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Febrero de 1947

Vera probó un trocito de mango y se limpió luego la boca. Era más dulce incluso que la crema de castañas que su madre solía pedir en las cafeterías de Budapest. Siempre bromeaba diciendo que era imposible devorar una copa entera de aquella crema sin echar a perder su silueta. Uno de los recuerdos favoritos de Vera era la imagen de su madre tendiéndole una larga cuchara de plata y sumergiéndola en la nata que coronaba la copa.

Llevaban dos semanas en Venezuela. Al principio, al ver que todo era tan distinto, Vera temió haber elegido mal. Por mucho que el italiano y el español fueran idiomas similares, los venezolanos hablaban tan rápido que le costaba entenderlos. Incluso la estación del año era distinta. Para viajar a Nueva York habían llenado la maleta de ropa de abrigo. Marcus les había regalado unos jerséis gruesos que Paolo había comprado en el mercado negro y habían gastado sus últimos ahorros en abrigos de invierno. Pero en Venezuela era verano y, en el instante en que habían salido del barco, la humedad les había dado la bienvenida.

Pasaron los primeros días explorando su nueva ciudad. Iglesias erigidas en el siglo xvii despuntaban en medio de una urbe joven y luminosa. La Universidad Central estaba concurrida por estudiantes que remoloneaban en el césped durante los descansos y la plaza Bolívar estaba repleta de oficinistas que disfrutaban del cálido sol sudamericano durante la pausa de la comida. En distintas partes de la ciudad, la música sonaba tan fuerte que Vera la sentía retumbar en su corazón. Y Edith estaba encantada con el barrio de la moda, donde perchas con coloridos vestidos llenaban las calles.

Pasaron una tarde en el Panteón Nacional, donde estaban enterrados los ciudadanos más destacados de Venezuela. Vera y Edith quedaron maravilladas con la impresionante lámpara de araña que colgaba encima de la tumba del segundo presidente, Simón Bolívar. Había también una enorme cantidad de sepulturas dispuestas en fila, identificadas todas ellas con los nombres de héroes de guerra y la fecha de sus batallas. Vera recordó por un instante las tumbas anónimas que había repartidas por toda Europa y se preguntó si algún día el mundo quedaría libre de tanta muerte. Pero, en cuanto salieron y empezaron a pasear entre los modernos edificios del distrito financiero y los hombres y mujeres elegantemente vestidos, los nubarrones de la guerra desaparecieron por completo.

Dondequiera que fuesen, Vera se quedaba sorprendida ante la gran cantidad de inmigrantes que había. Húngaros y polacos comprando en los mercados callejeros, rumanos jugando al ajedrez en las plazas, e italianos y alemanes que se escondían detrás de periódicos y evitaban a todo el mundo, como si fueran personalmente responsables del destino de los judíos europeos.

Habían sido ya invitadas a una reunión en un domicilio particular. A los pocos días de su llegada, una mujer húngara que habían conocido en el barco las había invitado a tomar el té en su casa. En un principio, a Vera le había entusiasmado la idea, pero las bandejas de col rellena y de schnitzel de ternera le habían parecido totalmente fuera de lugar al lado de los cuencos con fruta tropical. Y los demás invitados —viudos que habían perdido a su esposa, mujeres sin esposo ni niños— eran como amputados que estaban aprendiendo a vivir sin una pierna o un brazo.

Edith se había querido marchar enseguida de allí, pero Vera le había susurrado que habría sido de mala educación. Y, en consecuencia, habían aceptado las porciones de tarta de café que les habían ofrecido y oído a los demás hablar sobre cómo era Budapest antes de la guerra: el edificio del Parlamento a orillas del Danubio, los paseos por el Puente de las Cadenas, los elegantes escaparates de las tiendas de Váci Utca. Dos mujeres demacradas habían mantenido una larga conversación sobre cuando comían crepes rellenas de crema de nueces en una cafetería situada en la Colina del Castillo y compraban cualquier exquisitez sin preguntarse si irían escasas de mantequilla o huevos. Vera sabía perfectamente qué estaba pensando Edith: ¿qué hacía toda esa gente allí sentada, hablando como si al salir de la casa fuera posible ir a comprar entradas para la Ópera de Budapest, cuando lo más posible era que jamás en su vida pudiera volver a ver aquellos lugares?

Pero en Caracas también había cosas que las hacían felices: los bulevares flanqueados con palmeras y las montañas que rodeaban la ciudad y que estaban cubiertas de hierba tan verde como las esmeraldas. Las mujeres venezolanas lucían vestidos de colores vivos y los hombres conducían llamativos coches deportivos. Todo el mundo se comportaba como si la vida fuera una fiesta.

Y habían tenido la suerte de encontrar un alojamiento decente. Al desembarcar, Vera había facilitado al taxista el nombre de una pensión en Ciudad Mariche. El taxista había echado un vistazo a la dirección y les había dicho que se negaba a entrar en aquel barrio y, sobre todo, a que dos jóvenes se instalaran allí. Y las había llevado a una casa en una de las calles más elegantes de Los Palos Grandes.

La villa tenía los muros cubiertos de hiedra y era propiedad de una viuda que alquilaba habitaciones para poder cubrir sus gastos. Lola sentía un cariño especial por los refugiados europeos y les ofreció una habitación en la planta superior de la casa. Como el techo era inclinado, Vera y Edith apenas cabían de pie, pero la ventana tenía una vista estupenda hacia las espectaculares montañas y la ciudad.

Durante las primeras dos semanas, Vera temió que Edith recayera en su antigua conducta y se pasara el día flirteando con hombres y sentada en las terrazas de las cafeterías. En Caracas había más plazas que en Nápoles y nadie parecía tener prisa para volver al trabajo.

Pero, desde el primer día, Edith se levantó temprano, se vistió y salió corriendo de casa armada con una lista de modistas que le había pasado Lola. No volvía hasta el atardecer, y, cuando Vera le sugería algún día salir a dar una vuelta e ir a tomar un batido de fruta de la pasión, Edith replicaba que si querían encontrar trabajo tenían que acostarse pronto.

Vera consiguió por fin una entrevista de trabajo y pensó que estaría bien darle una sorpresa a Edith y comprar alguna cosita en el mercado. Cuando un vendedor le puso un mango entero en la mano, Vera no pudo evitar echarse a reír. En los mercados callejeros de Caracas había que andarse con más cuidado que en los de Nápoles. En el instante en que mostrabas interés por una cesta de nectarinas o de ciruelas, aparecía un hombre que te depositaba una fruta en la mano y te decía que aquello era una verdadera ganga. Vera siempre lo rechazaba, argumentando que no podía permitirse comprar nada, y se limitaba a aspirar el dulce perfume.

Pero aquel día Vera eligió un puñado de cerezas y se las pasó al vendedor. Buscó un céntimo en el monedero antes de que el hombre empezara a presionarla para que sumara a la compra una cesta de ciruelas. Se marchó rápidamente, enfiló el bulevar y abrió la verja para entrar en casa de Lola.

Pensó por un instante cuánto le gustaría estar en Nápoles, subiendo la escalera de acceso a la embajada. Gina estaría pasándole cera al suelo y sonaría Mozart en el fonógrafo. Anton levantaría la cabeza de su trabajo y su sonrisa desprendería más calor que el sol.

Vera no le comentaba nunca a Edith cuánto echaba de menos a Anton. ¿Cómo explicárselo sin revelar la noche que habían pasado juntos en Capri y la sensación de que habían quedado unidos para siempre?

Sin la ayuda del padre de Anton, sería imposible encontrarlo. No tenía sentido escribir a Harry Wight desde Venezuela. Cuando Edith y ella estaban en la isla de Ellis la situación era distinta. Pero ahora estaban en otro continente. No podían permitirse regresar a Estados Unidos.

Dejó de pensar en Anton; tenía cosas más urgentes de las que ocuparse. El puesto era en una agencia de publicidad que trabajaba en inglés y tenía aún que planchar el vestido y asegurarse de que disponía de un par de medias. Trabajar como redactora creativa tal vez no fuera tan emocionante como ser escritora, pero un sueldo era un sueldo.

Los demás huéspedes estaban en el trabajo y Lola se encontraba fuera haciéndose la manicura. Lola no estaba casi nunca en casa. Era una viuda de buen ver, de cincuenta y pico años, y estaba decidida a encontrar un nuevo marido. Pasaba los días en el salón de belleza y las noches permitiendo que los hombres admiraran los candelabros del salón y apuraran el jerez de su difunto esposo.

Vera entró con la bolsa de la compra en la cocina y oyó pasos en la puerta. Al girarse, vio que era Edith, con un vestido de cóctel con hombreras y escote corazón. Era uno de los vestidos más bonitos que Vera había visto en su vida.

—¡Qué guapa estás con ese vestido! —exclamó—. Pero si dijiste que no te interesaban los hombres, que ibas a buscar trabajo.

—¿Y qué tiene que ver este vestido con los hombres? —dijo Edith, dejando el bolso en la encimera—. Me lo he hecho yo misma y acabo de terminarlo esta mañana.

—¿Pero cómo? —preguntó Vera, pensando que no tenían máquina de coser.

—Le he pedido prestada a Lola su máquina —respondió Edith—. Es elegante, ¿verdad? —Suspiró—. Seda salvaje, de Colombia. Dos rollos de seda cuestan más de diez bolívares.

—Nunca había visto nada tan precioso. ¿Pero cómo has hecho para pagar la tela? —preguntó Vera.

—He empeñado el collar de perlas que me regaló Patrick. —Edith se llevó las manos al cuello. Al menos, alguna cosa positiva habían sacado de su viaje a Estados Unidos—. No te preocupes, lo recuperaré. El dueño de la tienda fue muy generoso. Dijo que quería volverme a ver.

—¿Y dónde piensas lucir ese vestido? Te va a ser complicado conseguir trabajo como ayudante de modista si te presentas vestida como una princesa —dijo Vera, preocupada—. Pensarán que eres una ricachona aburrida que en realidad no necesita trabajar.

—Me lo pondré para asistir a una fiesta importante —replicó Edith, enseñándole una invitación.

Vera la leyó. Era una fiesta de etiqueta en el hotel Majestic en honor del señor y la señora Buchanan de Houston, Texas.

—¿Y quién son los Buchanan? —preguntó.

Vera no alcanzaba a comprender por qué alguien había decidido invitar a una refugiada húngara y judía a una fiesta de gala en el hotel más elegante de Caracas.

—El señor Reginald Buchanan es uno de los magnates del petróleo más rico de Estados Unidos y acaba de instalarse con su esposa en Venezuela. Es su fiesta de bienvenida. —Edith agitó la invitación—. Es muy posible que no se le ocurra invitar a una refugiada húngara sin un céntimo a beber champán y a bailar al son de Cole Porter. Pero sí a la hija de una famosa diseñadora de moda húngara que, por lo tanto, acudirá luciendo un vestido de seda.

Vera miró el reloj. Tenía la entrevista a primera hora de la mañana y, si no se ponía a planchar ya el vestido, Lola necesitaría pronto la plancha para prepararse para su cita del día.

—¿Por qué tengo que ser ayudante de modista y pasarme el día encerrada en un taller tan caluroso y lleno de humo que acabaría con los pulmones enfermos, cuando podría ser diseñadora de moda y cobrar cientos de bolívares por hacer lo que más me gusta? —prosiguió Edith animadamente—. Mi madre era Lily Ban, con su propio salón de moda en la avenida Andrássy, la mejor calle comercial de Budapest. Antes de la guerra, mi madre me envió a París para que estudiara con su buena amiga Elsa Schiaparelli. Cuando Schiaparelli cerró su taller durante la guerra, mi madre me suplicó que marchara a un lugar seguro, pero yo llevaba la pasión por la costura dentro de mí. Así fue como entré a trabajar para el modisto español recién llegado a París Cristóbal Balenciaga, y vestí a todas las mujeres elegantes que quedaban en París. —La mirada de Edith se ensombreció—. Y entonces llegó la noticia de que los alemanes habían confiscado el apartamento de mis padres y de que habían sido enviados a un campo de concentración. Terminada la guerra, me enteré de que no volverían jamás. No podía regresar a Budapest y París era demasiado caro para una joven completamente sola. Pero había ahorrado dinero suficiente para poder viajar a Venezuela y Balenciaga me dio permiso para llevarme los vestidos que yo había diseñado.

Vera sonrió cuando Edith terminó su historia.

—Un cuento de hadas precioso, pero no es cierto. No has estado nunca en París.

—¿Y crees que alguien cuenta la verdad sobre su pasado? —preguntó Edith—. El médico del hotel Majestic se jacta de haber sido un cirujano de renombre en Viena. Miguel lo oyó hablando en el bar del hotel y al parecer abandonó la escuela de medicina sin obtener el título. Se marea solo de ver sangre.

—¿Lo ves? Estaba segura de que había algún hombre de por medio —dijo Vera—. ¿Quién es ese tal Miguel?

—El portero del Majestic, el que nos ha conseguido la invitación. Se ve que en la suite de los Buchanan tenían una montaña de invitaciones, así que no notarán una más o menos. Y no te preocupes, Miguel no se siente atraído por mí. Le gustan las mujeres rellenitas. —Se pasó las manos por sus esbeltas caderas.

—Pues me parece que tu nuevo amigo, Miguel, se está arriesgando a perder su puesto —advirtió Vera.

—Le he prometido que le confeccionaré un vestido a su novia en cuanto consiga mi primer pedido —reconoció Edith—. La fiesta estará llena a rebosar de mujeres que pueden permitirse un armario entero de vestidos de noche.

Vera dejó las cerezas en un cuenco.

—Me muero de ganas de que me lo cuentes todo. Yo me voy a quedar en casa para plancharme el vestido. Mañana tengo una entrevista con una agencia de publicidad. Buscan a alguien que hable inglés, así que voy releer los libros que me regaló Anton.

Vera guardaba los libros bajo la cama: Suave es la noche, de F. Scott Fitzgerald, y Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, además de una colección de poesía. Cuando giraba las páginas, se imaginaba a Anton leyendo los libros mientras tomaba el café en la salita de la embajada de Nápoles.

—Ven conmigo, por favor; tengo una invitación de sobra. Ver una chica sola ya sabes que inspira lástima, pero dos bellezas húngaras juntas..., seremos la comidilla del baile. Además, nunca quieres que vaya sola —añadió Edith, con un suspiro muy teatral—. No quiero meterme en ninguna situación peligrosa.

Ir a una fiesta podía ser divertido y Edith sabía muy bien cómo expresar las cosas para que Vera se replanteara su postura. Lo último que Vera quería era que su amiga bebiese demasiado champán.

—De acuerdo, iré. Pero tendré que ponerme el vestido negro; no tengo otra cosa.

Había vendido los vestidos que Gina le había regalado para poder pagar el alquiler mientras buscaban trabajo.

—Sí que la tienes. Enseguida vuelvo.

Edith dio media vuelta y subió corriendo la escalera. Reapareció cargada con un montón de tela blanca, tan etérea como una nube en un día de verano. Desplegó la tela y apareció algo que Vera había visto lucir a Rita Hayworth en el cine: un vestido de organdí blanco con falda vaporosa, cuerpo ceñido y un fajín de seda en la cintura.

—¡Es una preciosidad! ¿De dónde ha salido? —preguntó Vera, impresionada.

—Lo he creado para ti —respondió Edith, entregándoselo—. ¿Acaso pensabas que me había gastado todo el dinero del collar en mí?

El salón de baile del hotel Majestic era más elegante incluso que el del Grand Hotel de Budapest. Los suelos de parqué eran perfectos para bailar y los jarrones con flores desprendían un aroma exótico. Las mujeres estadounidenses —amigas de los Buchanan— llevaban pendientes con diamantes grandes como huevos de pájaro y vestidos de noche que crujían levemente al caminar. Vera se preguntó si las mujeres que Anton frecuentaba en el club de campo serían de aquel estilo.

Edith estaba resplandeciente con una estola de terciopelo y guantes blancos. Se había quedado en un rincón y estaba rodeada de hombres. Vera no pudo más que reír. ¿Cómo iba Edith a enseñar su vestido a las demás mujeres si quedaba prácticamente escondida por un muro de esmóquines?

—Su amiga es muy buena actriz.

Un hombre se había situado al lado de Vera. Tenía la nariz ganchuda y llevaba una americana bastante desgastada.

—Edith no es actriz, es diseñadora de moda —replicó.

Edith estaba en aquel momento tirando de sus guantes, un gesto coqueto. Se la veía joven y fresca, como una debutante en un baile.

—Tal vez no sea actriz, pero dudo que haya trabajado en un taller de París. —Sacó un encendedor del bolsillo—. De haber trabajado para Schiaparelli o Balenciaga, estaría a estas alturas enganchada al tabaco. —Indicó con un gesto el grupo—. Estos hombres no paran de fumar y ella no les ha pedido ni un solo cigarrillo.

—No entiendo a qué se refiere —afirmó Vera, pensando que si no seguía la corriente de la historia de Edith podían acabar echándolas de la fiesta.

—Su secreto está a salvo conmigo —dijo el hombre, sonriendo—. Me gusta observarla y creo que los señores Buchanan pueden permitirse dar de comer a dos invitadas de más. De hecho, podrían permitirse dar de comer a una buena parte de Caracas solo con los zafiros del collar que lleva Kitty Buchanan al cuello. —Le tendió la mano—. Soy Julius Cohen.

—Vera Frankel —contestó Vera, exhalando un suspiro de alivio—. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Soy pintor de retratos. Presto atención a los pequeños detalles —respondió, encendiendo un cigarrillo.

—¿Lleva mucho tiempo en Venezuela? —preguntó Vera, reconociendo un acento austriaco.

—Desde 1939. Mi esposa, mi hijo y yo fuimos de los pocos afortunados. Conseguimos subir a bordo del Caribia —dijo con seriedad Julius.

—¿Estuvo en el Caribia? —repitió Vera.

Había leído sobre aquel barco, que zarpó de Hamburgo en 1939, justo cuando las fronteras de Austria se estaban cerrando. Puso rumbo a Trinidad, pero, cuando llegó, los pasajeros no obtuvieron permiso para desembarcar porque el gobierno no quería judíos en el país. Después de aquel intento infructuoso, el capitán intentó tocar tierra en todas las colonias británicas, pero ninguna aceptó el desembarco. Los pasajeros empezaron a temer que tendrían que regresar a Europa, pero, al final, las autoridades venezolanas les permitieron llegar a puerto.

—Fueron las semanas más angustiosas de nuestra vida —recordó Julius—. Todavía recuerdo cuando avistamos puerto en Venezuela. Era de noche, el mar y el cielo estaban negros y a lo lejos se vislumbraban montañas. Pero no había luces y el capitán no podía atracar sin ellas. De pronto, lo que vimos fue de lo más extraño: un montón de camiones estacionados a lo largo del muelle enfocaron sus faros hacia nosotros. Cuando bajamos a tierra, había una multitud esperándonos con comida y ropa. Recuerdo incluso una banda de música y gente bailando. Venezuela es nuestro hogar desde hace ya ocho años y doy gracias a Dios a diario por habernos permitido subir a aquel barco. Aquí no importa si eres judío: los venezolanos tienen amor suficiente para todo el mundo. —Julius bajó la vista hacia su copa y su tono se volvió más alegre—. Cuénteme, ¿cómo es que han acabado ustedes en Caracas?

Vera pensó en su periplo a bordo del Queen Elizabeth, cuando se morían de impaciencia por llegar a Nueva York y ser escoltadas hasta la casa de Samuel Rothschild en la Quinta Avenida. Pensó en las horas que habían pasado bajo aquel reloj, en la isla de Ellis, antes de comprender que nunca vendrían a por ellas. Pero carecía de sentido sacar todo aquello a relucir. La idea de viajar a Venezuela tenía como fin empezar una nueva vida.

—Queríamos irnos lejos de Europa. Venezuela nos pareció el destino perfecto —repuso Vera—. Edith perdió a su amor de juventud. Yo sigo diciéndole que podría seguir con vida, pero ella ha perdido toda esperanza. Olvidar siempre resulta más fácil cuando estás en un lugar completamente nuevo.

—¿Y usted? ¿Perdió a algún ser querido?

¿Haría bien diciéndole que su madre había muerto porque saltó del tren sin ella? ¿O hablándole de Anton, que era como si estuviera muerto? Pero Julius era un perfecto desconocido.

—No, a nadie —respondió, fingiendo estar concentrada en el fajín del vestido—. Leí un folleto que hablaba de playas eternamente bañadas por el sol y de una ciudad llena de música y color.

—Y es incluso mejor de lo que leyó en su día —comentó Julius—. Clima cálido y comida en abundancia, además de todo el dinero que da el petróleo que brota del suelo. —Señaló hacia Edith. En aquel momento, un joven le estaba acercando una copa de champán a los labios—. Pero vayan con cuidado, incluso Caracas tiene un lado oscuro. Cuando la vida se vuelve demasiado fácil, el decoro puede acabar desapareciendo del todo.

—Gracias —dijo Vera y, de pronto, el sonido de la risa de Edith desde el otro extremo del salón la llevó a sentirse incómoda—. Si me disculpa, ha sido un placer conocerlo. Seguro que volveremos a vernos.

Edith había conseguido escabullirse por fin del círculo de hombres y estaba charlando con dos mujeres con vestido de cóctel confeccionado en seda y guantes largos de color blanco. Incluso desde el otro lado del salón de baile, se adivinaba que tenían dinero.

Era más que posible que Edith supiese perfectamente qué estaba haciendo, después de todo. La orquesta estaba interpretando Till the End of Time, de Perry Como, y Vera recordó haber bailado aquel tema con Anton en Capri, en el hotel Quisisana. Recordó haber descansado la cabeza sobre el hombro de Anton y haberse olvidado, por un momento, de que era una refugiada sin hogar y haberse sentido simplemente como una chica de diecinueve años bailando con su prometido en uno de los rincones más románticos del mundo.

—¿Le gustaría bailar? —preguntó una voz masculina en inglés, interrumpiendo sus pensamientos.

Vera se volvió y descubrió a su lado un hombre de pelo oscuro. Parecía una estrella de cine, vestido con un esmoquin de corte perfecto y pajarita blanca.

—No, gracias —contestó, negando con la cabeza—. No bailo.

—Aquí todo el mundo ha venido a bailar. Y ese vestido es tan bonito que sería una lástima desperdiciarlo. —Le ofreció un brazo—. Le prometo que soy buen bailarín.

Se desplazaron hasta el centro del salón y el hombre rodeó a Vera por la cintura. Por instinto, se quedó paralizada. No la había tocado nadie desde Anton. Y entonces, de pronto, el hombre la hizo girar por la pista de baile y el vestido ondeó alrededor de sus rodillas como una peonza.

—Le dije que soy un buen bailarín —comentó él cuando pararon, y la condujo hacia el bol del ponche. Hundió una copa en el recipiente de cristal y se la tendió—. Mi madre me hizo dar clases de baile. Yo lo odiaba con todas mis fuerzas. —Sonrió a Vera—. Ahora le envío flores para agradecérselo. Pocas cosas hay que sean mejores que bailar con una mujer bonita.

Sus ojos marrones eran límpidos y sus mejillas suaves como la mantequilla, pero había algo en él que la ponía nerviosa. ¿Sería simplemente la idea de estar hablando con un hombre atractivo? Se acordó de Douglas Bauer, que esperaba que lo besara por haber ido a su camarote, y se apartó.

—Ha sido divertido, gracias —dijo Vera, bebiendo un poco de ponche—. Tengo que irme, mi amiga está esperándome.

El hombre siguió la dirección de su mirada.

—Su amiga tiene más admiradores que cualquier otra mujer del salón. Quédese, por favor, y hable conmigo. —Hizo una pequeña reverencia—. Ricardo Albee.

—Vera Frankel.

—Habla muy buen inglés —observó Ricardo.

—Me alegro de que opine eso. —Vera sonrió—. Mañana tengo una entrevista de trabajo en una agencia de publicidad y creo que necesito practicarlo más.

—Una mujer bonita y trabajadora, además —dijo Ricardo, con un gesto de aprobación—. Las jóvenes de Caracas esperan que sus padres se lo paguen todo hasta que llegue un pretendiente que tome el testigo. —Repasó con la mirada el vestido de Vera—. Aunque en su caso no sería una carga.

—No busco ningún pretendiente —replicó Vera. Volvió a mirar hacia Edith—. Y ahora, si me disculpa, tengo que irme.

Ricardo posó la mano en el brazo de Vera, que al levantar la vista descubrió que estaba mirándola con una sonrisa.

—Le pido disculpas si la he molestado. —Hizo otra reverencia—. Estoy seguro de que volveremos a vernos. Este es el único salón de baile elegante en Caracas y aquí se celebran fiestas prácticamente cada semana.

Al llegar a casa de Lola, Edith y Vera se sentaron en la cocina y comieron el caldo de pollo con huevos, zanahorias y pan negro que Lola les había dejado preparado. No habían comido nada en el baile porque les daba miedo mancharse el vestido. Edith mojó el pan en la sopa.

—Eso de flirtear debe de ser bueno para el apetito —observó Vera.

—Apenas he prestado atención a los hombres que había en la fiesta. Pero Kitty Buchanan me ha felicitado por el vestido —dijo Edith—. Me ha invitado a una comida la semana que viene. Voy a confeccionarme un vestido nuevo con tanto estilo que todas las mujeres querrán uno igual.

—¿Y Kitty no te ha preguntado cómo has acabado en su fiesta? —inquirió Vera.

—Cree que coincidimos en un desfile de moda de París en 1944, después de la liberación —explicó Edith, untando el pan con mantequilla—. Kitty está tan loca por la moda de París que obligó a su marido a ir a los desfiles mientras el resto de Europa seguía aún en guerra. —Su mirada se ensombreció—. Mientras Stefan y nuestros padres eran explotados en los campos de trabajo, los maridos americanos corrían detrás de sus esposas por París, bebiendo champán y comprándoles sombreros.

—¿De verdad crees que te ayudará? —preguntó Vera.

—Kitty es de ese tipo de mujer a quien le encanta patrocinar artistas. Se jactará de que yo he estudiado con Schiaparelli. Y basta de hablar de mí. —Edith levantó la vista de la sopa—. Te he visto bailar con un hombre.

Vera se encogió de hombros.

—Nada relevante. Me pidió bailar y era de los que no aceptan un «no» por respuesta.

—A lo mejor es un venezolano rico y te lleva a pasear con su descapotable y te regala bombones.

—Mira, lo único que me interesa en estos momentos es mi entrevista de trabajo. —Vera le dio un mordisco a una banana. Estaba cubierta con azúcar moreno y el sabor era delicioso después de la sopa especiada—. Ni siquiera me apetece pensar en hombres; no dan más que dolores de cabeza. —De pronto, sin previo aviso, la imagen de Anton sentado en el transbordador hacia Capri le invadió la mente y echó a andar con decisión hacia la puerta—. Voy a subir a leer hasta que me quede dormida.

Empezaba a ser tarde y Vera cerró el libro. Estaba demasiado cansada para leer. Ricardo era guapo, pero, cuando la había rodeado con el brazo, no había sentido nada. Recordaba a la perfección la felicidad de hacer el amor con Anton, la sensación de que su cuerpo entero estaba flotando.

Había llegado el momento de dejar de aferrarse a sus pérdidas como si fuera una niña con su muñeca favorita. Estaban en Caracas. El ambiente olía a flores y el sol brillaba el día entero. Lo único que tenía que hacer era creer que cualquier cosa era posible.