Capítulo VII
Navidad,
reunión de amigas
El otoño dio paso a un invierno desapacible. La lluvia y el frío dieron la bienvenida a una Navidad venturosa para las cinco amigas, que ahora eran siete, ya que Esther y Lucía se habían sumado al grupo.
Tal como habían acordado, subieron al piso de estudiantes un par de días antes de Nochebuena. Querían ponerse al corriente de sus vidas y celebrar las fiestas, anticipadamente, con una suculenta merienda.
Margot había hecho pestiños de dos clases, traía una bandeja de dulces, rebozados en miel, y otra con pestiños cubiertos de azúcar y canela.
Bea asomó por la puerta con una tenue sonrisa, traía dos cajas de mazapanes y turrones variados.
Inma venía con una luz especial en su mirada y cargada con tres paquetes de polvorones de diferentes sabores y roscos de vino.
Cintia, Esther y Lucía se habían encargado de comprar vino dulce, anís y licor de turrón.
Y Celeste, con su roscón de reyes; no quiso que faltase ese dulce navideño en la merienda que habían organizado.
Lucía se ofreció a preparar café e infusiones para acompañar los polvorones, y comenzaron abriendo la botella de anís y brindando por un futuro bonito para todas.
Inma fue la primera en hablar, no podía ocultar por más tiempo la felicidad que embargaba su espíritu, desde que lo había sabido.
—Chicas, hay algo que os quiero contar —manifestó, sonriendo de oreja a oreja.
—¿De qué se trata? —se alzaron algunas voces, intrigadas.
—A finales de mayo habrá un nuevo habitante en mi casa.
—¡Qué alegría! La llegada de un bebé siempre es una bendición, ahora seréis una familia completa y vuestro hogar se llenará de luz y regocijo —expresó Margot.
—Y una gran responsabilidad —aseguró Celeste—, pero merece la pena.
—Eso pensamos Fernando y yo, en realidad, no teníamos previsto que sucediera tan pronto, pensábamos esperar al menos dos o tres años, hasta que yo terminase la carrera y buscase trabajo. Pero este bebé tenía mucha prisa por venir al mundo, si es niño lo llamaremos Mateo —comentó Inma, con su dulce sonrisa.
—Mateo es un nombre precioso, me encanta —dijo Bea, entusiasmada.
—A mi madre le gustaría ser la madrina, está feliz con la noticia —continuó Inma.
—¡Quién mejor que su abuela! —exclamó Esther.
—Pero también está la madre de Fernando. Aún no hemos decidido a cuál de las dos proponérselo —aclaró Inma.
—Bueno, aún tenéis tiempo para pensarlo, lo importante es que el bebé llegue bien —intervino Margot.
Las amigas abrazaron a Inma, felices con la noticia. Bea, con un nudo en la garganta, la felicitó encarecidamente. Ella en ese momento no tenía ilusiones, llevaba una vida organizada y rutinaria: su madre, su abuela que ya vivía permanentemente con ellas, su trabajo en el supermercado y sus recuerdos. No había nada más que destacar en su día a día. Pero la noticia de Inma le había hecho recordar a otro bebé y el compromiso que había adquirido con Ezequiel. Había sido un revulsivo, ahora sentía que podría soñar; tenía un objetivo, amar a un bebé que ya se estaba formando en el vientre de la pareja de su amigo. En ese instante olvidó su tristeza y se sintió afortunada y dichosa.
—¿Qué planes tenéis para esta Navidad? —lanzó la pregunta al aire Lucía, la chica recién incorporada al grupo.
—Yo también tengo algo nuevo que contar, aunque ya alguna sospechaba algo, ¿verdad? —comunicó Margot, mostrando el anillo de compromiso a una concurrencia que asentía con la cabeza: todas estaban seguras de que acabaría con Miguel—, a finales de septiembre Miguel me hizo una declaración de amor, maravillosa, y yo no pude negarme, estamos comprometidos formalmente.
—¡Qué buena noticia! ¿Y vais a casaros? —preguntaron algunas.
—De momento no, queremos esperar un tiempo prudente. Ni siquiera vivimos juntos, por ahora. Sabéis que tengo un hijo adolescente y prefiero que se conozcan bien antes de dar el paso definitivo.
—Haces muy bien, en estos casos es mejor pecar de prudente. La opinión de tu hijo también cuenta, puesto que permanecerá bastante tiempo aún bajo el mismo techo —comentó Inma.
Todas estuvieron de acuerdo, Margot tenía su vida bastante bien estructurada, después de trece años sin pareja, y estaba muy unida a su hijo. El chico apreciaba a Miguel, pero apenas lo conocía. Margot deseaba convivir con su pareja, pero sabía que no había llegado el momento de hacerlo aún. Sí pasaban juntos casi todos los fines de semana, en casa de Miguel, cuando su hijo se quedaba en casa de los abuelos. Al muchacho le gustaba estar allí, porque muchos de sus amigos del instituto vivían cerca, así podía salir con ellos. Los padres de Margot estaban encantados, les gustaba la compañía del chico, y entendían que su hija necesitaba un poco de intimidad con su pareja, a la que ya apreciaban mucho, porque era palpable la nueva luz que irradiaba el rostro de su hija gracias a él.
Y su amiga Silvia era tan feliz como la pareja, a ella se le había pasado por la cabeza alguna vez la posibilidad de unirlos, pero no pensaba que se compenetrarían de esa manera, por ese motivo, nunca animó a su hermano, ni insinuó nada a Margot.
—Algo parecido me ha ocurrido a mí también —intervino Celeste—. Andrés y yo, como ya sabéis algunas, somos pareja desde este verano, pero ya vivimos juntos, en un chalé precioso, a las afueras de Málaga.
—¿Es cierto que tiene la picha corta? —preguntó Cintia, curiosa, sin cortarse un pelo.
—Nada de eso, nuestras relaciones íntimas no pueden ser más satisfactorias —respondió Celeste, con un guiño cómplice.
—¿Os habéis planteado tener hijos? —preguntó Esther.
—En un par de años como mínimo.
—Si no te sucede lo que a mí —terció Inma, con una sonrisa, mientras acariciaba su vientre.
—¿Y vosotras? —Margot se dirigió a Cintia y Esther.
—Por ahora estamos muy bien juntas —respondió Cintia con una mirada tierna dirigida a Esther—, estamos de acuerdo en lo esencial y es raro que discutamos.
—¿Tenéis planes de futuro? —preguntó Celeste.
—Sí, cuando terminemos los estudios y empecemos a trabajar, nos gustaría alquilar un piso y vivir juntas, durante toda la vida —contestó Esther, soñadora.
—¿Y tú, Lucía? —quiso saber Bea, aunque en realidad todas sentían curiosidad, apenas la conocían.
—Bueno, en principio me gustaría continuar en Málaga, me encanta mi trabajo en la guardería y estoy a gusto en el piso, con las chicas.
—¿Dónde vivías antes? —preguntó Inma.
—En Alozaina, yo soy de allí.
—Un día tenemos que ir a ese pueblo de excursión. ¿Qué os parece, chicas? —propuso Cintia.
—¡A mí me encantaría! —expresó Lucía, con entusiasmo—, os enseñaré el pueblo; además, os podéis quedar en mi casa, es muy grande y ahora está casi vacía. Mis hermanos se han ido estableciendo fuera y mis padres se han quedado solos.
—Es allí donde ocurrió la hazaña de María Sagredo, ¿verdad? —inquirió Inma, interesada.
—Sí, se cuenta que, «en el año 1570, hubo una adolescente que atacó a una tropa morisca, lanzándole una colmena de abejas, y estos huyeron gritando: “¡malditas sean las moscas de tu tierra!”. La chica se convirtió en el símbolo del valor e ingenio; se llamaba María Sagredo» —explicó a sus compañeras—. Y este acto ha quedado reflejado en el escudo del pueblo —añadió.
—¡Qué interesante! —exclamó Cintia—. En Maro, antiguamente, por las fiestas de San Antón, «se encendían hogueras a las doce de la noche para que el santo protegiese a los animales del pueblo, durante todo el año. Y se soltaba por las calles de Maro un cerdito que era alimentado por todos sus habitantes. Se decía que era el marranillo de San Antón». Luego se subastaba entre los vecinos.
—¡Qué curioso! No me habías contado eso —dijo Esther—. Yo tampoco os he contado la leyenda de mi pueblo, Riogordo.
—El nombre siempre me ha parecido original, ¿sabes lo que significa, Esther? —preguntó Lucía.
—Sí. Hace referencia a las aguas pesadas del río. Y la leyenda cuenta que «en el traslado de una imagen de Jesús Nazareno, de Antequera a Vélez-Málaga, los hombres que la portaban decidieron hacer noche en Riogordo para descansar. Dejaron la imagen en la ermita de San Sebastián. Y al día siguiente no hubo manera de levantarla para continuar el camino, así que, desde ese momento, permanece en el pueblo, y la ermita pasó a llamarse de Nuestro Padre Jesús Nazareno».
—¡Cuánto me gustan las leyendas! —exclamó Bea.
—En Riogordo también se cuenta que, antiguamente, había una tradición para ennoviarse. «Si un mozo pretendía a una moza y quería entablar relaciones con ella, debía sentarse en su puerta un rato, en una silla, y hacerlo tres días seguidos. Si al tercer día la chica salía a recibirlo, significaba que lo aceptaba, si no acudía a su encuentro, estaba claro que lo rechazaba» —explicó Esther a sus amigas.
—¿Quieres decir que, cuando vaya a tu pueblo, tendré que sentarme en una silla, en tu puerta? —preguntó Cintia, espantada.
—No tendrás que hacerlo —reía Esther—, ya hace muchísimo tiempo que nadie pone en práctica esa costumbre.
—Son unas historias sorprendentes y muy bonitas —afirmó Celeste.
—Si te interesan, están recopiladas en el libro Cuentos y leyendas, de la Axarquía. Está editado por la Diputación de Málaga y hay recogidas otras muchas leyendas de los pueblos de la comarca —Esther ofreció la información.
—Te lo agradezco. Por mi parte, os voy a contar una leyenda acaecida en Jaén —comenzó a explicar, Celeste—. Hay muchas, pero a mí la que más me gusta es la del lagarto de la Magdalena: «En un barrio de Jaén, que lleva ese nombre, a finales del siglo XIV, había un temible lagarto que atacaba a todas las personas que pasaban por allí y se comía a sus ovejas. Los ciudadanos pidieron al rey que mandase alguien para combatirlo. Un preso se ofreció a hacerlo, a cambio de que lo liberasen. Pidió la piel de una oveja, un caballo, pólvora y pan. Se encaminó al barrio, primero le tiró el pan al lagarto y luego la piel de la oveja con la pólvora dentro. El lagarto se la comió y al momento explotó. Y el rey le dio la libertad al preso».
El grupo de chicas disfrutó también con esta increíble historia. La reunión había sido un éxito, pero ya se hacía tarde. Fueron dando fin a la merienda y se despidieron, con los mejores deseos para la entrada del nuevo año. Volverían a verse en un próximo encuentro. La amistad que se había fraguado entre ellas perduraría durante muchos años, manteniendo el contacto periódicamente.