Capítulo IV
Tiempo de vacaciones
Al día siguiente, Celeste, Inma y Cintia abandonaron la vivienda e iniciaron sus vacaciones. Esther, tomó el primer autobús de la mañana y puso rumbo a Riogordo, el pueblo malagueño que la había visto nacer.
Inma, iba ilusionada hacia el aeropuerto, nunca había ido a un campo de trabajo, ni había viajado tan lejos. A Vietnam. «¿Habría cometido una locura?» Ella, tan sensata, la que lo meditaba todo detenidamente antes de hacer nada. Y la que pensaba tanto en los demás. Por eso lo hacía, en realidad. «Todo saldrá bien», se decía. Mientras esperaba dentro, en la sala de embarque, vio a otros jóvenes que, como ella, tenían como objetivo Vietnam. ¡Qué alegría! Ya no estaba sola. Su inquietud dio paso a un deseo de saber, de informarse acerca de la aventura que estaba a punto de iniciar. Sus compañeros de viaje eran dos chicas y tres chicos. Cuatro de ellos estaban agrupados y hablaban animadamente, probablemente se conocían de antes —observó Inma—. El otro joven, alto y un poco desgarbado, permanecía algo apartado del grupo, pero con la clara intención de unirse a ellos. Al fin se acercó, mientras Inma hacía lo propio.
—¡Hola!, ¿vais a Vietnam también? —preguntó Fernando, el rezagado.
—Sí, ¿vosotros también? —contestó y preguntó, a su vez, un chico del grupo.
—Yo sí —respondió Fernando, acercándose más a ellos.
—Y yo —añadió Inma, con un hilo de voz: era Fernando, su cliente, estaba segura. Reconocería su voz entre millones. Pero no podía ser cierto, ¿iban juntos a Vietnam? «Demasiado bonito», decidió.
—¡Encantados! —respondieron algunos y rápidamente se dieron a conocer y se saludaron efusivamente.
Al decir su nombre Inma, Fernando la miró a los ojos, incrédulo. Algo en su voz le había parecido familiar, pero no fue hasta que oyó su nombre cuando se percató de que era la chica con quien hablaba, la que justificaba su existencia y le hacía soñar. Muchas veces se había planteado romper la insulsa relación que mantenía con su novia, pero nunca se atrevió. Hasta ese momento. La perspectiva del viaje junto a ella se le antojó un motivo más que suficiente para abrirse en canal y lanzarse. Ya era evidente para él, a la vuelta hablaría con su novia. Era absurdo mantener una relación que no le aportaba nada, e intuía que a ella tampoco le importaría recuperar su libertad.
En el avión, Inma ocupó su asiento, junto a la ventanilla. A Fernando le tocó en el otro extremo, al lado del pasillo. Y en medio estaba Clara, una de las chicas. El trayecto hasta Hanoi iba a ser largo. Primero debían hacer escala en Estambul. Tenían tiempo de sobra para hablar, leer y descansar, incluso dormir. La conversación derivó hacia el voluntariado. Clara tenía experiencia, el año anterior había estado en la ciudad de Ho Chi Minh. Les contó a sus compañeros todo lo referente a las actividades que había realizado allí.
—¿Qué tareas desempeñaste? —preguntó Inma.
—Soy terapeuta, trabajé con pacientes parapléjicos, de todas las edades.
—Yo estudio Medicina, voy a trabajar en ese campo, pero me adapto a todo.
—Puedes unirte al programa médico y trabajar con profesionales, así puedes obtener una interesante experiencia laboral y personal que te vendrá bien cuando ejerzas la Medicina —contestó Clara.
—¿Y tú, Fernando? —quiso saber Clara.
—Soy profesor de Literatura, mi labor será la enseñanza del inglés, a niños y adultos —contestó el interpelado—, pero también hablo francés y puedo adaptarme a lo que me propongan allí.
A continuación, Fernando se enfrascó en sus reflexiones. De vez en cuando, lanzaba ojeadas a Inma: le parecía preciosa. En su bello rostro destacaban unos inmensos ojos azules y una sonrisa franca. Debía ser bastante joven. Era esbelta y tenía un cuerpo armonioso. Y su pelo, negro como el azabache, llamaba la atención. Él estuvo seguro, en ese instante, de la intensidad de su sentimiento hacia ella: se había enamorado.
Pasados los quince días en el campo de trabajo, con un balance positivo y un amplio bagaje de recuerdos y vivencias, iniciaron el viaje de regreso; volvían cansados, pero felices. La experiencia no había podido ser más gratificante. Además, habían establecido, entre todos los compañeros de aventura, indelebles lazos de amistad: pensaban mantener el contacto al llegar a sus ciudades de origen.
Para Inma y Fernando había sido mucho más que una experiencia en un campo de trabajo. Pronto se habían dado cuenta de su mutua atracción. Sus almas se habían tocado al conocerse y, en todo momento, habían permanecido juntos, apoyándose mutuamente.
La noche que Fernando se le declaró, el último día de su estancia en Hanoi, bajo un manto de estrellas, no la iba a olvidar en su vida. Él se sorprendió cuando Inma, con suaves susurros, le confesó que lo amaba también. «¿Cómo no se había dado cuenta?», ella no había podido disimularlo, o eso creía.
Y habían hecho planes para el resto del verano, entre otros proyectos, pensaban ir a Maro, el pueblo de Cintia, y también a Nerja. Inma deseaba que sus amigas la viesen con Fernando. No les diría nada hasta llegar allí, sería una sorpresa. Él se alojaría en algún hotel de Nerja, estarían juntos, y a su vez, compartirían con las amigas de ella muchos ratos divertidos. Fernando era un hombre muy sociable. Una vez que la coraza se fue debilitando, gracias a la familiaridad con que lo trataba Inma, mostró un talante muy simpático y un sentido del humor que a Inma le había sorprendido gratamente. Se sentía muy dichosa con el hombre que el destino le tenía reservado. Y para Fernando, nunca existió una mujer a la que hubiese amado más.
Celeste se divirtió mucho en Jaén durante los quince primeros días de julio. Disfrutó de la compañía de su madre, y sus largas charlas después de cenar le hicieron recordar momentos de su infancia y adolescencia. Salió con las amigas, bailó hasta la madrugada en la discoteca de moda, realizó excursiones y otras muchas actividades. Todo eso sin perder el contacto con Andrés, a través del teléfono.
Pasado este tiempo, volvió a Málaga, pero no iba a estar sola, pidió a su madre que se viniese unos días con ella, y esta había aceptado. En Jaén hacía calor, y Celeste sabía que en Málaga su madre se iba a adaptar muy bien al clima. Además, le ilusionaba tenerla con ella. Tenía tanto que contarle…
Al día siguiente de su llegada a la capital malagueña, llamó a Andrés, deseaba verlo cuanto antes. Él ansiaba ese encuentro tanto o más que ella, aunque le producía algo de desasosiego y nerviosismo. Temía no estar a la altura, pero la amaba y no iba a rehuir el momento de estar frente a ella, desnudo, cuando llegase la oportunidad de hacerlo.
Celeste le contó a su madre todo lo referente a Andrés, y la próxima cita que tendrían la tarde siguiente: su primera cita. Faltaban muchas horas para que se produjese el esperado encuentro. Ella estaba excitada y nerviosa.
—¿Crees que le gustaré? —preguntaba machaconamente a su madre.
—¡Claro que sí, hija! Eres preciosa, amable, buena… ¿Quién podría no fijarse en ti?
—Lo dices porque eres mi madre.
—Y porque es verdad.
—Aún no sé qué ropa llevaré.
—Algo con lo que te sientas cómoda.
—Creo que me pondré el vestido de color turquesa y blanco.
—Es precioso y te queda muy bien. Yo también creo que es el apropiado para una primera cita.
El vestido le sentaba como un guante, le marcaba las caderas y se ceñía a su esbelto cuerpo como una segunda piel. Además, el tono turquesa realzaba su piel morena. Celeste no le comentó a su madre nada del complejo de Andrés, ni el apodo con el que lo habían nombrado hasta entonces, las amigas y ella misma.
Andrés temblaba de emoción, aún no podía creer que la mujer con quien tanto fantaseaba estuviera dispuesta a conocerlo. La ilusión del encuentro se mezclaba con el temor que le producía intimar con ella, sexualmente, pero para eso aún quedaba tiempo —se dijo—, tenía una cita e iba a disfrutarla. Él no tenía la inseguridad de si le gustaría o no a ella. Gozaba de un físico agradable, su porte era elegante y su rostro atractivo; eso le decían siempre las amigas. Aunque sabía que Celeste no era de las que buscaban una cara bonita o un cuerpo atlético. Ella miraba más allá, era el interior de la persona lo que le interesaba y atraía. De no ser así, jamás hubiera aceptado una cita con él. Otra cosa era que él venciera sus temores y consiguiera complacerla en la cama. Pero pondría todo su empeño y sabía que ella no se reiría del tamaño de su pene. Se sentía con ánimo para destruir sus propias barreras y lanzarse a la aventura del amor.
Llegó el momento de la cita. Habían quedado en verse en el muelle. Contemplar el atardecer desde allí lo haría todo más fácil.
Celeste lo divisó desde lejos, debía ser el chico que llevaba un ramillete de rosas rojas. «No tiene mala pinta», pensaba mientras se acercaba a él.
—¡Hola, preciosa!
—¡Hola, Andrés! No sabes cuánto me alegra conocerte.
—¡Dímelo a mí! Sentía tal deseo que no pude dormir durante toda la noche.
—¡Mira que eres exagerado!
—Te lo digo en serio. ¿Te apetece tomar algo por aquí?
—De acuerdo.
Y con una sonrisa en sus rostros espectantes, se dirigieron a un bar cercano. La primera impresión había sido muy buena, ambos se sintieron satisfechos. Estuvieron hablando de los días pasados en Jaén, de la infancia de Celeste, de su madre, de sus aficiones… Andrés iba alternando el diálogo con anécdotas de su vida y otras informaciones que podían ser de interés para Celeste. El tema de su pene no se tocó. Él cada vez se sintió más seguro y cómodo. La puesta de sol no les defraudó, Celeste no recordaba haber visto nunca algo tan bonito, ¿o era la compañía? Más tarde dieron un paseo por el parque y terminaron cenando en un bar del centro de la ciudad.
—¡Qué rico estaba todo! —Celeste alabó la comida.
—Me alegro de que te haya gustado. ¿Te apetece un licor?
—Bueno, pero esta noche creo que me he pasado un poco con la bebida.
—No te preocupes, te llevo a casa, no dejaré que te ocurra nada. —Y le acarició la mejilla.
Celeste le sujetó la mano y se la llevó a los labios. A él le gustó el gesto. Todo se estaba desarrollando felizmente. Ella era adorable y él sintió un loco deseo de amarla. El piso de estudiantes estaba bastante cerca, fueron caminando despacio mientras hablaban, casi en susurros. Al llegar al portal fue inevitable que se besaran, apasionadamente. Se despidieron y ella subió al piso, saltando los escalones de dos en dos. El ascensor estaba averiado, pero esta vez no le importó. Ningún detalle podría enturbiar ese día. El más bonito de toda su vida.
Para Andrés supuso un paso más para alcanzar su objetivo. La amaba y esperaba poder hacerla suya, pero no tenía ninguna prisa. Deseaba vivir intensamente todos los momentos previos y atesorarlos en su corazón.
Esther viajaba pensativa, el autobús no tardaría en tomar la última curva, pronto llegaría a su pueblo. No había querido avisar a sus padres sobre la hora de llegada, sabía que la irían a esperar a la estación y ella deseaba evitarlo. Tras casi tres años de ausencia, prefería que el deseado encuentro se produjese en un entorno más íntimo: su propia casa.
Caminaba nerviosa por la acera, ya faltaba poco para llegar a su domicilio. Los padres estarían desayunando, seguramente, era temprano aún. En la puerta notó que las lágrimas se agolpaban en los ojos y ya se desbordaban por sus mejillas. Pulsó el timbre e inspiró hondo, intentando tranquilizarse.
Su madre se sobresaltó, pero se sobrepuso enseguida y con pasos presurosos se encaminó hacia la puerta. Al abrirla, vio lo que su corazón sabía: Su hija estaba allí, al fin. Se abrazaron, entre lágrimas; su padre se les unió también y, juntos, se dirigieron a la cocina. El café estaba aún caliente, prepararían unas tostadas y hablarían de lo que ella quisiera.
—Estás muy guapa, hija —dijo la madre observándola con gozo.
—Gracias. —Esther se había quedado sin palabras.
—Bueno, desayuna tranquila —intervino el padre.
—Tu habitación está ya preparada —añadió su madre—, si deseas descansar o deshacer el equipaje…
—Sí, muchas gracias, eso haré. —El color había vuelto a sus mejillas y, con una sonrisa, volvió a besar a su madre.
Cuando terminó el desayuno —apenas probó bocado—, subió a su habitación. El olor a lavanda, tan característico, inundaba la estancia. «Cuántos recuerdos», se dijo, y de nuevo las lágrimas acudieron a sus bellos ojos.
Deshizo su equipaje y permaneció en la habitación, hasta que se calmó por completo. Ya estaba preparada para bajar, para enfrentar su mirada a la de los padres. Para volver a pedir perdón.
—Bueno, ya estoy aquí, he colocado la ropa en el armario —informó a su madre, con la voz aún quebrada por la emoción.
—Si tienes algo para planchar, puedes bajarlo luego.
—Vale. ¿Y papá? —preguntó al no verlo en el salón.
—Ha salido a comprar algo, creo que quiere darte una sorpresa, hazte de nuevas cuando vuelva —dijo, con una sonrisa cómplice.
—¿Cómo está él?
—Durante un tiempo lo pasó mal, primero por haberte pegado, nunca debió hacer algo así. No dejó de reprochárselo durante meses, hasta que le hice ver que había sido un acto irreflexivo y que el daño ya estaba hecho, que no se torturase más.
—Yo tampoco debí marcharme así. Lo siento profundamente.
—No te preocupes, hija, ya pasó todo.
—Pero debí haberos llamado al menos, para tranquilizaros.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Al principio por miedo, y más tarde por vergüenza. Así fueron pasando los días, los meses. Casi tres años ya, ¿me perdonaréis algún día?
—No hay nada que perdonar. Estás aquí y volvemos a empezar. Los tres juntos.
Esther contó a su madre todo cuanto vivió, desde el momento en que tomó el autobús en el pueblo, con rumbo a Málaga, y luego a Madrid. Le habló de los dueños del bar donde había trabajado, de sus atenciones y cariño. También la puso al corriente de su día a día en Madrid. Se había adaptado muy bien, pero nunca olvidó sus raíces, ni pasó un solo momento sin pensar en sus padres.
—Ellos viajarán el mes de agosto a Nerja —contaba en ese momento Esther—. Me han invitado a pasar algunos días en su casa.
—Entonces debes ir, ¿no crees?
—Me gustaría, pero…
—No te preocupes por nosotros, aún tenemos tiempo para disfrutar de tu presencia aquí.
—Solo serán unos días, pero les estoy tan agradecida y siento tantos deseos de volver a verlos, que no podría decirles que no.
—Por supuesto, hija, debes ir a Nerja. Y luego, ¿qué piensas hacer?
—Aún estoy pensando sobre lo que voy a hacer. No sé si volver a matricularme en la facultad o estudiar Formación Profesional.
—¿Te irás de nuevo al piso de estudiantes?
—Sí, las chicas ya me han propuesto que vuelva con ellas.
Sonó el timbre de la puerta y apareció el padre, con una sonrisa de oreja a oreja y una tarta de chocolate, la preferida de Esther. Portaba también, bajo el brazo, un precioso diario para que anotase lo que deseara.
—Hoy celebraremos los cumpleaños que no hemos podido compartir, ¿qué te parece? —propuso su padre, con una amplia sonrisa.
—Me parece genial, gracias. —De un salto, se levantó y le dio un abrazo: todo estaba olvidado ya.
Cintia disfrutó del trayecto a Nerja, le gustaba observar las diferentes calas y pueblos costeros, se sentía afortunada por vivir en el mejor lugar del mundo, ella lo percibía así. Su madre la esperaba en la estación de autobuses y después pondrían rumbo a Maro, en el coche.
Sentía alegría y algo de inquietud al mismo tiempo. Su madre debía saber que Ernesto existía —nunca le volvió a llamar «padre»— y que, probablemente, aparecería por Nerja ese verano. Pero aún tenía algunos días para ir abonando el terreno, hasta poder informarla de todo.
Bajó del autobús y vio la sonrisa de su madre, la estaba esperando. Se saludaron entre abrazos y risas.
—¿Qué tal el viaje?
—Genial, como siempre, pero se me hace corto, es tan bonito todo el recorrido que no me importaría continuar una hora más en el autobús.
—Tienes razón, el viaje merece la pena. —Miró el reloj—. Es la una y media, ¿te apetece tomar una cerveza, antes de ir a casa?
—Me apetece una cerveza fresquita, es buena idea.
—¡Pues vamos!
A Cintia no le pasó desapercibido un nuevo brillo en los ojos de su madre. La conocía lo suficiente como para saber que no se debía solo a su presencia allí, había algo más. Se acomodaron en la terraza del bar cercano a la estación de autobuses. Su madre le estaba hablando.
—¿Cómo te ha ido el último cuatrimestre?
—Muy bien. Aprobé todas las asignaturas —comunicó, feliz.
—¡Qué alegría! Eso tenemos que celebrarlo. —Brindaron alegres y saborearon la cerveza Victoria.
—¿Y tú cómo has terminado el curso?
—¡Agotada! Ya sabes cómo son los pequeños, pura energía. Pero me encantan. Me he hecho cargo de un grupo de niños muy bonito, de tres años; he podido trabajar muy bien con ellos. Lo peor fue el primer trimestre, hasta que se adaptaron a mí y yo a ellos, pero a lo largo del curso he ido viendo una constante evolución. Se van haciendo mayores.
—¿Seguirás con ellos en septiembre?
—Sí, tengo dos años por delante, con el mismo grupo. Estoy encantada.
—Me alegro mucho.
—¿Qué te parece si pedimos otra cerveza y, de paso, algo para comer? —propuso la madre.
—Perfecto, estoy hambrienta. —Sospechaba que la madre quería comentarle algo, allí mismo.
—¿Cómo vas de amores? —Deseaba iniciar el tema, estaba decidida a contarle a su hija la novedad, cuanto antes.
—Por ahora sin cambios —contestó Cintia con sinceridad—. ¿Y tú?
—Verás —había llegado el momento de hablar—, no sé si te comenté lo del médico que llegó a primeros de año al ambulatorio de Nerja.
—Sí, algo me habías dicho la última vez que estuve aquí. ¿Hay algo nuevo?
—Pues sí. Llevamos tres meses saliendo y creo que la relación puede ir a más.
—¡Es maravilloso! Me alegro mucho por ti. Ese médico se va a llevar una joya.
—Aún falta para eso —rio su madre—, pero te lo cuento porque en el pueblo se sabe todo y, posiblemente, alguien te puede informar al respecto: prefiero ser yo quien te lo refiera.
—Yo también tengo algo que contarte, pero no sé si este es el momento adecuado para ello.
—¿De qué se trata? —exclamó, con evidente preocupación.
—Nada importante, en realidad, al menos ya no nos afecta ni a ti ni a mí.
—Dime, estoy intranquila.
—Se trata de Ernesto.
—¿Tu padre? ¿Qué ocurre, sabes algo? —preguntó con desasosiego.
—Él está bien, tiene otra familia en Madrid.
—¿Estás segura?
—Sí. Pero no te habría dicho nada si no fuese porque él va a venir a Nerja en agosto. No quería que te lo cruzases por la calle, sin saber nada.
—Has hecho bien. Ha pasado mucho tiempo, pero la noticia de su vuelta me ha dejado desconcertada. —Su aturdimiento era evidente.
—No será ningún problema para nosotras. Al menos, yo no tengo ningún interés en verlo —declaró Cintia, tajante.
—Lo entiendo. Yo no sé qué haré. Lo decidiré en estos días. Pero me gustaría recibir, al menos, una explicación por su parte.
La alegre mañana se cubrió de nubes. La alegría se esfumó del rostro de su madre, pero sería solo temporal, ella se encargaría de hacerle olvidar el desagradable hecho. Con una sonrisa le devolvió a su madre parte de la suya, y esta se sintió un poco mejor. No era tan grave, a fin de cuentas, lo que contaba era la presencia de su hija —meditó para sus adentros—. Se levantaron, pagaron la cuenta y se encaminaron hacia el coche. Maro estaba muy cerca, llegarían en unos minutos y podrían descansar y seguir con la conversación. Aunque vivían en Maro, se acercaban a menudo a Nerja, solían ir a comprar, tapear, pasear y en verano, iban a menudo a la playa, por eso Cintia prefería alertar a su madre sobre la presencia de Ernesto allí.
Además, el colegio donde su madre impartía enseñanza a los pequeños, estaba situado también en Nerja y durante las vacaciones ella solía reunirse con algunas compañeras para tomar algo y charlar. Era más que probable que se cruzara con Ernesto cualquier día por las calles de Nerja, por eso debió contárselo. Pero al final su madre había reaccionado bastante bien. Menos mal que ella tenía ya la ilusión de un nuevo amor, eso facilitaba las cosas.
Tumbada en la toalla, sobre la arena de la playa, Margot se sentía feliz. Estaba tranquila, el sonido de las olas serenaba su espíritu. Durante quince días iba a estar sola, su hijo iría a un campamento de verano. Y ya había quedado con unas amigas para salir a cenar en unos días.
Notó el calor del sol sobre su piel, decidió darse un chapuzón, luego leería un rato, recostada en la toalla. Había perdido la cuenta de las veces que lo había leído, pero el libro Pepa Niebla, de Luca de Tena, volvía a sus manos una y otra vez, invariablemente, desde que se lo regaló el que fue su marido, al principio de su relación. Tras el accidente de él, estuvo algunos años sin poder abrir el libro, las lágrimas acudían a los ojos al leer las primeras líneas. Hasta que había superado su pérdida y comprendió que ese libro, de alguna manera, le unía a su nunca olvidado esposo. Donde quiera que estuviese, compartiría con ella la lectura. Cada noche miraba las estrellas, pero era el rostro de él lo que veía en ellas, el brillo de sus ojos. Hacía mucho tiempo ya que lo había perdido, demasiado. Ahora miraba el futuro con ilusión. Tal vez Miguel…
Al morir su marido en aquel terrible accidente, en la obra, se encerró en sí misma, no quiso ver a nadie, ni hablar con nadie. Tan solo la carita de su bebé la devolvía al presente. El niño, de apenas ocho meses, conseguía hacerla sonreír y olvidar, por unos instantes, la cruel pesadilla.
Se había dedicado a su hijo en cuerpo y alma, él se había convertido en el motor de su existencia y su guía. Gracias a él, fue superando el golpe, y la alegría volvió a reinar en su hogar.
A veces se sorprendía pensando en su marido, pero notaba el sentimiento hacia él cada vez más lejano, su rostro se desdibujaba hasta hacerse confuso. No lo olvidaría jamás, pero ya no permanecía en su interior como antes. Ella estaba evolucionando y comenzaba a pensar en sí misma.
Oyó que alguien la llamaba, era su amiga Silvia. Se habían conocido hacía un par de años en el instituto donde estudiaban sus hijos y, desde entonces, hablaban mucho, salían a pasear, al cine o a cenar. Salidas de chicas. A veces se unían algunas amigas más.
—¡Hola, Margot! —gritaba Silvia, desde lejos.
—¡Hola! —Margot agitó el brazo, saludando a la amiga desde la distancia y se incorporó en la toalla al advertir que no venía sola, un hombre la acompañaba.
—Mira, esta mujer tan guapa es mi amiga Margot —dijo Silvia a su acompañante, señalando a Margot.
—Encantado. —Alargó la mano para saludarla.
Solo había dicho una palabra, pero su voz era inconfundible «¿Qué hacía Miguel allí?».
—Igualmente —contestó ella, con una sonrisa y la voz apenas audible.
—Es mi hermano —explicó Silvia—, hoy estará en casa, ha venido a llevarse a los chicos al centro comercial, quiere comprarles un videojuego.
—Bueno, vamos a recogerlos ya, encantado de conocerla —se despidió amablemente. Él no sospechaba lo cerca que había estado de la mujer que tanto deseaba conocer.
—Ya nos veremos, pásate por casa cuando quieras —le dijo Silvia mientras caminaba en pos de su hermano.
Margot se sintió como una pazguata, «¿lo habría soñado?», se preguntaba aturdida. Seguramente, el hermano de su amiga había notado su cara de boba, mirándolo estupefacta. Pero era él, estaba segura. Era Miguel. Su Miguel. Y había estado allí, junto a ella. Aún notaba su mano cálida apretando la suya. Debía ir a casa de Silvia, preguntarle por su hermano, saber más sobre él. Septiembre se le antojaba demasiado lejano. Deseaba volver a verlo, hacerle saber, de alguna manera, que era ella, Margot, a quien había visto en la playa.
Pero no volvió a ver a su amiga en todo el verano, y ella no la llamó. Pasados unos días decidió que era mejor no preguntarle nada sobre su hermano, no quería ponerla sobre aviso. Ni a él tampoco. Seguramente, a su amiga le parecería extraño que preguntase tanto por él. Y además, temía enterarse de que él tuviese pareja, por ejemplo; o peor aún: estuviera casado. Sería mejor esperar a septiembre. Prefería hablar con él y, si no le había mentido, tendría alguna oportunidad. Le había gustado su aspecto, la amabilidad en sus ademanes, su sonrisa. Nada le impediría soñar con él esa noche, y las demás. Hasta que él la envolviese entre sus brazos y la besara dulcemente.
Continuó un poco más tendida sobre la arena de la playa, volvió a abrir el libro, pero fue incapaz de leer ni una sola línea.