Capítulo VI
Septiembre,
una nueva etapa

El hijo de Margot ya había vuelto del campamento de verano, muy moreno, incluso más mayor. A su madre le pareció que había madurado en los quince días que no habían estado juntos.

Ella había gozado de una tranquilidad deseada. Sus paseos nocturnos por la orilla del mar habían actuado como un revulsivo. Se planteaba su posible relación con Miguel de una manera más pausada. Cuando lo vio con su hermana, sintió la necesidad de conocerlo, abrazarlo, completar su vida con la de él. Tenía prisa por compartir sus sueños y hacerlos realidad. Ya era finales de agosto y después de haberse apaciguado, veía todo de una manera más serena y sosegada.

Había empleado su tiempo libre en la lectura, su gran afición. Una frase del libro que estaba leyendo en ese momento le gustó particularmente: «Cuando Pepa Niebla huía del poblado y se lanzaba al monte a vivir como una alimaña y permanecía meses a solas con ella misma, lo hacía por satisfacer su gusto». Algo similar le estaba ocurriendo a ella, se sentía realmente a gusto en su soledad. Le agradaba sobremanera oír el canto de los pájaros, al despertar, y los silencios de la noche cuando se refugiaba en su habitación para dormir. Al libro de Pepa Niebla habían sucedido otros.

Pero septiembre se aproximaba, y con él volvería el ritmo frenético: su trabajo de limpieza en las oficinas, en la línea telefónica, las visitas diarias a sus padres, la dedicación a su hijo. Y Miguel…

El último día de agosto amaneció algo más fresco. Margot iba conduciendo distraída, sumida en sus cavilaciones y no se dio cuenta de nada. Iba a circular por un cruce de calles cuando sintió la embestida de otro vehículo. Ambos conductores iban a poca velocidad. Felizmente, no pasó de un mal rato y algunas abolladuras en la carrocería del vehículo de Margot.

El conductor del otro vehículo abrió la puerta y descendió del coche, se acercó con aspecto preocupado a la chica y se tranquilizó al ver que estaba completamente ilesa. Le pidió disculpas, avergonzado. Al tomar los datos para el seguro, la esposa del conductor se acercó a ellos, pidió perdón a Margot por lo sucedido y, mirando al marido, le reprochó: «Tú y tu manía de no frenar en el cruce. Siempre haces lo mismo. “Yo, pito y tiro”. Y adelante. Así pasan estas cosas». A Margot le hizo gracia la expresión pito y tiro. Desde entonces la usaría a menudo, en diferentes circunstancias.

Ella también se debería haber disculpado: si no hubiese ido tan absorta en sus reflexiones, podría haber evitado la colisión.

Por la noche ya comenzó a notar un cosquilleo en el estómago. En la cena no pudo probar bocado, en apenas unas horas volvería a oír la voz amada, porque se había enamorado, sin remisión, de eso estaba completamente segura.

Su hijo la había sacado de sus ensoñaciones varias veces, durante la cena, haciéndole preguntas que ella había contestado casi por inercia, sin poner mucha atención en dichas preguntas ni en sus respuestas. Para él no había pasado desapercibido el cambio de actitud de su madre, y menos en ese momento. Él ya sabía lo que era enamorarse. Ese verano había tenido la suerte de conocer a la chica de sus sueños. Por eso estaba seguro, su madre se había enamorado. Pero ¿quién sería el afortunado? Ella solo salía con las amigas, o con él y los abuelos.

Cuando se despidieron para irse a dormir, habló a su madre.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, Ismael, que descanses.

—Tú también, dulces sueños, sean los que sean.

—¿Qué quieres decir?

—¡Oh! Nada en particular. Solo que me alegro por ti, te veo feliz.

—Anda y vete a la cama ya —le ordenó, riendo.

Margot se había quedado perpleja. ¿Tanto se le notaba? No imaginó que su hijo supiera leer en su corazón. Pero ya no era un niño, su esencia de hombre se abría paso y podía entrever las emociones ajenas.

Tardó en dormir, no podía dejar de pensar en Miguel, pero al fin se entregó a la dulzura de un sueño profundo y acariciador.

Maro amaneció con cohetes y pasacalles que anunciaban la Feria de las Maravillas. Como cada año, a primeros de septiembre tenía lugar una serie de actividades que los habitantes del pueblo, y gran cantidad de foráneos, esperaban con ilusión.

Este año la feria iba a contar con tres jóvenes estudiantes, que iban cumplidamente predispuestas a pasarlo bien. Celeste, Inma y Cintia llevaban ya algunos días en el pueblo, habían disfrutado de las playas, degustado gran variedad de tapas, también en Nerja, y habían visitado las famosas Cuevas.

El novio de Inma, Fernando, también se reunía con ellas para participar del jolgorio. Había sido una verdadera sorpresa para Cintia y Celeste, no podían imaginar que «el interesante» fuese un muchacho tan simpático, y menos que estuviese saliendo con Inma. Celeste hubiese querido compartir esos momentos tan bonitos con Andrés, pero a él le había resultado imposible desplazarse hasta Maro, a causa del trabajo.

Los cuatro habían ido a degustar una paella en el pueblo, con motivo de la feria, y habían disfrutado con las actuaciones musicales. Posteriormente, habían presenciado la carrera de cintas a caballo y, ya por la noche, acudieron a la caseta municipal a cenar y bailar. De madrugada, Fernando se volvió a Nerja, al día siguiente debía partir a Málaga. Las tres chicas se retiraron a sus habitaciones para dormir. Inma y Celeste permanecerían dos días más, disfrutando de la playa y descansando, para iniciar el nuevo curso con fuerza.

Cintia sentía la alegría del próximo encuentro con Esther, sabía que iba a pasar unos días en Nerja y habían acordado ir a bailar y bañarse en la playa de Maro, con sus aguas cristalinas. Por esa razón, tenía previsto continuar en Maro hasta mediados de septiembre.

La mañana que llegó Esther había sido especial para Cintia. Los momentos alegres alternaban con instantes de inseguridad y temor. Ella ya sabía que estaba enamorada de su amiga, lo supo en el momento de verla aparecer por la puerta del piso de estudiantes, cuando la conoció. «¿Sentiría Esther algo parecido por ella?» No tenía manera de saberlo, a no ser que surgiera el tema, pero ella no pensaba sacarlo, no estaba preparada para una posible negativa de Esther.

La esperaba impaciente en la parada del autobús. A la hora prevista llegó, con una inmensa sonrisa. Se abrazaron felices y, como era temprano, Cintia la invitó a desayunar en el bar, luego irían a su casa y descansaría un poco.

—¿Qué tal te lo has pasado en la feria? —Esther rompió el hielo.

—Muy bien, estuvieron de visita Inma y Celeste y nos divertimos mucho. —Le hubiera gustado decirle lo mucho que la había echado de menos, pero no se atrevió.

—Me alegro, yo hubiese venido, pero Ernesto y su familia me habían acaparado —comentó, riendo.

—Ya imaginaba algo así. —Sonreía como una boba, a su amiga.

—Por cierto. ¿Cómo tomó tu madre la noticia? —le preocupaba el tema.

—Bastante bien, la verdad. Fue una sorpresa, pero se sobrepuso rápido. Además, como está saliendo con un señor y es muy feliz, parece que no le dio mucha importancia al asunto.

—Mejor así, me tenía preocupada la reacción de tu madre. Aprecio mucho a Ernesto y me dolería que le hicieran daño, de alguna manera. Aunque él no lo hizo nada bien al abandonar a tu madre de esa forma.

—Ellos han hablado ya sobre eso, lo han aclarado todo, y creo que mi madre acabó perdonándolo.

Cintia contó a su amiga cómo había sucedido todo. La pareja de Ernesto era de Nerja. Él la había conocido unos años antes de irse a Madrid. Se enamoró hasta tal punto que, aun estando casado, no pudo ni quiso renunciar a ella. Su amor irracional había dado luz verde a la materialización de sus sentimientos y quiso compartir su vida con ella. No tuvo el valor de enfrentar los hechos con la que había sido su mujer durante quince años, por eso había desaparecido, sin una explicación.

La semana que pasó Cintia con Esther en el pueblo fue la mejor de su existencia. Al final, esta fue la primera que expresó sus sentimientos, y Cintia, henchida de amor e incrédula, no pudo evitar derramar alguna lágrima.

A primeros de septiembre, Margot había comenzado a trabajar con el teléfono, pero solo lo hacía ya con Luis, «el amable» y Miguel, «el castañuelas».

Tal como había asegurado Miguel, al despedirse en junio, la primera llamada había sido la suya, a las seis en punto. Miguel llevaba más de una hora con el teléfono en la mano, impaciente, y ella, aún más impaciente y nerviosa, esperaba anhelante su llamada. «¿Qué le estaba ocurriendo?».

Ella, que siempre se tomaba las cosas con calma y nunca se precipitaba al tomar decisiones —ni actuaba a lo loco—, se sorprendía esa tarde comportándose como una adolescente enamorada. En su interior bullían sentimientos de delirio y ardor irrefrenables.

—¿Margot? ¿Cómo está mi chica preferida?

—¡Hola, Miguel! Yo bien, gracias. ¿Y tú cómo estás? —contestó con un hilo de voz, él parecía dominar la situación.

—Muy bien, con ganas de hablar contigo, preciosa. ¿Sabes qué he estado pensando?

—¿Qué? —logró balbucir.

—Durante el verano te he echado de menos, me gustaría tenerte cerca, pasear de tu mano, ir a cenar contigo, conocerte mejor.

—¿En serio? —Notó cómo le temblaban las manos.

—Sabes que tengo un carácter festivo y alegre, pero las relaciones me las tomo muy en serio y con mucha sensatez. Y no hay un solo día en el que no haya pensado en ti, y en lo importante que eres ya en mi vida.

—Yo también he pensado algunas veces en ti —confesó.

—¡No me lo puedo creer! ¿Es cierto eso?

—Es cierto, cuéntame qué has hecho durante las vacaciones. ¿Has pescado mucho? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—Pescar poco, pero echarte de menos, mucho, o mejor, muchísimo.

—¡Qué cosas tienes! —Reía, feliz.

—Te lo digo con toda sinceridad. ¿Cuándo vamos a conocernos?

—Pronto.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Soy el hombre más feliz del mundo —exclamó, dando saltos—. Ahora uno rápido. «En una carpintería: “Señor, ¿usted hace mesitas de noche?”. “No, yo solo trabajo hasta las seis”».

—¡Ay, Miguel, ya te echaba de menos! —Reía a carcajadas.

—Venga, ahora otro, para seguir con la tradición: «“Mamá, ¿de dónde venimos?”. “Hijo, el hombre desciende de Adán y Eva”. “Papá me dijo que el hombre desciende del mono”. “Una cosa es la familia de tu padre y otra la mía”».

—¡No hay quién pueda contigo! Gracias por estos ratos.

—No tiene importancia. Las gracias debo dártelas yo a ti. En los años que llevo hablando contigo has ido calando en mi corazón, sin apenas darme cuenta, hasta este verano: ahora sé que no solo es el cariño lo que me une a ti, sino algo mucho más profundo.

—Yo también te aprecio. —Ella sabía que se había enamorado, pero de momento prefería reprimir ante él esta certeza.

—¿Sabes? En mi caso es bastante más que aprecio. Posiblemente esté enamorado, pero no puedo saberlo hasta que comencemos a salir y te conozca un poco mejor.

—Bueno, ya quedaremos un día y veremos qué pasa. —No se atrevía a expresar sus sentimientos.

—¿He oído bien? ¿Mi princesa ha dicho que sí? —exclamó gozoso.

—Sí —contestó ella, nerviosa.

—Entonces nos veremos, seguro, mañana concretamos. ¿Te parece?

—Perfecto. Hasta mañana, Miguel.

—Un beso, Margot. Hasta mañana.

Al día siguiente llegaron al piso Celeste e Inma, felices por el reencuentro. Ni una ni otra iban a usar el teléfono para hablar con sus clientes nunca más, ese día se despedirían de los habituales y dejarían los teléfonos para siempre.

Para Margot también iba a ser el último día, aunque ella no podía saberlo. El primero en llamarla fue su cliente de las siete, Luis, el señor amable.

Luis le comentó que había salido varias veces con la hermana de su compañera de fatigas. No tenía esperanzas de consolidar una relación, pero se conformaba con pasear con la chica y disfrutar de algunos momentos con ella. Lo que le extrañaba era que nunca habían salido los dos solos, siempre los había acompañado Carmen, su hermana enferma. Los tres se divertían mucho paseando, tomando tapas y hablando. Carmen era muy simpática, pero él creía estar enamorado de su hermana, y era con esta con quien deseaba intimar.

—No estoy seguro de agradarle, pero saboreo cada instante bonito que estoy con ella —le decía a Margot.

—Pero esa chica no saldría contigo si no le gustases.

—Es posible. Pero a veces me da por pensar que sale conmigo por lástima, y eso me deprime bastante, la verdad. Además, nunca vamos solos, siempre nos acompaña su hermana Carmen.

—No tienes que pensar eso. Por lo que me has contado, esa muchacha no haría algo así por lástima. Es posible que no desee comprometerse aún contigo. O tenga idea de conocer a otro chico.

—Tienes razón, ella es distinta a otras, no creo que le inspire lástima, pero mi inseguridad a veces me lleva por esos derroteros, y pienso lo que no es. Además, está su hermana…

—Creo que lo puedes hablar con ella. ¿Por qué no le dices lo que sientes? —le interrumpió Margot.

—Algún día, tal vez. No estoy seguro de poder hacerlo. ¿Y si a ella le molesta y deja de salir conmigo?

—Si no lo haces, nunca saldrás de dudas.

—Es probable. Tienes razón, creo que lo mejor que puedo hacer es hablarle con sinceridad de todo lo que me atormenta.

—¿Tienes previsto volver a salir con ella?

—Sí. El jueves vamos a la Asociación. A la vuelta nos quedaremos a cenar por el paseo marítimo de Torre del Mar.

—Puede ser un buen momento para que habléis.

—En efecto. Ya te contaré, Margot, y gracias por escucharme.

—De nada, hombre, espero que todo salga bien, lo mereces.

Margot fijó la mirada en el teléfono. Apreciaba a Luis y deseaba de corazón que, esta vez, tuviese suerte con esa chica. Nadie como ella para entenderlo. Bueno, en realidad, la que mejor lo entendería sería su hermana Carmen, porque sufría en sus propias carnes los estragos de la misma enfermedad.

Al momento, su rostro se iluminó, Miguel la estaba llamando. Margot notó cómo su corazón se aceleraba. Él continuaba con sus chistes y sus atenciones hacia ella, pero ya había llegado el momento de poner fecha a su encuentro, esperaba que él comentase algo al respecto, y si no, lo haría ella, estaba decidida.

—¡Hola, preciosa!

—¡Hola, Miguel! —no sabía qué más añadir.

—¿Cómo has pasado el día?

—Bien, gracias. ¿Y tú qué tal? —Se sentía algo cohibida.

—Genial, he terminado una cómoda muy bonita. Le he puesto tu nombre.

—¡Qué ocurrencia! —Reía, nerviosa.

—Tiene tu nombre porque es para ti. Voy a llevarla a tu casa mañana, así no tendrás excusa para no verme —bromeaba Miguel.

—¿Lo dices en serio?

—¡Claro! Te la llevo a casa y luego nos vamos a cenar. ¿Te parece bien?

—Creo que es una buena idea. —No cabía en sí de gozo. Una cita, al fin.

—Me alegro mucho. Te cuento un chistecillo: «La empleada, llorando, se despide de su señora, con la maleta en la mano. “Pero mujer, ¿dónde va?”. “A mi pueblo, a morir cerca de los míos”. “¿Qué le ocurre, está enferma?”. “Señora, usted siempre dice que su marido nunca se equivoca en sus diagnósticos”. “Y es cierto, pero eso no tiene nada que ver con que se quiera ir”. “Claro que sí, señora, esta mañana su marido me pellizcó la nalga y me dijo: De esta noche no pasas”».

—Miguel, Miguel. —Reía a carcajadas, feliz, pensando en la cita.

—El último ya, no quiero hacerme pesado. El médico al paciente: «“¿Cómo va esa paranoia?”. “Mejorando, doctor, cada vez me sigue menos gente”».

Margot estuvo riendo un rato. Concretaron los detalles de la cita y se despidieron.

Después de trece años, era la primera vez que se planteaba salir con un hombre y darse la oportunidad de ser feliz, en pareja. La cita se hacía necesaria ya, pero a Margot le generaba muchas dudas. Temía no gustarle a Miguel, ahora se sentía mayor, gorda, delgada, fea…

Ella no podía imaginar que, antes de una semana, un precioso anillo de compromiso adornaría su dedo.

La compañía de Miguel era justo lo que necesitaba. Había enviudado trece años atrás. Su marido murió en un trágico accidente laboral. A ella le dieron una indemnización y una pequeña paga. Miguel siempre consiguió hacerle olvidar toda su tristeza pasada, le contagiaba su optimismo y alegría. Ella también pensaba en su hijo, estaba segura de que le vendría bien una figura paterna.

Celeste había resuelto también dejar su trabajo telefónico, no le apetecía hablar con nadie ya. Amaba a Andrés y deseaba dedicarle todo el tiempo que pudiese.

La única llamada que atendió fue la de Pedro, «el viejo verde», porque deseaba saber cómo había ido la cena romántica y, además, era consciente de que debía despedirse en condiciones.

—¡Hola, preciosa!

—¡Hola, Pedro! Noto alegría en tu voz.

—¡Y no es para menos!

—¿Tienes algo que contarme?

—¡Ya lo creo! He vuelto a tener intimidad con mi mujer. Es una fiera en la cama —decía orgulloso.

—Me alegra saberlo. ¿Cómo te sientes?

—Soy muy feliz, no solo por haber recuperado la vida sexual con mi mujer, sino por la complicidad que hemos adquirido, en todos los ámbitos de nuestra convivencia.

—Entiendo que al final la convenciste.

—¡Qué va! Me sedujo ella a mí, y no puedes imaginar de qué manera.

Pedro, entusiasmado, le contó con todo lujo de detalles la cena romántica que le había preparado su mujer. No solo había cocinado sus platos favoritos; además, había cuidado todos los detalles, la forma en que había dispuesto la mesa, con velitas en el centro, la música tan bonita que había sonado durante toda la cena, el vestido sugerente que había elegido para esa noche… Y la manera en que ella lo miraba, a los ojos, con una luz especial.

Su mujer había rozado su mano, le había susurrado palabras dulces al oído, lo había provocado hasta que sintió el ardor de él en su mirada y en todo su cuerpo.

Antes de llegar al dormitorio, él había comenzado a desnudarla y la visión de las transparencias que llevaba produjo en él un efecto irresistible. Hacía años que no recordaba haber hecho el amor con su mujer de una manera tan deliciosa. Y se habían amado aún más desde ese momento.

—Y somos una pareja muy compenetrada y feliz —terminó de hablar.

—Sabes que me das una inmensa alegría, los dos merecéis ser dichosos.

—Mi mujer te da las gracias también. Hemos recuperado mucho más que una relación sexual. Ahora disfrutamos mucho más del tiempo que estamos juntos. Nos gusta ir al cine, pasear a la luz de la luna cogidos de la mano, besarnos en cualquier esquina, como adolescentes, y abrazarnos en casa, a cada instante. Hemos recuperado la complicidad que teníamos cuando nos casamos. Y te lo debemos a ti.

—Yo solo te escuché, es vuestro amor el que os ha llevado a solucionar el distanciamiento que provoca a veces la rutina, y el no dar el justo valor a una relación. Y me alegro muchísimos por vosotros.

—Un abrazo muy fuerte, mi preciosa Celeste.

—Un abrazo, Pedro, y buena suerte.

A Celeste se le había escapado una lágrima al conocer el resultado de la cena romántica. Los finales felices siempre la hacían llorar.

Una semana después, Celeste sabía que el momento de su propia entrega había llegado. Amaba a Andrés, deseaba acariciar su cuerpo, abrazarlo, besarlo, enlazar sus cuerpos y sentir en su interior el intenso palpitar de su novio.

Avanzaban los días del mes de septiembre, él aún no se lo había expresado claramente, pero se le notaba la excitación cuando estaba junto a ella y hacía insinuaciones veladas al respecto. Estaba claro que prefería que la propuesta partiese de ella. No estaba seguro de lograr ejecutar el acto amoroso satisfactoriamente, necesitaba el impulso de Celeste para acabar de decidirse.

A la vuelta de su breve estancia en Maro, Celeste deseaba intimar con él, lo había echado mucho de menos ya que él no había podido desplazarse hasta allí a causa de su trabajo.

Y por fin había llegado el momento, esa tarde en la que salieron a pasear sería la ocasión propicia, ella lo había planeado todo: había comprado un conjunto de sujetador y braguitas, con encajes y transparencias, de un color seductor, rojo oscuro. Y una botella de vino moscato. A él se le iluminó el rostro cuando la vio, como siempre. No sospechó siquiera que sería el día de su alternativa, le iba a tocar realizar las mejores faenas; pero saldría por la puerta grande.

—¡Hola, preciosa! —Rozó sus labios con los de ella.

—¡Hola, cielo!

—¿Te apetece dar un paseo? —propuso, mirándola a los ojos.

—Sí, la tarde parece agradable para caminar, pero vamos primero a tu casa, he comprado vino para celebrar mi último año en la universidad. —Cualquier excusa valdría para seducirlo.

—De acuerdo, subimos a casa y lo pongo a enfriar, para después. Había pensado que podíamos ir a cenar a un restaurante japonés. ¿Te apetece?

—¡Buena idea! Nunca he probado la comida japonesa.

En el restaurante, probaron sushis variados; pero ese plato no le gustó demasiado a Celeste: el pescado crudo no era su fuerte, aunque la pasta de arroz estaba muy buena. A continuación, tomaron un cuenco de sopa ramen, con atún, fideos y verduras; a los dos les encantó el sabor. Para terminar, eligieron un plato de fritura de verduras, con mariscos.

—¿Deseas algo más? —preguntó solícito Andrés.

—Todo estaba delicioso. No sé si pedir algo de postre.

—¿Has probado los dorayakis?

—Creo que no.

—Son dos tortitas rellenas con una pasta dulce de judías rojas.

—Parece apetecible. —Este postre fue un descubrimiento para Celeste, a partir de ese día aprendió a prepararlo y lo ofrecía a su familia y amistades cuando iban a visitarla.

—¿Deseas un té?

—No, gracias, he cenado de maravilla.

—¿Vamos a casa entonces?

—Sí, vamos a tomar el vino moscato y charlamos un rato.

—¿Qué clase de vino es?

—Es un vino aromático, a base de uva moscatel, y algo burbujeante. Está delicioso, ya verás.

Celeste iba alegre y desinhibida, el vino que habían tomado con la cena le había hecho efecto. Sabía que debía tomar la iniciativa y estaba preparada para hacerlo.

Al llegar a casa de Andrés, se sentaron en el sofá y tomaron algunas copas de vino. A Celeste le brillaban los ojos y Andrés no pudo sustraerse a su hechizo. Comenzaron a besarse mientras se decían palabras cariñosas. Andrés se dejó llevar por el momento y comenzó a acariciar la espalda de Celeste, luego fue bajando la mano, rozando los muslos de ella, que se iba excitando por momentos.

Él sabía cómo estimular sus sentidos, sus caricias eran cada vez más atrevidas y ella notaba cómo su deseo aumentaba. Quiso hacerle partícipe de sus caricias y él se perdió en un cúmulo de sensaciones enloquecedoras.

Pasaron al dormitorio y la entrega mutua fue absoluta. Andrés supo hacerla disfrutar y esta alcanzó el orgasmo a la par que él. Al terminar, enlazaron sus cuerpos, se besaron y permanecieron largo rato cogidos de la mano, mientras bajaba el ritmo de su respiración. Ella lo miraba a los ojos, agradecida y satisfecha. Andrés recordaría esa noche el resto de su vida. Había hecho el amor por primera vez y había sido algo maravilloso.

No volvió a lamentarse jamás del tamaño de su pene. El amor que sentía hacia Celeste era inmenso, ella lo había salvado de su temor y frustración.

Esa noche durmieron juntos, se volvieron a amar y decidieron compartir sus vidas. Antes de un mes, Celeste se mudó a la casa de Andrés e iniciaron, de la mano, una nueva vida.

Bea había comenzado a trabajar ya en el supermercado. Los primeros días, la tristeza que le producía estar en la tienda, donde había perdido la vida Javier, se le hacía insoportable. Pero el cariño que recibía de sus padres la fue alentando para seguir adelante con su vida.

A finales de septiembre, Bea se acercó al piso de estudiantes, quería saludar a las amigas. Todas se habían puesto de acuerdo para verse y hablar. Ella era reacia a reunirse con ellas, pensaba que su presencia iba a empañar un momento feliz, pero los padres de Javier y su propia familia la habían animado y las amigas habían insistido hasta el punto de que no pudo negarse. Y allí estaba. Rodeada de las personas que, durante tres años, habían formado parte de su vida.

Al final se alegró de haberlas visitado, la charla jovial le había hecho olvidar, por unas horas, la pena tan honda que atenazaba su corazón.

—¿Estás mejor, Bea? —Inma hizo la pregunta.

—En estos momentos, sí. Vuestra cercanía me hace mucho bien.

—Tenemos muchas cosas que contarte y que contarnos —intervino Celeste, mirando a sus compañeras.

—Yo apenas tengo nada que contar, he pasado el verano en casa, con mi madre y mi abuela. Ellas se han esforzado para hacerme más llevadera la aflicción y confortarme. Y a ratos, lo han conseguido, son dos seres maravillosos —les explicó Bea.

—Bueno, lo importante es que sigas adelante y dejes pasar el tiempo. Nunca vas a olvidar a Javier, seguramente, pero su recuerdo ya no te hará daño —comentó Margot.

Abrieron una botella de vino moscatel y trajeron de la cocina dos bandejas de pastelillos variados, como habían hecho habitualmente a lo largo de los tres años que habían trabajado juntas.

La línea telefónica, de momento, no se había vuelto a poner en marcha esta nueva temporada, aún no sabían qué hacer al respecto, Cintia y Esther. Ese día solo iban a llamar a los habituales para despedirse, definitivamente.

Con delicadeza caldearon a Bea para que llamase a sus clientes. Pensaban que una conversación con ellos podría distraerla un rato.

Tras muchos ruegos y varias copitas de moscatel, Bea aceptó la propuesta de sus amigas y, tomando el teléfono, hizo la primera llamada a Raúl, «el novelero». Su primer cliente habitual.

—¡Hola, Raúl! ¿Qué tal estás?

—¿Bea? ¡Qué alegría saber de ti!

—Quería saber cómo te ha ido este verano con Mary. Y despedirme de ti. Ya no voy a continuar con las llamadas.

—Yo tampoco pensaba ya utilizar el teléfono, Bea, tengo pareja y vamos a casarnos en unos meses.

—¡Qué buena noticia! Supongo que con la camarera, ¿verdad?

—Con ella misma. Mary es la mujer más sorprendente y adorable que he conocido nunca. Ya vivimos juntos y nos llevamos a las mil maravillas. No te imaginas cómo me cuida. Y yo a ella.

—Me alegro mucho, no sé cómo será ella, pero tú eres una gran persona y mereces ser feliz.

—Gracias, preciosa, y tú, ¿sigues con el chico del supermercado?

Las amigas notaron la tristeza en el rostro de Bea, pero se había sobrepuesto rápido y, con una sonrisa triste, explicó a Raúl el funesto e inesperado final de su historia de amor con Javier.

—Lo siento mucho, mujer, no sabía nada.

—No te preocupes, no tenías por qué saberlo.

—Si puedo ayudarte en algo…

—Te lo agradezco. Espero que con el tiempo consiga llevarlo mejor, pero aún duele.

—Es normal, criatura, debes darte tiempo, las heridas irán sanando.

—Eso espero.

—Puedes estar segura, tú siempre me has animado a mí, sé que tienes mucha fuerza y lo vas a superar.

—Deseo que tengas mucha suerte en tu vida.

—Ya la tengo, Mary es lo mejor que podía pasarme. Y algún día tú abrirás el corazón y permitirás que alguien te ame.

—Quién sabe… Un abrazo, Raúl, hasta la vista.

—Un abrazo, preciosa, y adelante siempre.

Bea sintió añoranza de esas conversaciones, Raúl siempre había sido un buen confidente y, aunque sus historias no eran reales, a ella le había gustado oírlas. Al final había encontrado el amor de verdad y ella se complacía en su dicha.

Iba a apagar el teléfono, pero lo pensó mejor y decidió hablar también con Ezequiel, «el viudo alegre». Era su cliente de las ocho. Y también era su amigo.

—¡Hola, Ezequiel!

—Pero si es la pequeña Bea, qué agradable sorpresa, pensaba llamarte en estos días.

—¿Cómo te va?

—No me puede ir mejor, por eso quería hablar contigo.

—No me digas que al final sedujiste a la señora del baile.

—Por supuesto, ya te dije que era mi alma gemela.

—Entonces, ¿estáis saliendo juntos?

—Hace más de un mes que nos fuimos a vivir a casa de ella, es más grande que la mía.

—Recuerdo que estabas decidido a formar una familia —evocó, sonriendo.

—Así es, y ahora viene lo bueno, estamos esperando un hijo.

—¡Qué alegría! Muy rápido, ¿no?

—Para qué esperar. Los dos lo deseábamos y vamos a ver cumplido nuestro sueño.

—Enhorabuena, Ezequiel, vais a ser unos padres maravillosos.

—Y tú una madrina preciosa. ¿No lo habrás olvidado?

—Para mí será un honor. Muchísimas gracias, a los dos.

Bea sonrió feliz, ya no recordaba la promesa que le hizo Ezequiel, no había vuelto a pensar en ello siquiera, con todo lo que había tenido que vivir. Pero ese bebé llegaría al mundo justo cuando ella más necesitaba tener una ilusión. Sería su madrina y no perdería el contacto con él, ni con sus padres.

Las amigas saltaron de alegría cuando ella les informó de todo cuanto había hablado con Ezequiel. No dudaban que sería una madrina hermosa y entregada, incondicionalmente, a su ahijado.

Inma estaba eufórica, la idea de reunirse en el piso de estudiantes había partido de ella y comprobó, gozosa, que la tristeza de su amiga Bea había dado paso a la esperanza e ilusión.

Ella habló primero con Roberto, «el penas», estaba muy interesada en conocer el desarrollo de sus enfermedades imaginarias.

—¡Buenas tardes, Roberto!

—¡Cuánto bueno por aquí!

—¿Qué tal estás? —temía hacer la pregunta, ahora le contaría todas sus dolencias.

—De ánimo muy bien. La espalda me tiene martirizado, pero los masajes de mi mujer me ayudan mucho.

—¿Quieres decir que has vuelto con ella?

—Aunque no te lo creas, la volví a conquistar. Bebiendo de mi mano, la tengo —contó satisfecho.

—Sí, te creo, cuando algo te importa de verdad, sé que no hay nada que te impida conseguirlo.

—Entonces me conoces mejor de lo que yo pensaba.

—Supongo que las visitas al psicólogo te ayudaron a decidirte.

—Exacto. Él me hizo ver las cualidades que yo ignoraba que tenía. Me sentí con mucho más valor para afrontar mi destino y participar en él.

—¿Y tu mujer?

—Ella se fue a casa de su madre cuando la relación que mantenía se enfrió. Y ahí me colé yo en su vida, por la brecha que había dejado abierta su anterior pareja.

—¿Y qué habéis pensado hacer?

—En Navidad volveremos a vivir juntos. En estos meses iremos recuperando la confianza el uno en el otro: ahora volvemos a ser una pareja de novios. Estamos viviendo una etapa maravillosa y soy muy feliz.

—¿Y tu depresión?

—Desapareció cuando ella me dijo que podíamos intentarlo. El psiquiatra me dijo que ya no era necesario que volviese a su consulta. Estaba curado.

—¿Y la espalda?

—Eso es más complicado de solucionar, tengo algunas vértebras mal, pero el traumatólogo me ha dicho que, con una operación, puedo quedar como nuevo.

—¿Y te vas a operar?

—Aún no lo he decidido. De momento, con la medicación y los masajes de mi mujer voy tirando.

—¿Y la rodilla y todo lo demás?

—Perfecto, estoy como un chaval, solo la espalda me molesta a veces.

Inma se alegraba, de corazón, del cambio que se había operado en Roberto. La ilusión de volver con su mujer y el amor que sentía por ella le estaban haciendo olvidar sus padecimientos.

Se despidió con una sonrisa y marcó el número de Fernando, «el interesante», un cliente habitual que se había convertido en el motor de su existencia. Él había viajado a Maro para estar con ella, y allí habían decidido unir sus vidas. Ella se había ido a vivir con él recientemente, iniciando una nueva etapa juntos. Le daba algo de apuro hablar con él por teléfono, delante de sus amigas, pero las miradas expectantes de estas la disuadieron de encerrarse en la intimidad de una habitación.

—¡Hola, cariño!

—Inma, cielo, ¿cómo te lo estás pasando?

—Muy bien, el reencuentro con las amigas ha sido precioso, nos ha hecho recordar tantas cosas…

—Me alegra saberlo. Da un abrazo de mi parte a Celeste y Cintia, por favor. —Era a las que conocía personalmente—. ¿Qué tal están?

—Celeste feliz, ya vive con Andrés y están planeando casarse.

—¡Cuánto me alegro! ¿Volverás tarde?

—No, estaremos una hora más.

—Entonces pasaré a recogerte y nos vamos a cenar al restaurante del paseo marítimo. ¿Te apetece?

—Sí, me parece muy buena idea.

—En una hora nos vemos. Un beso, cariño.

—Un beso, hasta luego.

Inma amaba con pasión a su novio, era muy detallista y siempre estaba pendiente de sus deseos. Podían pasar horas hablando en perfecta armonía. Tenían muchos puntos en común y muchos temas sobre los que hablar cuando estaban juntos.

Deseaban tener hijos, aunque esperarían dos o tres años, hasta que Inma comenzase a trabajar. Sin embargo, el destino les tenía reservada una sorpresa…

Cintia contó a sus compañeras que había iniciado una relación con Esther y eran muy felices. Se les notaba en los ojos y en sus sonrisas permanentes. Esther, al fin, se había decidido a seguir estudiando, pero no en la Facultad de Bellas Artes.

—¿Qué has pensado estudiar? —preguntó Inma.

—Acabo de matricularme en un instituto para obtener el título de Técnico Superior en Educación Infantil.

—¿Qué salidas tiene? —intervino Margot, pensando en el futuro.

—Me gustan mucho los niños y desearía trabajar en una guardería —explicó Esther, muy ilusionada.

—Tenemos una nueva compañera de piso, Lucía, que está trabajando en la guardería que han abierto, recientemente, en el barrio y ha animado a Esther para que obtenga el título. Cuando termine, seguramente, podrá trabajar allí, ya lo han hablado con la directora. El edificio es inmenso, cada vez hay más niños matriculados y van necesitando más personal auxiliar —intervino Cintia, presentándoles a Lucía, que acababa de llegar en ese momento.

—¿Entonces continuaréis siendo tres en el piso? —preguntó Celeste.

—Por ahora sí, pero como queda libre otra habitación, si alguna más quiere formar parte de esta familia, podrá hacerlo —expuso Cintia.

—¿Y vais a continuar con la línea templada? —curioseó Celeste.

—Aún no hemos decidido nada, pero seguramente, nos pondremos manos a la obra después de Navidad, ya en enero —contestó Cintia—. Solo hablo a veces con Octavio, «el estudiante», aunque ya no es estudiante, ahora trabaja en un Equipo de Orientación Educativa y Psicopedagógica.

—¡Qué interesante! —exclamó Bea.

—Sí, él interviene en algunos centros escolares, es el responsable de la orientación educativa de los alumnos.

—¿Y tú, Cintia? —preguntó Inma.

—Espero terminar la carrera en un par de años, me gustaría trabajar con niños discapacitados, en un centro de educación especial. Precisamente atiendo algunas tardes a un precioso niño, con síndrome de Down; trabajo la estimulación cognitiva y realizo con él actividades para mejorar la memoria, atención y lenguaje, también le ayudo con las tareas escolares.

—Me parece una ocupación maravillosa —expresó Inma—, yo también quiero formarme un poco más en el ámbito de la discapacidad.

—Octavio me da muchos consejos, yo creo que su amistad va a ser muy valiosa para mí, siempre —reflexionó, en voz alta, Cintia.

En ese momento, el teléfono móvil de Cintia comenzó a sonar.

—Es él, Octavio —informó Cintia.

Las amigas dejaron de hablar, para no molestar, y permanecieron atentas a la conversación, especialmente Inma y Celeste, que estaban realmente interesadas en el tema.

—¡Hola, Octavio! ¿Cómo te va?

—Estupendamente, ya he comenzado con la tarea. Me corresponden tres centros escolares. Ya los he visitado y me han acogido muy bien.

—Me alegra saberlo. ¿Y tu sobrino?

—De momento parece que va bien, se está adaptando al colegio mejor de lo que pensábamos.

—¡Qué suerte! Los padres estarán muy contentos, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! La «seño» que le ha tocado es encantadora y con bastante experiencia en autismo. Además, el centro cuenta con una especialista en Audición y Lenguaje y otra en Pedagogía Terapéutica, así que el niño va a estar muy bien atendido.

—Seguro que va a aprender mucho este año.

—Yo creo que sí. Además, continuará asistiendo al centro de Atención Temprana, que lo están haciendo extraordinariamente bien con él y con los padres.

—No sabes cuánto me alegro.

—Gracias. Seguimos en contacto. Un abrazo, Cintia.

—Un abrazo, hasta otro día.

Cintia se sentía muy animada siempre que hablaba con él, cada vez estaba más segura de haber elegido el camino que deseaba recorrer, y se estaba preparando a conciencia para hacerlo bien.

Las amigas habían abierto otra botella de vino y estaban terminando de saborear los últimos pastelillos.

Por esa fecha, Margot recibió una llamada de Luis, el enfermo de esclerosis múltiple. Ella le había dado su número particular de teléfono, porque eran amigos. Sabía que debía ser algo importante, Luis jamás la habría molestado por una tontería.

—¡Hola, Margot! ¿Cómo estás?

—Hola, Luis, yo bien, gracias. ¿Y tú? —En su voz había detectado la pesadumbre emocional de su amigo.

—Bueno, regular, para qué voy a engañarte.

—Cuéntame, ¿qué te ocurre?

—¿Recuerdas lo que te conté, sobre la chica que me gusta?

—Sí, la hermana de Carmen, con la que estás tan ilusionado.

—Exacto.

—¿Y qué ha sucedido? —preguntó amablemente y con algo de inquietud.

—¿Tienes tiempo? No quisiera entretenerte mucho, es largo de contar.

—No te preocupes, puedes tomarte el tiempo que necesites.

Y Luis volcó en ella todo el peso de su tristeza y desasosiego. La última vez que fueron hacia la Asociación, la chica tan amable se ofreció a llevarlo a él también, pues Luis tenía el coche en el taller, y ella lo llamó la noche anterior para comunicárselo. Él había aceptado encantadísimo, era un sueño para él viajar en un espacio tan pequeño con la mujer de la que creía estar enamorado. Se pasó toda la noche sin apenas dormir, imaginando momentos de intimidad con ella y fantaseando sobre su posible relación. A la vuelta de la terapia pensaba declararle su amor, aunque Carmen estuviese presente. Ya lo tenía decidido y estaba seguro de haber reunido el valor para hacerlo.

Pero su felicidad apenas duró unas horas. Al llegar al coche, a la mañana siguiente, comprobó, con desagradable sorpresa, que un hombre joven ocupaba el asiento junto al objeto de su amor.

La chica, con una sonrisa dichosa, se dirigió a Luis.

—Buenos días, Luis, hoy nos acompaña otro pasajero, te presento a mi novio, Alfonso.

—Encantado —le tendió la mano, por educación, pero no pudo evitar que el dolor y la decepción se reflejara en sus ojos.

—¿Qué tal, Luis? —Carmen había notado su turbación.

—Bien. Gracias, Carmen, a ver cómo nos va hoy. —Una mueca había sustituido la sonrisa que llevaba al salir de casa.

Luis permaneció en silencio durante todo el trayecto, apenas contestó con monosílabos cuando se dirigían a él. Había fantaseado tanto con esa chica… Parte de su mundo se había derrumbado en cuestión de minutos.

—¿Pero ella en algún momento alentó tus sueños? —preguntaba en ese momento Margot.

—En realidad, no. Pero era tan amable conmigo que no pude evitar hacerme ilusiones.

—Creo que confundiste su amabilidad y afecto con un interés más intenso y personal hacia ti.

—Ella nunca comentó que tenía novio.

—Posiblemente no surgió el tema en vuestras conversaciones, ni ella sintió la necesidad de advertirte, puesto que para esa chica solo erais amigos y, seguramente, ignoraba que sintieras algo más profundo por ella.

—Algo así ha debido ocurrir.

—¿Qué piensas hacer?

—Seguir adelante, no me queda otra. —No estaba muy convencido y Margot lo advirtió en su voz, quebrada por la tristeza.

—Creo que deberías pedir ayuda a un profesional, te noto bastante decaído —sugirió, con tacto.

—Tal vez tengas razón.

—¿Lo harás?

—Te lo prometo.

—Así me gusta. Si necesitas hablar conmigo, puedes hacerlo, sabes que no me molesta.

—Gracias, Margot, eres un ángel.

Luis se sintió algo más reconfortado después de hablar con ella. Margot tenía la facultad de darle fuerzas cuando más lo necesitaba. Era, y seguiría siendo, la mujer que había amado más en toda su vida, de eso estaba completamente seguro. Pero ese sentimiento lo ocultaría siempre, ella era un amor inalcanzable.