CAPÍTULO 2

LA VIOLENCIA DE LO SAGRADO

En política exterior, el mito de la violencia religiosa sirve para atribuir el papel del villano a los ordenamientos sociales no seculares, especialmente a las sociedades musulmanas. Ellos no han aprendido todavía a eliminar de la vida política la peligrosa influencia de la religión. Su violencia es, por tanto, irracional y fanática. Nuestra violencia, por ser secular, es racional, pacificadora y a veces lamentablemente necesaria para contener su violencia.

CAVANAUGH, 2010, 14.

El Estado moderno, una creación de Europa en los siglos XV-XVIII, separa de la totalidad social tres elementos con los que pretende disolver las relaciones comunitarias anteriores: estos campos nuevos son la economía de mercado y el pensamiento religioso, que dependen ahora de las opciones personales de cada ciudadano (ambos son fruto de inversiones individuales según la nueva filosofía pragmática inglesa) y quedan regulados por el tercer elemento, la política, que debe asegurar su libertad y marcar sus límites.

En Occidente concebimos la religión como un sistema coherente de creencias, instituciones y rituales obligatorios, centrados en un Dios sobrenatural, cuya práctica es esencialmente privada y está herméticamente sellada respecto a las actividades seculares (Armstrong, 2015, 14).

Al determinar que la religión es algo propio del espacio íntimo, su exposición pública resulta inadecuada, casi pornográfica (procesiones, peregrinaciones, romerías, serán condenadas o mandadas al cajón de lo folclórico). Occidente calificará de superstición, arte o patología popular toda manifestación externa que encuentre en las sociedades «religiosas» (en realidad, todas las extraeuropeas) que no saben separar lo laico de lo religioso.

No hay un término fuera de Occidente para designar a la religión, tal como la define Occidente. Se inventan equivalencias con términos difusos que significan «camino de vida» (el «din» árabe) o «conjunto social de relaciones comunitarias» (el «dharma» sánscrito del hinduismo).

La intención de esta operación de falsa traducción es afirmar la existencia de «lo político» —separando lo laico como un lugar autónomo y autorregulado del «nosotros» europeo— y permitir la creación de la «religión» para definir a las sociedades que no diferencian lo laico de lo religioso. «Ellos» pertenecerían a sociedades «religiosas» (luego, supersticiosas) que no han llegado a separar el espacio religioso del político. Pero, y esto es lo más sorprendente para un «laico» moderno, tampoco existe el término en Grecia o Roma. El diccionario de Oxford lo indica claramente: «Ninguna palabra griega o latina corresponde a la inglesa religión o religioso». La religión como un espacio separado ha nacido en un momento determinado y con un propósito: condenar lo que no es laico o, como mínimo, sus manifestaciones visibles.

¿De dónde surge, entonces, lo laico, lo secular? La separación inicial comenzó a establecerse en la Europa medieval entre los «religiosos» que llevaban una vida monástica y los sacerdotes «seglares» que se encontraban en el mundo (saeculum, el «siglo») viviendo al ritmo y el tiempo ciudadanos. Posteriormente, las guerras religiosas que formaron el Estado moderno europeo provocaron la aparición de la «tolerancia» que, en principio, no es un término empático sino antipático: la palabra «tolerancia» implica violencia, ya que se debe tolerar lo molesto por obligación. Fue la lucha con el intolerante la que cargó el término de contenido positivo, de respeto al «otro», de admisión de sus ideas.

El siguiente paso del laicismo fue crear el mito de la violencia religiosa que «consiste en la idea de que la religión es un rasgo característico de la vida humana transhistórico y transcultural, esencialmente distinto de los rasgos llamados “seculares”, como la política y la economía, y que posee una inclinación particularmente peligrosa a la promoción de la violencia» (Cavanaugh, 2010, 13). Este mito es un mito fundacional que legitima el Estado-nación liberal al mismo tiempo que margina al «otro» religioso, dado al fanatismo en contraste con el sujeto secular, que es racional y pacificador.

EL ESPACIO SAGRADO Y LA VIOLENCIA

Los humanos somos criaturas que buscamos «sentido» a lo que hacemos, y le damos una finalidad última. El secularismo o laicismo no se aparta de esta búsqueda de sentido que no puede dejar de ser trascendente. El pensamiento occidental separa el mundo en un espacio laico y otro religioso, el resto no conoce esta separación laicista (Bremmer, 2008). Lo que convierte a estos dos pensamientos en violentos es la defensa de lo que ambos consideran «lo sagrado», que en el laicismo se define filosóficamente como «los principios». Es un espacio que se debe proteger, que no se puede traspasar y que provoca la reverencia del grupo, así como el temor a su profanación (Joas, 2009, 1-23).

En el caso de los laicistas, ese miedo a la profanación incluye, además, el pensamiento religioso acusado de violar su «espacio laico» sagrado (en general, todo espacio público es sagrado para el laico y le ofende que alguien exponga en él una manifestación religiosa). En el caso del pensamiento religioso, ese miedo incluye el pensamiento laico que le agrede prohibiéndole manifestar su modo de vida públicamente.

Por lo tanto, no nos dedicaremos a estudiar la religión como causa de la violencia, sino la utilización de la trascendencia como elemento excluyente, jerárquico y que puede incitar al miedo y la violencia. No es la religión —como un espacio de sentido comunitario trascendente— el productor de la violencia, sino la idea de «profanación» de ese espacio «sagrado» considerado una propiedad por parte de unos determinados gestores-sacerdotes del mismo. Es el monopolio de la trascendencia, el temor a que ese espacio inviolable sea transgredido o atacado, lo que provoca la violencia.

Pero ¿cómo se ha ido concretando este espacio sagrado a lo largo de la historia? Comencemos por los pueblos originarios.

En el animismo no existe un mas acá y un más allá. Todo está aquí. Se vive inmerso en una fuerza cósmica o vital que fluye sin cesar y a la que el humano se debe adecuar. Esta fuerza se concentra en determinados puntos (lugares, objetos, cuerpos) que la poseen con mayor intensidad. Son elementos sagrados sometidos a tabúes u obligaciones. Se les ama tanto como se les teme. La vida depende de ellos pero su desmesura, su furor llevan a la muerte y la destrucción. Determinados individuos —varones o hembras— con poderes chamánicos pueden tratar estos elementos sagrados, determinar su utilización o canalizar el exceso de su fuerza evitando la catástrofe.

En el animismo todo es de la comunidad, y el banquete comunal es la expresión de la unidad del grupo. Toda comida es un acto trascendente donde el colectivo —el clan, la aldea o, posteriormente, la familia— se siente unido y feliz como grupo7. Pero estas ceremonias comunales de las sociedades recolectoras-cazadoras sufren una traslación cuando la humanidad comienza a domesticar animales y plantas. Ahora hay un lugar determinado donde se celebran estas comuniones o banquetes comunitarios. Y en ese espacio se concentran los excedentes del grupo para su distribución. Ese lugar será sagrado y, actualmente, lo llamamos templo.

Todo granero en estas sociedades es un templo y todo templo es un granero. No existe diferencia entre ambos lugares, entre la economía y la religión. Es tanto el lugar donde concentra la comunidad todas sus «riquezas», el excedente agrícola, como el lugar donde festivamente las distribuye y las consume. El templo-granero original es un lugar inviolable. Su profanación implica la muerte (Bloch, 1997).

El lugar de contacto con lo trascendente se convierte desde el principio en un territorio (físico o espiritual) sometido a múltiples regulaciones y en peligro constante, ya que su profanación puede afectar al destino del grupo, a su identidad, a su pervivencia. René Girard nos muestra cómo esta noción es fundamental en el nacimiento de la ley: violencia original fundadora o tabú que crea un espacio sagrado que hay que defender (Girard, 1983). Rómulo mata a Remo cuando este traspasa los muros sagrados de Roma.

LA INVENCIÓN DEL DEMONIO Y EL PROBLEMA DEL MONOTEÍSMO

La moralidad de los imperios en la época axial (800-200 a.C.) planteaba la lucha del bien y el mal en el corazón humano. ¿Esta división también afectaba a los humanos como grupo dividiéndolos en buenos y malvados? Se imponía la separación de los humanos entre los que siguen el camino correcto y los que se dirigen por la senda equivocada. Esta división debía reflejarse en un drama cósmico. El bien perseguido por el mal necesitaba un dios del mal: acababa de inventarse el demonio. En el año 1200 a.C., se produjo esta revolución dualista proclamada por el sacerdote avéstico Zaratustra en la meseta irania. Los persas adoptaron la nueva religión zoroástrica y la aplicaron a su imperio que restauraba la unidad en el camino del bien. En el plano político, el dualismo transformaba la frontera imperial con su exterior, con los bárbaros, en una frontera moral con la maldad. En el ámbito individual, el dualismo introducía el salvacionismo: los buenos eran premiados en el más allá y los malvados condenados eternamente con castigos físicos de intenso dolor (Lincoln, 2007; 2012).

En la Biblia, esta introducción dualista se produjo con la victoria de Ciro que acabó con el destierro de Babilonia y devolvió la libertad a las elites para reconstruir el templo de Jerusalén. La llegada del dualismo imperial zoroástrico con Ciro introduce una cosmovisión de lucha que exalta el imperio frente a los malvados y sitúa el proyecto en el pasado: al principio solo hubo un gobernante, un pueblo y una lengua. El demonio tardó en llegar pero contaminó la Biblia con su presencia compitiendo con el omnipotente Yahvé (Teyssèdre, 1985a).

El dios más celoso y posesivo de todo el Oriente Próximo había sido Yahvé, un dios que hablaba constantemente por boca de los profetas, un dios que puede castigar y que necesita una palabra que anuncie su castigo, los profetas: «Isaías, Jeremías, Ezequiel, son en verdad magníficos artífices del terror» (Argullol, 1990, 40). «Yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen» (Éxodo, 20:5).

Un dios con mayúscula, un Dios único, terrible, irascible, representa un problema en la época moral que inauguran estos nuevos profetas. Hay que encontrar una antítesis del dios del bien que encarne todas las potencias del mal, que asuste y que haga refugiarse a los inocentes bajo el manto protector del Altísimo. Pero ¿cuál?

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Pantocrátor, ábside de Sant Climent de Taüll, Museu Nacional d’Art de Catalunya.
El castigo es justo. Las religiones salvacionistas introducen el castigo al malvado que ha roto la ley. Se introduce el demonio, la lucha de la luz y las tinieblas, el infierno y el cielo. Dios se transforma en un juez. El Apocalipsis es un canto a la venganza contra los malvados.

El problema de la Biblia con el diablo es crear un personaje que escape a la omnipotencia de dios, que pueda incitar al mal contra la voluntad de dios. El dios de la Biblia es un Dios que trae el bien y el mal, solo su permisión puede hacer posible la actuación del demonio. El Libro de Job es un ejemplo de esta auténtica contradicción que Carl Jung, en su libro Respuesta a Job, destaca como una apuesta imposible —y, para él, sinceramente inmoral— entre dos seres omniscientes que juegan con las cartas marcadas sobre el destino del paciente Job, que sufre sus apuestas (Jung, 2008).

El demonio, en la Biblia, va ocupando su lugar lentamente. Hay diversos antecedentes, como la serpiente del Paraíso o el Leviatán, el Belial de Isaías o el Asmodeo del libro de Tobías, que, en un momento determinado, se van concretando en ese personaje único, Satán o Lucifer, el ángel de la luz enviado a los infiernos por su soberbia y su deseo de parecerse a Dios. Los manuscritos apocalípticos de Qumran definen este mundo demoníaco que obsesionaba en la época de Jesús, donde el número de endemoniados —personas convencidas de que estaban poseídas por un espíritu maligno— era tan numeroso que los exorcismos se prodigan a lo largo de los evangelios (Teyssèdre, 1985b).

El diablo se desdobla en los textos religiosos del monoteísmo provocando dos catástrofes: la cósmica y la personal. El demonio anuncia el final apocalíptico del mundo y, en el ámbito personal, es la tentación del mal que sitúa el problema en el corazón de cada humano, la tentación que puede hacer caer una persona en el abismo para que se pierda hasta el final de los tiempos en el infierno (Minois, 1998).

Esta doble visión del demonio aparecerá en los evangelios y en el Apocalipsis, es la que corresponde a los temores desplegados en la época de Jesús. Las dos visiones son la misma: el dragón atado en el fondo del abismo por el ángel ha sido desatado tras mil años de prisión. Entonces, Satán desata el mal en la tierra mediante los cuatro jinetes del Apocalipsis y, finalmente, es vencido por el dios del bien.

LOS APOCALIPSIS: LOS MÁRTIRES JUSTIFICAN LA VIOLENCIA CONTRA LOS PAGANOS

El cristianismo nace en este ambiente de nueva espiritualidad apocalíptica de Palestina. La pequeña secta de los nazarenos se manifiesta, como la comuna de Qumran, claramente opuesta al templo físico de Jerusalén y a sus gestores sacerdotales, que colaboraban con el imperialismo romano, a la hipocresía de los fariseos y saduceos, que apoyan el statu quo de la aristocracia herodiana corrupta y decadente. El cristianismo pretende también, como Qumran, construir un templo cósmico donde los hijos de la luz derrotarían a los hijos de la oscuridad, inaugurando un orden de paz mundial.

Después de la muerte de Jesús, esta pequeña comunidad se constituye como grupo religioso dentro de un imperio que camina hacia su fin y en el que los cristianos pronostican un final apocalíptico. Cristo volvería a la tierra en un regreso triunfal y, mientras tanto, ellos vivirían como un grupo unido (Iglesia) compartiendo la comunión ricos y pobres en recuerdo de Jesús (Eucaristía).

Roma había evolucionado de la ciudad-Estado republicana al imperio agrario con un sincretismo integrador de las deidades provinciales. El emperador-dios mantenía el equilibrio entre la pax romana y el orden del cosmos mediante una sucesión de sacrificios que debían ser regulados cíclicamente. Se trataba de un imperio absolutamente legalista y sostenido por el terror que practicaba de forma sistemática y programada.

Pero este imperio fracasó estrepitosamente y el cristianismo lo sustituyó. Como todos los movimientos populistas y milenaristas, su llamada a la comunidad colaborativa, con su ética igualitaria, tuvo una gran popularidad entre las clases bajas de la sociedad romana, los esclavos, con la simpatía de una serie de miembros de las elites afectados por una búsqueda de espiritualidad personal diferente del ritual de los sacrificios y procesiones oficiales (Rives, 2007). La labor caritativa, en plena decadencia económica, con una separación de ricos y pobres inédita —concentración de fortunas en la elite senatorial que escapaba a la presión fiscal que recaía en las clases medias urbanas hasta hacerlas desaparecer—, provocó una presencia inédita del cristianismo en las ciudades. En el siglo III, su red social alimentaba en Roma a miles de pobres cada día; era la única que podía atender a la población en una catástrofe o una peste, atender a los enfermos y enterrar a los muertos. Los obispos fueron sustituyendo en las provincias a la autoridad imperial, cada vez más lejana y preocupada por defender las fronteras de la presión de los bárbaros.

El cristianismo dramatizó su lucha con el imperio. Las Actas de los mártires (ed. 2012), que se leían cada domingo en voz alta, relataban morbosamente las torturas y sufrimientos de una serie de víctimas testigos de la fe. El relato se detenía en cada detalle de las torturas alcanzando su culmen cuando las víctimas reclamaban la continuidad de los sufrimientos ante el horror de sus propios verdugos. La violencia desplegada sobre estos inocentes provocaba el odio contra un poder ciego que, utilizando el terror del Estado imperial, pretendía acabar con la esperanza manifestada por los mártires. El espanto y el optimismo se unían en el mártir, esta nueva figura que, aunque estaba aterrorizada por el posible dolor que se le iba a infligir, lo superaba gracias a la alegría que le proporcionaba el testimonio que daba. Su cerebro dominaba a su cuerpo transformando en placer el daño que se le hacía.

La vuelta de Jesús se constataba en cada mártir que lo representaba con su repetición del sacrificio divino y que con su muerte revivía al salvador y su mensaje. Aunque los mártires fueron una absoluta minoría, su muerte mediatizada y relatada en cada celebración litúrgica creó la imagen del héroe/heroína absoluto. La emoción que manifestaban las masas ante la muerte sacrificial de los gladiadores enfrentados a las fieras se trasladó a estas víctimas que se presentaban a las autoridades para inmolarse en un «suicidio voluntario» (Armstrong, 2015, 167-168). Demostraban la violencia estructural de la pax romana y anunciaban el fin del imperio. La base de las Actas de los mártires en textos bíblicos, como Daniel o los Macabeos, demuestra una construcción previa de su estrategia literaria (Frend, 1965). Candida Moss ha analizado estos textos y los ha interpretado como una invención basada en elementos contradictorios: desde el testimonio de los ciudadanos ante la justicia romana al sacrificio como esclavos en el circo, el heroísmo del soldado romano que se convierte en traidor por rechazar la violencia y así afirmar la opresión de sus perseguidores (Moss, 2013).

Los mártires siempre fueron una minoría. Su martirio, una práctica claramente política.

Al ofrecer una fácil muerte a sus opresores, los mártires los demonizaron eficazmente y dieron a su fe un carácter agresivo. Estaban convencidos de que, como Jesús en el Libro de la Revelación, participaban en una batalla escatológica; cuando luchaban, como gladiadores, contra bestias salvajes, en el circo, se enfrentaban a poderes demoníacos (encarnados en las autoridades imperiales) y aceleraban el triunfante regreso de Jesús. Aquellos que se presentaban voluntariamente a las autoridades cometían lo que más tarde se llamaría «suicidio revolucionario». Al obligar a las autoridades a matarlos, dejaban al descubierto la violencia intrínseca de la presunta pax romana, y su sufrimiento, o eso creían con firmeza, precipitaría su fin (Armstrong, 2015, 167-168).

La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos (Tertuliano, 160-220).

¿Quién incendió Roma el año 64? ¿Fue el emperador Nerón para divertirse o fueron los cristianos en un acto terrorista? La historiografía posterior se divide: una parte acusa al emperador, terrorismo de Estado; otra, a los cristianos, terrorismo asimétrico, de ser los causantes del voraz y catastrófico acontecimiento. La construcción imaginaria es perfecta en ambos casos: tanto la del emperador recitando sus poemas desde la terraza de su palacio mientras las llamas devoran la ciudad como la idea de grupos incontrolados de fanáticos provocando los incendios en los barrios. En una ciudad superpoblada como Roma, con más de un millón de habitantes, los barrios bajos de construcción irregular y desordenada fueron los más afectados. Los habitantes cristianos, ante semejante cataclismo, es probable que salieran entre las llamas cantando la llegada de un orden nuevo y liberador, quedando inmediatamente marcados como sospechosos.

Después de tres siglos, el imperio se rinde a la nueva religión. Esta alianza final del poder imperial y la elite de la cristiandad no desemboca en la prometida «paz de los humildes», sino que estalla en un final violento e iconoclasta donde la civilización pagana queda destruida por completo: su cultura y sus templos, arrasados; sus sacerdotes e intelectuales, callados o asesinados; las academias y las escuelas, cerradas; los manuscritos clásicos, quemados. Se instaura una ortodoxia conciliar, una visión monolítica de la fe, proclamada por personajes como Agustín de Hipona, Gregorio Nacianceno o Ambrosio de Milán, todos pertenecientes a la elite senatorial.

Estos nuevos patriarcas desarrollan una dictadura conciliar en medio de luchas de poder contra todos los disidentes «herejes», donatistas o arrianos, sospechosamente unidos a las protestas por asuntos fiscales de las masas empobrecidas, que se muestran ahora contrarias a los obispos imperiales. La violencia simbólica e imaginaria ejercida sobre los mártires servirá para la justificación de esta limpieza de todo lo que significa paganismo para el nuevo monoteísmo intransigente. Todo lo que no se encuentra en las escrituras sagradas es despreciable, repugnante o abyecto (Assmann, 2014; al-Azmeh, 2001).

Es justa la violencia en razón del amor. La guerra justa es teorizada por Agustín de Hipona, en respuesta a los donatistas, ya que la violencia es necesaria por el bien del enemigo, para educarlo como un niño o para librar a las víctimas de los engaños de los malvados. La caridad lleva a la violencia, dice en sus cartas. Son las pasiones —odio, avaricia, ambición— lo que es condenable en la violencia. Matar no es malo en sí mismo, si es realizado por un profesional del Estado que no sigue sus instintos violentos, sino su deseo de aplicar la ley. El Estado no tiene que ofrecer la otra mejilla, ya que no es un individuo —que debe ser humilde y no dejarse llevar por la soberbia—, sino una institución que debe actuar para que la justicia se cumpla.

Los templos paganos estaban unidos a instituciones culturales y bibliotecas que estas multitudes arrasan. El arte clásico desaparece casi en su totalidad y solo queda una minoría que se atreve a conservar determinados textos para el buen aprendizaje del idioma (paideia defendida relativamente por Gregorio Nacianceno). En el año 381, el emperador hispano Teodosio afirma la ortodoxia nicena en el Concilio de Constantinopla y en 388 deja manos libres a los monjes para acabar con toda la cultura pagana. «No hay crimen si es en nombre de Cristo», gritaba un fanático el año 391 al asaltar el serapeum que contenía la Biblioteca de Alejandría (Shaw, 1982; Gaddis, 2005). Los monjes invaden los antiguos templos con sus reliquias de mártires cristianos en una orgía iconoclasta que los textos detallan con fruición.

Queda un problema para el nuevo cristianismo triunfante. La extrañeza es enorme frente al judaísmo, que persiste a pesar de haber llegado la religión «verdadera»: el terror del cristianismo a ser una religión falsa si pervive la religión madre y su consideración de secta por las sinagogas que se extienden por todo el imperio comienza a crear todo un imaginario antijudío que traerá terribles consecuencias. El intento de reconstrucción del templo de Jerusalén durante el corto periodo del gobierno de Juliano (355-363) es paralizado mediante el asesinato de los trabajadores. Los pogromos antijudíos se inauguran en el año 418 en Menorca, donde las masas destruyen las sinagogas y obligan a la comunidad a bautizarse por la fuerza.

El caso de Menorca es emblemático: la llegada de unas supuestas reliquias de san Esteban a la basílica de Magona (Mahón) —primer mártir cristiano lapidado por sus conciudadanos de Jerusalén— es la base de una apologética de la conversión forzada de estos «ciegos» ante la nueva luz. La violencia causada al mártir conduce a la violencia sobre los impíos. Los cristianos de Iamona (Ciudadela), encabezados por el obispo Severo, prenden fuego a la sinagoga (el obispo menorquín recalca que ningún judío resultó herido) y fuerzan la conversión de la comunidad (entre el 2 y el 9 de febrero del año 418). Todo está acompañado de sueños, hechos milagrosos y proféticos..., la nueva literatura populista que inflama los sermones (Amengual i Batlle, 1992, 12-65; García Moreno, 1993, 177-200).

Los cristianos soñaban un milenio de paz, pero el milenarismo tiene una doble cara: todo apocalipsis tiene un paraíso prometido, una ciudad celestial, pero precedida de un cataclismo. El Apocalipsis no es únicamente una colección de catástrofes y monstruos asesinos, de desgracias y penas. Lo fundamental es la catarsis que significa ese momento cumbre de violencia sin límites que abre una nueva era. Los comentarios y las figuraciones recorren el arte occidental desde las ilustraciones del beato de Liébana hasta la actualidad8.

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El mártir. El joven héroe se transforma en el mártir que muere por defender su visión del más allá. La acumulación de victimismo y venganza acompañan al mártir inocente. El héroe que muere joven tiene una larga historia desde los santos supliciados al Che Guevara. El mártir occidental se une en la tradición japonesa a la estética del Kamikaze o termina contaminando otras culturas como la árabe-musulmana.

El cristianismo introduce con el Apocalipsis una tensión cíclica en la civilización occidental, con explosiones populistas y milenaristas. El ansia del fin del mundo o el terror a que se produzca es una invención novedosa contra la idea de tradición y equilibrio del mundo antiguo y de los imperios morales. La buena nueva, la necesidad de una hecatombe renovadora va a producir dos milenios de utopías y distopías, de paraísos y de infiernos que pretenderán imponer la felicidad a los pueblos mediante un terrorífico cataclismo previo.

El texto del Apocalipsis y sus comentarios se insertan en una red de relatos creados en los monasterios donde se trabaja un imaginario complejo sobre la muerte en Occidente, que abarca desde las visiones sobre el más allá a las torturas personales de los monjes en el más acá (ayunos, penitencias, cuerpos lacerados); desde el trabajo sobre los vivos mediante las penitencias a los cadáveres que se diseccionan en reliquias milagrosas9, los cementerios que se sitúan cerca de estos cadáveres santos y los relatos sobre lo macabro que crean un arsenal literario terrorífico (Ariès, 1975). La muerte no se oculta, sino que se expone.

7 Esta relación entre comida y grupo, como relación religiosa y festiva, está muy bien analizada en el cuento de Isak Dinesen llevado al cine en el film El festín de Babette (Gabriel Axe, 1987).

8 El último apocalipsis gráfico ha sido realizado por el artista Alejandro Häsler, un despliegue de tablas de madera en forma de cruz, que se ha ofrecido como regalo para el pontífice Francisco por su ochenta cumpleaños el 17 de diciembre de 2016.

9 No es extraña la coincidencia de que el mayor acumulador de reliquias de Occidente, Federico III el Sabio de Sajonia (1463-1525), fuera uno de los primeros seguidores de Lutero. Antes de convertirse a la nueva fe había atesorado en su capilla la increíble cantidad de 17.433 reliquias, la mayor colección de Europa (Delumeau, 1989a, 569). El converso se reveló como un magnífico iconoclasta fanático destruyendo ese pasado supersticioso.