CAPÍTULO 10

SIGLO XXI Y EL TERROR EN RED

Tras la idea, tras el paraíso, tras la perfección en suma, siempre hay un deseo, casi sexual, de aniquilación.

RAFAEL ARGULLOL, 1990, 18.

La verdadera revolución del siglo XXI es el cambio radical provocado por la digitalización y la robotización de las actividades humanas, que lleva a una producción mucho más barata en costes y una distribución mucho más eficiente de los productos. Esta realidad podría ser interpretada borealmente como un alba de un humanidad liberada en gran parte del trabajo y con la mejor oportunidad de su historia para una redistribución equitativa de los productos. Sin embargo, es interpretada crepuscularmente como una puerta hacia el desempleo masivo, el empobrecimiento generalizado y el fin del Estado de bienestar.

La globalización de la información y su inmediatez permiten la convivencia paradójica de un descenso constatado de la violencia general en todo el mundo y el aumento de la percepción catastrofista debido a la exposición inmediata de los casos puntuales de violencia extrema. Todas las colas de los noticiarios televisivos, antes de pasar a los deportes, están plenas de aspectos que unen el suceso morboso y la miseria de situaciones victimistas que contrastan con la tranquilidad y la seguridad de los espectadores que las contemplan (Donnerstein, 2005).

El siglo XXI se inauguró el 11 de septiembre de 2001 con el ataque a las Torres Gemelas, el World Trade Center, de Nueva York. Dar tanta importancia a la fecha y el lugar del acontecimiento ha recibido críticas por su etnocentrismo, pero esta acusación no es del todo correcta. El planeta entero estuvo implicado visualmente por la inmediatez de la transmisión de la noticia. Por primera vez, millones de personas vivían el terror al minuto como si se tratara de una escena de un film de catástrofes filmada previamente (Bermúdez de Castro, 2012). El ideólogo de la acción, el millonario saudí Osama Bin Laden, había elegido el objetivo por su significación mediática, ya que Hollywood había filmado ese esplendoroso escenario en cientos de películas, por su simbología, pues se trataba del corazón financiero del capitalismo occidental, por la metáfora evidente de los textos sagrados que identifican las torres como la nueva Babel. Pero, sobre todo, había elegido estos objetivos porque se encontraban en el radio de acción mediática inmediata de las grandes cadenas televisivas de transmisión en directo, tanto la CNC como al-Yazira, por su incidencia en la retina de todos los telespectadores: cuando los espectadores se encontraban atentos al hundimiento de la primera torre, contemplaron en directo la destrucción de la segunda.

Desde el comienzo, hubo una serie de desplazamientos del relato que se contaba en los medios y el que interpretaban los políticos. En un cambio de objetivo geográfico, el acto, realizado por ciudadanos saudíes y egipcios, dos Estados aliados de los Estados Unidos, situó el foco sobre Afganistán, el país donde se encontraba el diseñador del atentado, agente hasta ese momento de los servicios de inteligencia norteamericanos. Esta alteración del discurso era útil para el relato demonizador que se pretendía, aunque tuviera poco que ver con la realidad. Un acto de una modernidad tecnológica y mediática evidente se desplazaba históricamente hacia el oscurantismo de un país lejano de guerreros «medievales». El término Edad Media fue el más repetido en los comentarios sobre un hecho que implicaba un grupo de técnicos experimentados que habían controlado dos aviones y que habían destruido unos rascacielos.

La respuesta también se realizó con una serie de desplazamientos de sentido aprovechando las nuevas justificaciones emocionales de la agresión: no se basaría en la persecución de unos delincuentes terroristas internacionales, sino en la noción de guerra justa, teorizada en los años noventa como respuesta para defender a las víctimas de la tiranía. Ahora se trataba de defender a la población agredida en un Estado de derecho, 2.992 personas, incluyendo los 246 muertos en los cuatro aviones estrellados, atacada por un nuevo sujeto jurídico, que carecía, por lo visto, de un país concreto: el terrorismo universal. La respuesta, en primer lugar, fue contra el aliado del terror: el régimen de los talibanes. La operación Libertad Duradera, comenzada el 7 de octubre de 2001, tuvo como consecuencia la caída de Kabul y la huida de Bin Laden, facilitada por el paraguas de los servicios secretos de Pakistán, país igualmente aliado de los Estados Unidos. El fracaso evidente de esta acción, que no había conseguido el objetivo de detener o eliminar al delincuente, provocó un salto aún más increíble en la dinámica de acción contra el terror: una alianza de países occidentales, concretada en la reunión de las Azores (16 de marzo de 2003, con Barroso, Blair, Aznar y el propio presidente Bush), determinó la invasión de Irak (20 de marzo de 2003).

La acción no fue realizada únicamente por Estados Unidos, sino aprobada por lo que se llamaba «comunidad internacional», y se silenciaron las oposiciones de líderes occidentales, como la expresada en ese momento por el presidente francés Jacques Chirac. El relato, sin embargo, se impuso sobre las dudas y los silencios. La estrategia de seguridad europea aprobada en Bruselas el 12 de diciembre de 2003, bajo la dirección de Javier Solana, planteaba los retos, los miedos, por tanto, que debía combatir esa institución en el siglo que comenzaba: las conexiones del crimen organizado, el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva, los conflictos armados regionales y el incremento de los Estados fallidos. Se inauguraba el terror global apoyado por supuestos estudios fehacientes y concretado para el siglo XXI. Se profetizaba lo que iba a pasar en los próximos años.

Por primera vez desde la emergencia del terrorismo contemporáneo, el terrorismo de Estado o ligado a la lucha para la conquista de un poder sobre un territorio o una cultura, daba nacimiento a una entidad oscura, animada de un pensamiento radical y teológico, concentrado sobre un objetivo único —el reino del Cielo sobre la tierra— e inaccesible a toda forma de compromiso por la negociación. Si Ben Laden no llega a proponer un califato, otros lo han vislumbrado más tarde (Bauer, 2015, 18).

El 20 de marzo de 2003 se invadió Irak por el miedo articulado, y supuestamente demostrado, de la existencia de unos arsenales escondidos de «armas de destrucción masiva», prestos a provocar una mortalidad mil veces superior a la de las Torres Gemelas y que estarían en posesión del dictador Saddam Hussein. No importaba que este fuera, asimismo, un enemigo declarado de al-Qaeda y condenado a muerte por Bin Laden (Martín Muñoz, 2003; Bozarstan, 2013). Este desplazamiento increíble pero coherente en su irracionalidad ha sido explicado por el libro en el que el filósofo Slavoj Zizek juega con el chiste freudiano de la tetera rota: negar la evidencia pero afirmar la legitimidad de la agresión (Zizek, 2006). El ataque se realizó previamente con motivos falsos y las razones fueron dadas posteriormente. Se atacó a Irak por poseer armas de destrucción masiva y se justificó finalmente por la legitimidad de una guerra justa contra la tiranía y el victimismo consecuente: la dictadura de Saddam sobre el pueblo iraquí y la necesidad de completar la liberación de los iraquíes que el padre del presidente Bush había iniciado y no finalizado en la Primera Guerra del Golfo26. En 2007, el presidente Aznar reconocía que no había armas de destrucción masiva en Irak, pero que «todo el mundo lo pensaba». Tony Blair ha repetido parecidas excusas en 2013. Es la primera guerra en la que los dirigentes acusan a las encuestas de opinión pública de haberla provocado.

En el exterior, la jurisdicción internacional había quedado rota al declararse la guerra no contra un adversario concreto, sino contra un antagonista planetario: el terror global, que era el enemigo más delicuescente de la historia de la humanidad (Eco, 2012). Para encerrar a los delincuentes de un delito sin país, se creaba, en un limbo jurisdiccional, la prisión de Guantánamo y, para descubrir sus oscuros pensamientos conspiradores, se rompían las barreras que limitaban la tortura para la obtención de información y se decretaba el asesinato selectivo por orden gubernamental sin juicio previo. En el interior, en Estados Unidos, se declaraba el estado de excepción permanente con la ley USA Patriot Act de 26 de octubre de 2001, actualmente no derogada (Gross y Ní Aolain, 2006).

Los atentados de Charlie Hebdo, seguidos de los de la discoteca Bataclan, trasladaron a Francia este relato de guerra contra el terrorismo mundial, hecho que no había ocurrido con los atentados del 11 de marzo en Madrid, tratados como un caso de delincuencia terrorista concreta. El gobierno de François Hollande, sin embargo, entró en la misma dinámica bélica que el Estado norteamericano después del atentado de las Torres Gemelas, incluido el estado de excepción renovado durante la legislatura y transmitido como herencia a su sucesor. Su introducción se hizo mediante una serie de actos simbólicos, algunos, inéditos: reunión conjunta excepcional de las dos cámaras en el palacio de Versalles, funeral de las víctimas en el Campo de los Inválidos, con claras resonancias napoleónicas, la presencia evidente de soldados en los lugares públicos que militarizó la vida cotidiana de los franceses, y, finalmente, la declaración del propio presidente: «Nous sommes en guerre». El estado de excepción dejó en este periodo de ser un hecho puntual. Se decretó el fin del Estado normal de derecho para entrar en el estado de excepción continuo. Este proceso se aceleraba por la coincidencia dramática entre la aparición del nuevo terrorismo y la pérdida de legitimidad de los dirigentes políticos en el final de la época mediática. Los dirigentes se agarran a la legitimidad que les otorga momentáneamente el terrorismo y lo envuelven en ceremonias de Estado unanimistas y empatizadoras, poco eficaces policialmente y destinadas fundamentalmente a recuperar una popularidad perdida.

La declaración de guerra en Estados Unidos y Francia conlleva una diferencia en el tratamiento del enemigo, que pasa de «delincuente que hay que perseguir» a «soldado que hay que abatir». Este tratamiento militar es el deseado por el propio grupo criminal terrorista que se transforma o cree hacerlo en movimiento insurgente. La estructura estatal intenta conservar a través de su aparato judicial una ficción de persecución legal que cada vez se encuentra más liderada directamente desde los ministerios militares y el Ejecutivo. En el caso norteamericano, el Ejecutivo ha ido situando sus acciones en espacios extrajudiciales y extranacionales, sin control de las instituciones normales del Estado de derecho. El caso más emblemático es el de la prisión de Guantánamo, lugar que se iba a cerrar definitivamente según promesas del presidente Obama, sin que se haya conseguido más que reducir sus ocupantes. De la misma forma, se ha practicado el traslado de funciones represivas a otros países «aliados» y, finalmente, la actuación en países enemigos o aliados con fuerzas especiales de intervención y sin declaración de guerra. La decisión sobre la prisión de Guantánamo está relacionada con la posibilidad de la anulación de los juicios en suelo norteamericano debido a la falta de garantías procesales, a la utilización de la tortura y otros medios para extraer una pretendida información de los presos, aparte de la condición de su detención sin orden judicial y su realización con medios ilegales mediante el rapto. Dos instituciones, la judicatura y las cámaras parlamentarias, comienzan a perder la responsabilidad de esta lucha; el paso siguiente para que la situación de guerra sea total es que las fuerzas policiales y judiciales dependientes de ambas dejen su jurisdicción a los mandos militares, como está sucediendo.

TERROR GLOBAL, SOCIEDAD LÍQUIDA

La situación de la inquietud en el siglo XXI, que comenzó antes de la crisis económica de 2008 y que ha continuado con su desarrollo y sus falsas salidas, se enfrenta a otro reto: la crisis del Estado-nación y su adaptación a una nueva realidad global. Los Estados-nación han sufrido el ataque al Estado protector organizado por el embate de las teorías neoliberales desde los años ochenta. Esta situación no ha afectado a su poder militar, todo lo contrario, ha aumentado por la mayor inquietud que sufren sus ciudadanos. La situación de violencia mundial urbana, y su percepción, ha provocado un fenómeno coincidente con la separación cada vez mayor entre unas elites enriquecidas y unas poblaciones empobrecidas por la crisis. Una elite cada vez más pequeña vive globalmente pero aislada en barrios-fortaleza en sus propios países, barrios que son visitados y ocupados por los cooperantes extranjeros de la misma cuando no se les construyen barrios especiales para ellos. La sociedad líquida, sin raíces en el terreno, que describía el filósofo Bauman, es un fluido universal que coordina el mercado internacional, que cambia continuamente de país y residencia, que posee una cultura común y que es percibida como algo extraño por las poblaciones urbanas locales. Enfrente se sitúan los que se sienten desarraigados por esta sociedad líquida. Cualquier noticia que afecte a esta comunidad es considerada un asunto interno por la prensa occidental, como si estas personas vivieran, y viven realmente, en lugares extraterritoriales (Bauman, 2010).

Dentro de este grupo hay una clara división entre los trabajadores occidentales de las grandes corporaciones, que viven forzados a refugiarse en la seguridad de estas fortalezas, y la elite financiera, de famosos y multimillonarios que circulan por todo el planeta. Los más débiles y visibles son los trabajadores, que terminan siendo antipáticos a la población local junto al grupo de los visitantes internacionales. El turista, el personaje más visible para el ciudadano local y representante del ocio occidental, termina siendo el cubo de basura que recibe las manifestaciones xenófobas de la población que lo sufre como una molestia y que no vive de la industria del ocio que genera (Canestrini, 2009).

Al mismo tiempo, dentro de los países occidentales, esta elite internacional que cuenta con un pasaporte nacional vive igualmente desconectada de la realidad local cada vez más claramente, al evadir sus obligaciones ciudadanas debido a los fluidos internacionales de capitales y la capacidad de colocar sus beneficios fuera del alcance fiscal del Estado. Esta situación plantea una contradicción más allá de la destrucción evidente del Estado de bienestar.

Esta contradicción entre las poblaciones azotadas por la crisis y el fluido espectacular y ostentoso de elites internacionales por encima de las fronteras provoca la envidia, el temor y el odio. El mundo caótico descrito por Régis Debray quizás es una consecuencia de la propia dinámica global neoliberal que abandona a las poblaciones a su destino.

No estaba previsto por nuestros pensadores maestros que la supuesta «aldea global» del siglo XXI pudiese contemplar tantos aldeanos matarse, tantos barrios que organizan batallas campales. La difusión del saber, de las bibliotecas, del telégrafo y de las máquinas de vapor debería haber puesto fin a la torre de Babel. Era el credo de base de la ilustración —la época de las luces— lo que nos habían anunciado Voltaire y Victor Hugo, y la inmensa cohorte de profetas (Marx, Weber, Monnet o Servan Schreiber). ¿Dónde está la sorpresa? En el hecho de que a la mundialización tecno-económica corresponde una balcanización político-cultural, portadora de insurrecciones identitarias donde la sacralidad ha cambiado de signo. Esta explosión de identidades y raíces históricas solo se entiende como una consecuencia de la uniformización técnica del planeta. La sobreinversión (hiperinflación) de las singularidades locales compensa la nivelación general provocada por las herramientas tecnológicas. La carta Visa universal hace resurgir la carta de identidad local y la búsqueda de raíces. Como si el déficit de pertenencia que suponen esta elites llamara a una puja compensatoria local (Régis Debray, 21 de noviembre de 2014, cit. en Bauer, 2015, 28-29).

LA COSA: EL PEDERASTA Y EL TERRORISTA, LOS DOS MONSTRUOS DEL SIGLO XXI

El Estado tradicional se ha construido desde su creación sobre la base de un centro protegido y protector organizado en torno a la ley y defendido del exterior mediante las fuerzas armadas. El Estado, cuyo ejemplo más claro fue el imperio chino, crea unas murallas, reales o imaginarias, que le separan de lo exterior, donde se sitúa la «inhumanidad» ligada a «lo extraño». Al mismo tiempo, mediante la ley persigue al enemigo interior que, al instigar la barbarie dentro del Estado, promueve el desorden que facilita la entrada del caos y abre las puertas de la muralla al agresor exterior. El poder adquiere su doble legitimidad defendiéndose tanto de ese enemigo exterior —y sus costumbres infecciosas— como reprimiendo al enemigo cercano y familiar —y su perversión de la normalidad. Los «contadores de historias», a lo largo de la historia, desde los cronistas imperiales o los predicadores religiosos a los profesionales actuales de los medios de comunicación, han creado relatos magníficos y aterrorizadores sobre la actuación de estos dos protagonistas del mal (Lanteri-Laura, 1979).

El consenso social respecto a la legitimidad de la violencia del Estado contra estos dos monstruos, el enemigo interno y el externo, ha sido general a lo largo de la historia, aunque los personajes que se deben perseguir han variado en cada época. Élisabeth Roudinesco ha estudiado en Nuestro lado oscuro: una historia de los perversos (2009) la evolución de lo que se considera depravado en la época del Estado-nación. En el siglo XXI, la unanimidad excluyente y el consenso social se concentran en dos personajes arquetípicos e imposibles de asimilar, situados en un estrato tan fuera de la humanidad que es imposible imaginar otra cosa que su eliminación. Son el pederasta y el terrorista.

Los relatos de ficción de finales del siglo XX representaron todos los escenarios en los que podrían actuar impunemente estos dos monstruos y desplegar su capacidad de hacer el mal. También ficcionaron todas las diferentes maneras de vencerlos y neutralizarlos, hecho que conllevaba inevitablemente su eliminación. El thriller se va a concentrar en el pederasta, heredero del asesino en serie de la novela negra de los primeros años del género. El cine de catástrofes va a trabajar sobre todas las posibles destrucciones que puede idear el terrorista, convirtiendo a la pantalla en un elemento profético (Francescutti, 2004). La víctima, en ambos casos, es el ser más inocente y desarmado y, en el caso del violador, insoportablemente cercano.

Una interesante variación en la estrategia literaria de ambos relatos es que se incita al lector o al espectador a no encontrar la satisfacción plena con la exclusiva detención del delincuente. El peligro no termina si este sigue vivo, el relato exige su eliminación. Los dos monstruos, debido al carácter de sus retorcidas maquinaciones contra el ser humano, requieren una intervención y una vigilancia que justifica sobrepasar la frontera de los derechos individuales. Las leyes parecen creadas para protegerlos y dejarlos actuar libremente contra la ciudadanía desamparada.

Aunque la frecuencia estadística de estos dos delitos es mínima, la incidencia mediática es máxima, debido al carácter empático de sus víctimas, que son las auténticas protagonistas humanas de la noticia, frente a su deshumanizado asesino. Este pierde cualquier conexión con el género humano, para pasar al mundo de lo animal y lo monstruoso —incluso es difícil, si no imposible, encontrar abogados defensores y los que lo hacen son atacados, al igual que sus defendidos, por una opinión que encuentra increíble una posible defensa de algo tan horripilante.

El miedo más terrible que provocan estos dos sujetos monstruosos del siglo XXI es su capacidad de encubrirse bajo seres normales hasta el momento de realizar sus cruentos delitos. En los dos casos, pues, la prevención se convierte en fundamental. La frontera de la intimidad fuerza a la demanda de su ruptura violenta, en caso de peligro de las víctimas: se debe estar atento al vecino para denunciar (en la vecindad, en la escuela, en el hospital, en el gimnasio, en la calle).

La utopía máxima de esta política preventiva se acerca al planteamiento expuesto en el film Minority Report (Steven Spielberg, 2002), donde los asesinos son detenidos antes de que cometan el crimen gracias a la unidad policial de elite Precrimen, cuyas pruebas se basan en los precogs, tres seres psíquicos cuyas visiones sobre los asesinatos nunca han fallado. El film recoge una de las inquietudes más antiguas de la humanidad, que se acentúa en las sociedades individualizadas y aisladas de la modernidad: descubrir el mal y al malvado que se esconden tras la apariencia de una persona normal y anónima.

Pero, para ello, para esta lucha legítima, se necesita romper uno de los presupuestos fundamentales instituidos desde las revoluciones americana y francesa: la presunción de inocencia. Toda la humanidad queda bajo la sospecha de albergar seres inhumanos que deben ser perseguidos antes de cometer sus terribles delitos. ¿Quién puede oponerse a algo que va a suceder seguramente si no se ponen los medios adecuados para perseguirlo?

Pero ¿cuáles son estos medios?

El mundo digital plantea un nuevo reto: dentro de la red, el anonimato puede ser total, existe la capacidad absoluta de ocultación y disimulo de identidades, la posibilidad de emitir mensajes cifrados, organizar complots, unir grupos criminales, convencer a una víctima inocente, captar a ingenuos como militantes del terror... Los dos enemigos —tanto el terrorista como el pederasta— utilizan Internet con extraordinaria habilidad y muestran que se debe controlar la red. La militarización comienza en Internet (Brunet, 2016, 123-135). Y, de nuevo, se choca contra la ley que parece proteger a estos delincuentes en el anonimato de los internautas.

Durante la persecución del delincuente, las investigaciones policiales son obstruidas e interferidas —a veces, descaradamente puestas en peligro— por las «sensacionales» revelaciones de la prensa que busca la «exclusiva»; en el momento de la detención, el juicio de la opinión pública ya lo ha condenado, por lo que el juicio es visto como una confirmación y no como una indagación de la culpa. La presión sobre las instituciones que ejercen la represión legítima en nombre del Estado nunca ha sido tan poderosa. Un solo fallo deslegitima la acción de años y señala la impunidad de los asesinos,

El documental realizado por Stéphanie Thomas y Pierre Chassagnieux (Los niños robados de Inglaterra, 2016) muestra cómo cada año los servicios sociales británicos retiran miles de niños a sus padres. Se los quitan por el peligro potencial de los malos tratos que puedan sufrir en el futuro, no por una evidencia concreta en el presente. Los psicólogos al servicio de estos departamentos de ayuda social determinan esta posibilidad convirtiendo en real el film Minority Report. Los casos en los que no se ha realizado una prevención adecuada y se ha producido un crimen por dejar un presunto criminal en libertad o no advertir a tiempo de una posible familia maltratadora constituyen las campañas preferidas de los tabloides británicos.

El terror se extiende en policías, jueces y funcionarios sociales aumentando las órdenes preventivas contra todo posible o presunto culpable. Todo comenzó con una ley aprobada en 1989, bajo el mandato de Margaret Thatcher, que introducía el concepto judicialmente sospechoso de la «probabilidad de hacer el mal». En el periodo Blair, se desencadenó la acción judicial preventiva, ya bajo la presión de los tabloides, que extraían todos los días suculentos casos de maltrato infantil, como el que se produjo en la alcaldía de Haringey tras la muerte de un bebé de diecisiete meses sin que los servicios sociales lo detectaran. «Nunca más», titularon los diarios.

Desde entonces, la oposición de los partidos políticos y las escasas asociaciones de defensa de los derechos de presunción de inocencia está condenada al fracaso debido a la presión social. La búsqueda de un riesgo cero en el maltrato a los niños se ha transformado en un perverso sistema, como se demostró en el caso de Noruega con los famosos «niños indios secuestrados» por la institución estatal Barnevernet (servicio oficial de protección infantil)27. Este sistema cuenta con el apoyo, temeroso o interesado, de miles de profesionales. Los policías y los servicios sociales se extralimitan por temor a ser sancionados si un caso es descubierto, y las alcaldías son presionadas mediante un sistema de cuotas de adopción que deben cumplirse. Los niños son retirados, incluso inmediatamente después del parto, por el «riesgo potencial». Esto ha provocado que ciertas futuras madres en peligro de caer en la ley Thatcher den a luz en Irlanda o en Francia para salvar a su bebé.

La extensión de estas leyes «preventivas» que pretenden solucionar con antelación una posibilidad real —el maltrato infantil evidente y perseguible policialmente— abre la puerta a una perversión extralegal: el poder de los profesionales de lo futurible en razón de presupuestos científicos tan discutibles como fueron en su momento los conocimientos de Lombroso o la ciencia eugenésica. Es peligroso que los avances de la neurociencia sobre cosas tan volátiles como «la agresividad determinada en experimentos con ratas de laboratorio» terminen yendo en este sentido, proponiendo soluciones atentatorias contra los derechos humanos y la presunción de inocencia.

En el siglo XXI se ha unido el género del thriller con el cuento gótico de terror, en un mundo diseñado por un guion de Stephen King: no hay criminal concreto, sino «la Cosa». El pederasta y el terrorista no tienen cara ni personalidad humana. Son la punta del iceberg de toda una serie de miedos. Exigen una vigilancia continua y una cesión de nuestra intimidad para poder ejercer ese control. Y eso, además, es un buen negocio para los terroristas y los gestores de nuestra seguridad.

EL NEGOCIO DEL TERROR, I: TERRORISTAS Y CONTRAINSURGENTES28

En su libro ¿Quién es el enemigo? (2015), el criminólogo Alain Bauer nos plantea el hibridismo de los nuevos movimientos que gestionan la violencia armada asimétrica, situados entre la delincuencia y la militancia. Incluso la acción militar estatal se vuelve mercenaria, con la peligrosidad añadida de preparar «profesionales» de la violencia, ya que estos militares entrenados pueden derivar posteriormente en delincuentes profesionales o en nuevos terroristas. Bauer describe el conjunto de las guerrillas degeneradas, como las FARC colombianas, de los Estados fallidos, narco-Estados, gangs terroristas, piratas somalíes, bandidos de Karachi, gangs indios, grupos de Al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) en Mali o Níger, carteles mexicanos..., que representan las nuevas fuerzas militares insurgentes a nivel mundial y que unen el impuesto revolucionario, la extorsión del secuestro, con diferentes tráficos de personas, sexuales o de distribución de droga. ¿Son ya movimientos políticos de liberación o empresas de gestión del terror? Son híbridos y mutantes: la mayor parte del tiempo son criminales, en otras ocasiones son terroristas (Raufer, 2007; Bauer, 2015, 23).

Lo que se constata es que, en todo el planeta, el mercado de armas legal nutre cada vez más a los ilegales. Su deseo natural de aumentar las ventas se encuentra coartado por una legislación cada vez más exigente con la venta de armas. Por tanto, debe actuar fuera de la legalidad. Los Estados-nación en decadencia compiten con una constelación de nuevos compradores. Durante los años noventa del pasado siglo se constituyó una red mafiosa mundial ligada a los negocios del terror. Los fabricantes de armas, necesitados de obtener mayores beneficios y encontrar nuevos nichos de mercado, como cualquier empresario competitivo, buscaron intermediarios que distribuyeran sus productos obviando los contratos con los Estados y llegando directamente a las fuentes del poder en guerrillas.

Al mismo tiempo, se diluyeron las fronteras entre lo que es un grupo militante con objetivos revolucionarios y lo que constituye una red mafiosa cuyos únicos objetivos son los beneficios económicos. En 1993, los atentados indiscriminados en Bombay, donde una sucesión de 13 objetos diferentes (automóviles, motos, maletas) explotaban en cadena, llevó al descubrimiento en zulos de toda clase de explosivos, miles de detonadores, centenares de granadas y fusiles Kalachnikov. Las hipótesis se sucedieron: ¿sijs?, ¿muyahidines de Cachemira?, ¿tigres tamiles...? Finalmente, se trataba de gánsteres bajo las órdenes de Dawood Ibrahim, un capo del mundo mafioso de Bombay (Bauer, 2015, 20-21).

El análisis de cada uno de los conflictos que se acumularon en esos años nos llevaría a un parecido comportamiento sistémico: un movimiento revolucionario, inicialmente planteado bajo una reivindicación social o identitaria, termina convirtiéndose en un mecanismo mafioso de extorsión económica y chantaje social, donde las poblaciones son rehenes de su política del miedo. Este constructo militar permite un fluido comercio de armas para mantener su poder y su capacidad de acción. El pago, cada vez más oneroso, debido a la complejidad técnica del armamento, se efectúa pignorando las riquezas locales o ejerciendo de capataces de determinados negocios ilegales a nivel mundial.

Los «diamantes de sangre» de las guerras africanas son una muestra de estas mercancías codiciadas, conectadas con una nueva realidad en los países gobernados por cleptócratas. Se trata de facilitar la exportación de las materias primas valiosas directamente desde las minas, protegidas por las milicias armadas con trabajadores esclavos. Esto se efectúa mediante la conexión con redes empresariales occidentales que proporcionan los transportes aéreos y blanquean la procedencia de estos materiales (Abegón Novella, 2015, 139-156). Los mercados de opiáceos y cocaína se ligan, asimismo, a la financiación de los grupos armados y su existencia depende de las mismas redes mafiosas internacionales. Los campos son protegidos por fuerzas militares relacionadas con redes de tráfico de personas que aseguran el fluido de la exportación de los productos, así como con entidades bancarias que permiten el blanqueo de los capitales o su colocación en paraísos fiscales (Sánchez Avilés, 2015, 31-50).

El Estado se resquebraja en su esencia fundamental, que es el control legítimo de la violencia. Son las «grietas del Estado» devenidas por su demolición causada por las políticas neoliberales que priman la ausencia de control de los capitales mundiales (Jordán, Pozo y Baqués, 2011, 9). Por un lado, los elementos fundamentalistas y violentos que intentan cambiar la legalidad internacional utilizan empresas extrafronterizas como cualquier empresario de la nueva elite transnacional. Por el otro, la aparición de empresas de seguridad y ejércitos privados en los que se delega feudalmente el poder marca un punto de no retorno al uso del mercenario, ejércitos que se utilizan ya en las guerras internacionales donde sustituyen o forman la base del apoyo militar (Baqués, 2011; Pozo Serrano, 2011, 65-92).

La intervención internacional, irónicamente, contribuye muchas veces a consolidar la situación caótica. Los grupos mafiosos se sostienen en los países en guerra no solo por la financiación de los grupos armados, sino muchas veces por la corrupción de las tropas ocupantes, a veces las propias fuerzas de la ONU e incluso las organizaciones de ayuda internacional (Bewley-Taylor, 2015, 51-72). Esta actuación retrasa las labores de reconstrucción de los países en una situación posbélica o la organiza bajo el mando de jerarquías mafiosas, como sucedió en los Balcanes (Torrent, 2015, 178-198). La lucha de la ONU contra este comercio del crimen y el terror encuentra trabas en la estructura anquilosada y la decadencia de la propia organización: la legitimidad de la organización, en su oficina contra la droga y el delito, UNODC, se enfrenta al inmovilismo que la paraliza, la falta de decisión y la lentitud de sus reacciones ante los conflictos (García Segura, 2015, 199-222).

Estas mafias internacionales han encontrado otro negocio en el control del tráfico de personas provocado por razones económicas o por los conflictos armados. La migración económica de los países en desarrollo, con un proceso de urbanización acelerada y de conversión de la agricultura a monocultivos maquinizados, provoca una expulsión de enormes excedentes de población. Estos movimientos se acentúan en muchos de estos Estados por la sucesión de crisis políticas ligadas a la situación poscolonial. El resultado es, como había sucedido en otras épocas de crisis, la afluencia de poblaciones hacia los centros mundiales de producción. La diferencia es que, debido a la nueva revolución tecnológica, estos países no necesitan para su expansión industrial de esa abundancia de mano obrera no cualificada y comienzan a establecer fronteras cada vez más constringentes para impedirla. Esta imposibilidad va a provocar un nuevo mercado del miedo. Las redes de tráfico de migrantes —muchos de ellos procedentes de países en conflicto y sumidos en la corrupción de redes mafiosas— unen tráfico de personas, explotación sexual de las mismas, tráfico de drogas... La ruta del Sahel es la más conflictiva, con un arco geográfico desde el Atlántico al Índico, que es un quinto de la circunferencia planetaria (Quero Arias, 2015, 157-178).

Desde su comienzo, el terrorismo se encontró en una frontera límite con los bajos fondos, cuando no estaba incluido en ellos. El saber policial lo situaba en ese limbo por la coherencia de la persecución y porque encontraba a los informantes, o a los provocadores infiltrados, en ese ambiente. Una gran mayoría de los terroristas formaban parte en algún momento del ambiente de la delincuencia. Por su lado, los militantes terroristas buscan el amparo de zonas no visibles para los aparatos de control del Estado y, en el caso de las fuerzas insurgentes, las crean, estableciendo un anti-Estado o Estado paralelo, con sus jerarquías y su seguridad interna. En los Estados fallidos, como fue el caso de Somalia, esta situación lleva a complejas relaciones que dejan de ser un problema local para transformarse en un delito que afecta al comercio mundial, como fue el caso de la piratería somalí (Pareja Alcaraz, 2015, 123-138). Las fronteras entre el narcotráfico y la lucha de los grupos armados —tanto guerrilleros como paramilitares— son confusas en Colombia (Rodríguez Pinzón, 2015, 107-122) o México (Rodríguez Ferreira, 2015, 73-106).

En el siglo XXI, esta conexión de campos entre la delincuencia y la militancia es inevitable, debido a varias razones técnicas que se añaden a las sociales. El suministro del armamento que necesitan los terroristas para su actuación los lleva a un natural vínculo con las mafias que controlan la distribución de este armamento, tanto en el ámbito mundial como en los barrios de las ciudades occidentales. Estos grupos de vendedores están conectados con diversos nichos comerciales que incluyen el tráfico de droga y el de la prostitución de personas. La posibilidad de financiación que ofrecen determinados comercios internacionales provoca también la conexión entre estos mundos del tráfico de droga, armas, minerales y migrantes, incluida la explotación de las personas como esclavas o para la prostitución. Esta simbiosis adopta formas diversas que van de la dependencia entre ambos al parasitismo inevitable que debe admitir el grupo idealista con respecto a sus prosaicos suministradores de armamento (Ibáñez Muñoz y Sánchez Avilés, 2015, 223-234).

Los grupos terroristas captan elementos en estos lugares, barrios degradados de las ciudades industriales y ambientes de frontera con la delincuencia. Sus militantes surgen de personalidades frustradas y sin futuro, ya que una de las formas para evitar la degradación moral de los barrios sin servicios de las grandes ciudades industriales es el refugio en un imaginario de una tradición recobrada. Otra vez, las fronteras son difusas. Pueden haber sido, o generalmente lo son, antiguos delincuentes, pero son los mejores captadores de fondos para la organización (Corte y Giménez-Salinas, 2010).

EL NEGOCIO DEL TERROR, II: EL PELIGRO DE LA SEGURIDAD

En el mundo occidental, la delincuencia se mantiene estable desde hace décadas y la violencia directa personal de los ciudadanos ha disminuido, excepto en Estados Unidos, país que ha alternado su posición de líder en el comercio mundial de armas con un mercado interior permanente de defensa personal. Estados Unidos, por razones de su constitución como Estado federal y de frontera, ha mantenido una actitud proclive a la defensa personal. Las comunidades religiosas que lo fundaron mantenían una actitud desconfiada frente al Estado que se ha conservado hasta la actualidad. El derecho a llevar armas es el derecho a defenderse de la tiranía (Pahl, 2007). Y desde el siglo XVIII, la venta de armas ha sido pública y libre, con contadas excepciones. Sin embargo, desde comienzos del siglo XXI, el consumo de armas se ha disparado en las clases medias, pasando, en el número de armas vendidas por año, de los 7 millones aproximados del año 2000 a los 15 millones actuales. La inquietud cada vez mayor difundida por los medios audiovisuales conservadores que consumen estas familias se convirtió en paranoia programada por los peligros que supuestamente representaba Obama, un presidente negro partidario de un suave control de los compradores, mediante la comprobación de si tenían antecedentes penales o psiquiátricos, y que anunciaba restricciones en la venta de ciertas armas capaces de destruir una población entera. Las armas que se venden actualmente son cada vez más sofisticadas, más caras y con más capacidad de daño. Estados Unidos cuenta, en una estimación aproximada a la baja, ya que las cifras son difíciles de calcular, con unos 350 millones de armas personales, lo que es más que su propia población. La mitad de las armas personales del mundo se encuentran en los hogares norteamericanos. Lo paradójico del caso es que también en Estados Unidos ha retrocedido la idea de defenderse con violencia: en el siglo XX, la mitad de los norteamericanos tenían un arma; en la actualidad, el arsenal se concentra en un tercio de la población. El negocio del terror en Estados Unidos está controlado por la poderosa Asociación del Rifle. Al preguntar al ciudadano medio americano cuáles son las razones por las que posee un arma, se encuentran tres respuestas: la libertad de tenerla, la necesidad de defender a su familia y su casa de un asalto de delincuencia común y la amenaza terrorista. Esta última posibilidad es ínfima, aunque su influencia en la decisión de compra va en aumento (Hill, 2013).

La amenaza terrorista incide más en otro tipo de gastos en seguridad que son de tipo nacional. Ante este tipo de amenaza hay reacciones diversas. Lo habitual es que la población, contrariamente a los deseos teóricos de los terroristas, entre en un estado de espiritualidad común, al menos por unos días, una unidad que se refleja en la aparición de banderas o de signos comunes, saludos por las calles, consignas improvisadas que ahora se expanden en red. Sucedió en el momento del atentado de las Torres Gemelas: la popularidad de Bush subió desde el 34 al 90 por 100 con los atentados, en lo que se definió como rally round the flag (Baker y O’Neal, 2001, 661-687). La bandera se convierte en un tótem laico que reúne a las multitudes y las transforma en una unidad sacralizada (Marvin e Ingle, 1999).

Los medios de comunicación actúan como un rodillo unificador en estos momentos, coordinando la común memoria de la nación. El tratamiento ha variado desde los años noventa pero la línea transversal es común en la cobertura del miedo (Rodrigo Alsina, 1991; Veres, 2006; Ruiz Velasco, 2016). Los líderes creen aprovechar estos momentos, como lo hizo estratégicamente el presidente Bush con su cruzada contra el terror y como lo hizo desafortunadamente el presidente Hollande después de los atentados en su país. Sin embargo, los atentados terroristas pueden tener consecuencias contradictorias si la población percibe que su gobierno no gestiona adecuadamente la situación, como sucedió en España tras los atentados del 11-M, donde el conspiracionismo sustituyó a la realidad mientras el gobierno perdía las elecciones (Avilés Farré, 2010).

La población se acostumbra a un nivel tolerable de terrorismo, de la misma forma que acepta la violencia urbana (Neumann y Smith, 2005, 571-595). Asimismo, se va acostumbrando a diversas medidas de protección que años antes le hubieran parecido intolerables. La creciente percepción de inseguridad permite controles en los aeropuertos y grandes estaciones, que se han extendido a todas las redes de comunicaciones; las cámaras controlan los movimientos ciudadanos en lugares cada vez más extensos del planeta y se han desplegado desde en los transportes y plazas hasta en todo tipo de lugares públicos tan razonables como una comisaría y tan paradójicos como la entrada de un mingitorio público. Igualmente, se han introducido en los comercios y locales comerciales, oficinas, empresas, hospitales, colegios y guarderías.

La confusión entre un objeto que puede ser videovigilante o videoprotector de nuestros movimientos convierte en posible sospechoso a cualquier ciudadano. Se le filma y luego se determina si su acción ha sido delictiva o era un simple paseo con el perro por la noche (Bauer, 2012). El Gran Hermano, que, por razones mediáticas de la telerreality, se ha convertido de una pesadilla orwelliana en un divertido programa televisivo para voyeurs sentados en el sillón, ha preparado a las poblaciones para la inocencia de la observación continua de sus actividades. El control de las comunicaciones es absoluto y en muchas de las operaciones personales que se realizan con instituciones comerciales se avisa al ciudadano de que su conversación puede ser grabada.

Este control del ciudadano en razón de su seguridad, o inseguridad, no es solo un problema moral o jurídico, sino que es la fuente de un inmenso negocio de carácter mundial, ya que implica todo tipo de aparatos y de profesionales para controlarlo. Las cámaras dedicadas a la videovigilancia de instituciones públicas y privadas suponen un tercio de la venta de cámaras reproductoras de imágenes en todo el mundo. Todos los aeropuertos y estaciones de comunicaciones del mundo cuentan con instrumentos de control de pasajeros, además de servicios pagados de vigilancia personal. Las empresas de seguridad mundial son numerosas, destacando en primer lugar Academi, la antigua Blackwater, que comenzó su carrera fulgurante en la guerra de Irak y que quizás sea la más emblemática en la privatización de las guerras en el siglo XXI (Singer, 2003; Simons, 2009). La segunda en importancia, especializada en seguridad aeroportuaria, es ICTS, con una fuerte implantación en América y con una filial europea, cuyos miembros proceden del Shin Bet o del Mossad israelí. Northbridge Services Group, con sede oficial en la República Dominicana y capital angloamericano, se dedica a la preparación de efectivos para las fuerzas armadas con mandos retirados del ejército norteamericano. Es una buena salida profesional para veteranos. Triple Canopy, con base en Virginia, está especializada en la formación de personal de seguridad policial de cuerpos especiales. Entre las treinta grandes empresas mundiales, destaca la presencia de la española Prosegur, especialista en seguridad bancaria y empresarial. El personal de las empresas de seguridad ha aumentado en los últimos quince años en un 1.200 por 100. Muchas de ellas ofrecen un informe de sus actividades para asegurar que no actúan en países en guerra sin aprobación internacional y para evitar las derivas mercenarias de las primeras empresas de los años ochenta. La entrada de estas empresas en el campo informático y de seguridad tecnológica las ha convertido en verdaderos pulpos gigantescos con intereses en grupos financieros y de investigación en tecnología, biotecnología e inteligencia militar (Chakrabarti, 2009).

No hay un cálculo total del capital mundial que está dedicado al negocio de la seguridad en un mundo supuestamente cada vez más inseguro y en el que los ciudadanos demandan seguridad a sus gobiernos. Es el gran negocio del miedo que protege al mundo del terror. Su enorme desarrollo y su capacidad de obtener beneficios hace que muchos grupos de inversión recomienden y se encuentren implicados en su financiación. Al mismo tiempo, la oscuridad de sus operaciones y de los pagos que se realizan en muchas de ellas provoca que sean clientes habituales de los paraísos fiscales mundiales, lo que dificulta su control. Es muy difícil detener esta progresión, además, en unas empresas que tienen una enorme influencia como lobby en todas las instituciones gubernamentales occidentales, contando con despachos oficiales tanto en Washington como en Bruselas.

Dentro de los nuevos campos de esta inversión en la seguridad se encuentran fundamentalmente los ingenios robóticos al servicio de la ampliación de las capacidades humanas, lo que se llama «realidad aumentada», entre los que destacan los drones como la punta de lanza de un cambio absoluto en las condiciones del ejercicio de la violencia. El dron logra la mayor separación que nunca ha existido entre el atacante y la persona o el objeto atacado, que es solo una imagen o un punto en la pantalla de un ordenador. El dron permite el ataque y el atentado selectivo sin la necesidad de una división operativa desplazada. El dron justifica, así, la presencia militar de un país en otro sin que haya personal humano comprometido pisando el territorio ajeno. Solo se necesitan colaboradores locales de mantenimiento, la decisión del disparo se encuentra a miles de kilómetros de distancia.

ACTUAR CONTRA EL TERRORISTA FUERA DE LA LEY: LA BANALIDAD DEL DRON

En una república bien ordenada, no debería ser nunca necesario recurrir a medidas extraconstitucionales, porque, aunque puedan ser beneficiosas en el presente, su precedente, no obstante, es pernicioso, pues si se establece una vez la práctica de despreciar las leyes en aras del bien, en poco tiempo serán ignoradas aduciendo ese mismo pretexto con fines malvados. Así, ninguna república será jamás perfecta si no lo prevé todo mediante la ley, si no ofrece remedo para cada emergencia y fija las normas de su aplicación.

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe, 1513.

La realización de atentados selectivos en un estado de guerra contra un Estado no reconocido, el palestino, por parte de los diferentes gobiernos israelíes fue una preparación de los atentados discrecionales del siglo XXI. Estados Unidos se unió a esta estrategia oficialmente, aunque antes lo hubieran realizado oficiosamente sus servicios secretos, después del atentado del 11-S. La innovación de este sistema de asesinato programado por los ejecutivos de ambos gobiernos es que se colocan en un estado de guerra sin que haya un Estado reconocido por ellos al que atacar. La nebulosa terrorista lo convierte en un fenómeno mundial que no precisa de orden local o un tribunal internacional que tenga competencia con él. Ni Israel ni Estados Unidos reconocen, además, la legitimidad del Tribunal Penal Internacional, por tratarse de un organismo superior a su soberanía nacional.

El asesinato selectivo, por tanto, queda fuera del control de una institución judicial que determine que el asesinado ha sido condenado previamente por delitos comprobados y que se han respetado sus derechos como persona. Los resultados que se buscan están relacionados con un efecto mediático, tan impactante como un acto terrorista, con el que se pretende actuar en la opinión pública: el Estado actúa para provocar el terror en sus enemigos y para satisfacer el deseo de venganza de sus conciudadanos mediante la eliminación certera del mal (Grossman, 2009). Es decir, el Estado actúa como un terrorista en la acepción del término que hemos estado definiendo a lo largo de este libro: un hecho violento que solo se realiza para ser publicitado, un invento claramente ligado a los medios de comunicación occidentales y su desarrollo. En ocasiones, la justificación esgrimida para una acción defensiva es perfectamente desechable, ya que la decisión se basa en futuribles, y el delito máximo con el que se podría acusar a los que se encuentran en la lista de objetivos para eliminar es el de «pertenencia a banda armada».

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Dron diseñado y fabricado por Aerotools.
Drones y guerra dirigida telemáticamente. El asesinato selectivo se ha convertido en una medida cautelar utilizada por prerrogativa regia. Se nos debería informar a los ciudadanos occidentales si nuestros países han declarado la guerra, si esta es «total» y, por tanto, incluye el atentado contra civiles considerados objetivos de guerra. Las declaraciones del presidente Trump sobre la tortura van en este sentido. Para mantener este estado de guerra virtual se debe mantener una tensión constante sobre la población y sus miedos rompiendo las barreras del Estado de derecho en un estado de excepción constante.

Sin embargo, los mecanismos de la acción armada estatal se comportan con la eficacia de las ruedecillas de un reloj. Los actores que intervienen en estas acciones responden a motivaciones complejas cuya actuación está definida con una precisión verdaderamente milimétrica en la película Espías desde el cielo (Gavin Hood, 2015). Tenemos actores militares, miembros del gobierno y técnicos que determinan el alcance de la acción y la realizan consecuentemente. Estos últimos son sometidos a una presión de «obediencia debida» y pérdida de responsabilidad ya determinada hace años por el experimento Milgran. Los eufemismos del lenguaje, larga herencia del lenguaje policial, convierten en un problema técnico —limpieza, neutralización, objetivo, eliminación— el problema humano. Los objetivos son definidos previamente por los políticos gobernantes sin informar a la judicatura y las cámaras parlamentarias, entregados a la labor de los profesionales del ejército para su ejecución y librando a estos de su responsabilidad moral. La posibilidad de la contrainformación, de la información alterada por informes falseados, está abierta en todo momento. Lo más importante es que todos los actores implicados en la acción de terror de Estado solo dependen finalmente de la opinión pública que pueda interpretar como un éxito o un fracaso su actuación en el asesinato selectivo.

Con el dron, la banalidad del mal penetra en todas las instituciones que debían combatir el terror. El círculo perverso se completa por no atender a los peligros que conlleva la preeminencia de la venganza preventiva sobre la justicia procesal. El libro de Vincent Nouzille Errores fatales (2017) disecciona las causas y consecuencias de estos asesinatos programados en la República Francesa en los últimos años y su aumento bajo las órdenes de su presidente François Hollande (algunos reconocidos por él, durante una entrevista con los periodistas Gérard Davet y Fabrice Lhomme en 2015, ya que es un derecho que le da la Constitución como regalía gubernamental). Se trata de ejecuciones extrajudiciales realizadas mediante ataques dirigidos por fuerzas especiales y determinadas por listas concretas de personas contrarias a los intereses del Estado que deben ser eliminadas. Los mandos militares, por imitaciones de los términos manejados por el alto mando americano, los llaman en inglés high value targets (HVT) o high value individuals (HVI), en suma, «objetivos de alto valor», de los cuales se han realizado unos cuarenta operativos desde 2012 para «neutralizarlos». A los ataques realizados contra una persona concreta se les llama «objetivos homo» (por «homicidio»). Para los juristas críticos y las asociaciones de defensa de los derechos humanos, se trata de la restauración de la pena de muerte, con el agravante de que se ejecuta sin proceso previo. No tenemos las cifras totales de los ataques ordenados bajo la presidencia de Obama.

La tesis del libro de Nouzille es que estos ataques e intervenciones en el extranjero por parte de los servicios especiales no han sido solo inmorales y contra el derecho, sino que son perfectamente inútiles en la prevención de los atentados que se han sucedido en el país. La única consecuencia real de esta deriva es que las acciones criminales que debían ser perseguidas como actos de delincuencia, nacional o internacional, se convierten en actos de guerra que deben ser combatidos con acciones militares. Los terroristas pasan a ser soldados combatientes, lo que es una victoria en su estrategia.

Solo en los films de ficción son efectivos estos ataques, que requieren cada vez un gasto mayor en personal y una tecnología más sofisticada, alimentando el negocio de la inseguridad (Nouzille, 2017). La presión sobre las opiniones públicas es terriblemente constringente. Es prácticamente imposible oponerse a estas acciones sin que los intelectuales, periodistas o políticos que manifiestan sus dudas sean acusados de dejadez frente al terrorismo o directamente de traición. Cada atentado terrorista refuerza esta ley inútil del talión que aumenta los enemigos cada vez que se ejerce sin que haya una demostración de que este camino terrorista disminuya el peligro del terrorismo asimétrico del adversario.

LA PSICOLOGÍA DEL NUEVO TERRORISTA DEL SIGLO XXI: EL «LOBO SOLITARIO» Y LA RADICALIZACIÓN POR INTERNET

El término «lobo solitario», aparecido a raíz de los diferentes atentados terroristas de los últimos años, ha sido criticado duramente por el especialista en terror y criminalidad mundial Alain Bauer, que lo considera un personaje inexistente, un afortunado invento mediático de resonancias literarias, una fábula tranquilizadora para no reconocer la profundidad de las tramas que se encuentran detrás del terror (Bauer, 2015, 23). Esta excusa, piensa, sería además fatal en el diseño de una adecuada estrategia internacional contra las redes igualmente internacionales del terrorismo actual. Bauer tiene claro, en la múltiple bibliografía que ha producido (Bauer, 2001, 2004, 2008), donde disecciona todos los tipos de delincuencia, que la globalización del delito, correspondiente a la globalización de nuestro sistema económico, demanda una acción cada vez más coordinada de las policías a nivel internacional, completada con la actuación de una justicia igualmente internacional. Bauer es implacable en la definición del terrorismo como una forma de delincuencia programada y, por tanto, perseguible racionalmente con posibilidades de éxito, que él titula con una frase muy propia del thriller psicoanalítico: «los terroristas siempre escriben lo que van a realizar» (Bauer, 2010a).

Sin embargo, no hay que menospreciar la figura del «lobo solitario» como elemento del nuevo terrorismo. En primer lugar, ha surgido de la propia efectividad policial y militar en la persecución del terrorismo que capta con enorme rapidez la actividad de las células terroristas. La capacidad de invisibilizar las redes y los líderes del terror es cada vez menor. La figura alude a alguien que se encuentra disfrazado de ciudadano normal hasta que decide actuar. Se escapa de la racionalidad del investigador con el análisis de pistas y pruebas. Es un personaje que da mucho miedo.

Habría que preguntarse: ¿a quién le es útil esta figura tan novelesca? El «lobo solitario» hereda toda una tradición siniestra que sirve a los terroristas por su capacidad amedrentadora y a los contraterroristas en su demanda de mayores efectivos. Para los apologistas del terrorismo, representa el héroe individualista, ahora mártir de la causa, surgido del pueblo, con lo que recuperan un viejo personaje caro al nihilismo y al anarquismo violento del siglo XIX. Igualmente, su carácter demoníaco, con la sombra tan literaria de Drácula o Hannibal Lecter, sirve a los intereses de los vendedores de inseguridad y políticas securitarias para que se eliminen los derechos individuales y se acabe con la presunción de inocencia.

El origen del término se encuentra en relación con una determinada violencia urbana en las sociedades occidentales de los años ochenta del siglo pasado (Bauer, 2001; 2003), pero ahora se imbrica en una nueva realidad tecnológica. En la actualidad, la capacidad de acción de ese «solitario» estaría amplificada como consecuencia de esa situación de aislamiento conectado en el que vive la humanidad de las redes sociales. El supuesto «lobo solitario» sería un personaje con problemas de identidad, que se radicaliza en la red y que encuentra en ella el apoyo a su acción violenta. La red es narcisista y, por lo tanto, los terroristas van a dar mucha más información de sí mismos que la necesaria para la efectividad de un buen trabajo asesino. Por lo tanto, no hay «lobo solitario» sin complicidades o búsqueda de las mismas.

Las discusiones sobre las características psicológicas que llevarían a determinadas personas a comportarse como terroristas han escondido siempre una disputa sobre la responsabilidad del terrorista. Por una parte, se le estudia como miembro consciente de una organización que pretende una utopía por medios asesinos. Por otra, se le atribuye la irresponsabilidad del psicópata que busca satisfacción en la violencia para superar sus frustraciones personales y encuentra una organización en la que canalizarlas. Los dos personajes han convivido siempre: el funcionario del terror y el psicópata entregado a la causa. La violencia terrorista de masas se ha basado históricamente en la efectividad mediática del acto violento para aterrorizar a las multitudes y provocar una represión indiscriminada por parte de los poderes políticos. Esto ha llevado a una intencionada utilización por parte de los diseñadores de estas estrategias de una serie de personalidades patológicas manipulables, para convertirlas en peones y autores directos de los atentados. También han encontrado problemas en el trato con estos «lobos no tan solitarios». Siempre ha sido difícil controlar el egocentrismo de este violento narcisista, en el sentido más freudiano del término, que se amolda mal a la disciplina de una organización terrorista organizada y jerarquizada. El romanticismo de estos «voluntarios» fue en cada momento tan interesante para manipularlo como peligroso para el objetivo que los líderes pretendían de la conquista del poder. Los héroes siempre han sido un estorbo para los mandos militares que, en muchas ocasiones, los han eliminado después de cumplir su función. Ahora han logrado la mayor efectividad fungible del peón: la desaparición del héroe en el supuesto martirio suicida.

En el siglo XXI, esta actuación solitaria es impulsada por las nuevas organizaciones que ya no temen la falta de disciplina y la ruptura de la jerarquía, sino que animan a esta intervención individual. Y favorece a los gestores del miedo que renuevan la idea de los «muertos vivientes» que pueden proceder de cualquier momento y lugar, que pueden ser cualquiera de los vecinos aparentemente inocentes. David Rapoport habló de las líneas transversales que unen las cuatro oleadas terroristas de la modernidad: anarquista, anticolonial, de extrema izquierda y radical religiosa (Rapoport, 2002). Todas tienen este mismo componente doble de organización diseñadora y participación aventurera de militantes entusiastas. En la mayoría de los casos, estos dos roles se encuentran separados. En todos, la violencia terrorista permite una justificación de la represión, la eliminación de los elementos moderados y la constitución de un apoyo social en el grupo que se dice defender que termina siendo un rehén de los gestores violentos. Las reivindicaciones sociales, políticas o religiosas originales quedan pervertidas por estos mártires asesinos que las defienden (Crenshaw, 1990).

Por un lado, existen personalidades con elementos traumáticos previos que encuentran una solución existencial a sus problemas en un recurso violento al que desean dar la máxima visibilidad. Existen, asimismo, organizaciones interesadas en aprovechar simbióticamente esta cantera de entusiastas partícipes, rentables y fácilmente eliminables. Finalmente, hay unas complicidades sociales y políticas que hay que determinar. La teoría sociológica del perfil medio del terrorista actual une la procedencia de un medio degradado, el paso por un periodo de pequeña delincuencia que le lleva a la cárcel y la llamada «radicalización» en la prisión, conectando una situación de crisis personal con reivindicaciones religiosas de grupos adoctrinadores o personalidades con carisma.

Los barrios degradados, que se han extendido en todas las urbes occidentales como fruto de la tercera revolución tecnológica que está dejando al margen del mercado de trabajo a las personas no cualificadas, se coordinan con las políticas neoliberales que dejan sin recursos de ayuda social a las corporaciones municipales. Estos «bajos fondos» modernos producen una enorme violencia interna que no preocupa en exceso a las autoridades si no ocurre un estallido violento. Son los centros de distribución y reparto de la droga que necesitan consumir sus jóvenes, y, para obtenerla, necesitan tanto vender como robar. Las mafias se establecen tanto por la falta de presencia del Estado como por la necesidad de organizar este doble comercio de la droga y los objetos robados. En este mundo, el militante terrorista puede encontrar todos los elementos indispensables para su acción, pero también es fácilmente detectable debido a las redes de informantes con las que cuentan los servicios policiales. Las detenciones que se han sucedido en los últimos años en toda Europa demuestran la eficacia de la policía en la prevención y la detención. El problema se traslada, entonces, a otra institución: la penal.

La cárcel ha oscilado entre la idea de constituir un lugar de redención de una pena —en pago por lo que se ha realizado y para la reinserción en la sociedad— y la realidad de ser un lugar de castigo donde el condenado encuentra compañeros procedentes de parecidas situaciones delictivas. La mayoría de las bandas criminales se han fundado sobre la base de las solidaridades establecidas en prisión. La necesidad de protección en el ambiente de extremada violencia que forma el entramado cotidiano de las instituciones carcelarias provoca la creación de jerarquías de mando que aseguran el orden, muchas veces con la connivencia inevitable de los propios guardias de las mismas que las utilizan como correas de transmisión de su poder. Los campos de prisioneros, que incluyen las instituciones del Estado tanto como el gulag y otros lugares de concentración, han sido una fuente de enorme creación imaginativa de lenguajes, argots, señales, apodos... para establecer la comunicación interna de los presos, incluyendo la relación entre delincuentes políticos y sociales. La llamada radicalización simplemente es la expresión de un natural proceso de entrada del joven delincuente en una red iniciática de adultos que le da seguridad y honor viril e, incluso, una posibilidad de redención inédita que la sociedad no le ha ofrecido (Gambetta, 2009).

Al-Qaeda se adecuaba a las condiciones tecnológicas de finales del siglo XX (Jordán, 2004). ISIS se adapta a las redes sociales del siglo XXI y los vídeos de YouTube. La estructura de ISIS responde a la evolución tecnológica de la globalización y la red de Internet. Su propaganda también se ha adaptado a estos cambios y su estética audiovisual encaja perfectamente con la evolución del lenguaje cinematográfico de terror de los primeros años del siglo XXI (Crisan, 2016). ISIS es el fruto, en principio, de un Estado fallido, Irak, cuyas estructuras estatales fueron destruidas y no sustituidas, donde los antiguos baasistas, los militares y funcionarios sin adscripción se unieron a los mercenarios venidos de otros lugares (Bosnia, Argelia, Chechenia). «ISIS es una fuerza guerrillera altamente móvil que no cuenta con una infraestructura organizacional dividida en cuarteles generales, con barricadas y depósitos de provisiones que puedan ser destruidos por misiles y bombas» (Cockburn, 2015, 127).

La variante de la estrategia de ISIS con respecto a su antecedente al-Qaeda es el cambio de objetivo final y de medios para conseguirlo (Gerges, 2011). El proyecto de ISIS cambia de la pretensión de recuperar la autonomía de las zonas musulmanas en el planeta a la idea de un califato mundial. Y los medios para conseguirlo ya no responden a una estrategia jerárquica, sino difuminada en células independientes o incluso acciones individuales supuestamente espontáneas. Ambos cambios responden más a la intención de aterrorizar a las opiniones públicas occidentales que a una real posibilidad de cumplirlos.

En cuanto al origen social del terrorista de nueva factura, los estudios unen las clasificaciones sociológicas, en las que la mayoría de los analizados responden a una trayectoria parecida —joven de barrio degradado, paso por la pequeña delincuencia y radicalización en la prisión— con nuevos estudios que se centran en el perfil psicológico.

Contamos, asimismo, con dos canteras diferentes de suicidas. En el caso de los elegidos para misiones militares en los países no occidentales donde actúan diversos grupos terroristas (ISIS y los yihadistas son algunos de los que utilizan el recurso al terrorismo suicida), se trata de militantes a los que se adoctrina y se separa de la realidad con un proceso programado de tortura mental, desconexión de cualquier relación empática familiar o social, ejercicios y falta de sueño, hasta que la entrega a la causa convierte en inevitable el atentado suicida. En un momento determinado no hay vuelta atrás, sino el deshonor o el abandono económico de su familia. Los funcionarios del terror que programan estos atentados escogen personas psicológicamente débiles y socialmente vulnerables. En muchos casos, últimamente, los encuentran entre los voluntarios internacionales, muchos de ellos conversos, desconectados de la realidad del país, menospreciados por la población local y que ofrecen menos problemas «sentimentales» a la hora de su autoeliminación.

El invento más novedoso de ISIS ha sido renovar el fantasma de la quinta columna, introduciendo en los servicios de «inteligencia» occidentales y los medios periodísticos la idea de que se estaría preparando a los yihadistas occidentales que regresan para actuar en sus países de origen mediante atentados indiscriminados. El éxito de esta perversa estrategia es evidente: convierte en sospechosos eternos a los miles de europeos y europeas que se apuntaron a estas brigadas internacionales de ayuda a los movimientos armados islamistas, lo que hace aumentar los efectivos policiales destinados a su vigilancia. Internamente a ISIS, y otros grupos yihadistas, introduce, asimismo, el terror en los brigadistas extranjeros con los que cuentan, disuadiéndolos de la deserción o el abandono de la lucha ante la posibilidad de una vuelta que acaba inevitablemente en prisión (Treverton, 2009).

En el caso de los que deciden pasar autónomamente a la acción en los países occidentales, se trata de un proceso más complejo y con una decisión personal del suicida mucho más claramente responsable. El personaje que se entrega hasta la muerte en Occidente, con una pasión casi erótica por el placer de su autodestrucción salvífica, no pertenece a una clase social exacta, no es un militante declarado ni posee una fuerte formación ideológica. Su asunción de una utopía que requiere llevar la destrucción a su propia vida y a la de la comunidad en la que vive no es salvífica, sino apocalíptica. Es un fin de los tiempos lo que desea anunciar con su muerte. En la mayoría de los casos, este sufrimiento último, con el que disfruta anunciándolo en vídeos y comunicados, es un autocastigo o una compensación por el imaginario personal de faltas cometidas contra el ideal de la propia comunidad. La línea transversal que recorre los perfiles de los terroristas analizados nos muestra personalidades contradictorias, de una fuerte agresividad no controlada o con una identidad sexual que ellos no podían aceptar. Unos se eligen, otros se ofrecen. En algunos casos, el asesino terrorista incluye su propio cuerpo y sus deseos «impíos» entre los objetivos que hay que eliminar.

El «lobo solitario» no existe, pero es un gran invento terrorista. Es el personaje que da más miedo y que exige mayores medidas preventivas de seguridad.

A MODO DE FINAL INCONCLUSO: ¿EL SIGLO XXI SERÁ EL MÁS TERRORÍFICO DE LA HISTORIA?

El filósofo Zygmunt Bauman, en su libro Miedo líquido (2010), planteaba este callejón sin salida de la modernidad angustiada. El progresismo había prometido durante tres siglos que los temores del pasado desaparecerían y que los humanos controlarían sus vidas, al mismo tiempo que eliminarían las fuerzas negativas del mundo social y natural. En vez de eso, la incertidumbre es el paisaje del futuro mientras la ansiedad invade las mentes ante los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso. La población ya no acude a las urnas para votar una opción que le ofrece la esperanza de un mundo mejor, sino para evitar un futuro que le da miedo. La naturaleza se rebela con catástrofes medioambientales provocadas y la sociedad urbana vive en una constante alerta de atentados terroristas indiscriminados. Las pantallas, desde la televisiva a la del smartphone, destilan malas noticias para un espectador fascinado al que hipnotizan con la inmediatez con la que puede vivir el fin del mundo.

El negocio del espectáculo, que mueve un quinto del PIB mundial, basa su estrategia de ficción en el relato de historias donde toda una variada selección de víctimas sufre una serie de retorcidas catástrofes. Todo lo que pensemos que puede suceder en el reino del mal sucederá en el imaginario hipnótico de la pantalla, y habrá humanos, llamémoslos mejor entes diabólicos, que pondrán todas las condiciones para facilitarlo. La apología de los seres perversos o, como mínimo, de las inmensas capacidades que poseen para hacer el mal, es la base de las series televisivas de mayor audiencia. Nunca ha habido en la historia del relato de ficción tanto malvado triunfante y tanta víctima masacrada.

Quizás el primer paso sea «perder el miedo al miedo» (Muiño, 2007). Ver lo que nos aterroriza es el primer paso para librarnos de la inquietud del futuro. Y, para ello, debemos contemplar el largo pasado de los miedos de la humanidad. Las sociedades que prometieron acabar con el miedo por decreto mediante paraísos futuros de felicidad común en el más allá o en el más acá desplegaron una enorme violencia contra los malvados, transformando en infiernos sus propias sociedades. Y exigieron a sus ciudadanos abandonar en manos de una elite de perversos el destino futuro y las libertades presentes, con la promesa de su protección, que terminó siendo carcelaria. La historia es la mejor protección para que no se repita la llegada de estos iluminados terroristas.

El mal no lo realizan seres demoníacos terribles, sino ciudadanos tan normales y grises como los demás que manipulan estas inquietudes para afirmar su poder y asegurar sus negocios. Algunos están aquejados de patologías psíquicas derivadas de frustraciones y temores personales, pero la mayoría, tanto los que buscan aterrorizarnos con la explosión de una bomba como los que nos ofrecen la seguridad contra el terror, son mafiosos del miedo, gestores de uno de los mayores negocios que ha paralizado el progreso de la humanidad. El estudio de los pánicos que agitaron las sociedades pasadas nos llevará a evitar las trampas que utilizaron y utilizan estos manipuladores de la inquietud.

Convivir con el miedo es lo más razonable, porque este nunca dejará de existir. El futuro no está definido de antemano, quizás, afortunadamente. Será bueno o malo según lo determinen las comunidades históricas que lo vivan. Las catástrofes, naturales o provocadas, son parte de esa historia de la humanidad. La colaboración y la aportación de todos es lo que logrará superarlas, como ha sucedido en todos los tiempos.

26 En esta guerra, iniciada por la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein el 2 de agosto de 1990, las tropas internacionales vencedoras se detuvieron en la frontera de Kuwait sin entrar en Irak y conquistar Bagdad, lo que hubiera sido relativamente fácil en ese momento. Fue la última guerra del siglo XX en la que se respetó el derecho internacional manteniendo la idea de unas fronteras legítimas correspondientes a un Estado-nación reconocido internacionalmente. Probablemente se tuvieron en cuenta los informes geoestratégicos universitarios que indicaban la explosión del Estado multiétnico, gobernado por la minoría sunita desde su creación en 1920, si se realizaba esta intervención. Saddam Hussein desató su ira sobre las poblaciones chiitas del sur, cuyos dirigentes moderados fueron asesinados.

27 En Noruega se puede arrebatar los niños a los padres por «falta de destrezas parentales». La decisión de la institución de protección infantil se realiza sin orden judicial. Los implicados, muchos de ellos migrantes, tienen grandes dificultades para su defensa. El caso más problemático —por el enfrentamiento del gobierno noruego y el indio— sucedió en 2011 con los dos hijos del matrimonio formado por el joven profesional de una plataforma petrolífera, Anurup Bhattacharya, y su esposa Sagarika. Gunnar Toresen, jefe de Stavanger (Servicios de Bienestar Infantil de Noruega), negó que las diferencias culturales fueran el factor de su decisión. 12.492 niños se habían colocado en salvaguardia en los últimos dos años (sobre una población de 5 millones). Un millón de euros de presupuesto (6.000 asistentes sociales y 300 psicólogos, una oficina en cada ayuntamiento) y 7 millones en gastos derivados (50.000 euros a cada familia de acogida por niño, que incluye coche y casa nueva). El caso fue aprovechado por la dirigente Sushma Swaraj, líder parlamentaria del partido nacionalista y fundamentalista hindú de oposición Bharatiya Janata, actualmente en el poder, para desarrollar una campaña contra el partido del Congreso.

28 Agradezco al centro Delàs de estudios por la paz las informaciones proporcionadas sobre armamentismo, tráfico de armas y militarismo, especialmente a Tica Font, Pere Ortega, Jordi Calvo y Alejandro Pozo. Existe información más amplia y continuamente actualizada sobre este mercado del terror en http://www.centredelas.org/es/. Véase Calvo y Pozo, 2015.