Durante un instante cósmico, nuestro mundo fue un cuerpo celeste inerte y silencioso hasta que hace millones de años una serie de milagrosos condicionantes favorecieron la explosión de la vida y su perpetua evolución hacia la conciencia humana; sin duda, uno de los acontecimientos más enigmáticos que definen nuestra presencia sobre la faz de la Tierra.
El ser humano ha recorrido un largo camino desde su génesis hasta la fundación de las primeras civilizaciones. Gracias a la paciente labor de los científicos que rastrean las pistas del pasado hemos reconstruido, con sumo esfuerzo, el complejo mundo de los tiempos de nuestros ancestros. Durante decenios hemos considerado que esa visión era la correcta; sin embargo, los últimos treinta años de investigación se han encargado de demostrar todo lo contrario.
Los descubrimientos sobre nuestro pasado se suceden vertiginosamente en gran medida gracias a las nuevas técnicas y los medios que nos proporciona la tecnología del siglo XXI. Así pues, el progreso tecnológico ha mejorado notablemente las técnicas de datación mediante el carbono y otros procedimientos, por lo que ahora sabemos –por ejemplo– que las estructuras megalíticas europeas son mucho más antiguas que las ciudades sumerias o egipcias.
Hasta hace relativamente pocas décadas los libros de texto escolares contemplaban dicha cultura como un avance que tenía su origen en la influencia de Asia, Oriente Medio y Próximo. En resumidas cuentas, se consideraba que el continente europeo poseía una cultura muy posterior con respecto a la de estas zonas de influencia.
Con la aparición –en los años cincuenta– de las nuevas técnicas de datación todo acabaría cambiando ofreciéndonos un panorama muy distinto. De repente nos enteramos de que los megalitos de Occidente se comenzaron a construir a partir del 4500 a. C. y que lejos de ser una mera manifestación religiosa su construcción respondió a criterios científicos inconcebibles para la mentalidad moderna que considera asombroso que, en tiempos prehistóricos –y por lo tanto mucho antes de lo que presuponíamos–, el hombre fuese capaz de expresar de una forma tan original y sublime un conocimiento tan complejo.
A la luz de las nuevas revelaciones este devenir de acontecimientos científicos pasa, sin embargo, desapercibido para el gran público. Algunos de estos hallazgos aportan una visión diferente a la que cabría esperar y muchos de los nuevos datos apenas pueden ser debidamente asimilados, procesados y contrastados en un plazo razonable, por parte de los científicos involucrados en su estudio. A consecuencia de ello los propios especialistas se ven, muchas veces, en la difícil y titánica tarea de reinterpretar el complejo paradigma académico que hasta no hace mucho era universalmente aceptado como referente inequívoco en cualquier análisis serio sobre el pasado remoto de la humanidad.
Así las cosas, lo más lógico es que el modelo actual sobre el pasado cambie conforme avanza nuestro conocimiento objetivo de la historia. La maquinaria científica al servicio de la arqueología, la paleontología: en definitiva, de la historia, no se detiene; avanza sin tener en cuenta dogmas o «verdades absolutas», por lo que resistirse a estos cambios resulta a la larga fútil. Afortunadamente, al contrario que sus predecesores de hace unas décadas, las nuevas generaciones de científicos se muestran cada vez más abiertos a estos cambios profundos e incluso a aceptar ciertas anomalías, antaño repudiadas de antemano. Es el caso de los Oopart (Out of Place Artifact) u Objetos Fuera de su Tiempo.
Tengo que advertir, sin embargo, que algunos de estos artefactos «fuera de su tiempo» probablemente sean falsos; de hecho, algunos de ellos como las populares Piedras de Ica o las figuras de Acámbaro son –en parte– fraudes manifiestos, razón por la que debemos actuar con extremada cautela; pero, por otro lado, existen otros testimonios que han resultado ser auténticos y otros que tienen grandes posibilidades de serlo si la ciencia corrobora su legitimidad.
Lo que sí resulta irrefutable es que aquellos artefactos y documentos que han resultado ser auténticos (como el sello mesopotámico VA 243, el conocimiento de la precesión equinoccial por parte de las culturas antiguas, la pila de Bagdad o el mecanismo de Antikythera) desacreditan, con su sola existencia, la creencia de que el conocimiento científico que se solapa en la cultura megalítica o en los ooparts –por poner dos ejemplos significativos– surge «repentinamente» sin dejar un rastro evolutivo previo que explique el alto grado técnico y cultural de sus autores.
Cabe aclarar también que no todas las perspectivas de los viejos libros de texto han resultado ser erróneas o imprecisas; también encontramos muchas conclusiones insertadas en el paradigma oficial clásico que podemos elevar a definitivas. Así, por ejemplo, en sus aspectos más generales tenemos una instantánea bastante fidedigna de la evolución de la vida en nuestro planeta hasta llegar a nosotros como especie.
Ahora sabemos que hace unos cuatro mil seiscientos millones de años se formó el sistema solar; que unos tres mil quinientos millones de años atrás hacen su aparición las bacterias evolucionando en diferentes formas, lo que abrirá la puerta, hace unos mil cuatrocientos millones de años, a formas de vida más complejas; en concreto las células eucariotas cuya importancia estriba en el hecho de que de ellas estamos construidos los seres humanos y el resto de criaturas más complejas que pululan por tierra, mar y aire.
Con el paso del tiempo, hará unos ochocientos millones de años, aquellas formas de vida unicelular se hicieron pluricelulares y se especializaron desempeñando funciones distintas. Gracias a esta espectacular mutación hace unos seiscientos millones de años surgen las primeras criaturas con partes duras persistiendo después de su muerte en forma de fósiles. A partir de entonces la naturaleza desplegará todo su potencial creativo moldeando –a lo largo de millones de años– una ingente cantidad de formas de vida que nos conducirá hasta nuestra propia especie muchísimo tiempo después. Pero ¿dónde comenzó la vida humana? ¿De dónde partió nuestro linaje? ¿Cuál es nuestro ancestro más directo? ¿Cuándo surge realmente el hombre moderno? En los últimos tiempos la paleoantropología nos ha brindado nuevas respuestas a estas grandes cuestiones dimensionando, aún más si cabe, el gran enigma de nuestra existencia sobre este planeta.
El esquema de nuestra peculiar evolución sigue teniendo importantes lagunas pero a pesar de ello los recientes hallazgos fósiles de los primeros antropoides o el descubrimiento de nuevos géneros Homo, como la aparición de los restos óseos de una nueva especie humana al noroeste de Sudáfrica, nos dicen a las claras que todo lo que ha pasado en la Tierra desde que explotó la vida es, a falta de un término más adecuado, «milagroso».
El esquema de ese proceso evolutivo hasta llegar a nosotros sigue estando por lo tanto incompleto, pero no dejamos de avanzar en la búsqueda de las respuestas que ayuden a dar sentido a nuestra existencia. Dentro del ámbito de la arqueología conforme avanzamos en el conocimiento de las grandes civilizaciones del pasado descubrimos también los aspectos involucrados en el declive y posterior ocaso de muchas de ellas. Hasta no hace mucho, ciertas lagunas en nuestro conocimiento de los tiempos más remotos impedían que fuésemos capaces tan siquiera de esbozar una explicación satisfactoria que esclareciera el desmoronamiento de estas complejas sociedades. ¿Cómo es posible que civilizaciones tan avanzadas pudieran finalmente perecer? ¿Cuáles fueron las causas que motivaron su desintegración? ¿Cómo pudieron construir sus fabulosos monumentos? ¿Cómo explicar sus avanzados conocimientos científicos? ¿Dónde y cómo se origina el desarrollo de esta ciencia antigua? Y esos conocimientos ¿se perdieron para siempre después de sus respectivos ocasos?
Ahora resulta que las sociedades organizadas surgieron antes de lo estimado y las primeras civilizaciones también. Testimonios como los yacimientos turcos de Göbekli Tepe y Nevali Çori o los vestigios de unos diez mil años de antigüedad desenterrados en la ciudad de Jericó han convulsionado nuestra visión de la prehistoria para siempre1. Pero eso no es todo; conforme pasa el tiempo vamos viendo que el complejo conocimiento cultural y científico que aflora tras la lectura analítica de los variados restos de aquellas enigmáticas sociedades tuvo que tener –lógicamente– un desarrollo muy anterior, lo que demuestra que civilizaciones como la sumeria no pudieron aparecer, como se sigue afirmando en muchos manuales, súbitamente, sino que son consecuencia de un proceso evolutivo del que ya hemos empezado a encontrar pistas.
Hasta no hace mucho se creía que las más antiguas ciudades-estado del mundo, con cinco mil años de antigüedad, se encontraban en Mesopotamia; sin embargo ya hubo, entre los pioneros que hicieron las primeras excavaciones, quien mostraba sus dudas al respecto; es el caso del arqueólogo Leonard Woolley, quien en 1929 decía:
Nada hay que nos muestre a qué raza pertenecían los primeros habitantes de Mesopotamia [...] En una fecha indeterminada, gentes de una nueva raza aparecieron en el valle, procedentes de no sabemos dónde, para asentarse junto a los antiguos habitantes. Eran los sumerios [...] Los sumerios creían que llegaron al país con su civilización ya formada, trayendo consigo el conocimiento de la agricultura, del trabajo metalúrgico y del arte de la escritura, desde entonces –dicen– no ha habido nuevas invenciones y si, como nuestras excavaciones parecen demostrar, hay gran parte de verdad en esa tradición [...] posteriores investigaciones pueden descubrir dónde desarrollaron los ancestros de los sumerios la primera civilización real.
Para nuestra sorpresa hemos comprobado, tal y como pasó en otros momentos clave de la historia de la arqueología, que muchas de esas pistas válidas se esconden en los Rollos de Qumrán, en la Biblia, en los Diálogos de Platón (Timeo y Critias), en las tradiciones de la francmasonería y otras fuentes remotas de tradición oral repartidas a lo largo y ancho del planeta. Resulta evidente que debieron de existir avanzadas culturas como la insinuada, por ejemplo, por Platón o tal vez –quién sabe– entidades derivadas de aquella o de alguna otra potencia olvidada que inspiró el mito platónico y sugerida en otras fuentes a las que nos referiremos en las próximas páginas.
En nuestra investigación no nos limitamos a la lectura de las viejas tradiciones, también hacemos una lectura atenta de ese libro abierto que es la geología; ahora sabemos que un acontecimiento cósmico de gran magnitud puso en riesgo la vida en la Tierra y por ende nuestro propio destino colectivo como especie. Este acontecimiento apocalíptico también ha tenido su eco en los mitos y leyendas de nuestros ancestros más remotos. Las nuevas investigaciones constatan que todos estos elementos en apariencia aislados están íntimamente relacionados entre sí. Y que aquellos terribles acontecimientos sucedieron realmente, lo que acabará por dilucidar muchas incógnitas.
A estas alturas cabe especular con la posibilidad de que hace unos diez mil años algo o alguien influyó en el devenir de la humanidad de una forma súbita, algo difícil de aceptar. Conforme a este argumento de base han brotado variopintas teorías que tratan de explicar con mayor o menor fortuna estas grandes cuestiones. Algunos de estos argumentos son difícilmente asumibles por la ciencia e incluso por el «sentido común», pues muchos de ellos resultan poco o nada ortodoxos. Así las cosas, hay quien considera que la aparición repentina de la civilización se la debemos a la intervención de visitantes alienígenas, otros esgrimen que por todo el planeta aparecen espontáneamente, y por pura casualidad, las primeras expresiones de civilización y de conocimiento científico y, finalmente, hay quien aboga por la intervención directa de alguna cultura exótica humana desconocida.
Todos los datos y reflexiones que veremos en este libro evocan el génesis de un pasado al que hacen referencia los mitos y leyendas, por lo que cabe preguntarse si, como suele pasar la mayoría de las veces, en el estudio profundo de estas fuentes tradicionales encontraremos las claves que nos ayuden a resolver este gran misterio. Al fin y al cabo toda leyenda casi siempre contiene alguna importante revelación oculta que puja por manifestarse.
Para la consecución de tan importante fin, iniciaremos nuestro viaje mucho antes de que nos convirtiésemos en humanos, para continuar nuestro periplo haciendo un exhaustivo repaso del conocimiento hermético de la Antigüedad, desde las primeras expresiones rupestres de la humanidad, los constructores de megalitos, las tribus africanas, las pirámides egipcias, los observatorios precolombinos o los templos medievales y su relación con civilizaciones desaparecidas, cuya sabiduría habría sido preservada durante siglos.
Tal vez, los libros de texto del futuro recojan parte de los argumentos que me atrevo a adelantar en estas páginas pero quiero dejar claro que lo hago desde la humildad y el profundo respeto y admiración que me merecen los profesionales de la historia y la arqueología. Ellos serán, con su trabajo científico, los que finalmente disipen las brumas del pasado. Por eso espero que sepan perdonar mi osadía al pretender dar respuesta a algunos de los enigmas que acompañan a nuestra especie desde su lejano y oscuro génesis.
Tomé Martínez Rodríguez
1 La bíblica ciudad de Jericó ha estado ocupada ininterrumpidamente durante once mil años. Los datos arqueológicos nos dicen que el asentamiento original se erigió en torno al nacimiento de una fuente y de repente, hace unos diez mil años, se convirtió en una gran ciudad en la que presumiblemente convivieron más de dos mil almas. Súbitamente, aparece un vestigio de civilización en el que sus habitantes pasan a practicar nuevos tipos de dieta, a domesticar a los animales, a ejercitar un activo comercio y a desarrollar una próspera agricultura.