XVIII

Mi amigo sacerdote me dio la clave: con AA y el yoga logré relajarme y desprenderme de la necesidad compulsiva del Réquiem de Mozart. Pasé a oírlo sólo cuando lo deseaba. Hoy, gracias al conocimiento que he alcanzado de mí mismo, igual me sucede con AA y con el yoga: los necesito porque me gustan, pero de ninguna manera mi vida depende de ellos. No depende de nada ni de nadie. Puedo permanecer solo y tranquilo el tiempo que sea necesario. Empezaba a curarme. Un nuevo mundo, pleno de misterio y alegrías, se abría ante mis ojos. Reflexioné sobre lo que me había sucedido (y lo que había visto) y decidí llevar una vida coherente con mis ideas. Entonces vino, inevitablemente, la ruptura con mi esposa.

Mi alcoholismo, mi aislamiento en el sótano, mi incapacidad sexual cuando bebía, le resultaban de lo más molestos. Mi vegetarianismo, mi repudio a la televisión y a todo lo que significaba frivolidad, mi presencia siempre tranquila, le resultaron definitivamente insoportables.

Conseguí un modesto empleo en Hacienda y pude dejar la fábrica de mi padre. Viví un tiempo en una casa de huéspedes en la colonia Condesa y cuando mis padres murieron me instalé aquí.

Qué maravilloso fue sentirme libre y solo, sin ataduras de ninguna especie: ni alcohol, ni familia. Qué plenitud encontré en mis lecturas, en mis meditaciones, en aprender simplemente a estar: sereno y con los ojos bien abiertos.

Entonces empezaron las apariciones beatíficas.

Una tarde salí de mi oficina y entré en una librería a esperar la hora de mi junta en AA. Estaba hojeando una biografía de Santa Teresa, lo recuerdo muy bien, cuando me invadió una maravillosa sensación de plenitud. No había ninguna causa especial, pero mi cuerpo entró repentinamente en armonía con mi alma y sentí que me transportaba a regiones insospechadas de alegría y conocimiento de todo. “Gracias, Dios mío”, dije. Entonces oí un comentario a mi espalda:

—Hermoso libro, ¿no?

Me volví sorprendido.

Era un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, ni bello ni feo pero con una mirada dulce y penetrante. Tenía el pelo oscuro y una piochita bien recortada.

—¿Cómo? —le pregunté sin salir de mi asombro.

—Digo que es un hermoso libro, ¿no le parece?

—¿Quién es usted?

—Tú sabes quién soy. ¿No me reconoces? —y sonrió.

Me tallé los ojos.

—No entiendo.

—Soy tú mismo, una creación de tu imaginación, pero también mucho más que eso.

El libro cayó de mis manos. Me agaché a recogerlo. Al levantar los ojos ya no había nadie frente a mí. Miré a los lados. Todo parecía normal. Un empleado buscaba en un catálogo, una mujer esperaba que le hicieran su cuenta en el mostrador, otros recorrían los títulos en los estantes.

Tallé de nuevo los ojos. ¿Qué había sucedido? ¿A quién había visto? Compré el libro sobre Santa Teresa y salí a la Avenida Juárez con la sensación de que caminaba sobre una nube.

¿Estoy loco?, me pregunté.

Pero no me daba miedo la pregunta porque en realidad sabía la respuesta: no, no lo estoy. Yo sé muy bien que no estoy loco. Creerlo sería una solución fácil: la angustia, los tranquilizantes, otra vez los médicos… El vacío que me acercaba al alcohol como al borde de un abismo. En cambio ahora quería creer en lo otro, pero en lo otro bueno, en Dios y no en el diablo. Cambiar de dueño.

Cerré los ojos y dije interiormente: “Debo estar preparado para lo que venga, no temer nada.”

Traté de entrar conscientemente en estado de alfa.

Entonces oí a mi lado la voz del hombre de la librería:

—Y francamente no hay nada que temer.

Abrí los ojos y lo vi caminar junto a mí.

Era la misma sensación de realidad e irrealidad del delirium tremens, sólo que ahora sin angustia.

Recuerdo que me decía: “estoy soñando”, pero con la convicción de que no había despertar posible y de que era lo más real que me había sucedido.

¿Ha tenido usted sueños en que se dice “estoy soñando”, y precisamente por ello parecen concretarse más? Pues algo así.

—¿Qué tal si nos sentamos en una banca de la Alameda a conversar un rato? —preguntó.

Lo seguí de cerca al atravesar la avenida. Él sonreía y yo permanecía serio y parpadeando.

La tarde estaba gris. Apenas si recuerdo lo que había a mi alrededor. El ruido y el ir y venir de la gente no me alteraban. Yo estaba en otra parte.

Nos sentamos en una banca y durante algunos minutos no hablamos. Entonces me di cuenta de que las manos me temblaban.

—¿Qué quiere de mí?

—Tú sabías que iba a venir hoy, precisamente hoy.

—No, no lo sabía.

—Sí, lo sabías. Desde anoche, cuando te empezaste a dormir. Y sabías que entrar en la librería y hojear el libro de Santa Teresa era invocarme.

—¿Por qué se me aparece a mí?

Sonrió dulcemente.

—Si tanto se aparece el diablo a los que beben, ¿por qué no iba yo también a hacerlo?

—Yo no he vuelto a beber.

—Por eso me pude aparecer. Por desgracia el alcohol no es un buen aliado. Enferma a la gente, le altera los nervios. Yo necesito de la salud y la meditación. Sin embargo, el alcohol predispone para cualquier tipo de aparición. Aunque suene absurdo, yo también busco caminos por los cuales descender. La forma es lo de menos.

—Yo lo llame la primera vez que dejé de beber.

—Y yo intenté bajar, pero tu miedo y tu enfermedad me lo impidieron. Y entonces se coló bruscamente el otro.

—¿Usted era la nube?

—Sí, al principio yo era la nube. Y en otras circunstancias podía haber continuado siéndolo.

—¿Qué debo hacer para que no se aparte más de mi lado?

—Nada en especial. Estar prevenido contra el miedo y alimentar la fe de que yo soy yo.

—A veces temo estar loco.

—No importa. Simplemente deja de temerle, y verás que hasta ese pensamiento nos puede acercar.

—Me desespero de no entender las cosas.

—No se trata de entenderlas, sino de entregarse a ellas. Ya después las entenderás.

—Si cuento esta aparición en mi junta de Alcohólicos Anónimos, ¿qué me van a decir?

—Los que tengan fe no van a decirte nada.

—¿Lo debo de contar?

—Si te ayuda a ser humilde, ¿por qué no?

Luego desapareció de mi lado.

Medité durante un rato, ahí solo, y comprendí que todo había sido como un sueño maravilloso, que quizá nunca fue cierto, que mi mente lo creó de punta a punta, pero tal pensamiento no hacía mella en la fe y en la sensación de realidad. ¿Cómo decirle? Como si de repente los sueños me parecieran más reales que la realidad misma.

A partir de ese día se acentuó mi tranquilidad. Leía y oía música cuando tenía deseos de hacerlo, nunca más por obligación. Lo mismo al asistir a mi junta y al practicar el yoga y la meditación. Simplemente me conformé con vivir. En una ocasión, sin embargo, el miedo retornó brutalmente y, aunque no lo quisiera reconocer, estuve a punto de recaer en la bebida. Fue cuando la aparición de mis padres, aquí, en el departamento en donde transcurrió mi infancia. Sentí una congoja y una depresión que duraron cerca de una semana, durante la cual anduve como sonámbulo de un lado a otro, tratando de concentrarme en Dios, pero sin lograrlo. Hay también que pasar por esas cosas, qué remedio.