Estuve internado once veces a causa de mi alcoholismo. En la última duré dieciocho horas amarrado por un ataque de delirium tremens. Ya antes había padecido varios delirios auditivos y visuales. Los árboles de mi ventana se convertían en dos cuervos que discutían graznando. Veía hombres que en lugar de pelo tenían plátanos. Las figuras de la televisión salían de la pantalla y adquirían una presencia monstruosa. En neurología me diagnosticaron una lesión cerebral. Mi esposa y mis tres hijos, como era inevitable, no soportaron permanecer más a mi lado y me abandonaron. Viví varios años en un cuarto de azotea y perdí cuanto trabajo conseguía. Tomaba barbitúricos con alcohol del 96 y apenas si comía. Conocí la soledad absoluta: la de saber que nos hemos perdido a nosotros mismos.
Trato de recordar cuándo empezó el descenso y creo que con la primera copa que tomé. Siempre me transformó el alcohol. Siempre, desde mi adolescencia, estuvo presente la sombra del otro. Por ejemplo, necesitar tres copas para adquirir la valentía que no era mía, para meterme con una prostituta, para hacer la ridiculez de bailar hincado en una fiesta. Y años después, necesitar diez para golpear a mi hijo sin ninguna razón, para disparar una pistola hacia el techo, con mi esposa acostada a mi lado, mirando cómo rebotaban peligrosamente las balas en las paredes.
“Siempre destruimos lo que más amamos”. Y yo nada amaba tanto como a mi familia, el único centro alrededor del cual podía girar mi vida. Pero las relaciones humanas están hechas de la materia más sutil que podemos imaginar, y hay que cuidarlas día a día si no queremos volver el rostro y comprobar que se han desvanecido. La regla incluye a padres e hijos, amigos, amantes o esposos. De repente, donde parecía que había todo, comunicación y afinidad, ternura y necesidad de compañía, ya no hay sino el hastío y el principio del olvido que, como una mala yerba, cunde y termina por invadir nuestros mejores sentimientos.
Después de una de mis recaídas, recibí una carta de mi esposa en la que me avisaba que iba a separarse de mí.
Mi hijo mayor —que padeció mi alcoholismo desde niño, presenció cómo su padre se transformaba en ese otro, recibió golpes injustos, me sacó de las cantinas y me llevó varias veces a un sanatorio— empezó a hacer su vida al margen de los problemas familiares y a los pocos años se fue vivir a Guadalajara. Mi hija se marchó a Barcelona, también como consecuencia de la desintegración familiar.
Había yo perdido lo que más amaba.
Ninguno de los cinco —mi esposa, mis tres hijos y yo— tenía más un centro que fuera a la vez impulso y sostén.
Si antes bebía demasiado, a partir de entonces lo único que hice fue beber, dejarme ir de cabeza por el tobogán sin importarme lo que sucediera a mi alrededor. Hay un año completo de mi vida del que perdí conciencia. Se me borró totalmente. Símbolo del vacío y del terror en que me encontraba.
Sin embargo, hubo un aviso, una premonición beatífica que, ahora lo sé, era aviso de que al final del túnel encontraría la salida.
Entre las alucinaciones que tuve, una noche recibí la visita de un monje tibetano.
Estaba yo solo en una pieza de hotel.
Me había quedado dormido por la tarde y al abrir los ojos era de noche. Una luz plateada que llegaba de la calle se filtraba por las persianas.
Tuve la sensación de haber despertado en otra parte, en “algún lugar lejos de este mundo”. Por primera y única vez, esa sensación no era angustiosa. El sueño anterior —que no recuerdo— había dejado hilos invisibles que me mantenían en un estado como de doble conciencia: estoy aquí, en una pieza de hotel, pero mi alma deambula por regiones desconocidas, imposibles de ubicar en un punto concreto del tiempo y del espacio. (Esta sensación se repitió durante otro ataque de delirium tremens, pero entonces sí, en forma angustiosa).
Lo vi bajo el dintel de la puerta, delineándose apenas su silueta con la luz plateada.
Lo llamé y entró.
Su sola presencia me producía una infinita paz.
Se sentó a los pies de la cama y me tomó una mano entre las suyas.
—Has sufrido mucho, ¿verdad? —me preguntó.
—Mucho.
—Ahora vas a comprenderlo: así tenía que haber sido. Todo lo que te ha pasado: así tenía que haber sido. Si logras reconciliarte con esa idea vas a recuperar la fe.
—Me siento muy solo. Cada día me siento más solo.
—¿Y si aprendieras a esperar? Inténtalo.
—He tratado.
—Alguien va a venir a ayudarte.
Me pasaba una mano por la frente. Curiosamente, ese contacto lo sentí como el de una mano femenina, fresca y suave.
Al verlo marcharse volvió la angustia. Le supliqué que no me dejara solo.
—Te repito que alguien va a venir a ayudarte. Es necesario que aprendas a esperar.
Y sí, tuve que esperar todavía cinco largos años para que en AA encontrara la ayuda necesaria para mi curación.
Durante mi último internamiento, cuando me diagnosticaron una lesión cerebral, padecí un ataque de delirium tremens que me tuvo al borde de la muerte por la pura tensión muscular. Duré dieciocho horas amarrado.
Fue el reverso de la aparición beatífica.
Me convertí en el personaje de una película espantosa. Tenía todas las características de las películas de gángsters de los años treinta; incluso la visión era en blanco y negro. Ahí aparecía la gente que, por una u otra razón, he odiado a lo largo de mi vida, formando una especie de secta secreta que planeaba matar a alguien. (Tengo la impresión de que ese alguien es una bella mujer, de alma purísima, a la que mantenían encerrada en una pieza de la casa.) Yo asistía de incógnito a una reunión para sabotear sus planes. Les veía los rostros distorsionados por la maldad. Personas conocidas, familiares inclusive, que coloqué en mi delirio como Dante colocó en “El infierno” a quienes odiaba. No resistía estar a su lado y me descaraba gritándoles: ¡asesinos! Recuerdo haber dado ese grito: esto es, por un instante tuve conciencia de estar amarrado a una cama, mirándome a mí mismo en una película y gritando: ¡asesinos! Entonces el desdoblamiento fue en tres y me incluyó como director de la película: me veía atrás de las cámaras, junto al camarógrafo, dirigiéndome a mí mismo y gritando lo que gritaba como actor: ¡asesinos! Sentía que el filme escapaba de mis manos y que, a pesar de ser el director, el desenlace era inevitable. También entonces se filtró un débil rayo de conciencia y me supe tres personas a la vez: un hombre amarrado a una cama, delirando, mirándose dentro de una película que él mismo dirige pero que no puede controlar.
Fue mi último delirio. Al salir del sanatorio entré en Alcohólicos Anónimos y dejé de beber.
Sin embargo, aún faltaba la prueba más dolorosa: la muerte de mi hija. Llevaba tres meses sin beber. Acababa de conseguir empleo en una tienda de muebles. Una tarde caminaba rumbo a la esquina donde tomaba mi camión —mis pensamientos luchaban contra la obsesión del alcohol—, cuando un auto se detuvo junto a mí. Eran mi hijo y mi sobrino. Sonreí y les agradecí la sorpresa. Pero sus ojos me dijeron que algo había sucedido. Subí al auto. Mi hijo se soltó llorando y mi sobrino me dio la noticia, así, de golpe, de que mi hija —de veintiún años— acababa de morir en Barcelona. Se había envenenado, al igual que dos amigas con quienes vivía, con alimentos descompuestos.
No podía llorar. Recuerdo que dije:
—Es como si me hubieran arrancado el alma y hubiera quedado vacío.
Para un alcohólico, la muerte de una hija puede ser el brinquito que faltaba para caer al abismo, el fin del último rayo de esperanza; o, por el contrario, la prueba definitiva que lo regrese a la realidad, al aquí y ahora y a la fe en Dios.
Hoy lo sé: de no haber estado en AA, aquel mismo día vuelvo a beber; lo que equivale a decir: me suicido.
Aquella noche fui a mi junta como lo había estado haciendo todos los días durante esos tres meses, y frente a mis compañeros logré sacar el llanto que tenía contenido, que quizá tuve contenido durante muchos años sin darme cuenta.
El reto valía la pena: nada peor podía sucederme. Conocía las últimas profundidades del dolor, los médicos me consideraron un caso sin remedio, perdí a mi hija, no tenía familia y difícilmente lograba solventar mis más mínimos gastos. ¿Por qué entonces no empezar a partir de cero? Nada está perdido cuando reconocemos que todo está perdido y hay que volver a empezar.
Llevo cinco años en AA, los mismos que tiene mi hija de muerta, y no he vuelto a probar una copa.
Cinco años en que he tratado de ir reconstruyendo —ladrillo tras ladrillo— lo que yo mismo destruí.
La relación con mis dos hijos hombres es magnífica y regresé con mi esposa después de once años de separados.
Tuve un sueño en que mi hija muerta se sentaba a los pies de la cama y tomaba mi mano entre las suyas, igual que lo había hecho el monje durante el delirio, y me decía: papá, tienes que resistir, tienes que resistir; yo estaré siempre a tu lado.
Y sé que el alma de mi hija va conmigo a donde quiera que voy, como una estrella lejana que puedo distinguir incluso en las noches más oscuras.
¿Qué más puedo pedir?