¿Por qué necesitamos al emperador? ¿Por qué el monarca absoluto se introduce en el cuento de niños adultos y restaura la tranquilidad después de un supuesto caos? Un personaje por encima de la ley al que se reconoce que dicta la ley, que condena o premia acabando el relato y llenando de felicidad no solo a los miembros de su ficticio reino, sino a los espectadores de su real audiencia —es decir, los lectores del cuento. El Ello se impone a lo Real, en el sentido más lacaniano, gracias a esta figura inapelable que finaliza la violencia del relato con la coacción de su decisión indiscutible.
El golpe de Estado de donde nació el Estado (incluso realizado en un proceso imperceptible) atestigua un golpe de fuerza simbólico extraordinario que consiste en lograr que se acepte universalmente, en los límites de determinada fuerza territorial que se construye por medio de la construcción de este punto de vista dominante, la idea de que no valen todos los puntos de vista y de que no hay más que un punto de vista que es la medida de todos los puntos de vista, que es dominante y legítimo (Bourdieu, 2014, 102).
Si alguien elimina la violencia mediante el terror que produce su presencia, debemos admitir que la violencia existe previamente y que es preciso eliminarla. Pero ¿existe realmente esa violencia que debemos combatir con violencia? La pregunta parece estúpida o, como mínimo, insólita. Es tan evidente que existe la violencia.
Los historiadores nos dedicamos a acumular hechos violentos, catalogarlos y categorizarlos, y algunas veces a magnificarlos, si son el origen de nuestros Estados nacionales o de las revoluciones que han marcado los hitos de la humanidad. ¿Estamos atacando la violencia o justificando al Estado que nos protege de esa violencia?
El miedo puede convertirse en un terror paralizante o provocar una agresividad que se desate en violencia incontenible. Los sentimientos de belicosidad así descritos parecen tan claros que terminan por ser calificados de instintivos. La humanidad parecería dividirse en un grupo de atemorizadas víctimas inocentes, ingenuas, y un poco estúpidas, rodeadas por una horda de salvajes violentos que las extorsionan, las explotan y las humillan.
El esquema es tan clásico que constituye el guion de múltiples relatos, es la justificación mayor del orden y de la necesidad de un poder fuerte, cuando no de un líder. Para colmo, cuenta con una cantidad de complicidades científicas que intentan demostrarlo. Por eso, es necesario, antes de comenzar la historia del terror y su utilización en la historia, desarmar a los violentólogos —los que propugnan como natural la violencia en la mente humana— y los que la propugnan en la historia como natural para oponerse a la tiranía de los violentos.
La cuestión es más intrincada, y la mente de los humanos, un cóctel más complejo. El tema de la violencia es una materia jugosa, con muchos expertos e investigadores. En sendero paralelo al de los historiadores, discuten sobre él los filósofos que reflexionan sobre universales, los teólogos que especulan sobre la trascendencia y las ciencias y pseudociencias que, con prudencia o imprudencia la mayoría de las veces, consideran este asunto más o menos de su propiedad.
No importa que los datos corroboren lo que el historiador Robert Muchembled muestra sobre la disminución constante de la violencia en la Edad Moderna (Muchembled, 2008) y los que Steven Pinker ha aportado desde la psicología evolutiva (Pinker, 2012) sobre el declive de la agresión personal en nuestra sociedad actual. La expresión «Vivimos en una sociedad violenta» forma parte de un consenso general, afirmado mediáticamente cada noche en el noticiario televisivo y oponerse a ello se convierte en algo ridículo, propio de visiones ingenuas o «buenistas». Es decir, la violencia real no tiene nada que ver con la percepción de la misma y, por eso, no nos centraremos en la violencia, sino en el miedo a ella, que ha aumentado progresivamente en relación inversa a su descenso. Es decir, hay menos violencia y más sensación de que hay violencia. Hay una presencia real del miedo.
Recurramos a la neurociencia, utilizando los avances demostrados pero obviando los textos divulgativos y «vulgarizadores» de este «saber» a la moda. La neurociencia no define el miedo como un elemento eterno e inapelable incluido en los cerebros. Lo que estudia son reacciones fisiológicas ante determinadas situaciones de inquietud. Lo físico es labor del científico, las causas de la inquietud pertenecen al historiador o al sociólogo. La neurociencia muestra determinadas capacidades, actitudes y disponibilidades que el cerebro procesa de formas diferentes según las determinaciones del grupo social en el que se encuentra. Es decir, la neurociencia nos enseña las herramientas de las que disponemos, no las actuaciones que van a determinar en cada humano a lo largo de la historia. Si no se tiene miedo a las arañas, el cerebro no manifiesta ninguna reacción al encontrarnos con este animal.
La neurociencia, probablemente el auxiliar más importante de la historia en el siglo XXI, es tan fundamental al aclararnos cómo se estructuran las ideas como peligrosas cuando algunos de sus pregoneros pretenden determinar que funcionamos como un robot. Por eso, comenzaremos estudiando lo que aclara sobre el funcionamiento del miedo y hasta dónde llegan sus estudios en estos comienzos del siglo XXI. «El ser humano es agresivo por naturaleza pero violento por cultura» (Sanmartín, 2002).
El miedo como inquietud ante una acción futura imprevisible o una situación catastrófica puede ser el desencadenante de una gran cohesión social, mediante el desarrollo del sentimiento de protección y de la necesidad de proteger al grupo. Pero, también, puede destruir al colectivo para siempre. La comunidad se encuentra entre la necesidad del miedo que previene y el peligro del pánico que paraliza. Afrontar estas situaciones une, superarlas aporta sentimiento de superioridad personal y de grupo. Dentro del colectivo, las situaciones de enfrentamiento también muestran enormes matices. Hay una gran diferencia entre conflicto y pelea, entre disputa y combate, entre desacuerdo y rencilla personal.
La mente reacciona ordenando la fabricación de determinados neurotransmisores hormonales que preparan al cuerpo para la acción pero que tienen efectos inciertos. La adrenalina se libera por cualquier situación de tensión, de conmoción, tanto una catástrofe o una amenaza violenta como una emoción intensa y solidaria al sentirse unidos en una acción comunitaria. Es la mente la que ha ordenado su producción y la que canaliza sus efectos para bien o para mal.
Aún más equívoca es la respuesta emocional. La amígdala es el núcleo cerebral que activa los circuitos neuronales en situaciones de tensión y hace que segreguemos dopamina, neurotransmisor que se encuentra activo en todas las respuestas a las emociones. La dopamina es un neurotransmisor que se relaciona con las funciones motrices, las emociones y la sensación de placer. Es una recompensa que desinhibe y facilita la acción, va unida a una panoplia de situaciones emocionales. Pero las emociones pueden ser muy diversas, el miedo y el sentimiento de exaltación, el placer y el dolor, el castigo o el premio... La dopamina va unida igualmente al sentimiento erótico que puede ser un acto placentero entre iguales o una violación. Es decir, la mente no determina genéticamente la bondad o maldad de una acción, sino que prepara el cuerpo para realizar un acto excepcional e inhibe mecanismos que lo retardarían o evitarían.
El «furor», que tanto obsesionaba en el animismo y las mitologías clásicas, ese exceso de fuerza propio de los héroes y semidioses, ese despliegue de energía que los llevaba a realizar grandes obras o mortales masacres, quizás pueda ser una clave para entender este fenómeno tan complejo que nos hace sobrehumanos en ciertos momentos (para bien o para mal). El «furor» es necesario para poner el énfasis en una acción o acometer un trabajo con ahínco, intentar alcanzar un deseo con ardor. El entusiasmo, el fervor, la fogosidad son necesarios para superar obstáculos. La vehemencia, el ímpetu, la euforia, incluso el apasionamiento o la excitación no implican una actitud violenta pero pueden derivar igualmente en actitudes de una agresividad extrema si se ven coartados esos deseos que deseamos alcanzar. Entonces, ese furor se convierte en ira, manía, rabia o saña contra los demás que impiden —o creemos que impiden— alcanzar este objetivo tan ansiado que obnubila nuestra mente. Es en relación con el poder, el control del poder, el abuso real o supuesto del poder... por lo que mata el Homo sapiens. No es natural esta violencia, por tanto, solo es eterna para los que históricamente están interesados en que lo sea. En su libro La mente de los violentos, Sanmartín Esplugues realiza un análisis de esta literatura «determinista» de la violencia. Hay términos, como «agresividad» y «violencia», que suelen emplearse como sinónimos, y no lo son (Sanmartín, 2002; 2005; 2008a).
En muchos casos, el miedo, como fenómeno absolutamente humano, evita la violencia directa, ya que sustituye el acto por la imagen mental que tiene el amenazado de lo que podría pasarle. El amedrentado se pliega a los deseos del atemorizador e incluso puede llegar a pensar que desea ser amenazado, que es parte de su seguridad y es feliz con su dominio. El miedo es el medio más efectivo de control sobre los grupos humanos por parte de las elites. Es imposible un control de las poblaciones sin un miedo concreto del que deseen ser protegidas.
El Homo sapiens no mata, sin embargo, por una agresividad innata; en todo caso, canaliza la necesidad de acción debido a una serie de situaciones reales o narraciones descriptivas que le conducen a practicar la violencia. Puede ejercer la violencia ante alguien que lo amenaza con un arma —el menor de los casos—, ante alguien que está utilizando sus armas contra otros..., pero también utiliza la violencia para impedir un supuesto mal mediante un sacrificio humano o encabeza un pogromo contra un barrio de un grupo humano acusado de un supuesto mal. En todos los casos, lo que une a estos colectivos agresivos es el miedo a un mal que el humano piensa que va a suceder y que se debe evitar. El Homo sapiens es el único animal que siente miedo de sus congéneres —una de las razones por las que los ataca o por las que huye, por las que se rinde o acepta condiciones que ningún otro animal aceptaría. Y este miedo a una agresión, real o supuesta, también se articula en relatos, leyendas y fábulas que sustituyen la violencia directa, física, por la mental, por la inducción del miedo al otro en el cerebro humano.
Ese miedo exige un relato previo. En un misterioso juego de imaginarios diversos, la humanidad, para liberarse del miedo o para amedrentarse, necesita la seducción de una historia, de un cuento. Y estas historias sirven tanto para liberarse del miedo a la violencia como para poder ejercerla, para violentar a los otros. Necesita un relato que se construye históricamente, que se escucha y se asimila, que se articula en la mente antes de matar u obedecer.
Volvamos a la producción de dopamina, ese premio neuronal de placer por el triunfo. El Homo sapiens también es el único animal que encuentra un disfrute particular en la violencia directa o en la exposición de la violencia mediante imágenes o relatos, un culto a Tánatos casi erótico, que le lleva a sentir placer ante el sacrificio propio o ajeno, la tortura, el juego de riesgo, el duelo con posibilidad de muerte... Estas posibilidades se articulan en relatos y constituyen un género de ficción que es actualmente el más seguido por la humanidad, tanto en su forma escrita como en su formato audiovisual. Es el thriller, la novela negra, la película de acción, herederos del drama y la tragedia del teatro clásico que del mismo modo satisfacía a su público en la exposición del dolor ajeno como si fuera el propio.
Los científicos han discutido mucho sobre esta extraña ambivalencia humana entre el bienestar y la aflicción, el gozo y el daño, llegando a la conclusión de que la diferencia entre el placer y el dolor se reduce a una cuestión de intensidad (Higgins, 1997). Los mismos centros nerviosos son los que sienten el contacto, sea agradable o desagradable, los que lo admiten como caricia o lo rechazan como daño —por ser un contacto doloroso o repugnante. Un nuevo componente se une a esta sensación agradable o desagradable: el asco. El hecho de que una caricia sea placentera y otra sea repulsiva o irritante no depende solo de la caricia, sino de la persona que la da y de la imaginación de quien la recibe. La zona de sensación dolorosa —pero también la de rechazo por asco— no está en la piel, sino en el cerebro, que procesa la sensación de manera diferente en cada persona (Apkarian et al., 2005, 463-484).
Esta unión entre los centros del placer y el dolor va a constituir uno de los problemas que trataremos cuando describamos la gestión del miedo —que es la ansiedad que siente un ser humano ante la posibilidad de sufrir dolor. El ser humano puede llegar a la decisión aparentemente contradictoria de querer sentir dolor o autolesionarse para evitar un dolor psicológico, actuar sobre la piel provocándose daño para calmar una ansiedad que ha nacido en el cerebro.
La conclusión es que, para sentir placer y dolor, hay que imaginar sentirlos (Berridge y Kringelbach, 2008, 457-480). La construcción de las imágenes de mal y de daño tanto como de satisfacción y de deleite son creaciones de las sociedades humanas que varían a lo largo del tiempo. Y los fabuladores, los gestores de estas imágenes dobles, de placer y de dolor, son muchas veces los mismos, como veremos. Estos incitadores y reguladores de la acción humana individual o de grupo —por ejemplo, los managers deportivos, los líderes sociales, empresariales o políticos— prometen obtener el placer a través del dolor, mediante el esfuerzo, el sudor de una acción vigorosa o el sacrificio de un placer a cambio de un deleite futuro. En definitva, el «furor» que lleva al triunfo. Estas fronteras confusas entre placer y dolor, y su construcción mental, van a ser fundamentales en la actuación social de las elites a lo largo de la historia, en la creación de expectativas sociales gozosas que requieren sacrificios previos pero, también, en la utilización de los temores y castigos simbólicos futuros como arma para el control de las poblaciones.
En todos estos casos, los agentes sociales actúan sobre una zona del cerebro, el núcleo accumbens, situado en cada hemisferio que forma el estriado ventral con el tubérculo olfativo. Este conjunto de neuronas interviene en los sistemas de recompensa, de acostumbramiento, del placer, de la risa, del miedo y del efecto placebo. Un conjunto disperso y contradictorio que está aún por estudiar en profundidad (Cavanna et al., 2011).
Es fundamental que no nos quedemos en el espacio fisiológico pero, al mismo tiempo, caminemos en paralelo a sus investigaciones, porque es sobre el cerebro donde trabajan los agentes sociales del miedo. Es la cultura la que determina los factores fundamentales y diferenciadores del placer y el dolor, del placer que sentimos al eliminar el dolor o al provocarlo (en nosotros mismos o en los demás). Porque incluso el disfrute ajeno, el hecho de que triunfen otros componentes del grupo, puede provocarnos dolor (el sentimiento de la envidia) o, del mismo modo, el dolor ajeno nos puede producir una inmensa alegría, como muy bien ha explicado en su trabajo el equipo japonés dirigido por Hidehiko Takahashi, «When Your Gain Is My Pain and Your Pain Is My Gain: Neural Correlates of Envy and Schadenfreude»1 (Takahashi et al., 2009). Todo esto es absolutamente cultural, por tanto, histórico, y vamos a ir explicándolo.
La cultura no es algo dado, sino en construcción permanente, no es un universal sincrónico, sino un fenómeno diacrónico que se adapta a circunstancias y lugares diferentes, que evoluciona en una charla continua con el presente y, sobre todo, con el pasado. Por tanto, los miedos cambian y se adaptan, son un objeto histórico analizable.
Las teorías del miedo las trataremos históricamente. Veremos que los miedos sociales están determinados por las formas en que los constructores de relatos han ideado mecanismos y estrategias para que nos asustemos, del mismo modo que se han ideado estrategias mentales y fabulaciones para que superemos esos miedos mediante un final en el que el mal es castigado. En cada época, los gestores de los miedos sociales, para controlar sus sociedades y controlarse a sí mismos, se adaptan a estas «historias», las viven como propias y reales, y ofrecen salidas a esos miedos mediante instituciones o acciones violentas, exorcismos contra el mal y los malvados.
Así, quienes describen los miedos de una época lo hacen en función de las teorías que circulan en ese momento sobre el miedo y los mecanismos para superarlo. Trataremos el miedo como una patología religiosa en las mitologías y los monoteísmos; el miedo como un asunto de Estado en el leviatán hobbesiano; el miedo ilustrado al caos en el siglo XVIII, donde la razón ilumina la oscuridad que nos aterroriza pero puede producir monstruos; el miedo como una histeria médica en el XIX; la estructuración de la sociedad eugenésica y sus miedos a la contaminación de las razas o seres inferiores; el miedo en el conductismo o el miedo en el psicoanálisis; el miedo en relación con los medios de comunicación en el siglo XX, y el miedo provocado por la propia ciencia en el cientificismo del siglo XXI.
La primera dificultad comienza por el origen social del miedo, ya que es muy complicado el estudio de las sociedades originarias de comunicación gestual-oral, nómadas o seminómadas, que han constituido el periodo más largo de nuestro pasado (el 95 por 100 de la existencia del Homo sapiens). Estas sociedades no nos han dejado una constancia cierta —comprobable mediante la arqueología— de los relatos que se contaban para superar el miedo o para amedrentarse mutuamente. Solo podemos atestiguar indicios de sus inquietudes y certificar restos que han podido dejar en la tradición oral del cuento, un relato que es universal, se atiene a unas determinadas reglas y estrategias narrativas, mantiene unas hormas determinadas que han sido descritas por los formalistas.
El miedo y la gestión del miedo en el periodo animista —el propio de las sociedades de comunicación gestual-oral, sin escritura, que construyen su memoria de grupo en forma de relatos— se sitúan en este espacio de representación que otorga el lenguaje. El miedo se sitúa en un espacio exterior (de pensamiento simbólico) para controlarlo. El especialista de Oxford Dominic Johnson, en su libro God Is Watching You: How the Fear of God Makes Us Human (Johnson, 2015), analiza, desde la neurociencia, doscientas culturas preindustriales y los sentimientos morales de control mental que desarrollaron, sentimientos que, según el investigador, avanzan con sociedades cada vez más complejas, que aseguran la cohesión social e instauran el dominio de los controladores de estos miedos sobre el resto de la población.
Es el mundo de las palabras el que crea el mundo de las cosas.
JACQUES LACAN
El ser humano camina, recolecta, caza, come..., pero no comprende nada de lo que hace si no se comunica con el resto del grupo, si no lo comparte, lo aprende y lo comenta. La realidad no existe si alguien no la cuenta (Arendt, 1984). La comunicación humana es la actividad de compartir relatos en comunidad. La mayoría de ellos son simplemente noticias de lo que pasa en el grupo humano. La humanidad estructura su memoria y su comprensión de la realidad en forma de narraciones que incluyen descripciones de paisajes y hechos pasados, rememorados en su mayoría (es decir, que han sido «nombrados», contados, muchas veces). Este relato de transmisión oral se adapta a cada circunstancia y momento. Es fluido y acompaña el caminar de los grupos humanos que son nómadas durante la mayor parte de la historia humana. Andanza y correría son sinónimos de relato y cuento, indican este carácter viajero de las comunidades trashumantes que nos precedieron. La mayoría de estos relatos presentan una cierta elaboración con trama, personajes y un punto de vista narrativo que pretende convencernos de algo en concreto, que nos seduce o nos manipula. Estas historias y narraciones han sido compartidas en todas las culturas como medio de entretenimiento, de educación, de preservación cultural de la memoria del grupo y, fundamentalmente, para inculcar determinados valores, como los que se han estudiado de los pueblos originarios americanos (Langellier, 1989).
Esta suma de relatos que forma la tradición universal de los cuentos se intentó organizar con la clasificación de los folcloristas Aarne-Thompson (Aarne, 1961). El componente de miedo es igual a la emoción de la aventura o, lo que es lo mismo, la hazaña que el héroe desempeña requiere superar un determinado miedo por parte del protagonista de la peripecia. Los personajes se repiten en sus actuaciones y comportamiento, los monstruos del imaginario son tan arquetípicos que, con solo nombrarlos, los imaginamos. La clasificación de Aarne-Thompson nos plantea la superación del miedo mediante la posesión de elementos mágicos y donde el héroe se enfrenta a adversarios sobrenaturales: dragones, gigantes, ogros, brujas, genios malignos, vampiros, hombres lobo, espectros, la muerte misma como personaje... (Aarne, 1961, 300-399).
La operación del grupo humano con el cuento es un exorcismo: se sitúa un miedo en un espacio intemporal —pero real, porque pertenece a la memoria del grupo (el cuento aún no ha sido considerado un relato falso, sino que es simplemente una «noticia», algo que se cuenta). Alguien, un héroe, va a luchar con ese miedo y lo supera, lo vence, demostrando que es posible lograrlo. Estos relatos se cuentan tantas veces que son memorizados por la comunidad y relatados de generación en generación.
Si la historia es un relato, el miedo es parte fundamental de él. En los cuentos —donde siempre hay un elemento de tensión y conflicto que se soluciona finalmente—, siempre tenemos la duda de si los elementos que se describen y que provocan la emoción sirven para superar una situación o para crearla, para tener herramientas con las que asumir el terror o para quedarse aterrorizados y formar modelos para aterrorizar a los demás. El psicoanalista Bruno Bettelheim analizó esta ambigüedad en Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1994), defendiendo su carácter transgresor y catártico para los niños, y enfrentándose a la corriente educativa norteamericana que deseaba eliminar los finales sangrientos y las escenas escabrosas de la mayoría de estos cuentos. A finales del siglo XX y comienzos del XXI, ante los relatos violentos, las películas gore o los videojuegos de hiperviolencia, se reproduce esta polémica sobre la ambigüedad del relato de terror.
Los personajes de los cuentos no son exactamente buenos ni malos. Su comportamiento, en muchos casos, no sería el correcto según los parámetros morales actuales. Su poder mágico es excesivo, son seres que poseen demasiada fuerza, que despliegan ese «furor» sobrehumano que les permite superar el dolor y la adversidad para lograr su objetivo. Los oyentes de estos relatos sufren un proceso catártico, de hipnosis, de ruptura del sentido de la realidad, que es tan beneficioso como peligroso. Entran por un momento en la fuerza del relato que les están contando.
Los contadores de cuentos, los primeros gestores de estos miedos de la comunidad, son los primeros en ser afectados por este exceso de «fuerza». Al estar en contacto con el relato, vivirlo, ellos mismos se encuentran estigmatizados, cargados de un exceso de «furor» que canalizan al describirlos y deben atenerse a unos determinados tabúes que pueden incluir la ausencia de relación con otros miembros del grupo o el hecho de vivir fuera de la aldea. En muchas culturas se terminan especializando como juglares y heredan las características durante generaciones. Es el caso de los griots o jelis, narradores de cuentos del África occidental.
Muchas veces, el héroe es el más pequeño, el más débil, el más canijo y diminuto del grupo, sea Pulgarcito o David frente a Goliat. En los relatos, el miedo del «pequeño» (más débil que niño) se supera mediante la trampa y la utilización de la inteligencia/astucia del héroe/heroína. La fuerza es vencida por el enredo, la farsa, el engaño —incluidos el fraude, la manipulación y la mentira, que no son nada heroicos pero que son practicados por los héroes de los cuentos prejerárquicos. Los cuentos están llenos de ardides, artimañas, timos y trucos utilizados para obtener la burla y el fraude del malvado, incluidas escenas pícaras y burlonas que sirven para reírse de su grandiosidad, su pretendida majestuosidad y su pompa ridícula.
Otro grupo de cuentos nos hablan de talismanes y ayudas mágicas para vencer al ogro que han sido obtenidos por haber realizado una buena acción o por una casualidad afortunada o una herencia sagrada. Los cuentos son crueles, atroces, despiadados y sanguinarios. El malvado muere quemado, descuartizado, cocido en un horno... La liberación es absolutamente catártica y transgresora, como en un film de Quentin Tarantino (uno de los mejores herederos de esta tradición cuentista).
El cuento, asimismo, establece una difícil frontera entre la vida y la muerte que ofrece toda una cosmogonía de muertos vivientes o de vivientes que se sacrifican para aprovechar su fuerza vital, introduciendo el mito de la sangre que da vida y de las personas que chupan la sangre o el alma, muertos que vagan sin sentido o con hambre, como zombis, y una sucesión de sombras, espectros, aparecidos y fantasmas. Los narradores especializados en estos relatos se acompañan en sus ceremonias con máscaras que inauguran el preludio del teatro clásico, como en el arte senufo (Costa de Marfil, Burkina Faso, Mali), donde esos relatos regulan las celebraciones de las sociedades secretas Poro (de hombres) y Sande (de mujeres) organizando el mundo en dos sexos opuestos. En algunos casos, una escultura, como la Kafigelyo (Kafigeledjo) de los senufo, que dice la verdad siempre, permite identificar a los criminales2. La estatua prácticamente no tiene rasgos humanos, el terror más intenso e inquietante, al no tener mirada, como sucederá en El grito de Munch (Gagliardi y Petridis, 2015, 6-23).
El terror en las sociedades originarias está provocado por figuras grotescas y de pesadilla, mientras que la armonía de las formas promueve la concordia social. Dedicadas a la propiciación de la fertilidad y la cosecha, a los ritos de paso —nacimiento, mayoría de edad o entierro—, los relatos se organizan en representaciones previas del caos, del desorden y del gozo sexual descontrolado, el sacrilegio precede al orden moral, los animales monstruosos y amenazantes preceden a las jerarquías sociales del clan.
Los cuentos sirven para superar el terror y para aterrorizar. Son hormas narrativas de utilización diversa, odres que se pueden llenar de contenidos bien diferentes. Poco a poco, los argumentos se extraerán del relato, se estructurarán en estrategias narrativas, en argumentos que justifican el poder de un grupo o de un clan concreto. Lentamente, el cuento se estructura y ciertos relatos sirven para justificar jerarquías y diferencias sociales.
¿Por qué los hombres narran, por qué son narradores? Lo que les gusta es la secuencia ordenada de los hechos, ya que tiene la apariencia de obedecer a una necesidad, y mediante la impresión de que la vida posee un «camino» propio logran sentirse de alguna manera cobijados en medio del caos (Robert Musil, El hombre sin atributos, 1930).
Los cuentos sitúan a sus héroes en esas fuerzas estelares o naturales, en la conjunción de las estrellas o en los rayos de una tormenta. Forman un mundo de fuerzas naturales que conforman las mitologías y los dioses, que son los antiguos protagonistas de los cuentos. La cosmogonía crea el Estado (Bloch, 1997, 95-130), al establecer un orden en las esferas celestes que tiene su equivalente en la estructura jerárquica del orden estatal terrestre. Los grandes palacios —comenzando por la Ciudad Prohibida de Pekín— conforman mapas estelares, forman una geografía cósmica. Los grandes imperios están obsesionados —y amedrentados— por el control de ese arco celeste, se entregan al control del tiempo mediante calendarios que no tienen nada que ver con una concepción moderna del tiempo, el cálculo y la medición, sino con el servicio de estos medios para el control del futuro, la astrología y la predicción. Es universal la aparición de zodiacos diversos en sociedades que no tenían contactos entre sí.
Todos los terrores frente a un extranjero agresivo —todo lo que es foráneo para el nativo— forman parte de la cohesión del grupo, que construye una muralla de rituales frente al caos exterior. Y, al mismo tiempo, permiten justificar la estructura desigual de la sociedad, donde los excedentes del grupo van a ser canalizados hacia las elites que controlan ese miedo —como describe Jared Diamond en su texto «Del igualitarismo a la cleptocracia» (Diamond, 2006, 305-338). La desigualdad no se hubiera impuesto sin el miedo que produce el caos. Las historias sobre los comienzos del grupo son estructuradas por el grupo de poder que las ritualiza y las convierte en el relato «sagrado» del grupo. Desde el momento en que las sacraliza, es sacrílego alterarlas, contarlas de forma diferente, irónica o transgresora.
El equilibrio es necesario y el miedo a romperlo requiere el sacrificio. Esta solución inédita provoca un sinfín de tabúes y rituales, para comportarse como esferas celestes, y de ríos de sangre, para alimentar la vida de una supuesta cosmogonía implacable. Es universal, por tanto, la existencia de sacrificios humanos para impedir que la máquina se detenga o sobrevenga la catástrofe. La universalidad de estos sacrificios humanos revela que están unidos al nacimiento del Estado, a la separación de la sociedad en jerarquías sociales estratificadas y al relato terrorífico que necesita sangre para evitar el caos. Los sacrificios humanos en las sociedades cosmogónicas son comunes a las sociedades iniciales de Mesopotamia, Palestina, las primeras dinastías egipcias, Creta o las sociedades aqueas de Grecia (Bonnechère, 1994), las sociedades célticas e íberas, las ciudades-Estado fenicias, su heredera Cartago, las monarquías sagradas africanas, las primeras dinastías chinas y los imperios y monarquías sagradas amerindios —mayas, aztecas e incas. Es decir, cubren todas las sociedades de la temprana domesticación de animales y plantas, en donde las poblaciones son aterrorizadas con la posibilidad de que los ciclos agrarios anuales se vean interrumpidos si no se nutren de sangre los altares de los dioses (Bremmer, 2007). En los mitos originales de muchas culturas son los propios dioses los que se sacrifican, para dar lugar a la vida, o los fundadores del grupo o la ciudad, como sucede en la leyenda de Rómulo y Remo3.
Su universalidad es aún más sorprendente porque no existe ningún contacto entre estos núcleos y llegan a esta reflexión criminal autónomamente. ¿Es un elemento inevitable de la constitución de los Estados en las monarquías sagradas? ¿Es la forma más adecuada de control de las poblaciones por las nuevas jerarquías?
Es, como mínimo, paradójico que en la mayoría de los libros de historia sobre estas culturas la inmolación de personas no se describa o se cite como anécdota, sin entender que es un elemento clave del poder de las elites en esas culturas. En muchos casos, estos holocaustos son cíclicos o son realizados por cuestiones concretas (sequía, conjunción astral, determinadas fechas nefastas...), en muchos lugares se unen al sacrificio de las personas y los animales que acompañan al rey en su tumba. En todos, son las elites quienes determinan el ritmo y el número de los ofrendados.
¿Llegó la guerra y la violencia con la domesticación de animales y plantas? ¿Fue necesario el terror con la aparición de la propiedad y la agricultura? ¿Fue una consecuencia de la civilización y de la necesidad de defender la jerarquía instaurada por ella? Esta tesis tan atractiva y que tiene tantos defensores queda por demostrar, según la teóloga Karen Armstrong (Armstrong, 2015, 23). Lo cierto es que la arqueología ha demostrado que las aldeas primitivas comienzan a rodearse de empalizadas y murallas, a aparecer algunas con evidentes signos de violencia e incendio, a encontrarse fosas comunes donde han sido enterrados grupos de personas con signos de violencia. Y a extenderse en todas ellas el asesinato ritual de personas y grupos humanos.
Uno de los hechos generales es la elección de las víctimas: no son débiles ni ancianos, sino niños o personas jóvenes los elegidos para el altar del sacrificio. El placer de las multitudes por la celebración de estos asesinatos es evidente y, en muchos casos, se constata el hecho de exponer el dolor mediante largas torturas que prolongan esta especie de espectáculo teatral de la tragedia humana. Hay una evidente perversión erótica en la elección de jóvenes guerreros y doncellas para el sacrificio. La pulsión de muerte, de culto a Tánatos, une al sacerdote sacrificante y al sacrificado, de cuya entrega al sacrificio, en algunos casos, como el del sacrificio samurái en Japón, también tenemos constatación. Lo evidente es que las hormas de estos relatos sacrificiales que entusiasman al espectador y lo hipnotizan se transforman en elementos que utiliza el poder en su beneficio, en la separación de clases, la institución de jerarquías y de un Estado que basa su poder en el terror.
Los cuentos orales continuarán su larga trayectoria prestando contenidos a las mitologías, las historias de reyes y héroes, las hagiografías de los santos medievales..., recogidos finalmente en recopilaciones escritas desde la Antigüedad al Renacimiento (Decamerón, Canterbury o la magnífica antología de Giambattista Bassile, muy cercana a la morbosidad de los relatos originales). Posteriormente, con la imprenta, el Estado naciente moderno realizará una maniobra de apropiación de estos relatos a favor del poder estatal y el monarca absoluto. Los héroes pillos y pícaros ceden el paso a los príncipes y princesas, en una operación que, desde Perrault a los hermanos Grimm, reconstruye los cuentos originales para adaptarlos a las nuevas normas morales. El cine terminará la operación con la transformación del mayor destructor de la tradición oral que es el productor Walt Disney.
El cuento que ejemplifica este rapto del relato oral por las nuevas elites es la fábula moral de La Fontaine, El cuento del lobo y el cordero, en cuya moraleja el autor nos advierte: «la razón del más fuerte es siempre la mejor, lo demostraremos enseguida» (La Fontaine, 2016, 75-77). En su versión absolutamente desconsoladora, no hay un «granuja» que engañe al malvado. El lobo se come al cordero, el poderoso triunfa irremediablemente.
El relato se conforma en las sociedades humanas como el gran impulsor tanto de los miedos como de su superación, es el organizador de la estructura social, tanto de la rebelión contra la injusticia como de la justificación de las jerarquías existentes. Es el promotor de la aventura, la superación y el sacrificio personal, pero también puede introducir la inseguridad y el miedo que provoca la necesidad del protector paternalista.
El relato llega a raptar la mente de su público e introducirlo en los caminos de lo desconocido y el misterio con una capacidad hipnótica tan fuerte que puede hacerle perder el sentido de la realidad. El relato puede introducir peligrosamente el riesgo placentero de disfrutar con la idea de la muerte cercana, posible e incluso deseable como entrada al secreto de la vida, puede llegar incluso a proponer que esta muerte sea el camino para convertirse en un ser superior. Sobre esta base, realmente paradójica de sentir dolor para ser mejor, se constituyen los ritos de iniciación y su atractivo continuado sobre la mente de los más jóvenes.
¿Qué razones pueden llevar a un joven a pensar que es placentero el dolor con tal de ser admitido en un grupo? La neurociencia ha estudiado el doble aspecto de la acción de la serotonina, neurotransmisor responsable de la sensación de éxtasis, que tanto podemos asociar con experiencias religiosas como con las deportivas o de combate. Como en todos los aspectos neurológicos que estamos tratando, la acción de la serotonina puede llevar a la acción cooperativa o agresiva, cuando no a ambas coordinadas (Beitchman et al., 2011). La antropología ha intentado determinar —con enormes discusiones internas ideológicas— si los grupos cazadores originales adquirieron este mecanismo mental durante los siglos de nomadismo para concentrarse en un objetivo concreto y conseguirlo con éxito. Esta acción comporta varios aspectos en los que el cerebro actúa: el cuerpo se inmuniza al dolor para lograr una acción más eficaz, el individuo se desinhibe al fundirse con el grupo y la unión con este le produce un placer superior, que puede llegar a una identificación casi alucinógena (Audero et al., 2008; Tyler, 1958).
Áyax transporta el cadáver de Aquiles. Crátera de volutas, Clitias, 570 a.C., Florencia, Museo Arqueológico.
Los ritos de iniciación a la edad adulta en los varones producen una separación de géneros y edades en las sociedades animistas. Mediante rituales sangrientos representan la muerte del niño y el renacimiento de un nuevo hombre. A estos héroes se les promete morir jóvenes: este ideal estético sirve para proteger el poder mediante la violencia de las sociedades viriles. La Ilíada resume el ideal estético violento de Occidente, donde el Oriente es construido como un oponente femenino pleno de molicie, lujo y traición.
Esta sensación de pertenecer al mismo grupo, a una unidad intensa y emocional, se desarrolla sobre todo entre los varones que establecen unos vínculos inéditos con sus compañeros de caza o guerra. Es el sentimiento que ha descrito Chris Hedges en su libro La guerra es la fuerza que nos da sentido (Hedges, 2002). La participación en un grupo colaborativo con un objetivo determinado para el progreso de la comunidad produce el mismo efecto de unidad apasionada y entusiástica que la agresiva acometida victoriosa sobre un grupo enemigo o la obtención de una buena partida de caza. La intensidad de la búsqueda de la trascendencia puede llevar a los individuos a convertirse en guerreros, en cazadores, en monjes o en ascetas. A veces, la misma persona se encuentra en ambos casos, pasa de un tipo de acción violenta a una de colaboración pacífica o al revés; a veces encontraremos unidos estos dos comportamientos en las órdenes guerreras de cristianos, musulmanes o budistas que han existido a lo largo de la historia.
El problema es que este sentimiento de trascendencia, necesario para la supervivencia del grupo, se convirtió en las sociedades originarias en un factor de separación entre los géneros masculino y femenino, entre los varones mismos que participaban en esas acciones de grupo y, por supuesto, entre el grupo organizado y los grupos exógenos. La sociedad igualitaria y cooperativa original comenzó a deshacerse o desmigajarse aldea por aldea, mediante la separación de estos grupos de varones que inventaron la virilidad a través de los ritos de iniciación (Bettelheim, 1954).
Estos ritos se convirtieron en universales, comunes a todos los grupos recolectores-cazadores de los que hemos tenido noticias históricas. Y estos ritos eran —y son—, ciertamente, bruscos y agresivos, comportando una ruptura de la paz de la colectividad en busca de una separación sagrada. Los participantes se consideran miembros de un escalón superior de la comunidad, al mismo tiempo que excluyen a otros, sobre todo, a mujeres y niños, de sus ceremonias y de la participación en su corporación de elegidos.
La mayoría de sus miembros entran en el grupo por el espanto a ser excluidos, a quedar fuera de los elegidos. Los jóvenes varones sienten pánico a ser excluidos, a ser eternamente «menores de edad» o directamente considerados como parte del sector femenino del grupo —que se ha creado a partir del viril, es decir, «el sector no viril». Estos grupos de iniciados aterrorizan al resto, pero, del mismo modo, sienten el miedo de no comportarse como «iniciados», lo que les da cohesión como grupo. Es decir, forman un cuerpo aparte, que se concede a sí mismo un estigma, una marca espiritual y frecuentemente corporal. Siendo portadores de un tabú, se comportan con el resto de manera compleja, entre el desprecio de sentirse superiores, el honor que les confiere su posición, la obligación de adoptar determinados comportamientos hacia la colectividad y la belicosidad que despliegan si no se les reconocen sus derechos como tales.
¿Y qué es lo viril? La creación del arquetipo viril (Moreno Sardá, 1988) procede del término vis/vires, representación en latín de esa «fuerza vital» que es común en las lenguas indoeuropeas. Es la raíz de vida libre, de la virtud en cuanto valor, pero también es el origen de la violencia y de violar, de atacar con saña y con desprecio la vida ajena. Reúne todo lo que define a un hombre como varón. Esa fuerza, esa «furia», ese vigor que permite que la voluntad de uno se imponga a los demás. Es un término que define el poder y que impregna incluso el derecho, la fuerza mayor ante la que no cabe resistencia, como lo indica el «caso de fuerza mayor» (la vis magna cui resisti non potest del Código de Justiniano).
En el mundo grecolatino es la fuerza desatada del joven irascible que lleva en la tragedia al desenlace fatal inevitable. Es lo que une al joven con el animal, la ferocidad, que debe ser controlada. Pero también es la fuerza divina que lo inunda y le hace convertirse en un héroe. El grupo indoeuropeo mitificará esta violencia como sagrada en los jóvenes adalides asesinos (Armstrong, 2015). Este despliegue de furia y violencia no contenida es el que domina al campeón mesopotámico Gilgamesh, que vive de los recursos de la guerra, que se separa del trabajo manual, que lo desprecia como femenino, que debe ser alimentado como un niño grande y caprichoso... y cuya fuerza temen hasta los dioses.
La virilidad estructurará y será la base de las bandas varoniles, con una ambigüedad entre su aparente anarquía organizativa y su real funcionamiento como máquina de dominio. Las bandas masculinas de jóvenes, las alegres fratrías que veremos a lo largo de esta historia del terror, son un producto de todas las épocas y la fuente de un despliegue de violencia complicado de controlar por el poder que desea utilizarlo para sus fines. Por un lado, como estructura jerarquizada, son un medio para entrar en el poder y aceptar la autoridad, someterse a una disciplina y caudillaje al servicio de la violencia, controlada y dirigida por los mandos seniors de la organización. Por otro, son el embrión de un grupo de amistades horizontales de enorme fuerza vital entre los miembros jóvenes.
La camaradería entre los miembros adolescentes, que se reconocen como elementos de una solidaridad superior y que se separan del resto, participa de una emoción erótica, prácticamente homofílica, con toda una gestualidad interna de signos que la reafirman4 —aunque, en la mayoría de los casos, tienen absolutamente prohibida esta relación entre sus miembros porque justamente estropearía el carácter de grupo que pretenden— y que coincide, también en la mayoría de los casos, con una enorme agresividad sexual hacia el sexo «opuesto», también expuesta con una gestualidad pública y aparatosa. Estos jóvenes, por esta unidad interna tan compacta, representan un vector de violencia inédita, impredecible y azarosa, desencadenada en una tromba donde ellos mismos no saben cuándo y dónde puede acabar. El furor, alegre y jubiloso, que los anima en esta desmadrada fiesta placentera puede desembocar en una orgía de sangre que encuentre en la riña y la pelea el gozo supremo y transgresor.
Este despliegue se debe mantener pero, al mismo tiempo, controlar por los seniors —los «mayores», término del que derivará «señores», los que controlan el poder— ya establecidos. Los espartanos incitaban a sus jóvenes a atacar a los ilotas para mantener esa agresividad y mostrar que solo el robo y la extorsión son legítimos en la conquista de los bienes. Esta idea de que las juventudes aristocráticas deben ser violentas para mantener la conciencia de casta y la continuidad del sistema es la que lleva a los gestores seniors de las instituciones de reproducción a ser condescendientes con estas violencias y, en cierto modo, a regularlas. En algunos casos, las sociedades agrarias establecen mecanismos de control de estos grupos jóvenes incitándolos a la peregrinación o el viaje sagrado, a la conquista de nuevos territorios o a las cruzadas y, actualmente, a la formación de grupos asociativos o deportivos. En los años noventa, los teóricos neoconservadores norteamericanos argumentaron la necesidad de la agresividad juvenil, del mismo modo que defendieron la venta libre de armas, ya que las sociedades pacificadas son sociedades desarmadas frente al posible enemigo.
Los dos héroes del mundo griego son dos jóvenes pertenecientes a un grupo de iniciados, dos violentos: Aquiles y Alejandro, que despliegan el furor de una violencia increíble y que mueren jóvenes. Alejandro se educó en el mito de Aquiles, Julio César tenía como ideal a ambos. El mundo grecorromano no es humanista, mitifica a un hombre joven en edad de luchar, libre y viril. La belleza del adolescente atraviesa toda la literatura y el arte griego (el Kuros, que compite en los siglos VIII-VI a.C. con las Korai femeninas, termina imponiéndose como canon de belleza en el siglo v a.C.)5. En Grecia se rompe la idea de la ancianidad como la etapa de la perfección y la sabiduría (propia del confucionismo o de los Vedas con su continuidad brahmánica, o de la tradición abrahámica de los textos bíblicos). El viejo, el imbécil —el que lleva báculo— es ridiculizado en el teatro y la literatura satíricos. La idea del joven héroe que muere en la batalla sigue siendo un ideal que permanece en el imaginario clásico durante toda la Antigüedad. Estas juventudes recorren la historia con su violencia no solo entre las diferentes bandas, como los samuráis (Silver, 2004) —que continúa en los ritos de los yakuza japoneses (Schilling, 2003), en los ritos de la mafia rusa (Promesas del Este, 2007) o en los variados grupos orientales de artes marciales (Escajedo, 1997)—, sino atacando grupos desprotegidos en razzias alegres de fiesta sangrienta, como los jóvenes espartanos contra los ilotas o la juventus que describe Georges Duby (Duby, 1978, 112-121).
El héroe, introducción indoeuropea, según Georges Dumezil, afecta a todas las culturas con una promesa de una muerte rápida y un walhala en el que solo entrarán los muertos en la batalla (Dumezil, 1949). «Ese joven es, dentro de la ciudad, la constancia de un resplandor que proviene de los dioses» (Sichère, 1996, 46). En Grecia se domestica al individuo canalizando esta divinización de los efebos, que son, al fin y al cabo, los jóvenes violentos que se transformarán en ciudadanos y amos de la ciudad en la generación siguiente. La transformación de la violencia en gimnasia es un invento griego, así como la organización entre paideia y pederastia de estas instituciones. Se reducen las muertes dentro de la ciudad y se proyecta la violencia en la expansión de la misma, pero se produce una violencia sistémica inevitable: las ciudades griegas deben competir continuamente entre sí.
La resurgencia constante del fenómeno de las bandas juveniles a lo largo de la historia se produce por factores como la reunión de jóvenes sin trabajo, el aumento de la edad de casamiento, la entrada tardía y jerarquizada en la vida social, la ausencia de estructuras estatales en regiones como el oeste o en barrios de migrantes. Algunos sistemas educativos, como el alemán-austriaco o el británico, institucionalizaron en el siglo XIX este sistema de iniciación juvenil y legalizaron la violencia interna en los colegios de la alta sociedad, así como la utilización jerárquica y sexual de los menores novatos por los adultos veteranos, permitiendo incluso el duelo o reafirmando el orgullo de llevar una cicatriz en la cara (algunos se las provocaban ellos mismos para poder contar luego una divertida historia de ficción, ya que, en las universidades alemanas, era una afirmación semihumorística que no se podía aspirar a ser catedrático sin lucir en la cara el costurón de una buena pelea). Estos grupos iniciáticos de jóvenes estudiantes son descritos en El joven Törless (Robert Musil, 1906; film de Schlondorff, 1966) o de una forma totalmente transgresora en el film If... (Lindsay Anderson, 1968). En la sociedad americana, estos ritos se han convertido en la base de las sociedades secretas, mitificadas en el film El club de los poetas muertos, grupos que siguen siendo una plataforma para la amistad de toda la vida y una fuente de poder, como Skull and Bones (Calavera y Huesos), club secreto que llevó a George Bush a la presidencia del país. En las clases medias norteamericanas, estos ritos llevaron en parte a la introducción de sus hijos en los boy scouts, que remedaban las tradiciones de los pueblos originarios americanos y reproducían los miedos y las angustias de sus jóvenes de no ser admitidos a las nuevas responsabilidades (Wouters y Ross, 2016).
El baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial provocó la aparición del nuevo consumo infantil y luego juvenil, la superpoblación de las aulas universitarias y la sensación de pertenecer a una generación perdida. Entre el rebelde sin causa, el individualista James Dean, y las bandas jerarquizadas de los barrios, la música del rock and roll unía a los jóvenes norteamericanos, que se agrupaban en alegres fratrías. En las clases medias, el baby boom derivó en la insatisfacción, el aumento de la droga y las explosiones estudiantiles (mayo del 68 y Berkeley no se explicarían sin este fenómeno). En los barrios originó un fenómeno de pandillas juveniles, cada una con sus particulares ritos de iniciación (Bernstein, 1997). Estas bandas utilizan estos ritos con una parecida utilidad: romper con las estructuras familiares para sustituirlas por las jerárquicas de la banda. Han sido descritas en los films Forja de hombres (1938)6, Semilla de maldad (1955), Barrio peligroso (1957), Los golfos (1959), Los ángeles del infierno (1960), Rebelión en las aulas (1967), Los amos de la noche (1979), Deprisa, deprisa (1980), Navajeros (1980), Rebeldes (1982), Bad Boys (1982), Calles de fuego (1984), Chicos de la calle (1990), Ciudad de Dios (2002). Estas obras han modulado un relato fílmico desde la condena inicial a la apología romántica individualista o la justificación victimista de las últimas películas. West Side Story (1961) es la reunión de todos los tópicos de este género en un musical que ha marcado la estética de las bandas o tribus urbanas.
Los grandes conquistadores, capaces de asesinar a miles de personas en un despliegue de furia y de terror, pertenecen desde
Alejandro a Gengis Khan a estos grupos de jóvenes iniciados. La formación de los imperios se debió a este despliegue de violencia y los Estados imperiales se formaron con grupos de jóvenes iniciados muy violentos.
Qin Shi Huang ha sido comparado muchas veces a Mao Tse Tung por su condición de unificador del país, su aplicación del terror de Estado y su carácter igualador de todos los chinos bajo un poder absoluto. Acabó con el periodo de los reinos combatientes (475-221 a.C.), sometiendo toda China al poder de Qin. El primer emperador aplicó las técnicas militares de los nómadas e introdujo nuevas armas, como la espada de doble filo. El efecto mortífero de sus ejércitos fue terrible: los soldados eran pagados según las cabezas de soldados enemigos que aportaran. La unificación de China (que adoptará el nombre de la dinastía Qin/chin) se produjo tras la muerte de varios millones de personas. La victoria final se logró definitivamente mediante el traslado forzoso de 120.000 familias aristócratas zhou provinciales a la capital Qin (Diamond, 2006, 369-382).
La unificación territorial trajo la uniformización social, legal, económica y mental. Se eliminaron todas las grafías diferentes de la imperial —lo que supuso la primera quema de libros oficialmente programada de la historia—, se homogeneizó el lenguaje, los pesos, las medidas, la moneda, los vestidos, los ritos sociales y judiciales, los libros de historia de China —con la destrucción de todos los que no servían a la apología de los Qin—, y se adoptó un texto común para los manuales que debían estudiar los aspirantes a funcionarios. «Hubo una masiva incineración de libros y cuatrocientos sesenta maestros fueron ejecutados» (Armstrong, 2015, 111). Por ello, el régimen de Qin en su totalitarismo programado es fácilmente comparable al periodo maoísta. El terror de Estado estaba programado como norma de gobierno.
El legalismo, la escuela del emperador, sometía a todos los chinos a la norma. Solo el emperador estaba por encima de la ley. Esta se encontraba en un grado superior a la moral —la ignoraba, más bien— y se imponía a la realidad, que debía ser un resultado de lo que dictaba la norma y no al contrario. La ley diseñaba el mundo y la armonía contra el caos de la vida real. Para ello, debía imponerse mediante el castigo continuo de los culpables o incluso de los no culpables, si su desaparición era conveniente para los planes del Estado. La escuela de la ley o legalismo (Fajia) no es exactamente la aplicación de la «ley» en el sentido moderno de justicia, sino más bien «es un “estándar” como la escuadra de un carpintero, adecuado para que los materiales en bruto se sometan a un patrón fijo» (Armstrong, 2015, 109). El ministro Shang (390-338 a.C.) creía que el pueblo debía ser forzado mediante el castigo, como una rama de un árbol a la que se violenta para mantenerla recta, como un campo que debe ser diseñado sin que haya plantas que crezcan libremente ejerciendo la función de «malas hierbas». Por ello, Shang eliminó la aristocracia para sustituirla por una administración escogida y dependiente del favor del emperador.
Un Estado que utiliza a los buenos para gobernar a los perversos será asolado por el desorden y destruido. Un Estado que utiliza a los perversos para gobernar a los buenos disfrutará de una paz duradera y se hará fuerte (Shang Jun Shu, cit. en Elvin, 1986, 352).
El primer emperador y el terror. Cuadro que representa la orden del primer emperador con la quema de los libros prohibidos y el enterramiento en vida de los filósofos confucianos. El primer emperador ha unificado la China de los reinos combatientes mediante la guerra total con millones de víctimas e impone el terror para afirmar su poder. Se apoya en la escuela legista (ley y orden) y en la realista (todo está permitido si el objetivo es imponer ese orden). Su oposición a la escuela moral se escenifica en esta masacre cultural.
En los imperios, el legalismo va a dominar la política, va a determinar la llamada «razón de Estado», que va unida al terrorismo de Estado en la mayoría de los casos. Los teóricos son claros sobre los límites de este poder omnímodo:
El mundo es un jardín verde cuya cerca es el Estado; el Estado es un gobierno cuya cabeza es el príncipe; el príncipe es un pastor asistido por el ejército; el ejército es un cuerpo de guardia mantenido por el dinero, y el dinero es el recurso indispensable proporcionado por los súbditos (cit. en Armstrong, 2015, 256; Hodgson, 3, 1974, 14-15).
Esta superioridad de la ley, de la representación de un poder omnímodo, queda reflejada en el mayor descubrimiento arqueológico de los últimos tiempos, que tuvo lugar en 1974: la impresionante tumba del primer emperador Qin, aún inexplorada casi en su totalidad. Son famosos los 8.000 guerreros de terracota que debían acompañarlo después de su muerte. Individualizados por los artistas que los fabricaron, los soldados armados no son un adorno, sino la sustitución de una guardia personal que hubiera sido asesinada, como ha sido normal en otras civilizaciones y en la China anterior. La superioridad de la representación del Estado era tan totalitaria que se impuso a la realidad por ley, los guerreros de terracota pasaron a ser reales porque así se determinó. La concepción religiosa de la época consideraba que una imagen se hace realidad en tanto en cuanto sea fiel a su modelo. El primer emperador no necesita estar acompañado de su ejército vivo, sino de la imagen de sus soldados para las guerras que desee librar en el «otro mundo». Para asegurarse de que cada soldado tiene un alma, cada uno estará individualizado y será diferente (Rawson, 2002, 123-154). La representación, por tanto, tiene las mismas cualidades que lo representado (Martos, 2006, 213).
Era un enorme avance en el imaginario social no solo porque la representación evitaba el asesinato ritual de la corte, sino porque mostraba que el Estado era superior a la realidad y la determinaba. Esta idea de que lo planificado, la teoría correcta, es la realidad y de que los prosaicos acontecimientos cotidianos son un estorbo para la idea suprema es un punto sin retorno y, en esto, la comparación de Mao y el primer emperador encuentra su punto de mayor acuerdo, el punto clave del totalitarismo del Estado legalista.
En Egipto sucederá un fenómeno parecido. La representación dibujada de la corte acompañará al faraón en vez de ser asesinada ritualmente, como en el caso de los reyes sagrados africanos (Heusch, 1987). Esta eliminación del miedo al más allá provoca un fenómeno paradójico tanto en China como en Egipto: se vive para el presente y para la vida eterna de los antepasados, para dedicarle unas enormes energías y temer que alguien pueda romper la vida en el más allá (el temor a los ladrones de tumbas). Al democratizar esta vida de ultratumba (y en la tumba), al extender a todas las capas altas y medias de la sociedad esta posibilidad, el negocio de la muerte se convierte en motor de una industria de momificación y de artesanía muy extensa. La muerte se convierte en una ganancia con beneficios que continuará hasta la actualidad.
El orden coercitivo del Estado imperial se basa en el paso de la violencia directa a la simbólica. Ernest Gellner divide el poder de la fuerza en primario y secundario. En un primer momento, la coacción es la amenaza física directa con la que se obliga a realizar algo. Posteriormente, basta la amenaza simbólica del castigo que puede realizar otro (todo depende, entonces, de la capacidad que tenga este otro de provocar terror). El Estado se organiza mediante una violencia por representación: el representante del poder la ejerce en razón del poder legítimo que lo ampara. La presencia de monumentos repartidos por los imperios no es arte tal como lo entendemos ahora, sino que indica la existencia de este poder simbólico que permite derivar excedentes hacia la capital imperial. El emplazamiento de las estatuas de los emperadores romanos en provincias legitimaba al poder central y su capacidad fiscal (Gellner, 1994, 163).
La amenaza del caos es necesaria para mantener la necesidad de esa autoridad. En el interior, se reprime al violento y, en el exterior, al bárbaro, al nómada, al incivilizado. El primer emperador fue el primero en comenzar a construir una gran muralla, esa constante de la historia china que representaba un elemento de cohesión más que de defensa. La gran muralla era un hecho real y una fantasía mental. Como elemento defensivo, jamás protegió al imperio. Los periodos en los que China se encerró en su construcción fueron en los que más se expuso a la posibilidad de ser invadida por ese exterior que ella misma creaba, atacaba y del que se defendía. Pero lo más interesante es que las elites estaban atemorizadas con ese terror al nómada que ellas mismas habían creado (Lovell, 2007). Las fortificaciones demostraron continuamente su inutilidad, pero el Estado imperial, desde la primera muralla en el siglo IX a.C., siguió construyéndolas por razones ideológicas durante dos mil años (hasta la invasión definitiva de los manchúes en 1644). La invención de grupos que causan miedo hace que, al final, las medidas para defenderse de ellos los conformen como grupos existentes que aterrorizan a las poblaciones que se deben proteger (Shaw, 1982, 29-50). Esta conformación opone, en el mundo confuciano, el mundo civilizado de las elites a la incivilidad tanto exterior como interior, las elites a la plebe inculta, con su falta de modales, de educación, de cultura o, simplemente, de inteligencia.
Este modelo teórico del Estado de coerción y violencia programada se define por escrito con el teórico Sun Tzu en China (El arte de la guerra) o con la filosofía de Kautylia en la India (el Artha-Sastra dedicado al emperador Chandragupta en el siglo IV a.C.). El Estado se puede permitir, debido a la «razón de Estado», el engaño, el sabotaje y el asesinato como armas que alternan con la diplomacia. En Europa, la concreción geopolítica de esta teoría se realizará con Maquiavelo en El príncipe y, en el plano militar, con Clausewitz (teórico que ha leído a Sun Tzu y lo traslada a la Europa del siglo XIX posnapoleónica). Maquiavelo planteaba que tanto en los animales como en el hombre, la capacidad de lucha y la unidad del grupo aumentan si se tiene la certeza de estar atrapado, de que está en juego la propia existencia. Los gestores de la violencia en el Estado deberán mantener esta presión del terror para hacer luchar a los súbditos, en razón de sus intereses, por la patria amenazada. Esta escuela de ciencias políticas conformará el llamado «realismo», desde Bismarck a Kissinger, con la necesidad de crear un adversario hostil para concretar la unidad imperial y potenciar la expansión del Estado. La política es la invención del enemigo, como definirá Carl Schmitt.
El experimento del primer emperador y su dinastía no duraron más que el tiempo de su vida. Su muerte resulta relativamente tragicómica: creyendo poder determinar el futuro quiso ser eterno y terminó envenenado, probablemente, por una pócima de mercurio. No se podía mantener una situación de tensión permanente, era imposible una represión continua, un asesinato de masas permanente. El terror del Estado debía ser compensado por la tranquilidad basada en el buen gobierno del príncipe del que emana la paz y la prosperidad. La nueva dinastía Han volvió a los principios de la escuela de Confucio, sin olvidar ciertos elementos del legalismo anterior. La mezcla fue afortunada y duró como ideología oficial hasta la desaparición del imperio en 1912.
La gran aportación de estos imperios morales fue la formación de súbditos responsables que se comprometían con el bien para cumplir con la ley. Frente al terror pánico del primer emperador, se utilizaba el miedo social. La mayoría de los ciudadanos no necesitaban ser reprimidos por la ley, ya que, por educación, por presión de la familia y por sus intereses personales, les interesaba portarse bien. Y disfrutaban y triunfaban siendo «buenos», o aparentándolo. En el sistema meritocrático que se impone con los Han, los participantes se enfrentan entre sí horizontalmente —compiten para demostrar su valía y poder subir al escalón superior— bajo la autoridad de los más ancianos del escalafón. Este sistema que se conformó en China creando la casta de los mandarines se repite como institución en diversas sociedades —regidas por el modelo de ley y principios morales controladores— y hasta la actualidad es el más estable de los sistemas jerárquicos conocidos: la violencia entre los grupos de la misma edad y el miedo a ser rechazados en el ascenso permite el control de los jóvenes por los ancianos.
Karl Jaspers llamó «era axial» (Achsenzeit) a este periodo que se extiende en Eurasia desde el 800 al 200 a.C., en el que una serie de pensadores, cuyos nombres y enseñanzas conocemos, reflexionaron o inventaron «la moral». La novedad de esta revolución es que la verdad no se encuentra fuera del individuo (el tabú o la ley), sino dentro de su mente (la moral), y es cuestión de descubrirla. No es la coerción la que determina a través de la ley lo que se debe hacer, sino la conducta recta de cada uno de los individuos. En esta «gran transformación» (Armstrong, 2007), el poder se invisibiliza y se convierte en una voz interior que señala el bien y el mal, que castiga sobre todo por el dolor que produce hacer lo incorrecto. El ahorro en represión es evidente.
¿En qué se parecen Gautama Buda, Confucio, Lao-Tse, Zaratustra, Ezequiel, Jeremías, Isaías, Sócrates e incluso Jesús? Una línea transversal los une. Confucionismo, taoísmo, hinduismo místico del Upanishad, budismo, monoteísmo bíblico, maniqueísmo iraní y racionalismo griego fueron creados por diferentes pensadores moralistas situados en el tránsito de la cultura oral a la escrita. Fueron sabios que transmitieron sus innovaciones de forma verbal pero cuyos pensamientos fueron transcritos casi inmediatamente por sus discípulos. Algunos fueron fundadores de pensamientos religiosos que perduran hasta la actualidad, otros crearon la base de razonamientos filosóficos que siguen siendo actualmente discutidos. Pero todos se centraron en un aspecto común: la responsabilidad individual. En ese periodo nació el hombre tal como lo conocemos hoy, con sus esperanzas y sus temores. Ellos delimitaron claramente ambos campos del bien y del mal. El bien está en la mente y el mal en el cuerpo. La revolución moral se basa en la oposición de un organismo físico sometido a la violencia de las pulsiones que se enfrenta a un discurso que lo sustrae a la animalidad y lo humaniza, es decir, lo inventa como humano. Esta palabra es curación, como muy bien decía Sócrates.
Ese ojo interior que nos vigila y nos cura, que nos aporta miedos y esperanzas, va a adoptar formas diferentes en la filosofía o la teología. Dominic Johnson ha estudiado doscientas culturas preindustriales para analizar ese miedo de lo divino que nos convirtió en civilizados, ese ojo negro, como él lo define, que nos mira desde nuestro interior, controlando nuestras acciones, y que se afirma conforme las sociedades son más numerosas y complejas necesitando un factor más fuerte de cohesión moral (Johnson, 2015).
1 Schadenfreude es una palabra del alemán que designa el sentimiento de alegría creado por el sufrimiento o la infelicidad del otro. El término se usa también como expresión culta en otros idiomas, como el inglés y el español.
2 Estas máscaras sin rostro o piedras son universales. La reina de Inglaterra está sentada encima de una de ellas en las ceremonias de coronación. La piedra de Scone o del destino gritaría si sintiera encima de ella las posaderas de un tirano.
3 En Roma se tiene constancia de sacrificios humanos, derivados de las tradiciones etruscas y ligados a los ritos mortuorios, homenajes sangrientos a los muertos de las elites, que son el origen de los juegos de gladiadores y las luchas en el circo.
4 En el caso de las iniciaciones jerárquicas verticales, las relaciones homofílicas dejan de ser alegres y espontáneas para transformarse en una paideia dirigida por los seniors que se concreta en las bromas a los jóvenes novicios, las «novatadas», y en las muestras de sumisión a los superiores mediante complicadas estrategias que implican una clara humillación del neófito.
5 La korai termina siendo una virgen al servicio de una diosa guerrera, Atenea, que se ha transformado en una joven parecida a la valkiria.
6 Es previo al baby boom, pero marca un estilo y una estrategia narrativa, la conexión mafiosa e iniciática que convierte a los protagonistas en «hombres».