Epílogo

Al releer el libro para esta nueva edición no pude menos que recordar las especiales circunstancias en que fue escrito.

En 1976 salí del periódico Excélsior —donde dirigía el suplemento cultural “Diorama de la Cultura”—, tras un golpe artero del entonces presidente Luis Echeverría. Salí en compañía de su director, Julio Scherer, y de una buena cantidad de compañeros, los más prestigiados y profesionales, del diario.

Colaboraba cada semana en Proceso, en la sección cultural, pero necesitaba un trabajo fijo y más o menos bien remunerado para cubrir mis complicadas necesidades económicas.

La primera propuesta de un nuevo trabajo fue de Porfirio Muñoz Ledo para irme a la Secretaría de Educación Pública, de la que era titular. Acepté, pero antes de empezar, me habló Julio Scherer: José Andrés de Oteyza, recién nombrado secretario de Patrimonio y Fomento Industrial, buscaba un director editorial porque quería hacer varias publicaciones para apoyar a las empresas paraestatales que dependían de la Secretaría. Le dio mi nombre y Oteyza respondió que fuera a ver lo más pronto posible a su director de Comunicación Social, Renward García Medrano.

—El problema es que ya acepté el puesto que me ofreció Porfirio Muñoz Ledo en la Secretaría de Educación —dije.

Scherer lo pensó un momento y contestó, proféticamente:

—Te conviene más irte con Oteyza. Él va a durar todo el sexenio y en cambio, creo, Muñoz Ledo no llega ni al año.

En efecto, Oteyza duró como secretario de Patrimonio todo el sexenio y Muñoz Ledo salió de Educación poco después del año.

Eso, como tantas otras veces lo comprobé en Scherer, se llama visión política, conocimiento de sus personajes y, decía, hasta cierta cualidad profética.

Empecé a hacer reportajes de las varias empresas paraestatales que dependían de Patrimonio y hasta un suplemento cultural que patrocinaban esas mismas empresas y se distribuía semanalmente en El Universal y Novedades, y del que éramos codirectores Gustavo Sainz y yo.

Pero a consecuencia de una difícil separación matrimonial caí en una fuerte depresión nerviosa y empecé a beber en demasía. Mi padre y cuatro de sus siete hermanos, como digo en el libro, habían sido alcohólicos y, sabemos, en el alcoholismo lo genético es determinante. No quise ir a Alcohólicos Anónimos (tardaría todavía más de treinta años en dejar definitivamente la bebida) y, pensé, el problema lo podía manejar yo solo… con la ayuda de la literatura.

También, como lo mencioné, había visto a mis tíos y a mi padre sufrir el delirium tremens y no encontré mejor refugio para mis males que realizar una novela-reportaje sobre el tema. El reto me apasionaba: ¿se podía hacer una especie de interpretación de las imágenes que surgían en el delirio?

Me acerqué al sanatorio Lavista del Seguro Social y tuve la suerte de conocer y hacerme amigo del director del programa antialcohólico de la institución, el doctor José Antonio Elizondo, quien no sólo hizo el prólogo al libro sino que me ayudó a elegir a los enfermos que entrevistaba, en especial los fines de semana en que no veía a mis hijos. Pero no sólo los fines de semana, sino en ocasiones cualquier día de entre semana.

Por supuesto, no todos los alcohólicos padecen el delirium tremens, y a mí sólo me interesaban los que lo habían padecido, lo que en ocasiones complicaba el trabajo, y por eso tardé un año en la pura investigación.

El libro tuvo muy buena acogida y en el lapso de dos meses vendió tres ediciones en Compañía General de Ediciones, su editorial. Además, me invitaron en 1979 a Cuba y a Rusia —en donde tenían serios problemas de alcoholismo— y en Moscú conocí un centro de estudios parapsicológicos con un gran pabellón para estudiar el sueño y sus posibilidades telepáticas. Pero no sólo el sueño, también el delirium tremens. En estados de grave alteración, parece, la mente estalla y abre insospechadas posibilidades a la comunicación extrasensorial.

El paradójico olvido de lo que tenemos más presente y a la vista hizo que en el epílogo anterior no mencionara un hecho relacionado con esto, y que me concierne muy directamente, ya que se refiere a mi propio padre.

La noche anterior a morir le pidió a mi mamá que le planchara el traje aquel —el azul marino— que le había regalado uno de sus hermanos, ya muerto.

—¿Para qué? —preguntó mi mamá, asombrada.

—Porque mañana voy a cenar con mis hermanos —contestó él.

Y en efecto, al día siguiente murió.

Pero desde que estuvo en terapia intensiva en el Centro Médico, después de un segundo infarto, mi padre hablaba con sus hermanos ya muertos. Su vecino de cama me lo dijo:

—Anoche estuvo su papá largo rato hablando con una de sus hermanas que se llama María Luisa. Así le decía: María Luisa esto o aquello. Yo pensé que María Luisa estaba parada frente a él por la forma en que le hablaba. Hasta que luego me di cuenta que estaba solo y hablaba consigo mismo.

¿Hablaba consigo mismo?

Mi padre me lo dijo abiertamente la última mañana que estuvo en terapia intensiva:

—Mis hermanos muertos han venido uno por uno y me han dicho cómo debo prepararme para morir, y que ellos me van a ayudar y que luego vamos a estar juntos.

Como se vio en las páginas anteriores —la primera edición de este libro es de 1978 y mi padre murió en 1979—, durante la entrevista con Gabriel en el café La Habana, digo yo:

“Una noche mi padre tuvo un ataque de delirium tremens. Decía que a los pies de su cama estaba sentada su hermana María Luisa, muerta hacía más de quince años. Parecía hablar con ella. Nunca olvidaré el brillo entre ausente y angustiado de sus ojos. Luego entró en Alcohólicos Anónimos y dejó de beber.”

La misma hermana que se le “apareció” en el delirium tremens fue la que, años después, se acercó a su cama de enfermo para hablar con él y prepararlo para morir.

La relación me saltó a la vista cuando, hace poco tiempo, leí un libro de Elisabeth Kübler-Ross, tanatóloga que ha trabajado con enfermos terminales desde hace más de treinta años.

Dice:

“Hoy es posible afirmar que nadie muere solo, ya que se repite como una constante en la mayoría de los casos que el moribundo vea llegar a sus seres queridos.”

La doctora Kübler-Ross va un paso más lejos en su apreciación:

“Si tan sólo tuviéramos ojos para ver, descubriríamos que no estamos nunca solos, sino rodeados de seres invisibles. Hay ocasiones, generalmente en momentos de gran conmoción mental, en que nuestra percepción aumenta hasta el punto de poder reconocer su presencia. También, podríamos hablarles por las noches antes de dormirnos y pedirles que se muestren ante nosotros, y hacerles preguntas conminándolos a darnos la respuesta en los sueños.”

¿Será el delirium tremens una de esas “conmociones mentales”, que agudizan nuestra percepción extrasensorial, a la que se refiere la doctora Kübler-Ross? Por otra parte, su relación con el sueño —un sueño largamente reprimido por el alcohol— parece obvia. Por eso Jung decía que el alcohol, bebido en exceso, atrae fantasmas.

Lo cierto es que, después de entrevistar a más de cien casos que habían padecido el delirium tremens, las preguntas iniciales de las que partí aún quedan abiertas: ¿por qué ciertas imágenes? ¿Por qué en ocasiones parecía el delirio requisito para tocar fondo y empezar la curación? ¿Por qué, como en el caso de Gabriel, terminaba por relacionarse con una religiosidad tan marcada? Incluso, ¿por qué después del trauma se recuperaba un anhelo de vivir y de dicha casi infantiles?

¿Quién conoce el bien?, le preguntaron a Dante y él respondió: sólo quien conoce el mal. Por supuesto, la conclusión era que se pagaba un precio demasiado alto —descender a los infiernos, casi nada— para revalorar la luz. Por eso también la fórmula de Aimé Duval parece incuestionable;

—¿Cómo se las arregla para no recaer?

—Nunca puede estar uno seguro. Si acaso por veinticuatro horas.

—¿Y para estar lo más seguro posible?

—Siendo feliz.

—¿Y para ser feliz?

—Cambiando de modo de vivir.