Mi nombre no importa. Basta con decir que soy alcohólico. Recuerdo todavía mi primera borrachera: tendría catorce o quince años y acababa de terminar la secundaria. En la última fiesta de mi grupo había mucha bebida. Debo de haber tomado compulsivamente varios tragos, porque al regreso intenté suicidarme. Veníamos por el Periférico y en un ataque de desesperación abrí la portezuela delantera e intenté arrojarme. El amigo que venía manejando logró sujetarme de la camisa y todavía recuerdo la sensación de humillación infinita que se apoderó de mi ánimo al ver fracasado mi intento. Como pudieron, mis amigos trataron de calmar mi llanto y mi desesperación. Guardé ese recuerdo durante muchos años y sólo hasta ahora puedo mirarlo desde la perspectiva adecuada.
Tiempo después, durante mis años en la preparatoria, me aficioné al cemento y a la marihuana. A partir de cierto momento comencé a beber ron, tequila, coñac, vino o whisky a solas y en grandes cantidades, a menudo haciéndome “cocteles” con cemento, marihuana, ácidos, hongos alucinógenos o peyote. Hasta donde puedo recordar, las visiones que tuve en aquellos momentos nunca se confundieron con mi experiencia de lo real. Una de las imágenes más poderosas que recuerdo era la del espejo derramándose como si fuera un líquido plateado. Lo más común era como entrar en un cuarto oscuro durante muchas horas y despertar al otro día con la sorpresa de que había tenido sueños y visiones y, sobre todo, de que seguía vivo. Todo esto lo hacía a escondidas, encerrado en mi cuarto, habitando un pequeño infierno del que nadie más sabía. A menudo me sentaba a estudiar y mientras lo hacía fumaba cigarros de mota y bebía whisky o tequila hasta que vomitaba o me quedaba dormido. Muy pronto aquella rutina se convirtió en parte de mi vida cotidiana.
Al cumplir los treinta años ya había sufrido lagunas mentales que me impedían recordar lo que había dicho o hecho durante mis borracheras. A veces me asomaba por la ventana de mi departamento para comprobar que mi automóvil se encontraba en su lugar y a partir de ese momento intentaba, a menudo infructuosamente, reconstruir cómo había llegado hasta mi casa. Entonces aparecían nuevamente el miedo, la angustia, la desesperación. Con el tiempo las lagunas se hicieron cada vez más frecuentes y los actos vergonzosos o humillantes tenía que recuperarlos a partir de lo que me contaban quienes habían estado conmigo. Era como el criminal que buscaba el testimonio de sus actos, una especie de corroboración de la culpa.
Después apareció la cocaína y la promesa de una droga que te permitía beber más, aumentaba la euforia y acrecentaba un sentimiento de seguridad. Consumí cocaína durante algún tiempo, pero muy pronto dejó de serme útil, las lagunas continuaron y llegó el momento en que mi tolerancia hacia el alcohol se redujo dramáticamente: a menudo me mareaba con un par de tequilas y al tercero o cuarto ya comenzaba a repetir incoherencias, arrastrando penosamente la voz, haciendo el ridículo. Las ausencias se hicieron tan frecuentes que la cruda me parecía una especie de salvación: al despertarme después de una borrachera sentía una especie de iluminación, me sentía vivo, milagrosamente vivo, después de haber estado en ninguna parte durante varias oscuras y silenciosas horas. Era como volver de la muerte o de un estado de coma.
Un día, después de una fuerte intoxicación, tuve una experiencia siniestra que dio un giro definitivo a mi biografía alcohólica: acababa de llegar a mi casa, estaba en ese momento crepuscular en el que el efecto del alcohol comienza a disminuir y los efectos de la cruda se hacen presentes, me senté en un sillón de la sala mirando al vacío, y por el rabillo del ojo percibí un movimiento. Algo, alguien, estaba conmigo en la sala del departamento donde vivía yo solo. Las luces estaban encendidas. Sentía una presencia que se movía y acechaba por ahí, muy cerca, debajo de la mesa de centro o detrás del sillón. La escuchaba moverse. Invadido por el pánico, alcancé a atisbar el cuerpo de un enano grotesco y vi con horror sus piernas regordetas como las de un bebé. Aquél fue el primer aviso de que ya no me encontraba completamente solo en mi embriaguez. Esa cosa habría de acompañarme en las más terribles borracheras y lo que hasta entonces había sido la sala de espera del infierno —quince años de alcoholismo disimulado de bohemia— adquirió una forma concreta. Había atravesado una suerte de umbral: la pesadilla había encarnado. Al mismo tiempo, la idea del suicidio seguía obsesionándome. Un día me estrellé a toda velocidad en el auto. En el momento en que perdí el control del vehículo, recuerdo que sabía que estaba por morirme. Al otro día desperté con un brazo roto. Al ver mi auto convertido en chatarra al borde de una avenida quedé asombrado de que no me hubiera muerto.
A partir de este momento todo lo que voy a contar se vuelve problemático. No soy una persona supersticiosa y mi disposición frente al mundo no es la de un hombre religioso. Para una persona racionalista, los fenómenos paranormales forman parte de un mundo imaginario, fantástico, pero no pertenecen al orden de los hechos y las cosas reales; sin embargo tengo para mí que eso que se me apareció en varias ocasiones era tangible, concreto, un ser. Como he dicho antes, he probado varios tipos de drogas alucinógenas. A pesar de ello, nunca confundí la alucinación con la realidad cuando experimenté con hongos o con LSD: todo lo que vi en esos estados corresponden al territorio de los sueños y las pesadillas y lo sabía durante el proceso alucinatorio o al recuperarlo. A pesar de que sé que este tipo de experiencias está perfectamente tipificado en la literatura médica, y que el delirium tremens aparece en los estados más agudos del alcoholismo, el enano tiene para mí, y sólo para mí, una existencia real. Si alguna vez tuve una experiencia religiosa o sobrenatural, fue esta presencia abominable que se me aparecía de cuando en cuando, como una revelación, como una especie de epifanía grotesca. La palabra ángel podría ser adecuada para describirlo: un ángel monstruoso, perverso, manifiesto.
Esta entidad, este ser, se presentaba sobre todo en ese momento especial del que he hablado, cuando la ebriedad cede y los efectos de la cruda —angustia, desasosiego, temblores, sed— comienzan a manifestarse. Al principio solamente lo atisbaba o sabía que andaba por ahí, oculto entre las cobijas o debajo de los sillones. Una madrugada logré verlo, estaba sumergido en la penumbra de un rincón de mi cuarto. Sólo las imágenes del Bosco o Brueghel pueden aproximársele. Era un ser del tamaño de un perro, con piernas regordetas, con pliegues, como de un bebé gordo, y de la cintura hacia arriba su cuerpo era algo parecido a un gorro o calcetín de carne humana que se plegaba hacia atrás. No tenía ni hombros, ni cuello, ni cabeza, ni ojos. Me quedé inmóvil, mirándolo. El uso de la palabra terror no resulta aquí ni hiperbólico ni exagerado: estaba paralizado y así permanecí, hasta que la luz de la mañana me despertó y en el rincón ya no había nada.
El enano apareció en varias ocasiones, afortunadamente muy esporádicas, y siempre momentáneamente y desapareciendo en la cocina, o en el baño. Debo decir que nunca se me apareció en un lugar abierto, en una calle, un parque, ni siquiera en una cantina; siempre lo hacía en mi casa, en el lugar más familiar y seguro. A veces lo oía pisotear la alfombra cuando corría para ocultarse. Creo que incluso llegué a acostumbrarme a su presencia, quiero decir con esto simplemente que ambos reconocíamos la existencia del otro, y su ritual siniestro era simplemente dejarse ver unos instantes, hacerme sentir que ahí estaba. En todas las ocasiones tenía la misma forma repugnante. Durante este proceso —estoy hablando de unas cuantas apariciones en los últimos años de mi actividad alcohólica— nunca tuve ningún tipo de experiencia: no vi arañas ni insectos. Sólo éramos el enano y yo.
La última vez que nos encontramos fue a principios de abril de 1997, cuando estaba por cumplir 38 años. Había comenzado a beber en compañía de unos amigos un jueves al mediodía, y mi borrachera duró hasta el domingo. Recuerdo muy pocos detalles de esos días gigantescos: cantinas, cabarets, prostitutas, mesas con cocaína y cigarros de marihuana en el asiento trasero de un auto, cheques perdidos, botellas de licor barato compradas en la madrugada, taxistas furiosos porque no me sabía la dirección de mi propia casa, tequilas en el desayuno, conversaciones con desconocidos… Varias veces traté de llamar a mi mujer por teléfono y no pude marcar el número correcto: voces desconocidas descolgaban al otro lado de la línea y me insultaban en la madrugada. No podía articular palabra: un balbuceo parecido al de los retrasados mentales era lo único que salía de mis labios. Finalmente, la noche del sábado, incapaz de dar con mi casa, pude llegar a mi estudio, el mismo donde se me había aparecido el enano en diversas ocasiones. Intensos escalofríos recorrían mi cuerpo, me dolían los huesos. Apestaba. Me metí a la regadera y traté de bajarme la intoxicación con baños de agua fría y muy caliente. Vomité durante mucho tiempo, hasta que sólo pude sacar saliva y amarga bilis. Dormí con trabajos un par de horas. Pasada la medianoche ya estaba despierto. Cuando intenté tomar unos tragos de una botella de tequila todo mi cuerpo se agitaba, invadido por un temblor incontrolable. Sentía los accesos de la cruda, tenía que volver a embriagarme para dormir, era imperioso, tenía miedo, pánico, pero no había suficiente alcohol. Salir en esos momentos a buscar bebida era imposible en mi estado: cada acción, por mínima que fuera, me parecía abismal.
El enano apareció puntual a la cita. Esta vez estuvo conmigo durante varias horas. Pude verlo con detalle. La piel de la parte superior del cuerpo se plegaba como si estuviera relleno de grasa. Tenía brazos, era muy difícil distinguirlos, pero sus piernas rollizas eran lo que más me horrorizaba. Se la pasó gateando, arrastrándose frente a mí al alcance de mis manos. No quise tocarlo. Es extraño, pero me parecía que estaba jugando conmigo, me hacía sentir una mezcla muy rara de terror y familiaridad.
Fue entonces cuando decidí acabar con todo de una vez y para siempre: el sufrimiento, la soledad, el infierno. Recuerdo perfectamente que fría, calculadamente, preparé mi suicidio mientras el enano hacía ruidos en la recámara y yo me encontraba tirado en la alfombra de la sala. En algún lado había leído que los ahorcados, al ser ejecutados, no morían por sofocación sino por desnucamiento. Tenía lo necesario: razones suficientes, un cable grueso de computadora de varios metros de longitud, una ventana de donde amarrarlo y dos pisos para dejarme caer con el cable rodeando mi cuello. No tardé mucho en tener listo el cadalso. Comprobé que el cable estuviera perfectamente sujeto a la manija de la ventana y me lo enredé en el cuello. Tenía un banquito para el propósito: sólo tenía que saltar por la ventana, lo demás lo haría el cable. Estuve parado ahí durante un tiempo que me pareció enorme, y mientras el aire de la madrugada golpeaba mi rostro, pensé en mi hijo, en mi mujer, en mi familia, en lo ridículo de la situación. Después de un rato me pareció que estaba en medio de una farsa. Descendí del banco, me quité el cable del cuello y rompí a llorar tirado en el piso. A través de las lágrimas volví a ver al enano: un amasijo de piel vacía con piernas de bebé que trataba de ocultarse bajo la mesa del comedor, entre las patas de las sillas.
La luz del domingo me despertó. Llamé a mi madre. No tenía dinero, ni ropa limpia, había dejado mi automóvil frente a la casa de un amigo dos días antes. Finalmente llegué a mi domicilio. Era de mañana. Me metí en la cama y traté de dormir. Al cabo de un rato abrí los ojos y percibí que algo se agitaba en la mesa de noche. Petrificado lo vi de reojo y lo sentí moverse. Era el enano que se contorsionaba de una manera muy extraña: mientras el torso, es decir el gorro o calcetín de carne con los brazos en alto se movía en una dirección, las piernas lo hacían en la dirección contraria. Cuando traté de verlo directamente saltó para esconderse entre las cobijas que estaban tiradas a los pies de la cama, revolviéndose en ellas y agitándolas. No he vuelto a verlo desde entonces.
Ha pasado más de un año de estos acontecimientos. Durante algún tiempo frecuenté un grupo de Alcohólicos Anónimos, a quien debo una profunda toma de conciencia y la capacidad de autoanalizarme. Un año después dejé de acudir a las juntas. Ahora bebo de vez en cuando un par de cervezas o un poco de vino en la comida. Sé el peligro que todo esto encarna: el enano puede aparecer durante la próxima intoxicación. Lo mismo la idea del suicidio. Ambos forman parte de mi vida. Me gusta saber que sobreviví a todo aquello, que todavía estoy vivo.