En el supermercado, Bea atendía al último cliente, estaban a punto de cerrar. Javier había salido y no tardaría en regresar. Su suegro estaba en el almacén, tras la puerta del fondo. Ella le estaba dando el cambio al cliente cuando entraron dos personas con prisas. Bea les dijo que ya habían cerrado, pero ellos parecieron no oírla. Rápidamente, sacaron las pistolas y la amenazaron con matarla si no les daba todo el dinero que había en la caja.
Bea apenas pudo reaccionar. Temblando, abrió la caja y comenzó a darles los billetes. Los dueños le tenían dicho que, en esas circunstancias, debía dar el dinero y no oponer resistencia, la vida era más importante que lo que pudiesen llevarse. Y lo estaba haciendo, ya apenas quedaba dinero en la caja. Ellos ya se iban a marchar cuando apareció Javier en la puerta. Se percató de lo que ocurría y quiso detenerlos.
El sonido de los disparos resonó en la calle, desierta a esas horas. El padre de Javier salió del almacén. Bea no pudo soportar la visión de tanta sangre, supo que su novio no despertaría ya y ella se sumió en un sueño profundo, solo sintió cómo flotaba y una neblina la envolvía, nada más. Volvió en sí en la ambulancia que la trasladaba al hospital. Ni siquiera se había dado cuenta de la herida que tenía en la pierna derecha. En su mente solo estaba él, Javier, en el suelo y sobre un charco de sangre.
Los días siguientes fueron desgarradores para ella. Su vida había cambiado de un momento a otro. Los padres de Javier, destrozados, se volcaron para atender a Bea. Era como una hija para ellos. Cuando salió del hospital, la herida de la pierna, aunque era profunda, no revestía gravedad y ya comenzaba a cicatrizar. Pero las heridas del alma, mucho más profundas, tardarían meses en sanar.
El supermercado cerró sus puertas hasta septiembre. Todos necesitaban un tiempo para comenzar la rutina. Sabían que iba a ser duro volver allí, sin Javier. Bea continuaría trabajando con ellos, por un sentimiento de gratitud y porque sabía que la esencia de Javier permanecería siempre entre los muros de la tienda.
Ese verano sería para ella el peor de toda su vida. Ahora debía afrontar una nueva etapa. Afortunadamente, no estaba sola, su madre y su abuela la ayudarían a avanzar. Y los padres de Javier.
Durante el mes de julio ni siquiera salió de su casa. Su honda pena le impedía dar un paso. Se obligaba a sonreír a las dos personas que la atendían con tanto amor y dedicación. En agosto comenzó a salir. Acompañaba a la madre cuando iba a comprar y, algunas tardes, paseaba con su abuela.
Fue precisamente en uno de esos paseos cuando, sentadas en un banco cerca de la playa, su abuela le relató una historia —ocurrida en la Axarquía malagueña—, que alguien de su familia le había contado a ella, hacía muchos años ya. La abuela comenzó el relato:
Eran tiempos difíciles, la filoxera había acabado con las ilusiones de muchas familias, hundiéndolas en la desesperación y en la miseria. Esta terrible situación se dejaba sentir en todos los hogares de mi pequeño pueblo. En especial, en casa de la tía Paca —como la llamaban cariñosamente.
Tenía cinco hijas, dóciles hembras que ayudaban en las tareas domésticas y en el campo. La segunda de ellas, desde hacía un mes, se encontraba postrada en un sillón desvencijado, tenía la pierna derecha carcomida por una enfermedad ulcerosa. Los médicos no conseguían curársela y la herida iba avanzando hacia el hueso, que ya quedaba a la vista.
—¿Te duele mucho? —le preguntaba la más pequeña de sus hermanas, con la angustia reflejada en sus inmensos ojos negros.
—Un poco, pero noto que la herida va algo mejor.
No quería preocupar a su hermana menor. Bastante tenía con el dolor que se había alojado en su cerebro y en su vida, cercenando sus inquietudes de niña. Tenía ocho años y ya había sido visitada por todos los médicos de la comarca —los tres que había—. El diagnóstico no estaba claro pero sí la posible solución: la penicilina.
Después de tres meses de tratamiento sin que se apreciase mejoría alguna, comenzaron las fiebres, y más tarde una tos seca, continua, que atenazaba sus frágiles pulmones. Se decidió aumentar la dosis de penicilina. Mientras, su hermana dejaba caer en la palma de la mano las gotas que quedaban en los envases y se frotaba con sumo cuidado la pierna enferma.
Continuaron con las inyecciones, aunque la niña empeoraba. Mientras tanto, en la pierna de su hermana comenzaba a formarse una fina capa de piel, en torno al hueso; la enorme llaga que cubría la mayor parte fue disminuyendo de tamaño. La carne comenzó a ocupar el espacio que le correspondía, mientras la hermana agonizaba en su jergón.
En el entierro, los vecinos pudieron observar la comitiva, encabezada por María, quien destrozada y agradecida nunca podría olvidar que volvía a caminar gracias a su hermana.
La abuela de Bea concluyó la historia, con expresión nostálgica.
—Una suceso triste —comentó Bea.
—Así es, pero incluso en la tragedia hay un lugar para la esperanza. Por eso te la he contado.
—¿Crees que algún día recuperaré la alegría?
—Estoy segura. Iniciarás una nueva vida, con nuevos sueños. Te volverás a enamorar y formarás tu propia familia.
Bea no estaba tan segura, pero igualmente dedicó una cariñosa sonrisa a su abuela. Pero estaba en lo cierto, su nieta no tardaría mucho en enamorarse de nuevo y comenzar la etapa más feliz de su vida.