la misma pieza del sótano, sin ventanas, con las fotos de mis hijos en la pared, y le escribí a Dios. Le decía que me ponía en sus manos, que solo Él con su infinita bondad podía salvarme, que si había sido un poseso del demonio, ahora sólo quería serlo de Él, que me señalara el camino. Leía ávidamente a Santa Teresa.

No hubo más ataques de delirium tremens, pero caí en un vacío que me deprimía profundamente. La exaltación por la lectura y por la escritura se combinaba con un vacío en que sentía deseos de partirme la cabeza contra la pared. O, claro, de beber una copa.

Estuve así como veinte días, sin ver la luz del día, comiendo apenas (frutas y legumbres) y padeciendo insomnio. Había noches que pasaba dando vueltas dentro de aquel minúsculo cuarto, tropezándome con la cama y con la silla. Leía en voz alta mis cartas a Dios, me hincaba y rezaba, pasaba largas horas contemplando las fotos de mis hijos.

Como he dicho, desde muy joven entré a trabajar en la fábrica de mi padre, por lo cual nunca supe lo que era cumplir con un horario, con un jefe que exigiera nuestra presencia diaria.

Mi padre no sólo nos prestaba la casa de Tlalpan, que con tantos esfuerzos había construido, sino que continuaba mandándonos mi sueldo por un trabajo que, obviamente, no realizaba. La meditación de esos días me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta del daño que me hacía. Mentalmente era yo un niño. Quizá si me hubiera dejado solo, sin casa y sin empleo, habría reaccionado más fácilmente. Entonces decidí buscar un empleo por mi cuenta.

El día en que salí a la calle el deseo de beber se acentuó brutalmente. Era como si las paredes, los autos, los árboles, se me vinieran encima. Y qué agresividad en el ruido, en la expresión de la gente, en su prisa. ¿En qué planeta había caído? Todo lo que me rodeaba era una invitación a la fuga, al olvido.

Resistí. Vi a un amigo en Hacienda que ofreció ayudarme. Pero había que esperar unos meses.

De regreso caminé por Madero hasta San Juan de Letrán. La angustia se volvió insoportable. Me parecía pisar sobre nubes y los rostros se distorsionaban en forma creciente. Hubo un momento en el que sentí tal terror que entré en un edificio y esperé un momento atrás de la columna, escondiéndome de mis propias fantasías.

Necesito una copa, me dije. Si no bebo una copa muero aquí mismo.

¿Imagina cómo sería ese deseo?

Busqué una cantina. Casi corría. Llegué a pensar que sólo sería una copa. Una sola y para tranquilizarme. ¿Qué sería de los alcohólicos sin el autoengaño? De repente, como si descendiera del cielo, llegó a mis oídos una música maravillosa, una verdadera señal de Dios. Me detuve. Surgía de una tienda de discos. Entré. Pregunté a uno de los empleados y me mostró la funda: el Réquiem de Mozart. Me tranquilizó enseguida. La obsesión por beber se esfumó. Curaba mi herida como el más suave de los algodones, apenas rozándola. Los coros como de ángeles me trasladaban a un mundo que presentía, pero que nunca imaginé tan real y tan hechizante. Sí, era tan hechizante como el otro, como el mundo de la caída y la autodestrucción.

—He oído la voz de Dios —me dije.

Lo compré y corrí a mi cuarto del sótano a ponerlo en un pequeño tocadiscos.

Y se repitió el hechizo.

—¡Estoy salvado! —grité apretando los puños y con lágrimas en los ojos—. Dios me ha mandado una señal. Mientras continué escuchando esta música el demonio no podrá tentarme.

Entonces fue cuando, le contaba, empecé a escuchar el Réquiem las veinticuatro horas del día. Por las noches el brazo del tocadiscos seguía cayendo automáticamente y mi inconsciente escuchaba. ¿No hay gente que utiliza ese sistema para aprender idiomas? Pues yo lo utilizaba para que la voz de Dios llegara hasta lo más profundo de mi alma.

Pasó a formar parte de mi vida diaria, tan precaria en apariencia pero tan convulsa interiormente. Era más que música: se integró al ritmo de mi respiración, al latir de mi corazón, al proceso de mi digestión.

A los quince días, era inevitable, el disco empezó a rayarse y mandé comprar otro. Y en los momentos trágicos en que se iba la luz tenía que tararearlo, mantenerme en concentración para evitar que un mal pensamiento me asaltara. Ésa era la intención: que la música me absorbiera de tal manera que no cupiera nada más en mi mente. Sólo hasta cierto punto lo conseguí; porque, claro, continuaba la angustia y el cuerpo me traicionaba con palpitaciones, mareos, sofocos y en ocasiones una inquietud nerviosa que me impedía estar quieto.

No recibía a nadie, ni familiares ni amigos. Pero en una ocasión insistió en hablar conmigo el sacerdote que le mencionaba, el que me regaló el libro sobre el sueño y el estado alfa. Siempre le tuve un respeto muy especial y un par de veces había corrido a su lado para que su inteligencia bondadosa calmara mi desesperación.

Me saludó como si nos hubiéramos visto el día anterior, con una sonrisa franca que acentuaba lo apacible de sus ojos. Luego miró hacia los lados y dijo:

—Qué envidia, me encantaría proporcionarme un retiro así. El mundo de afuera deja de existir, ¿no? Para que luego digan que ya no hay místicos. Y con esa música.

Le bajé un poco al volumen.

—Al contrario, al contrario. Súbele. Hace años que no escucho ese Réquiem celestial.

Se sentó en la silla, estuvo concentrado en la música un momento y luego me miró fijamente.

—La naturaleza está haciendo contigo un experimento muy peligroso —dijo en un tono burlón, pero con una dulzura implícita en sus palabras—. Me contó tu mujer de la locura de oír las veinticuatro horas diarias esa maravillosa música y le dije que necesitaba hablar contigo a como diera lugar. Sabía de tus depresiones. Sabía de tu alcoholismo. Sabía que ya antes intentaste curarte por medio de un encierro parecido. Pero no sabía de tu vocación mística.

—Siempre he creído en Dios.

—Una cosa es creer en Dios y otra muy distinta reducir el mundo al Réquiem de Mozart y a las lecturas de Santa Teresa. De sólo imaginarlo se me enchina el cuerpo y hasta el ateísmo me parece más racional.

Le conté del primer ataque de delirium tremens en que una ventana se abría en la pared por la que entraba Dios en forma de nube, de la que finalmente descendían alimañas y ratas.

—Y ahora te encierras aquí para invocar de nuevo a ese dios que más bien parece emerger de los infiernos —dijo.

—Es muy distinto. Ahora estoy preparado, tengo tres meses sin beber, mi ánimo es otro. Además, la música.

—Sí, la música. Y Santa Teresa.

Hizo una pausa durante la cual sus ojos parecieron descubrir el fondo de mi alma. Sonrió y movió la cabeza a los lados.

—¿Por qué imaginarnos como seres excepcionales? Pura y simple soberbia ¿no? Hay tantos que podrían ayudarnos a encontrar el camino. Por supuesto, Mozart y Santa Teresa. Pero sus circunstancias eran tan diferentes. ¿Por qué no empiezas por recurrir a lo más próximo?

Entonces me contó de Alcohólicos Anónimos. Sabía que era el único sitio en donde se curaba el alcoholismo. ¿Qué perdíamos con probar? Algo menos espectacular que escuchar el Réquiem de Mozart las veinticuatro horas diarias, pero a lo mejor más efectivo. Me convenció. Quedamos de ir a una junta esa misma noche: un conocido suyo, que estaba en uno de los grupos, nos iba a acompañar.

—Y algo más —dijo poniéndose de pie con un dedo en alto—. Instrumentos, herramientas, es lo que necesitas, mi querido iluminado. Acuéstate.

Me tendió en la cama. Escuchó mi corazón acercando su oído. Me checó el pulso. Me pidió que mantuviera una mano en alto.

—Estás en tal grado de tensión que hasta Santa Teresa hubiera corrido a tomarse una copa para tranquilizarse. Vamos a intentar un ejercicio de relajación.

Y me puso los ejercicios más elementales del yoga, logrando en unos cuantos minutos que mi respiración adquiriera un ritmo pausado. Además, me enseñó lo que ahora yo aplico a mis compañeros angustiados: una vez relajado, me pidió que cerrara los ojos y apretó mi mano izquierda con la suya. Entonces acercó su boca a mi oído y habló en susurro:

—¿Cómo quieres que Dios descienda a tu corazón si sólo estás pensando en ti mismo? Primero deja que salga todo lo que te comprime, lo que te apresa dentro de esta cárcel, dentro de esta ansiedad. Las culpas y los remordimientos están ahí, los puedes ver, son tan antiguos como tú mismo. Te han acompañado cada instante de todos estos años dolorosos. Ni siquiera los necesitabas ver para actuar de acuerdo con sus dictados. ¿No has hecho ya bastante caso de ellos? ¿No ha sido más que suficiente el castigo que te has infligido? ¿Vale la pena dedicar tu vida entera a estas culpas y a esos remordimientos? ¿Y todo lo demás que vas a perder? Decías que admiras a Santa Teresa. Era una mujer llena de actividad, de amor a la vida, al sol. ¿A qué tienes miedo? Dímelo. ¿A qué tienes miedo?

Cuando abrí los ojos comprendí que había estado llorando sin darme cuenta. Lo miré fijamente y con una voz que se me quedaba en la garganta le dije:

—Estoy poseído. Sólo tú puedes entenderlo.