Capítulo 7

El legado anasazi

Corría el año 1888 cuando dos típicos vaqueros del viejo Oeste, persiguiendo dos reses extraviadas en las áridas tierras de Colorado, se toparon con la ruinas de Mesa Verde. A 2.800 metros de altitud, los dos estupefactos hombres observaron lo que parecían los restos de un palacio de piedra construido bajo el abrigo de la pared de un cañón. Juntos recorrieron sus doscientas diecisiete estancias y los restos de las viviendas en cuyo interior encontraron todo tipo de cerámica de uso cotidiano como jarras y cuencos decorados con vistosos motivos en negro y blanco, esparcidos por doquier. Daba la sensación de que las casas habían sido abandonadas precipitadamente hacía poco. Como si sus habitantes hubiesen huido con lo puesto a quien sabe dónde.

No muy lejos de allí, los dos hombres encontraron otras ruinas, de similares características constructivas, en un lugar conocido como Spruce Tree House. Estos hallazgos arqueológicos constataban la existencia de una cultura indígena muy avanzada de la que por entonces no se sabía nada. Esa entidad, sumamente desarrollada, eran los anasazi. Pero antes de llegar a esta conclusión, y con posterioridad a este descubrimiento casual, los investigadores dirigieron su mirada a una comunidad de indios que vivían próximos a una zona arqueológica con restos amurallados y edificaciones circulares conocidas con el nombre de kivas y que eran veneradas por los indios como lugar sagrado y potente mediador entre este mundo y el mundo mágico de sus tradiciones orales. Se descubrió que los indios que escenificaban sus ritos en aquel lugar no sólo rendían culto a su complejo imaginario religioso, sino también al Sol y los antepasados que erigieron aquel insólito lugar: los anasazi.

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En la ladera de Fajada Butte, en el cañón Chaco, hay una evidencia de los avanzados conocimientos astronómicos de aquellos pueblos de la América antigua. Al abrigo de tres voluminosas losas encontramos dos petroglifos en forma de espiral. Es un calendario solar de gran precisión que aún es funcional. La sombra que proyectan las losas la atraviesa un haz de luz en forma de daga de luz que ilumina los petroglifos conforme avanza el año en diferentes zonas, permitiendo saber al espectador en qué momento exactamente se producen los solsticios y equinoccios.


Los anasazi fueron los precursores de los actuales indios pueblo y construyeron los kivas en torno al 900 d. C., usándose como centros de reunión social y ceremonial. Estas kivas subterráneas eran muy probablemente lugares de encuentro para reuniones iniciáticas de los miembros varones pertenecientes a clanes matrilineales que vivían dispersos por el poblado con sus mujeres. Llegaron a construir más de seiscientas viviendas con estas características en Pueblo Bonito (Nuevo México), abandonándolas doscientos cincuenta años más tarde.

Actualmente, miles de personas acuden a los kivas en busca de experiencias místicas. Las que viajan hasta allí tienen el firme convencimiento de que ese lugar es un espacio sagrado en el que se puede llegar a sentir –bajo determinadas condiciones psicológicas– la presencia de los antepasados de los indios. En la zona central de estas estructuras circulares, hay una abertura a la que se puede acceder con una escalera; se la conoce con el nombre indígena de sinapu: una puerta al más allá; pero también una abertura que simbolizaba el agujero por el que la humanidad –en su génesis– había emergido de las entrañas del mundo inferior. Durante siglos los indios han hecho aquí sus ofrendas a sus espíritus y han entrado en contacto con ellos bajo estado de trance. Los hombres y mujeres que viajan hasta este asombroso lugar buscan contactar con la dimensión secreta del imaginario de una de las culturas indígenas más misteriosas del pasado de América del Norte; un pasado, por cierto, lleno de incógnitas. Pero veamos qué nos dice la arqueología sobre este lugar y sus antiguos moradores; para ello hagamos un poco de historia.

A finales del siglo XIX las excavaciones en el sudoeste de los Estados Unidos eran cualquier cosa menos científicas. Lo que realmente estimulaba aquella búsqueda desconsiderada y atroz de cerámica y otros objetos de valor arqueológico y artesanal era el dinero y este objetivo primaba sobre cualquier otra consideración sensata. La persona que monopolizó este negocio sin escrúpulos fue Richard Wetherill, el cual convirtió sus excavaciones en un ejemplo de cómo esquilmar eficazmente un patrimonio valioso y sacar rentabilidad de ello. Hay que entender, sin embargo, que por entonces existía un vacío legal, lo que propició este tipo de actividades. La «poderosa motivación» del dinero llevó a Wetherill a explorar y descubrir para el hombre blanco muchos de los acantilados habitados otrora de Mesa Verde, en las entrañas del cañón del sudoeste del Colorado.

Al principio Wetherill se aplicó en vender todos los objetos que había conseguido acumular en sus excavaciones en Mesa Verde. Poco después, trasladaría sus operaciones al noroeste de Nuevo México en Pueblo Bonito, el que es considerado como yacimiento arqueológico más relevante de los anasazi. Con lo allí desenterrado Wetherill amasó una importante fortuna a costa de esquilmar salvajemente este y otros lugares próximos, de notable interés arqueológico; incluso llegó a construirse una casa en la que vivió durante mucho tiempo frente al muro norte del yacimiento de Pueblo Bonito.

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Representación rupestre de la supernova de 1054 de manufactura anasazi. Cañón del Chaco, EE. UU. Por otros registros desperdigados en todo el planeta sabemos que aquella supernova se manifestó en los cielos con toda su gloria el 4 de julio de 1054. Los anasazi y otros pueblos precolombinos plasmaron el acontecimiento en sus registros rupestres como este del cañón del Chaco que da fe de aquel extraordinario acontecimiento cósmico.


Esta lamentable situación de desprotección del patrimonio arqueológico escandalizó, finalmente, al gobierno federal de principios del siglo XX, iniciándose los trámites oportunos para proteger, con la ley, este importante patrimonio espiritual y cultural de la humanidad. En 1907 Wetherill se vio obligado a ceder la propiedad de Pueblo Bonito y otros yacimientos al Departamento del Interior para su definitiva protección. A partir de ese momento las cosas cambiarían notablemente.

En este nuevo contexto apareció Alfred V. Kidder, al que le debemos la resolución del enigma de la secuencia de hechos más significativos de la prehistoria de estos asentamientos; sin embargo, la secuencia de acontecimientos desvelada por Kidder careció de fechas absolutas. El intrépido arqueólogo era consciente de que sólo podía deducir, gracias a las evidencias de su trabajo de campo, que estos pueblos prehistóricos habían vivido en el sudoeste antes de Cristo.

En 1915, este hombre educado en Harvard realizó excavaciones en el yacimiento abandonado de Pecos, muy cerca de Santa Fe, en Nuevo México. Hasta 1929 hizo un registro detallado de numerosos artefactos culturales, cerámica y restos humanos. Este registro se basó en el método de sacar a la luz cada nivel de ocupación, revelando de este modo la secuencia estratigráfica, lo que ayudó a ubicar temporalmente el yacimiento y sus sucesivas fases culturales.

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Representación artística de la Ciudad prehistórica de Pueblo Bonito en sus tiempos de esplendor (cañón Chaco, EE. UU.). Esta zona posee más de un centenar de ciudades prehistóricas en su mayor parte conectadas por antiquísimas vías de comunicación. Hasta la fecha se han descubierto más de cuatrocientos kilómetros de caminos. Los arqueólogos estiman que el florecimiento masivo de los denominados asentamientos chacos hay que ubicarlo entre el 950 d. C y el 1300. Se cree que todos estos núcleos de población indígena desarrollaron una importante red comercial; sin embargo, el debate sigue abierto y son muchos los investigadores que consideran que el desarrollo en las comunicaciones entre los diferentes asentamientos tuvo también una base religiosa. Es más, las ciudades más impresionantes, Pueblo Bonito y Cetro Ketl, sirvieron en gran medida a este propósito al facilitar ciertas liturgias herméticas en las kiva. Los nativos usaban estas construcciones de diseño circular para favorecer el contacto con los seres que reinaban en el imaginario de su mundo tradicional.


Pronto se dio cuenta que la cerámica que acompañaba a los difuntos en los sepulcros que había desenterrado podía servir para datar con rigor los esqueletos. Diez temporadas de trabajo más tarde Kidder pudo demostrar la existencia de seis asentamientos humanos superpuestos y ocho grandes fases culturales. También fotografió, desde el aire, estos yacimientos, constatando que en efecto allí habían existido grandes estructuras arquitectónicas: «Desde el aire –decía en uno de sus informes– podíamos percibir sutil pero claramente, las líneas de rectángulos y cuadrados en la tierra, que señalaban dónde habían sido levantados los muros...».

Gracias a la dendrocronología y las laboriosas pesquisas del astrónomo Andrew E. Douglass en territorio hopi, pudo encontrar una relación clara y concisa entre la cronología de los árboles y la de los yacimientos prehistóricos de la región sudoeste. En unas ruinas al norte de Arizona encontró un tronco carbonizado con anillos que revelaron que los anasazi habían ocupado Pueblo Bonito desde el siglo X hasta bien entrado el siglo XII d. C. La prehistoria del sudoeste podía, por fin, ubicarse en el espacio y el tiempo. Los anasazi y sus logros adquirían una nueva perspectiva para la ciencia de la arqueología; pero el interrogante sobre el porqué de su ocaso sigue inquietando el intelecto de muchos.

La diáspora del suroeste se ha atribuido durante mucho tiempo a una brutal sequía que habría desolado la zona desde el año 1276 hasta 1299. Este desastre climático diezmó la región propiciando la decadencia anasazi que muy probablemente se vio agravada por las posteriores invasiones indígenas pero también europeas, en este caso con la llegada de los españoles. Finalmente estos poblados fueron incapaces de hacer frente a la dominación ejercida por las entidades indígenas y foráneas que hicieron acto de presencia poco después del fin de la sequía.

Esta variabilidad climática fue determinante a la hora de fijar el destino anasazi y el de otros pueblos y culturas contemporáneas de ellos. Los climatólogos establecen un ciclo de precipitaciones de algo más de quinientos años, con un punto álgido después del 1100. En su momento más propicio la población de la zona aumentó en unas cinco mil almas, cifra sorprendente teniendo en cuenta que estamos refiriéndonos a una cultura premetalúrgica. Sin embargo, cuando el ciclo presentó su cara más temible y desoladora el índice de mortandad creció dramáticamente. Fue entonces cuando, en un intento desesperado, los anasazi construyeron nuevos kivas en las afueras de los pueblos y junto a los cauces de los ríos, pero ello no evitó la catástrofe. Finalmente los habitantes de estos lugares iniciaron su diáspora hacia el sudeste en dirección a Río Grande; fue allí donde se mezclaron con los antepasados de las tribus zuñi y hopi.

ANGKOR: EL GLORIOSO TESTIMONIO DEL PUEBLO JEMER

Numerosos templos de forma piramidal se agazapan en la espesura de la jungla camboyana. Laboriosas estatuas y grabados reciben al visitante absorto por los sonidos que emergen de un paisaje embrujado y mágico. Los monos saltan entre las ruinas invadidas por orquídeas silvestres y líquenes que cubren los muros y frisos. Entre las ruinas se percibe el olor a moho y humedad y los murciélagos aletean por el lugar hasta que finalmente se cuelgan boca abajo en sus nidos esparcidos en las torres y resquicios de los muros más altos. Las imponentes ruinas de aquella civilización, invadidas por la vegetación, son aprisionadas por las nervudas raíces de los árboles y plantas que lentamente se retuercen entre las piedras pulcramente labradas en honor a los dioses.

La historia que nos relatan estos fastuosos templos, inspirados en las deidades hinduistas, intriga a los historiadores pues la fábula de Angkor se asienta en la asunción de que fue una civilización próspera, con un brillante e ininterrumpido desarrollo de seis largos siglos que, sin embargo, acabaría por colapsar súbitamente. ¿Cómo se puede explicar tal cosa? ¿Cómo es posible que un pueblo con esta vitalidad dejara de construir repentinamente estos templos?

El pueblo de Camboya ignoró durante mucho tiempo su propio pasado; de hecho desconocía acontecimientos históricos anteriores al siglo XV. Esto dejó de ser así a partir de las investigaciones llevadas a cabo por el naturalista francés Henri Mouhot que en 1860 comenzó la exploración de la selva camboyana en busca de pruebas que confirmaran la existencia de grandes ruinas de templos en su interior, tal y como se rumoreaba por entonces. Finalmente, pudo comprobar con sus propios ojos que aquellas fantásticas historias sobre grandes palacios engullidos por la agreste vegetación de la jungla se habían quedado cortas en sus fabulaciones: «Descubrí unas inmensas ruinas que, según me dijeron, eran de un palacio real. En las paredes, con tallas del techo al suelo –decía con entusiasmo– vi combates entre elefantes, hombres luchando con mazas y lanzas y otros que disparaban tres flechas a la vez con sus arcos». Mouhot describió en sus escritos las primeras impresiones de la esplendorosa historia antigua camboyana, por entonces desconocida.

Gracias a las investigaciones de este hombre de ciencia hemos sabido que los habitantes de la ciudad de Angkor eran los jemeres, cuya religión, una variante del hinduismo, había sido el impulsor espiritual de la arquitectura sagrada jemer.

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Angkor fue la capital del imperio jemer y durante su momento de mayor esplendor llegó a albergar en una extensión de algo más de mil kilómetros cuadrados más de setecientos mil habitantes. En el centro de la ciudad, por su parte, vivían más de treinta mil almas.


El testimonio más visible de esta civilización es el impresionante complejo religioso de Angkor Wat ubicado a unos pocos kilómetros de la ciudad camboyana de Siem Reap y cuya existencia se la debemos al rey jemer Suryavarman II que a principios del siglo XII ordenó su construcción. Templo sobre el que volveremos.

La ciudad de Angkor ocupaba una extensión de unos cien kilómetros cuadrados. Son muchos los expertos que abogan por considerarla la ciudad del mundo antiguo más grande del momento. Esta conclusión se basa en el análisis del trazado en cuadrícula de la antigua metrópoli lo que ha llevado a calcular en más de medio millón el número de habitantes que la poblaba hacia el año 1000.

El imperio jemer fue inmenso. Se extendía por la totalidad del territorio político de la actual Camboya y se sabe que su influencia abarcó Vietnam del Sur y la remota península de Malaca, e incluso hay quien cree que esa influencia llegó hasta Birmania; aunque esto último es algo más discutible. Angkor poseía una importante red de infraestructuras de comunicación terrestre que unía por carreteras zonas distantes del imperio. En estas rutas de comunicación existían albergues en los que los viajeros podían pernoctar antes de seguir camino a la mañana siguiente. Incluso había hospitales para atender a las personas que lo necesitasen.

Desgraciadamente, los documentos jemeres han perecido al paso del tiempo pues fueron escritos sobre hojas de palma y pieles de animales. Esto ha impedido profundizar con detalle en la variopinta información que ha llegado a nosotros sobre su historia procedente de sus miles de inscripciones en jemer y sánscrito y otras fuentes de origen indio, chino y musulmán. Aun así hemos podido conformar un esquema bastante coherente –en términos generales– de su particular mundo y forma de vida.

Así sabemos, por ejemplo, que el primer reino hinduizado semejante al del posterior imperio jemer en Angkor tuvo su génesis a las orillas del delta del río Mekong. Ese reino era Funán y tuvo su máximo apogeo entre los siglos I y VI de nuestra era. Las excavaciones han revelado que su poderío y prosperidad tenían su base en su capacidad comercial en todo el sudeste asiático; sin embargo, como acontece con todas las grandes civilizaciones, tuvo una etapa de declive que dio paso al florecimiento de los denominados reinos preangkorianos. Sus técnicas constructivas y decorativas son consideradas un claro precedente de la arquitectura y escultura que posteriormente hará su aparición en Angkor. De hecho, una lectura atenta del arte preangkoriano de influencia india nos pone tras la pista de la dimensión religiosa en la que basaron su imaginario cosmológico. Es común encontrar representaciones variadas sobre las divinidades indostánicas, especialmente Visnú. Esta influencia se hizo notar en la religión jemer, un hinduismo en donde el culto a Siva y al lingam (representación fálica de la autoridad divina) fue considerado un aspecto prioritario en la liturgia y en el esquema de creencias de los jemer.

La civilización jemer, con su epicentro en la ciudad de Angkor, representó uno de los instantes más brillantes de la historia camboyana. En este contexto se edificaron gran parte de los templos más asombrosos; pero está claro que de entre todos ellos el anteriormente citado Angkor Wat es el que suscita mayor interés por varios motivos. Para empezar, el templo se consagró al dios Visnú y ocupa una extensión mayor que el Vaticano. Nadie sabe a ciencia cierta la metodología empleada por los ingenieros para construir y planificar esta maravilla del mundo antiguo. Sólo se intuye lo básico: el montaje de andamios de bambú que sirvieron de ayuda para izar los materiales empleados en las obras mediante el uso de cuerdas elaboradas con la abundante materia prima procedente de la selva y grandes poleas. Probablemente, los sillares, antes de ser colocados en su lugar, eran previamente labrados en canteras, lo que explicaría su perfecto encaje. Otras materias primas esenciales como la arenisca procedían de las lejanas canteras de Pnom Kulen y lo más probable es que fuese transportada en embarcaciones siguiendo el curso natural del río que precisamente nace en Pnom Kulen y que serpentea la orografía hasta llegar a las cercanías de Angkor. Además, los constructores de Angkor Wat tuvieron en cuenta factores astronómicos a la hora de ejecutar este espléndido ejemplo de la ingeniería arquitectónica jemer. Para empezar, su entrada principal –a diferencia de lo que podemos observar en el resto de templos de la zona– está orientada deliberadamente hacia el oeste, punto cardinal de enorme importancia para los jemer pues era en esta dirección donde –según sus tradiciones– se encontraba la tierra de los muertos. Por otro lado, la estructura del templo es sumamente compleja; prueba de ello son sus laberínticos corredores profusamente decorados con tallas y estatuas sumamente elaborados y que en su conjunto ocupan una superficie de algo más de dos kilómetros cuadrados; además posee diversas torres de entre las que destaca la central, de sesenta y un metros de altura, construida, al igual que sus hermanas, en laboriosos capullos de loto. Para nuestra percepción moderna podemos afirmar que la torre central simboliza el monte Meru, el centro del universo hinduista; sin embargo, para la mentalidad jemer la torre no era un mero símbolo, era el monte Meru en sí mismo47. La otra relación astronómica la encontramos en el trazado de cinco recintos concéntricos de forma rectangular. Si se quería acceder al centro del templo, se debían recorrer unos trescientos cinco metros a través de una larga calzada. Angkor Wat fue orientado con otro templo, el de Prasat Kuk Bangro, a algo más de cinco kilómetros de distancia, pues su propósito no era otro que el de servir de marcador astronómico; de este modo, al estar alineado con el templo de Prasat Kuk Bangro se podía definir con suma precisión el solsticio de invierno.

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Templo de Ta Prohm (Angkor, Camboya). Este templo fue construido por el pueblo jemer en el siglo XII. En el siglo XV será abandonado; desde entonces la selva lo irá devorando poco a poco.


Los maestros constructores de Angkor Wat reflejaron profusamente la idea más importante de la mitología hindú: el batido del mar de leche. Según esta creencia las entrañas del mundo son una descomunal mantequera llena de leche. Este mar lácteo está rodeado a su vez por tres imponentes montañas de entre las que destaca el monte Meru, la morada celestial donde viven los dioses; en definitiva, Angkor Wat. El monte Mandara era considerado como la varilla batidora y la cuerda que servía para hacerla rotar, la serpiente cósmica, la cual era tensada en ambos extremos por los dioses por un lado y los demonios por el otro comenzando a batir ambrosía que no tardaría en subir del mar de leche gracias al impetuoso movimiento rotatorio impelido durante el proceso de batido. No resulta difícil adivinar, al asimilar la ambrosía y los demás elementos con la riqueza, la felicidad o la salud, que lo que emerge de este batido es eso mismo además de la inmortalidad y la promesa de la salvación y la vida eterna, pero también tiene un significado mucho más prosaico: respaldar a la clase dominante.

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El enorme palacio de Angkor Wat en Camboya flota literalmente sobre el terreno, lo que denota unos conocimientos en ingeniería y física sorprendentes. La pericia de sus sabios constructores apenas encuentra parangón en el mundo de aquel contexto temporal. Su vasto y complejísimo sistema hidráulico propició el éxito del Angkor imperial pero también, a la larga, su decadencia.


Los canteros jemer reprodujeron hasta la saciedad este mito en sus esculturas, pero donde queda más clara la intencionalidad real que subyacía en este mito la encontramos en las puertas de Angkor Thom, donde se han esculpido dioses y demonios sobre el foso que rodea la urbe. El foso –en palabras del investigador Christopher Pym– «representa el mar de leche o, como diría un jemer, el foso era el mar de leche, y las puertas de Angkor Thom son montes de los que saldrá ambrosía. Pero en el lugar en que sería de esperar que la escultura la representase, un rostro enigmático lo mira a uno desde el dintel de la puerta». Son –inequívocamente– las facciones de Jayavarmán VII, representado como futuro Buda. Los dioses baten el mar lácteo, del que no extraen ambrosía, sino que extraen al rey jemer. Por eso para un jemer la efigie de su monarca era la manifestación de la felicidad, la salud y la prosperidad material.

Fue un tiempo irrepetible en la historia jemer. Los eruditos eran muy estimados y hasta se celebraban debates donde los sabios intercambiaban ideas y polemizaban sobre determinados temas. La poesía épica hindú estaba de moda celebrándose, incluso, recitales para todos los públicos. Aunque generalmente era el rey el que dispensaba justicia, a veces delegaba esta responsabilidad en jueces y algunas de esas sentencias, teniendo en cuenta los factores socioculturales del momento, podemos calificarlas de bastante equitativas. Este esplendor de la cultura jemer no se volvió a conocer con posterioridad jamás.

Los jemer prosperaron en gran medida gracias a la titánica planificación y ejecución de sus obras de ingeniería que tuvieron en cuenta un factor decisivo en su supervivencia durante siglos: la gestión del agua. Gracias a la construcción de numerosos y eficaces embalses, albercas y canales artificiales pudieron mantener una gran actividad agrícola. Este uso inteligente de un recurso tan básico como el agua les permitió hacer frente al reto de obtener de dos a cuatro cosechas anuales de arroz y otros productos básicos de la dieta jemer. Sin embargo, factores geológicos de degradación agropecuaria les llevó a luchar contra reloj para evitar que los suelos perdiesen fertilidad debido a la oxidación de la laterita. Algunos piensan que este proceso de laterización contribuyó de algún modo a acelerar el declive de aquella avanzada civilización. La verdad es que el ocaso de los jemer sigue siendo un misterio para la ciencia. Todavía no se han encontrado pruebas que den credibilidad a las socorridas teorías de antiguas inundaciones o grandes incendios, entre otras. Mientras todo esto sucede, las efigies de Buda siguen sonriendo en las entrañas de la selva, como si supieran que la respuesta a este enigma está precisamente en la asunción de la religión budista por parte de ciertos sectores estratégicos de la sociedad jemer del momento. Tal vez, por extraño que nos parezca, la doctrina de la renuncia, propia del budismo hinayana de finales del siglo XIII, diluyó las ambiciones militares de aquel pueblo que optó por el pacifismo, lo que facilitó, en 1431, el saqueo y destrucción de gran parte de la ciudad por parte de los tailandeses. ¿Fue este el golpe de gracia que acabó con Angkor?

MOAIS: LOS CENTINELAS DEL TIEMPO

En 1722 la tripulación de un buque holandés capitaneado por Jacob Roggeveen arribó en una isla desconocida ubicada en medio del océano Pacífico. Al acercarse a la costa, la tripulación no pudo evitar su estupor: más de mil estatuas de gran tamaño los recibían impertérritas, con sus inquietantes miradas de piedra clavadas en sus ojos mortales. Aquellas imponentes estatuas sobrecogieron el ánimo de la veterana tripulación.

Al poner pie en la isla, Roggeveen y sus hombres comprobaron que los nativos vivían en plena edad de piedra y pescaban en primitivas canoas. Aquel encuentro con los isleños fue meramente superficial, pues nadie de su tripulación sabía hablar su idioma, y por esta razón el capitán holandés sólo pudo llevarse consigo la asombrosa historia de que en los mares del Sur colosales estatuas de piedra custodiaban las costas de una misteriosa isla llena de secretos y quién sabe si de tesoros también.

Cincuenta años más tarde de este avistamiento, el famoso explorador británico Cook visitó de nuevo la isla pero esta vez acompañado de un equipo con la clara pretensión de desvelar el misterio de las enormes estatuas. Para ello, llevó consigo a un marinero hawaiano conocedor de la lengua polinesia y que llevaría a cabo con suma eficacia su labor de intérprete. Gracias a él Cook supo que los nativos llamaban a su isla Te Pito o Te Henua (‘el ombligo del mundo’). Los nativos aseguraron a los expedicionarios que eran los descendientes directos de los que habían levantado aquellas colosales estatuas y que gracias a sus tradiciones orales sabían que sus antepasados habían desembarcado allí, veintidós generaciones atrás, bajo el mando de un jefe llamado Hotu Matu’a.

Posiblemente los habitantes con los que habló Cook se referían al hijo de un caudillo que en el 380 d. C. se hizo a la mar tras una seria disputa. Sin embargo no debemos de pasar por alto la teoría de Thor Heyerdahl, el cual barajó la idea de que tal vez los primeros pobladores de Pascua procedieran realmente de América del Sur. Según su teoría, miembros de una cultura preincaica llegaron a esta isla en sus balsas. Sea como fuere, lo cierto es que hasta el 5 de abril de 1722 los habitantes de Pascua habían vivido ajenos al mundo exterior durante prácticamente un milenio, aislados de cualquier contacto con otra cultura y durante todo ese tiempo aquel pueblo no volvió a recuperar su ímpetu, entre otras cosas porque las circunstancias se lo impedían.

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Moai en las laderas de la cantera del cono volcánico Rano Raraku en la Isla de Pascua. Conforme a los criterios actualmente vigentes, la construcción de moais pudo tener su porqué en el hecho de conmemorar la llegada de los primeros habitantes a la isla. Sin embargo, todavía no se sabe a ciencia cierta la razón de aquella supuesta fiebre constructiva por parte de los antiguos habitantes de esta isla.


La –a nuestros ojos– extraña tradición de levantar pesadas estatuas llevada a cabo por los antiguos moradores de la Isla de Pascua tiene su génesis en el culto a sus muertos y la arqueología afirma que se inició hacia el 400 d. C., cuando surgieron los ahu, o grandes plataformas de piedra que hacían la función de sepulturas al aire libre, lo que facilitaba la desintegración de los cadáveres humanos de forma natural. Las aves, el viento y otras inclemencias meteorológicas colaboran de este modo en la limpieza del cadáver hasta dejarlo libre de cualquier impureza orgánica. Cuando sólo quedaba el esqueleto del difunto, se procedía a trasladarlo al interior del ahu donde se celebraba una ceremonia en su honor y sus ascendientes; luego se esculpía y erigía una enorme estatua o moai, la cual adquiría, a partir de ese preciso instante, sacralidad. De algún modo, el moai hacía una función complementaria que no era otra que la de velar los bienes y los hogares del clan al que pertenecía el fallecido.

Los arqueólogos han verificado que las primeras estatuas variaban en su estilo y forma; sin embargo, esto cambió a partir del 1100 ejecutándose el clásico moai con sus estilizadas formas y sus prominentes lóbulos en las orejas además de los motivos esculpidos en su cuerpo; una clara reminiscencia de los tatuajes que el difunto poseía en vida. Estos tatuajes probablemente emparentaban al muerto con un determinado clan.

Como ya he relatado páginas atrás, uno de los grandes enigmas que persiste en la actualidad tiene que ver con las técnicas empleadas por los antiguos moradores de la isla para trasladar y erigir las enormes tallas. Son numerosas las interpretaciones, la última de ellas ha sido puesta en práctica haciendo «andar» la estatua durante unos metros y trata de explicar parte del proceso empleado para trasladar los moai, pero naturalmente, como he comentado anteriormente, no explica todos los pasos llevados a cabo hasta la consecución exitosa perseguida por los canteros de las estatuas gigantes de Pascua. Finalmente, he de decir que el experimento puede ser interpretado como pretencioso al tratar de enterrar en su totalidad la complejidad de las técnicas empleadas, las cuales siguen siendo un enigma para la ciencia.

Durante seiscientos años la cultura de las estatuas pervivió con éxito en la isla, en gran medida gracias a los recursos agrícolas que abundaron por un tiempo. Esta tradición acabaría por evolucionar hacia un nuevo culto al dios Makemake cuyo desarrollo conformaría un escenario competitivo entre los jefes de los clanes de la isla implicados en la talla de estas grandes estatuas de piedra volcánica. Se cree que el auge de este culto, en torno al 1500, estuvo relacionado con la repentina aparición en la isla de un grupo humano nuevo, pero sobre este particular no se puede afirmar definitivamente nada al respecto.

Este frenesí competitivo acabaría afectando al medio ambiente. Para la elaboración de las estatuas se debían talar numerosos árboles. Dado que este acontecimiento ritual era anual, era cuestión de tiempo que el ecosistema de la isla se resintiera irreversiblemente. De este modo, la decadencia de la cultura de los moai llevaría a una confrontación bélica en el 1600; debido precisamente a la escasez de recursos y el malogro de las cosechas. A su vez, la guerra llevó al salvajismo más atroz. Los vencedores se comían literalmente a los perdedores. El canibalismo y las constantes guerras convirtieron la Isla de Pascua en un auténtico infierno. De este modo tan dramático desapareció para siempre un pueblo asombroso que sin embargo no supo leer, al contrario que otras culturas de la antigüedad, las claves que garantizan la supervivencia del ser humano en armonía con la naturaleza.

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Siempre hemos creído que los moais eran gigantescas esculturas de grandes cabezas que miraban hacia el océano; pues bien, craso error. En el 2012, un equipo de arqueólogos desveló al mundo uno de los secretos más asombrosos de la Isla de Pascua; ya se sabía en 1915, pero no trascendió. En realidad, están enterrados, por lo que el resto de su cuerpo, que a veces alcanza los 8 metros, ha permanecido en las entrañas de la tierra durante muchísimo tiempo. Para algunos, los moais ya estaban en la isla mucho antes de que llegaran sus primeros habitantes. Esto se basa en datos estratigráficos que fijan la antigüedad de los moais en unos 15.000 años.



47 El monte Meru era una montaña legendaria en la mitología hindú y representaba el centro del cosmos. Del mismo modo, el rey que era enterrado en este lugar era considerado un dios, no era el símbolo de ninguna deidad. Era un dios y como tal era asumido por los habitantes del imperio.