Epílogo

Del amanecer al ocaso de las grandes civilizaciones

El científico ruso Velikovsky acuñó la expresión «amnesia colectiva» para explicar las misteriosas pérdidas de crónicas históricas por parte de razas enteras a lo largo de los siglos. Después de un devastador cataclismo pocos eran los individuos letrados que sobrevivían y consecuentemente resultaba improbable que las informaciones relativas a su extinta civilización se trasmitieran a las posteriores generaciones con el vigor adecuado, razón por la que, en el mejor de los casos, eran asimiladas y transformadas al lenguaje de los mitos y el imaginario popular. Hay que entender que las culturas preclásicas de antaño no practicaban la ciencia en el sentido que entendemos ahora; pero a pesar de ello eran profundos observadores y conocedores de la naturaleza y sus fenómenos, por lo que muchas de sus observaciones fueron transmitidas en sus tradiciones orales y posteriormente fueron recogidas en sus fuentes mitológicas por escrito. Lamentablemente, desde nuestra perspectiva cultural moderna tendemos a apreciar las cualidades literarias de estas fuentes tradicionales restando importancia a la veracidad de sus contenidos, cuando la realidad es muy distinta. La lógica antropológica de aquellos narradores se basaba en un paradigma diferente al nuestro y por lo tanto estas tradiciones recogían información veraz usando para ello el lenguaje religioso. Una de esas tradiciones fue el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas.

Con una antigüedad de unos cuatro mil años, el manuscrito nos narra la forma en que los dioses crearon al ser humano hace millones de años. Llegó un momento en que aquellos humanos se rebelaron –a su vez– contra sus creadores, lo que desató la irrefrenable ira de éstos. Coléricos, oscurecieron el cielo y provocaron una caótica lluvia cósmica que asoló todo rastro de vida sobre la faz de la tierra. El Popol Vuh prosigue diciéndonos que los dioses decidieron dar otra oportunidad al hombre creándolo de nuevo. De esta manera, la faz del planeta volvió a ser poblada por una «segunda humanidad». Para los mayas, esta segunda humanidad somos nosotros.

El polémico Zecharia Sitchin hacía referencia en sus escritos a las analogías establecidas entre estas tradiciones antiguas del nuevo continente y las referidas en las fuentes mesopotámicas en las que el hombre era también concebido como una creación de unos dioses cuanto menos poco divinos en el sentido espiritual pues adolecían de la pureza que cabría esperar en unos entes de esta naturaleza. De hecho, eran criaturas con las características emocionales y psicológicas típicas de nuestra especie, pues sentían amor, odio, celos, envidia, etc. Esos seres «sobrenaturales» eran, para el desaparecido escritor, alienígenas y los humanos habrían sido creados para servir a esta raza como esclavos. Desde luego, la conclusión de Sitchin resulta interesante para cualquier guionista de ciencia ficción; sin embargo, la realidad es más sencilla. Aquellas clases dominantes lo eran, entre otras razones, por haber conseguido eficazmente que sus súbditos creyeran que, en efecto, eran dioses a los que debían servir sin rechistar. Lo que está claro es que la similitud de contenidos sobre cataclismos en los mitos y leyendas de numerosas culturas del planeta tuvieron su origen en acontecimientos reales cuya magnitud e impacto transcendió de alguna manera al mundo tradicional de aquellas viejas culturas. Estos vagos rastros de memoria colectiva hacían referencia explícita al colapso de grandes civilizaciones y culturas olvidadas por catástrofes naturales. Probablemente, estas tradiciones rememoran la existencia, además, de una gran civilización olvidada, previa al cataclismo cósmico que asoló gran parte del planeta; sin embargo, no tienen por qué evocar la polémica Atlántida de Platón pues de haber existido en realidad podría haber sido posterior en el tiempo o no, nadie lo sabe con seguridad; aunque la teoría de la cultura Magdaleniense, tal y como he explicado páginas atrás, podría corresponderse con el mito atlante. Estos mitos nos hablan de un tiempo perdido que explicaría parte de los enigmas planteados en este libro.

La arqueología nos ha revelado que las civilizaciones son como entes vivos: nacen, se desarrollan y mueren. El colapso sobreviene por diversos aspectos pero últimamente los datos aportados por los arqueólogos inciden en su mayor parte en factores medioambientales y catástrofes naturales como los elementos decisivos sobre los que se fundamenta el ocaso de las grandes civilizaciones y culturas de la Antigüedad.

El arqueólogo Joseph Tainter está considerado como uno de los expertos más reputados en el estudio y análisis de las causas que justificaron la extinción de las civilizaciones más representativas del pasado. En su libro, The collapse of complex societies, Tainter hace una valoración exhaustiva de las explicaciones alternativas que argumentan los colapsos de la Antigüedad. Al contrario de lo que afirman muchos estudios actuales, Tainter continuaba viendo con escepticismo la posibilidad de que estas extinciones de sociedades complejas pudieran haberse debido al agotamiento de los recursos brindados por la naturaleza.

Uno de los supuestos de esta perspectiva –comenta en su obra– debe ser que esas sociedades se tumbaron a descansar y a contemplar cómo se cernía sobre ellos la inestabilidad sin adoptar medidas correctoras. Este es un problema de primer orden. Las sociedades complejas se caracterizan por disponer de un elevado flujo de información para tomar decisiones de forma centralizada, así como una enorme coordinación entre sus diferentes sectores, canales de mando formales y una gran acumulación de recursos. Gran parte de esta estructura parece estar capacitada para contrarrestar las fluctuaciones y deficiencias de la productividad, si es que no era el fin para el que había sido concebida de forma expresa. Con su estructura administrativa y su gran capacidad para la asignación de trabajo y recursos, quizá una de las cosas que mejor hagan las sociedades complejas sea enfrentarse a condiciones ambientales adversas. Resulta curioso que se vinieran abajo cuando se enfrentaban precisamente a las condiciones que estaban preparados para sortear […] Tan pronto como los integrantes o los administradores de una sociedad compleja perciben que una fuente esencial de recursos se está deteriorando, parece de todo punto razonable suponer que se adoptarían medidas encaminadas a resolver la situación. La suposición alternativa –la de la despreocupación ante el desastre– exige grandes dosis de fe ante las que con toda razón podemos dudar.

Conforme este razonamiento, Tainter consideraba altamente improbable que las sociedades complejas se vinieran abajo por una gestión equivocada de sus recursos; sin embargo los ejemplos mostrados en este libro confirman lo contrario. Desgraciadamente, ni siquiera la experiencia anterior representa una garantía de que una determinada sociedad vaya a prever un problema si dicha experiencia tuvo lugar hace tanto tiempo que se ha olvidado. Así pues, todas las civilizaciones del pasado basan su prosperidad en varios aspectos, entre ellos, la exitosa utilización de los recursos de su entorno. La historia, sin embargo, nos demuestra que en infinidad de casos la sobre explotación de estos recursos está detrás del ocaso de muchas de estas viejas sociedades. Pero como he indicado antes, esta valiosa información ha pasado desapercibida para los descendientes de aquellos pueblos por lo que estos han repetido los mismos errores y han compartido el mismo destino catastrófico al final de su ciclo vital como entidades sociales.

Parte de aquellas entidades no poseían el registro escrito68 y aquellas que lo tenían consideraron que esa información no era valiosa para ser recordada o en el mejor de los casos plasmaron esos calamitosos acontecimientos aunque sin ahondar en las razones que generaron los efectos devastadores en el ecosistema que les sirvió de escenario a ellos y a sus antepasados; además, parte de estos registros acabaron desfigurados por la mitificación de unos acontecimientos que en ocasiones no se entendían bien; aunque no siempre fue así.

Como recordará el lector, los anasazi del cañón de Chaco sobrevivieron a varios episodios de escasez de agua antes de sucumbir a la gran sequía que padecieron en el siglo XII. La arqueología ha constatado etapas de sequía anteriores a la existencia misma de la sociedad anasazi. La gran sequía que padecieron los anasazi «atacó» por sorpresa debido en gran parte, además, al hecho de que estos carecían de escritura y en su mundo tradicional la transmisión oral no otorgaba importancia a la memoria histórica tal y como la entendemos actualmente. De manera bastante similar, los mayas clásicos de las tierras bajas sucumbieron a una sequía en el siglo IX a pesar de que su territorio se había visto afectado por episodios climáticos idénticos desde hacía siglos atrás. A diferencia de los anasazi, los mayas sí disponían de registro escrito; pero sólo lo utilizaban para recoger en él acontecimientos astronómicos y las grandes hazañas bélicas de sus monarcas; «de modo que la sequía del siglo III no contribuyó a que los mayas previeran la sequía del siglo IX».

Me cuesta creer que los habitantes de la isla de Pascua no se percataran de que algo iba mal cuando la deforestación era algo más que evidente. Aunque nos resulte inexplicable los habitantes de Pascua siguieron haciendo uso de la poca madera que les quedaba para construir sus enigmáticos moais y escenificar, hasta el paroxismo, sus rituales religiosos. Al final tuvieron más peso en sus decisiones sus creencias que el sentido común. Tal vez hubieran podido prescindir del mal hábito de utilizar de manera desproporcionada los recursos arbóreos de la isla, y seguir dando satisfacción a su mundo antropológico; pero optaron por continuar y, tal y como describo en el libro, fue su perdición y peor pesadilla.

En este caso, todos sabían las razones que habían convertido la isla en una tierra sin árboles pero prefirieron continuar hacia adelante sin valorar las consecuencias. Es un ejemplo de irracionalidad que a todos nos resulta familiar. Sin embargo, aquí surge una pregunta ineludible: ¿cómo se explica que una sociedad relativamente avanzada como aquella tomase una decisión tan desastrosa para su supervivencia? La respuesta objetiva a esta cuestión es fundamental para entender los mecanismos que hacen que una sociedad en su conjunto no reaccione contra una inercia perniciosa para su futuro.

Con este libro he tratado de dar a conocer argumentaciones y testimonios que generalmente son obviadas por la ciencia ortodoxa. Entiendo que la aceptación de estos elementos exóticos resulta incómoda para algunos científicos. Ahora bien, este comportamiento en algunos casos no resulta nada positivo y contribuye a favorecer la expansión de ideas y especulaciones erróneas, especialmente diseñadas –la mayoría de las veces– para fomentar el lucro de determinadas publicaciones, organizaciones religiosas y sectas. Por regla general, la predisposición de la ciencia es la de bucear en lo desconocido, sin complejos, pero a la hora de abordar ciertos temas relacionados con el erróneamente denominado «mundo del misterio» esa tendencia intelectual se desvanece deliberadamente; al menos eso es lo que pasa en la mayoría de los casos; aunque he de reconocer que en materias como la búsqueda de vida extraterrestre, entre otros temas antaño polémicos, las cosas han comenzado a cambiar positivamente, lo que está contribuyendo a enfocar los problemas y las futuras conclusiones a estas cuestiones desde una perspectiva mucho más objetiva, libre de prejuicios; y lo que es más importante, desde el ámbito de la ciencia.

Afortunadamente, muchos científicos han comprendido que es imprescindible superar tabúes para avanzar en el conocimiento. Aunque la vocación de la ciencia es la búsqueda de la verdad, en mayúsculas, como en todos los grandes proyectos de la humanidad existe un elemento que puede malograr el objetivo perseguido: el factor humano. Es el individuo, en su subjetividad, en su ego, el que puede frustrar la esencia de una buena idea con vocación general; es algo que hemos comprobado repetidamente a lo largo de la historia de las civilizaciones. Muchos experimentos con vocación social, por ejemplo, han fracasado por los individuos y grupos que los han liderado. Esto ha influido, también, a la hora de tomar decisiones colectivamente, decisiones que en el pasado han contribuido al fracaso de algunas de las civilizaciones más representativas que comento en las páginas de este libro. Factores adicionales como los conflictos de intereses entre los miembros del grupo de poder y la dinámica del mismo son determinantes a la hora de convenir el rumbo a seguir en momentos difíciles.

Por otro lado, el hecho de haber encontrado objetos tecnológicamente avanzados en contextos en los que se supone que el hombre estaba todavía inmerso en la oscuridad de la ignorancia científica, unido al hecho de que ciertas civilizaciones antiguas dominaban las matemáticas y la astronomía nos puede llevar a un terreno resbaladizo, ofreciendo una imagen del pasado deformada, viendo alienígenas donde en realidad hay seres humanos ataviados con máscaras rituales en ciertos yacimientos rupestres o dioses procedentes de otros sistemas planetarios visitando a emperadores de la antigua China en magníficas naves espaciales, historias todas ellas fruto de la imaginación humana y de los estados alterados de conciencia. Aunque soy de los que piensan que nunca hay que cerrar del todo la puerta a esta exótica posibilidad –recordemos a los dogones– hay que reconocer que la mayor parte de los indicios documentales y mitológicos que parecen describir la presencia alienígena en el pasado podrían ser, en realidad, la descripción de seres humanos descendientes de una avanzada cultura mal interpretada por la tradición oral de pueblos antiguos con una visión del mundo diferente; es más, en el asombroso caso de los dogones podríamos especular con la posibilidad de que aquellos supuestos dioses cósmicos fueran en realidad los herederos de un conocimiento certero de los ciclos destructivos de la naturaleza; puede que hasta los descendientes de una civilización extinguida u olvidada que llegó a un alto nivel de conocimiento científico sobre ciertas efemérides astronómicas y que agobiada ante la «inminencia» de un nuevo cataclismo –como el descrito por Henoc– se vieron en la obligación de emprender la difícil empresa de alertar a otros pueblos menos desarrollados de dicha amenaza.

Como muy bien señala Andrew Tomas, debemos mucho más a nuestros predecesores de lo que nos damos cuenta, pero tenemos una deuda aún mayor con aquellos misteriosos portadores de la antorcha de la civilización, quienes impartieron su conocimiento a las numerosas culturas que se citan en este libro, y que como piezas de un puzle han sido deliberadamente ignoradas, condenadas al silencio.

Ha llegado el momento de rehacer el puzle de nuestro pasado con las piezas injustamente discriminadas. El resultado global de esta reconstrucción histórica mucho más abierta nos ofrece un panorama lleno de sorpresas. Un escenario en el que civilizaciones anteriores a la nuestra sucumbieron como consecuencia de los embates de la madre naturaleza. Esas arremetidas cíclicas han tambaleado nuestro mundo y la vida contenida en él desde hace millones de años y lo seguirán haciendo. A diferencia de otros casos, los antiguos lo sabían, así nos lo indican sus tradiciones y mitos, y ahora lo confirma la ciencia69.

Nuevas pruebas de que un meteorito o cometa casi destruye la humanidad en tiempos prehistóricos han salido a la luz de la mano de científicos norteamericanos. Esas pruebas se han desenterrado en Pensilvania y demuestran una clara vinculación entre la catástrofe y la desaparición de la megafauna americana y una cultura prehistórica denominada Clovis. El impacto cósmico tuvo lugar hace doce mil novecientos años en la actual América del Norte originando un período de clima frío conocido por los expertos como «Dyras Reciente», fase de enfriamiento climático que se dio a finales del Pleistoceno entre doce mil novecientos y once mil quinientos años atrás. El Dyras Reciente significó un rápido cambio a las condiciones glaciares en las latitudes más altas del hemisferio norte en dicho contexto temporal. Se sabe, además, que estas alteraciones tuvieron lugar en prácticamente una década y este período duró al menos setenta años, fue muy súbito como ya he recalcado y se corresponde con un radical cambio climático en esa zona del planeta. Aunque la idea no es nueva, los estudios realizados en las capas sedimentarias de Pensilvania, en Carolina del Sur, refuerzan considerablemente la hipótesis a la que me he estado refiriendo en páginas anteriores. Material vitrificado y carbonizado abunda en estas capas del terreno analizadas por los equipos americanos pero también han sido encontradas en Siria. En definitiva, los datos refuerzan la idea de que el impacto tuvo lugar no en un sitio sino en varios a la vez, algo parecido a lo que aconteció en Júpiter con el cometa Shoemaker-Levy 9 pero en menor escala. Además, nos aproximan al contexto temporal real en el que sucedieron los acontecimientos descritos en muchas tradiciones por lo que conforme pasa el tiempo y las investigaciones avanzan iremos definiendo cada vez más lo que hasta ahora son fechas relativas y aproximadas que, sin duda, se refieren a un mismo acontecimiento catastrófico70.

Esta es una forma extrema de desaparecer de la faz del planeta; sin embargo, la mayor parte de las culturas conocidas que se han extinguido lo han hecho por razones climáticas o por esquilmar los recursos de su entorno; recordemos –nuevamente– a los habitantes de la Isla de Pascua. Su ofuscación religiosa de erigir moais utilizando para ello la tala masiva de árboles provocó el dramático declive de aquella civilización.

Entendemos lo que puede pasarnos como civilización avanzada el día que la madre naturaleza se revele contra nosotros bajo cualquiera de sus manifestaciones apocalípticas. En nuestras manos está –como ya indiqué antes– evitar los peores efectos de tragedias tan dantescas como las sugeridas en este libro; incluso, en contados casos, como la caída fortuita de material cósmico (meteoritos, cometas, etc.), podemos tratar de evitarlo o mitigar su potencial poder destructivo. De hecho, por primera vez en la historia tenemos la tecnología para intentarlo con cierta dignidad. Ese es, sin duda, el mejor legado que nos han dejado los pueblos que nos precedieron y hasta puede que aquella supuesta civilización fantasma a la que hace referencia Platón y otras tradiciones del planeta: la advertencia de que existen ciclos apocalípticos en nuestro mundo y la obligación que tenemos de salvaguardar y transmitir la semilla de la civilización en caso de colapsarse. Por otro lado, al igual que pasó con las antiguas civilizaciones que abusaron de su ecosistema viéndose por ello obligadas a abandonar fastuosas ciudades –como de hecho pasó con algunas ciudadelas mayas–, nosotros, al ser la primera civilización con influencia planetaria, podríamos vernos abocados a abandonar nuestro mundo. Y eso, a todas luces, es imposible pues sencillamente, ahí fuera, en el espacio profundo, no tenemos a dónde ir.

Más que nunca, el conocimiento del pasado nos aporta una lección fundamental que no es otra que la de tratar de vivir en armonía con el planeta, atentos a los pulsos de la naturaleza y por lo tanto siendo conocedores de los ciclos de creación y muerte. Esa es la clave fundamental que garantizará nuestra supervivencia en el futuro. Quizás, si actuamos de esta manera, algún día podamos soñar con viajar a las estrellas en busca de nuevos mundos en los que –salvo que no sea necesario– sembraremos la vida y el conocimiento. Será entonces cuando contribuyamos –sin saberlo– a dar contenido a los mitos de un futuro lejano, en los que se nos recordará como los «dioses» que gestaron el nacimiento de una nueva civilización humana más allá de nuestro sistema solar.



68 Pero sí hacían uso de la tradición oral aunque en la mayor parte de los casos esta ha demostrado ser bastante ineficaz en el tema que nos ocupa.

69 Una cosa es segura: el viejo paradigma uniformista no puede explicar las pruebas que tenemos hoy y que fundamentan el nuevo paradigma «castastrofista» que vengo defendiendo. Esta visión de la naturaleza del cosmos y sus efectos en la historia del planeta Tierra no sólo ha influido en el ocaso de grandes culturas del pasado, también hemos de considerar que las catástrofes proporcionan la energía que impulsa la bomba evolutiva, la selección natural de las especies.

70 Las fechas del 7640 a. C. y 3150 a. C. se acercan bastante al contexto sugerido en las nuevas indagaciones llevadas a cabo recientemente.