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PISTAS DIVINAS

(Encuentros cercanos con María)

 

 

 

El lector lo habrá deducido ya: uno de los objetivos ocultos de este libro es mostrar que las apariciones celestiales, tanto femeninas como masculinas, obedecen a una especie de plan predeterminado para el control de las creencias de la población. A esta clase de apariciones debemos acontecimientos tan trascendentes para la historia de un país o ciudad (hechos, por otra parte, respaldados por documentos históricos), como la creación de órdenes religiosas, la construcción de ermitas que más tarde suelen convertirse en grandes basílicas y catedrales, y hasta la decantación del resultado de enfrentamientos militares en los que la aparición toma partido por uno de los bandos. Estos sucesos, por tanto, no sólo tienen como protagonistas a pastorcillos y analfabetos. A diferencia de lo que comúnmente se cree, papas, reyes y dirigentes, con las consecuencias políticas y religiosas que ello conlleva, también han sido protagonistas de esta clase de episodios.

Diversas tradiciones afirman que reyes ibéricos como don Pelayo, Alfonso VI, Fernando III el Santo, Alfonso X el Sabio (a quien la Virgen le besó las manos) y Jaime I el Conquistador tuvieron alguna relación directa o indirecta con estas entidades. Sus vínculos fueron tan sutiles que, incluso hoy día, con los siglos que han transcurrido desde las primeras apariciones, seguimos negando las apariciones de forma sistemática o las encuadramos en un ámbito religioso o legendario al que tendemos a considerar inofensivo en términos políticos, económicos o sociológicos.

Y nada más lejos de la verdad.

Órdenes como la de los dominicos de santo Domingo de Guzmán, los mercedarios de san Pedro Nolasco y san Raimundo de Peñafort, o las concepcionistas franciscanas de santa Beatriz de Silva, deben su origen a una aparición de la Virgen. Otras, como la de los agustinos, tienen en alguna manifestación mariana varios de sus signos más identificativos, como el ceñidor de cuero negro que todavía visten sus miembros y que dicen que la Virgen entregó en persona a la madre del santo —santa Mónica— durante una de sus apariciones.

 

 

Las órdenes de la Virgen

 

Sabido esto, merece la pena que nos detengamos en la referida Orden de los Mercedarios, también llamada Orden de la Bienaventurada Virgen María de la Merced, que se fundó después de uno de estos hechos sobrenaturales. Incluso se cree que fue la propia Virgen la que inspiró esta congregación, y lo hizo cómo y dónde ella quiso.

Sucedió en el año 1218, cuando san Pedro Nolasco contaba con veintiséis años y el rey de Aragón, Jaime I, tan sólo con quince. Fue justo entonces cuando María descendió hasta ellos, así como hasta el confesor de ambos, san Raimundo de Peñafort. A los tres les pidió que fundaran una institución destinada a redimir a los cautivos cristianos de sus prisiones infieles y les dio las instrucciones precisas para ello: su carácter debía ser militar, pero incruento, de entrega, y su hábito religioso sería confeccionado con paños blancos, símbolo de la libertad y de la redención.

La Virgen de la Merced, más tarde patrona de Barcelona, lideró así un insólito sistema de rescate en el medievo: un mercedario se ofrecía como objeto de canje a los infieles a cambio del encarcelado de turno. De esta forma, el caballero mercedario renunciaba a su libertad a cambio de la de otro, en el más puro acto de entrega imaginable en aquel tiempo.

Una variante poética de esa advocación la encontramos en la Virgen de la Leche, entre cuyas virtudes se halla la gracia de acudir al purgatorio para, desde lo alto, derramar gotas de su leche materna. El cautivo que lograra alcanzar alguna de ellas se salvaba automáticamente y subía al Cielo desde las mazmorras divinas para nunca más volver allí.

También el nacimiento de la Orden de la Concepción Franciscana es de lo más revelador, y de nuevo sirve para apreciar el grado de intervención divina en la esfera humana. Estando Beatriz de Silva en la corte de Tordesillas en 1453, experimentó una serie de curiosos avatares, entre ellos ser víctima de los celos injustificados de la reina Isabel de Portugal. La soberana llegó a creer que su esposo tenía un afecto especial por Beatriz y ordenó que la encerrasen en un baúl con llave, donde la retuvo durante tres días. Cuando su tío Juan de Meneses consiguió abrirlo, pensaba que estaría muerta por asfixia, pero se encontró con una mujer rebosante de alegría, sin síntomas de desfallecimiento ni deshidratación.

Beatriz pronto dio una explicación al prodigio. Aseguró que mientras había estado encerrada en el arcón, se le había aparecido la Virgen Inmaculada con un niño en brazos, vestida de blanco y envuelta en un manto azul, iluminando su angosta prisión con una luz nunca vista en la Tierra. La Virgen confortó a Beatriz, la consoló y le anunció su pronta liberación, pero además le ordenó que fundara una orden en honor de su concepción sin mancha, cuyas integrantes vestirían el mismo hábito que Ella traía: blanco y azul. Sólo cuando aceptó el encargo, la visión desapareció.

 

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La Virgen ordenó a santa Beatriz de Silva que fundara una orden que defendiera su nombre. Lo hizo mientras la mística estaba encerrada dentro de un arcón.

 

Por si a la bella Beatriz de Silva se le hubiera podido olvidar una misión así, entre 1480 y 1483 se repitió la visión de Tordesillas. Presa de la devoción, redactó el reglamento de la orden y el papa no tardó en emitir la bula Inter Universa, en abril de 1489, aprobando su fundación bajo el paraguas de la regla cisterciense. En una de sus últimas apariciones, ya entrado el año 1491, la Virgen le dijo a Beatriz: «Hija, de hoy en diez días has de venir conmigo, que no es nuestra voluntad que goces acá en la Tierra de esto que deseas». Enferma y, en uno de sus arrobos, presenció un hecho inexplicable: la lámpara del sagrario se apagó y todo quedó a oscuras, pero de repente y sin que nadie la encendiera, la candela empezó a lucir de nuevo. Entonces escuchó una voz que le anunció: «Tu orden ha de ser como esto que has visto, que toda ella será deshecha por tu muerte. Mas, a semejanza de la Iglesia, primero será perseguida, pero luego florecerá y será multiplicada por todas las partes del mundo».

Fue cierto que en sus inicios la orden de las concepcionistas pasó por dificultades, pero no lo es menos que hoy posee unos ciento cincuenta conventos esparcidos por toda la cristiandad. Y también ocurrió que, a los diez días, sor Beatriz de Silva entregó su alma a Dios al tiempo que una misteriosa estrella se grababa tan profundamente en su frente que aún hoy puede admirarse en su cráneo.

 

 

Los regalos virginales

 

Los «regalos» de la Virgen no se limitan, desde luego, a esa clase de marcas. En la historia de este curioso fenómeno los hay más prosaicos y curiosos.

Este rasgo es algo común al amplio espectro de las apariciones sobrenaturales. Y es que, en la historia de las visiones (sean de Vírgenes, hadas, espíritus de los muertos e incluso «modernos» extraterrestres), suele ocurrir que, entre mensaje y mensaje, éstas hacen entrega a los «contactados» de algún objeto que, de inmediato, adquiere una especial significación. Puede entenderse como una suerte de marca de compromiso entre el más allá y el más acá.

En el caso que nos ocupa, el de los encuentros con la Virgen, ésta ha hecho entrega en España de objetos muy definidos a los que los fieles de todo el mundo han dedicado una especial atención. Junto a ellos siempre los acompañó su súplica para que se les rinda el culto oportuno, para que se lleven encima y para que se les rece siempre. Los ejemplos no son abundantes, pero sí muy significativos.

Tal vez el más conocido dentro del contexto piadoso sea el de la casulla que la Virgen impuso a san Ildefonso, obispo de Toledo en el siglo VII. Según la tradición que rodea a esa reliquia, este santo varón mereció su regalo tras escribir todo un tratado en el que defendía el entonces muy discutible concepto de la virginidad de María. En palabras de su hagiógrafo, el monje Cixila, que escribió su vida dos siglos después, cuando el obispo iba a celebrar misa se abrió repentinamente el portal de la iglesia y un resplandor celestial lo rodeó. Vio entonces a la Virgen sentada en un trono de marfil y ella, solemne, le dirigió estas palabras: «Recibe de mis manos, leal sirviente de Dios, un regalo que te he traído del tesoro de mi Hijo; podrás llevar esta casulla sólo en los días de mi fiesta...».

 

Fízoli otra gracia, cual nunca fue oída,

dioli una casulla sin aguia cosida,

obra era angélica, non de ome texida,

fablioli pocos vierbos, razón buena complida.

 

GONZALO DE BERCEO,

Milagros de Nuestra Señora

 

La casulla en cuestión se custodia en la catedral de Toledo (aunque nadie la ha visto), al igual que otro elemento que también tuvo su importancia en el milagro: la piedra en la que se apoyó la Virgen. ¡Otra piedra! El visitante que se acerque a tan majestuoso templo encontrará en su interior un pequeño recinto gótico dedicado a san Ildefonso y levantado en el mismo lugar en el que la Virgen tocó cuando le colocó su casulla. Un letrero lo explica así: «Cuando la Reina del Cielo puso los pies en el suelo, en esta piedra los puso. De besarla tened uso, para más vuestro consuelo. Tóquese la piedra diciendo con toda devoción: Veneremos este lugar en que puso sus pies la Santísima Virgen».

En Toledo, la Señora del Cielo se hizo acompañar de angelitos, como haría siglos después en Tortosa. Cuando en 1178 la Virgen se manifestó en la catedral de Tortosa (Tarragona), también hizo entrega a un sacerdote, durante el oficio de maitines, de un ceñidor de seda que ella misma dijo haber cosido y que tenía una longitud próxima a los dos metros. Al parecer, Nuestra Señora se lo quitó de su cintura y se lo entregó al prelado para que fuera venerado por el pueblo de Tortosa a modo de valiosa reliquia. Este cinturón se conserva todavía en la catedral —la «Santa Cinta»— y es de seda tejida en redecilla. De hecho, durante los siglos XVII y XVIII, fue llevada al Palacio Real de Madrid cada vez que alguna reina de España esperaba el momento del parto. Y no fue un caso único. Existen otros cíngulos o ceintures de la Virgen en varias ciudades de Francia, Inglaterra, Italia y Flandes. Hoy se los venera bajo la advocación de Nuestra Señora de la Cinta, que es, además de la patrona de Tortosa, también la de Huelva.

 

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San Ildefonso recibe la casulla de la Virgen en un lienzo de la ermita del Santo Cristo de Urda (Toledo).

 

En otras ocasiones, esta María sobrenatural se vale de intermediarios para entregar sus regalos. En 1968, la vidente Felisa Sistiaga, protagonista de las modernas apariciones del monte Umbe en Vizcaya, observó a un ángel sobre la rama de un manzano que le entregó un preciado obsequio en nombre de la Virgen. En su diario, Felisa describió a aquella criatura anotando que se parecía a un niño pequeño vestido como acostumbran a presentarlos en las estampas: con túnica blanca, cordón y alas azules. Su hija Feli, durante otra de las visiones, llegó a cogerle la mano. Después diría que estaba helada y que era muy pequeña.

Tiempo más tarde, la misma pequeña entidad angélica entregó a Felisa un trozo de terciopelo negro (ocurrió el 9 de agosto de 1969) ya que la Virgen «quería» que el manto de la imagen que se iba a venerar en la capilla que habían construido los fieles —emplazada, claro, en un lugar elegido por Ella misma— estuviera confeccionado exactamente así. De hecho, la primera vez que Felisa vio a la Virgen (la noche del 25 de marzo de 1941) la contempló «vestida de Dolorosa, sobre una silla, de rodillas y acompañada de dos candelabros con velas... Vestía de negro».

Ese trozo de tela fue guardado en un relicario de cristal junto a un rosario cuyas cuentas cambiaron de color durante otra de las apariciones de la Virgen, en septiembre de 1970. Otros testigos observaron cómo el rosario en cuestión se iluminaba y cómo, luego, desaparecía el color negro de las cuentas y del crucifijo, que quedó desde entonces de color marrón e impregnado de un aroma agradable. Sólo dos de las cuentas, como a modo de muestra, conservaron su primitivo color negro.

 

 

Los tres «inventos» de la Virgen

 

Pese a lo que hemos descrito hasta aquí, son tres objetos divinos, tres regalos físicos de la Virgen los que más nos interesa remarcar por la importancia que tuvieron en el desarrollo espiritual de los pueblos cristianos.

El primero es el escapulario marrón que la Virgen del Carmen entregó a san Simón Stock el 16 de julio de 1251. Al parecer, María le dijo estas palabras: «Hijo amado, recibe este escapulario para tu orden (la de los carmelitas). Es la señal propia de un privilegio que he obtenido para vosotros y para todos los hijos de Dios que me honran bajo la advocación de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Los que mueran devotamente llevando puesto este escapulario serán salvados del fuego eterno». Siglos más tarde, en 1840, un escapulario idéntico fue puesto en manos de Justina Bisqueyburu, novicia de las Hermanas de la Caridad. Y en 1876 se le entregó por tercera vez a la francesa Stella Faguette.

En segundo lugar está el rosario, la célebre cadena de cuentas que hoy conforma la «herramienta» de oración más célebre de la cristiandad. En casi todas las apariciones de la Virgen de estos dos últimos siglos, la Señora pide rezar el rosario de forma insistente. Pero lo que pocos saben es que su creación se atribuye a santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden monacal de los dominicos, y su historia secreta asegura que fue la propia Virgen la que le entregó personalmente el primero, modelo de todos los demás. Fue una cuerda de cuentas que recibió el santo en 1208, mientras se encontraba orando ante su imagen en la capilla de Nuestra Señora de la Povilla.

Este objeto, por tanto, posee un evidente valor simbólico. Sus quince misterios se subdividían en tres partes que comentaban los llamados cinco misterios gozosos (polaridad positiva), los cinco dolorosos (polaridad negativa) y los cinco gloriosos (polaridad neutra). El total de las cuentas era de sesenta (la letra sameck en el alfabeto hebreo, que representaba a la serpiente que se muerde la cola). Quizá no por casualidad, el rosario extendido es también el símbolo de Venus, que asimila a la Virgen María con la Naturaleza, y se ha considerado, desde el primer momento de su implantación, el mejor método para dirigir las plegarias a la Virgen. A partir de la batalla de Lepanto la Iglesia otorgó una fiesta anual al rezo del rosario, ya que el papa san Pío V atribuyó la victoria de los cristianos sobre los turcos a la intercesión de la Virgen María mediante el rezo del rosario.

Se cuenta de san Juan Macías, un dominico nacido en Ribera del Fresno (Badajoz), que cuando estaba a punto de morir (en el siglo XVII) declaró: «Por la misericordia de Dios, con el rezo del santo rosario, he sacado del purgatorio a un millón cuatrocientas mil almas». Ni una más ni una menos.

En Lourdes, la Virgen invitó a santa Bernadette a rezar el rosario y apareció sosteniendo ese objeto en sus manos. Incluso en el siglo XX la entrega del rosario se repitió en otras ocasiones, como en 1930. Sin embargo, su tradicional aspecto cambió hace poco por orden «terrestre». El moderno rosario está compuesto de ciento cincuenta cuentas o avemarías, repartidas en quince grupos de diez, en los cuales se conmemoran los quince misterios principales de la vida de Cristo y de la Virgen. Después de cada uno se recita un padrenuestro, diez avemarías y un gloriapatri. Esto es así desde que el 16 de octubre de 2002, el papa Juan Pablo II promulgara su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, en la que añadió cinco nuevos misterios al rosario, los luminosos.

Pero queda un último «regalo» de la Virgen: la medalla milagrosa.

Esta peculiar medalla, que recuerda mucho a los antiguos talismanes mágicos, fue entregada a sor Catalina Labouré, de origen vasco y perteneciente a las Hermanas de la Caridad, en la segunda de las apariciones que tuvo, el 27 de noviembre de 1830. Todo ocurrió en curiosas circunstancias. Catalina tenía entonces veinticuatro años. La Virgen se le manifestó de pie sobre el hemisferio de la Tierra, aplastando una serpiente y sosteniendo en sus manos una pequeña esfera coronada por una crucecita. Al rato, esta esfera o globo desapareció de su vista y sus manos descendieron hasta la cintura irradiando rayos de luz que emanaron de sus dedos cubiertos de anillos.

Según parece, la Virgen obsequió a Catalina con esta visión para ordenarle que acuñara una medalla con esa imagen enmarcada en un óvalo. Después le pidió que la difundiera: «Haz que se acuñe mi efigie según este modelo. Todos cuantos la lleven recibirán grandes gracias». Es decir, fue la propia Virgen quien, de creer este testimonio, diseñó su medalla. Pero no todo acabó ahí. Sin ir más lejos, la Virgen se quejó ante Catalina Labouré de que las Hijas de la Caridad no rezaban el rosario como se debía; curiosa insistencia, sobre todo cuando se sabe que años más tarde, en Lourdes, cuando la Virgen se apareció en la gruta de Massabielle a Bernardette, ésta llevaba puesta la medalla milagrosa al cuello. También a Bernadette le ordenó que rezara el rosario, y cuando la niña la describió, dijo: «La Virgen estaba de pie como aparece en la medalla milagrosa; vestía de blanco, como la Virgen Milagrosa».

 

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Anverso y reverso de la medalla milagrosa entregada a sor Catalina Labouré por la Virgen en 1830. Según el testimonio de la vidente, el diseño de este objeto fue hecho por la propia María.

 

La de Labouré fue la primera aparición que logró el reconocimiento oficial de la Iglesia Católica. El papa León XIII instituyó en 1894 su fiesta para el 27 de noviembre, concediendo trescientos días de indulgencias a cuantos repitieran cuatro veces la invocación: «¡Oh, María, sin pecado...!». Más tarde, Benedicto XV otorgó otros cien días de indulgencia más sólo por llevar puesta la medalla.

Existe asimismo una anécdota poco conocida relativa a sor Lucía, la última de las videntes de Fátima y que vivió hasta los noventa y siete años. El suceso tuvo lugar cuando estaba en su convento de Tui, en Pontevedra. Sor Lucía entró en cierta ocasión en la capilla del colegio de las Hijas de la Caridad y, al contemplar la imagen de la Virgen, con esos rayos saliéndole de las manos, se quedó sorprendida y espontáneamente comentó: «Así la vi yo en Fátima». El padre Veremundo Pardo, al enterarse de la noticia, escribió enseguida una carta a la monja vidente rogándole que confirmara la veracidad del incidente y, debido a la prohibición que Lucía tenía impuesta por la Santa Sede, no obtuvo respuesta alguna.

El detalle es más revelador de lo que parece, pues Lucía y sus pequeños primos vieron en 1917 algo muy distinto a la imagen que ahora se venera en Fátima. Hasta que en 1978 la historiadora lusitana Fina D’Armada consultó en los archivos Formigâo, no se supo que la Senhora que se les apareció era de pequeña estatura, sin pelo, con un vestido y una capa acolchada y sostenía una esfera de luz entre sus manos.

Pero la influencia iconográfica de la visión de Catalina Labouré ha llegado más lejos de lo que muchos creen. En 1955 el Consejo de Europa convocó un concurso de ideas para confeccionar la bandera de la recién nacida Comunidad Europea. Un ciudadano llamado Arsène Heitz presentó varias ideas a concurso, y una de ellas (seleccionada entre los ciento uno proyectos admitidos a trámite) resultó ser la elegida: las familiares doce estrellas sobre fondo azul de la enseña europea.

Pues bien, Heitz era un católico devoto de la Virgen y se había comprado una medalla de las hermanitas de San Vicente de Paúl poco antes de esbozar su diseño. Alrededor de la cabeza de la Señora figuran las mismas doce estrellas que él insertó en su bandera. El problema para Heitz fue justificar aquella cifra de estrellas, pues ése no era el número de los países comunitarios en 1955. Así que explicó que, en realidad, se trataba de una cifra áurea, un símbolo de perfección y un número sagrado que daría suerte en el futuro. Pero antes de morir confesó sus verdaderas razones a la revista católica Magnificat: las doce estrellas procedían de la medalla milagrosa.

 

 

Incongruencias marianas

 

Como hemos visto, muchas de estas apariciones, después de manifestar su portento sobrenatural, han sido fundadoras o impulsoras de órdenes religiosas, peregrinaciones, ermitas, santuarios, cultos a sus nuevas advocaciones y hasta coronaciones canónicas. Ni los textos ni las universidades se preocupan por ello, pero ahí están.

Y, por supuesto, tampoco se preocupan por los relatos que hablan del lado oscuro de estas manifestaciones, un aspecto incongruente pero recogido también en la tradición cristiana y casi nunca subrayado.

Por ejemplo: en un antiguo relato sobre la imagen de la Virgen de Valvanera, patrona de La Rioja, se dice que la Señora dejó ciega a la hermana del bandido arrepentido Munio o Mullo, quien, al parecer, había encontrado su imagen. Lo hizo lanzándole dos rayos que salieron de sus ojos por considerar que había cometido el delito —o el pecado, vete a saber— de haber entrado en los dominios sagrados de su santuario siendo mujer. De hecho, la mujer en cuestión se quedó ciega de repente cuando atravesó este lugar. Munio intercedió ante la Virgen para que recuperara la vista y advirtió a su hermana Columba de que se fuera pronto del recinto debido a la extraña conducta misógina de la Señora. Ésta recuperó la vista (hasta ahí bien), pero, a pesar de todo, murió a los pocos días. Fue enterrada en una cueva que tomó su nombre y, desde entonces, ninguna fémina se atrevía a acercarse al santuario, manteniéndose esta tradición durante siglos.

 

Éste fue el primer milagro, que en este Santuario se vio, y con tal sucesso quedaron advertidas las mugeres, para no llegar a él: y de calidad, que por muchos siglos, nunca passaron de las cruces blancas, que ay en los caminos: desde allí hazían oración, y se encomendaban a la Virgen, y no se atrevían a passar adelante.

 

M. DE ANGUIANO,

Compendio historial de la provincia de La Rioja, 1701

 

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En 1102 Alfonso VI ratificó la prohibición de la entrada de las mujeres al monasterio de Valvanera, marcando los límites de esa orden con cruces situadas alrededor del recinto. Aún hoy puede verse una de ellas, situada a kilómetro y medio del santuario, con una inscripción inequívoca: «No entren mujeres y si alguna entrare sea detenida hasta que pague sesenta sólidos».

 

Nuestro historiador heterodoxo favorito, Juan G. Atienza, nos recuerda que otra Virgen negra, Nuestra Señora de la Confesión, de Marsella, adolece de la misma manía. Su santuario fue hasta el siglo XVII un lugar vetado no sólo a las mujeres, sino a toda clase de animales hembras.

Y hay más.

Con datos mucho más precisos disponemos de un caso realmente extraño. Ocurrió el 26 de marzo del año 1399, un miércoles por la noche por más señas. Una dama resplandeciente se apareció sobre un espino a dos pastores —Pedro y Juan—, en el pueblecito burgalés de Santa Gadea del Cid. Al día siguiente volvió a aparecerse de nuevo, pero esta vez sólo a Pedro, explicándole la visión del día anterior y dándole instrucciones precisas para que las transmitiera al pueblo: debía avisar que ese lugar era sagrado y que allí estaban depositadas abundantes reliquias de los cuerpos de los santos que justo en ese sitio padecieron martirio. Le ordenó también que construyera no una ermita o un santuario, sino un monasterio e iglesia para la Orden de San Benito.

Pedro, temiendo que no lo creyeran, no dijo nada y en la noche del Domingo de Resurrección, el 30 de marzo, la Virgen se le apareció de nuevo acompañada de varios monjes. Justo aquí surge uno de esos «factores de lo absurdo» que tanto despistan al investigador de las apariciones: es Nuestra Señora en persona quien ordena a sus monjes que propinen una buena paliza a Pedro por no haber transmitido su mensaje. Al parecer, los vecinos se despertaron al oír sus gritos y él, finalmente, pidió que se convocara una reunión con las autoridades para relatar pormenorizadamente lo ocurrido. La versión notarial del testimonio fue levantada el lunes 20 de abril de 1399.

William A. Christian, un agudo cronista moderno de estos avatares hispanos, comenta que la mayor sorpresa para los católicos acostumbrados a las almibaradas estampas de la Virgen de aquellos siglos será la paliza que recibió en Santa Gadea el pastor Pedro por parte de los monjes, supervisada por la misma María. A fin de cuentas, el castigo, en la teología popular católica, era sólo incumbencia de Dios o de Cristo, y no de su dama celestial.

Tampoco faltan precedentes en las tradiciones religiosas europeas. Beda el Venerable afirma que san Pedro en persona zurró al obispo Lorenzo cuando se disponía a abandonar su sede en Inglaterra. En este caso, como en el de Santa Gadea, las heridas infligidas sirvieron de prueba de la intervención divina, pues al mostrarlas Lorenzo al rey, éste se convirtió. En el siglo XIII, el monje cisterciense alemán Cesarius de Heisterbach refirió varias historias semejantes en su obra Diálogo sobre milagros. Por ejemplo, una bofetada en la mejilla propinada por la Bienaventurada Virgen («Una enfermedad grave requiere medicamentos rigurosos») curó a una monja del deseo que sentía por un sacerdote; un sacristán fue atacado por una cruz en su dormitorio, y un canónigo recibió del propio san Juan Bautista un puñetazo en el estómago. El Libro de los exemplos, compilado entre 1400 y 1420, contiene una peculiar historia tomada de san Gregorio Magno sobre Jesús. Éste se le apareció a un sacerdote dándole un recado para un santo obispo. El cura no se atrevió a abordarlo y, finalmente, en su tercera aparición, el Señor fustigó al clérigo con dureza. Convencido acudió al obispo, le enseñó sus heridas y le dio el recado... como Dios manda.

Actos tan poco evangélicos —y tan absurdos— como éstos se han recogido con más frecuencia de la que imaginamos, aunque gran parte de ellos fueran después censurados. Sirva un último episodio más cercano en el tiempo: en el año 1560, durante el asedio al que los indios araucanos estaban sometiendo a la ciudad de Concepción (Chile), y ante los ruegos de los devotos cristianos, la Virgen de la Merced abandonó su capilla y se les apareció en la copa de un árbol, desde donde expulsó a los indios arrojándoles puñados de tierra a los ojos y dejándolos sin fuerza...

¿Hay alguien que lo entienda?