12

Febrero de 1947

Vera estaba sentada en la recepción de la agencia de publicidad, estudiando los anuncios enmarcados que decoraban las paredes. Había elegido un vestido con estampado floral. Y, en el último momento, Lola le había prestado un sombrero y un par de guantes cortos de color blanco.

Cuando había salido de casa por la mañana ya hacía calor y había tenido miedo de que el vestido se le pegara a las medias. Por suerte, era la estación seca. Había oído decir que de mayo a octubre podía llover con intensidad todas las tardes y que era imposible andar por la calle sin echar a perder los zapatos.

Para llegar hasta la agencia había tenido que coger dos tranvías, que circulaban tan rápido que había estado a punto de saltarse la parada. Todo en la ciudad seguía resultándole extraño: barrios con coches abandonados y pisos en estado ruinoso, mucho más pobres que cualquier cosa que hubiera visto en Budapest, contrastaban con el distrito financiero del centro, donde los bancos se alzaban con orgullo al lado de edificios que albergaban compañías petroleras y embajadas con banderas que ondeaban por encima de toldos dorados.

Vera se recolocó los guantes y confió en poder aparentar más edad de la que tenía. Cuando en Nápoles se presentó para el puesto de secretaria, no le preocupaba la edad. Tenía una carta de recomendación del capitán Bingham y había pocas mujeres que hablaran tanto inglés como italiano. Pero en Venezuela no había habido guerra y las mujeres podían cursar estudios de secretariado y aprender idiomas en la universidad. A buen seguro, habría candidatas con mejores cualificaciones que ella.

—¿Señorita Frankel? —dijo la recepcionista, que llevaba en la mano su bloc de taquigrafía—. Si me acompaña, el señor Matthews la recibirá enseguida.

La mujer la condujo hasta un despacho que era totalmente distinto al despacho de Anton en la embajada. La mesa estaba despejada y solo había en ella un marco con una fotografía y una bandeja metálica con papeles. Había también un cenicero vacío y dos sillas tapizadas en color naranja.

Vera comprendió que no lograría impresionar al señor Matthews ni retirando colillas ni tapando las estilográficas.

—Buenos días —dijo el señor Matthews en cuanto Vera entró en el despacho. Llevaba gafas con montura de color negro e iba en mangas de camisa—. Siento haberla hecho esperar.

—Tiene un despacho muy agradable —comentó Vera.

—Soy un poco obsesivo con la limpieza. Lo aprendí en el ejército —confesó el señor Matthews—. Tome asiento, por favor —añadió, indicándole la silla—. Cuénteme, señorita Frankel, ¿cuál es su coche favorito?

—¿Mi coche favorito?

Vera tragó saliva. Había ensayado respuestas a todo tipo de preguntas, incluyendo el sueldo que necesitaba y su velocidad para tomar notas de dictado, pero ¿su coche favorito?

—General Motors está construyendo una planta en las afueras de Caracas y en pocos meses las carreteras estarán llenas de coches americanos —le explicó el señor Matthews, como si acabara de leerle el pensamiento—. J. Walter Thompson ha sido elegida como la agencia de publicidad responsable de hacer que los venezolanos solo deseen conducir un coche de GM. Cualquier integrante de nuestro equipo, incluso la señora que nos prepara la comida cuando tenemos reuniones, debería tener una opinión formada respecto a los automóviles.

Vera no se vio ni siquiera capaz de fingir que sabía algo sobre el tema.

—Soy de Budapest. Mis padres no tenían coche —dijo—. Sí tenían un coche en el campo, pero no recuerdo qué marca era.

—¿Que no lo recuerda? —se asombró él.

—Cuando la guerra llegó a Hungría, tenía dieciséis años y dejamos de ir al campo —replicó Vera.

—¿Cómo pretende, entonces, escribir anuncios que convenzan a la gente de que compre coches si no ha conducido nunca?

—Aprendo rápido. Mis padres me enseñaron italiano, francés y español, y aprendí a escribir en inglés leyendo obras de teatro.

—Esto no es ninguna universidad, sino una agencia de publicidad —refunfuñó el señor Matthews—. Un redactor creativo es como Cupido con su flecha. En un anuncio hay espacio para muy pocas palabras, pero tiene que llegar al corazón de cualquiera que lo lea. Me temo que no tiene usted las habilidades necesarias para desempeñar el puesto.

Vera se levantó, pero algo la detuvo antes de abrir la puerta.

—Tengo una carta de recomendación.

Sacó un papel del bolso. Era la carta de Anton al general Ashe, en Roma, pidiéndole que le encontrara un puesto de trabajo a Vera.

El señor Matthews miró por encima la carta.

—Es evidente que esa persona creía mucho en su carácter, pero la carta no menciona nada sobre su experiencia como redactora. —Levantó la vista hacia Vera, a quien le había empezado a temblar la barbilla. Se preguntó si aquel hombre percibiría la desesperación que a buen seguro reflejaban sus ojos—. Tengo que entrevistar a media docena de chicas —anunció el señor Matthews, compadeciéndose de ella. Dobló la carta y la dejó en la mesa—. ¿Por qué no vuelve esta tarde? No creo que el puesto sea para usted, se lo digo con franqueza, pero esperaré a darle una respuesta luego.

Vera estaba en la escalera de acceso a las oficinas de J. Walter Thompson y desde allí observó la famosa catedral de Caracas, con su campanario blanco, al otro lado de la plaza Bolívar. Pero se sentía demasiado nerviosa para apreciarla. Había pasado la tarde intentando encontrar trabajo en cualquier sitio donde pudiera haber una oferta. Había visitado de nuevo la librería donde vendían libros extranjeros y había pasado por los consulados italiano y británico. Pero lo único que había recibido habían sido educados rechazos y vagos ofrecimientos de ser avisada en caso de surgir algún nuevo puesto.

De pronto, se abrió la puerta de la agencia y salió una chica con un bolso de piel y zapatos a juego. Sonreía alegremente y caminaba con paso seguro. Lo más probable era que se hubiese hecho con el puesto de redactora creativa.

Vera cruzó la puerta y se acercó al mostrador de recepción.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó la recepcionista.

—Me ha dicho el señor Matthews que volviera por la tarde —respondió Vera, casi tartamudeando.

La mujer consultó la agenda.

—Me temo que está a punto de irse. Ha quedado con unos clientes para un cóctel.

Vera se giró, dispuesta a marcharse, justo en el momento en que se abría la puerta del despacho. Salió el señor Matthews, esta vez con chaqueta encima de la camisa.

—Señorita Frankel —dijo, recolocándose la corbata—. Pase, por favor.

—No tenía por qué esperarme —repuso Vera—. Ya he visto a la joven que salía cuando yo entraba. Parece que ha hecho una buena elección.

—¿La joven que salía? —repitió el señor Matthews.

—Sí, la que llevaba un bolso de piel de cocodrilo —confirmó Vera—. Seguro que será una incorporación estupenda a su equipo.

—¿La señorita Jores? —El señor Matthews se rascó la cabeza—. No funcionaría jamás. Se casa de aquí a seis meses y quería el puesto para ahorrar dinero para el ajuar. ¿Tiene usted planes para casarse pronto?

—No pienso en el matrimonio —respondió Vera.

El señor Matthews sonrió.

—Algún día pensará en ello —dijo en tono amable—. Apenas tiene veinte años. Pase a mi despacho, por favor.

Vera lo siguió y tomó asiento. Estaba sedienta después de andar de un lado a otro buscando trabajo, pero estaba demasiado nerviosa para pedir un vaso de agua.

—Me da la impresión de que ha sido usted excesivamente modesta —dijo el señor Matthews, sentándose detrás de su mesa—. Sé de buena fuente que es usted una redactora creativa formidable.

—¿Yo? —se asombró Vera.

—Ricardo Albee se ha pasado por la oficina esta tarde. Es el propietario de uno de los principales concesionarios de coches de Caracas. Me ha dicho que, si la contratamos, nos traerá su negocio. —Miró a Vera—. He dado por sentado que lo ha dicho porque es usted una excelente profesional.

Vera intentó pensar. ¿Cómo sabía Ricardo que estaba solicitando un puesto en J. Walter Thompson? ¿Qué le habría contado al señor Matthews?

—Estuve escribiendo en Nápoles después de la guerra —dijo Vera, pensando en las cartas que ayudaba a redactar a Anton destinadas a las madres que habían perdido a sus hijos.

—¿Qué tipo de escritos?

—Para el ejército estadounidense —respondió enseguida—. El ejército no era popular en Nápoles porque los aliados habían destruido la ciudad.

—¿Y le asignaron la tarea de hacer más agradables a los americanos? —preguntó el señor Matthews—. Eso debió de ser difícil.

—Lo era, pero me gustaba. —Vera asintió. Si quería el puesto, mejor hacerle creer que ella misma creaba las cartas—. Trabajar bien resulta satisfactorio —añadió, recordando las largas horas de dictados, cuando le dolían los dedos de coger la estilográfica.

—Su jefe, ese tal capitán Wight, hizo de usted un informe magnífico, y Ricardo Albee es de la misma opinión —dijo, pensativo—. Supongo que podríamos ponerla a prueba.

—¡Gracias! —Vera dio una palmada—. Le prometo que no se arrepentirá.

—Haremos un periodo de prueba de tres meses —prosiguió el señor Matthews—. ¿Qué le parecen dieciséis bolívares a la semana?

Vera tragó saliva y se imaginó ganando dieciséis bolívares a la semana. Podrían trasladarse a una habitación del segundo piso, con lavabo propio. Edith se entusiasmaría con la idea de no tener que lavarse la cara en el baño comunitario y, además, tendrían espacio para colgar los vestidos.

—Puede empezar mañana mismo. —El señor Matthews se encaminó hacia la puerta—. En Caracas hay muchos coches. Tal vez podría pedir uno prestado y hacer prácticas de conducción.

Vera se paró en el mercado de la plaza Bolívar y compró fruta para Edith y para ella y una botella de whisky para Lola. Ahora que tenía trabajo, podrían permitirse explorar la ciudad. Había museos de arte y el bulevar Sabana Grande estaba flanqueado por elegantes tiendas. Podrían incluso tomar un taxi hasta el Cerro El Ávila para respirar aire puro. Decían que la vista desde lo alto era impresionante, con Caracas rodeada por un valle verde y el mar Caribe al fondo. Y podrían sentarse en cualquier cafetería de la plaza de Venezuela sin que las invitasen a marcharse. Aquel era el lugar favorito de Vera, pero los camareros las miraban con malos ojos si ocupaban una mesa sin pedir como mínimo un plato para compartir o unos vasos de chicha. A veces, cuando por la noche Vera miraba las luces que iluminaban la fuente, se acordaba de Nápoles. Y era casi como si estuviera oliendo aquella combinación de gasolina y tabaco en el ambiente y viera a Marcus cruzando la piazza para sentarse con ellas.

Delante de casa de Lola había aparcado un descapotable de color verde decorado con una franja amarilla de estilo deportivo. Ricardo salió del automóvil justo en aquel momento.

—Buenas tardes —dijo, saludándola y entregándole una maceta con una planta—. Esto es para usted. Es una orquídea del jardín de mi madre.

—Es preciosa, gracias. ¿Pero qué está haciendo aquí? —dijo Vera, aceptando la planta.

—En Venezuela es una cortesía habitual visitar a las mujeres bonitas que se conocen en el baile. —La saludó con una reverencia muy formal—. ¿Me permite pasar?

—¿A la casa? —preguntó Vera.

—No espero en absoluto ser invitado a la alcoba. Imagino que habrá un salón. —Sonrió—. O incluso una cocina, donde pueda tomar un vaso de agua.

Era última hora de la tarde y los demás huéspedes debían de andar ya por la casa. Era totalmente seguro invitar a Ricardo a entrar.

—Pase, por favor. —Vera subió la escalera de acceso—. No es necesario que nos sentemos en la cocina. Hay un salón muy confortable.

Pasaron al salón y Vera sirvió un cuenco con nueces en la mesita de centro. Ricardo vestía americana deportiva y pantalón de algodón. Vera no había visto a nadie vestido de aquella manera desde antes de la guerra. Cuando no iba de uniforme, Anton llevaba camisas informales y, por otro lado, los chicos de Nápoles fanfarroneaban con cazadoras de cuero adquiridas en el mercado negro.

—¿Cómo ha averiguado en qué agencia de publicidad estaba buscando trabajo y dónde vivimos? —preguntó Vera.

—Comentó que iba a solicitar un puesto en una agencia de publicidad que trabaja en inglés, y en Caracas solo hay dos con esas características —respondió Ricardo tranquilamente—. Visité la oficina y vi su dirección escrita en la ficha con sus datos.

—¿Y la copió? —dijo Vera—. ¡Es información confidencial!

Lo que había hecho Ricardo la incomodaba, pero no quería montar un escándalo. No se trataba de acusarlo de haber actuado mal cuando gracias a él había conseguido el puesto.

—Quería ver dónde vivía —repuso Ricardo, con un brillo especial en los ojos—. Kitty comentó que la madre de Edith tenía amistad con Elsa Schiaparelli, de París. Le confieso que, con un pedigrí de ese calibre, pensé que su alojamiento sería más suntuoso.

Vera habría preferido que Edith no se inventara historias sobre su pasado. No quería mentir, pero no confiaba lo bastante en Ricardo como para contarle la verdad.

—¿Por qué le dijo al señor Matthews que yo era una redactora creativa formidable y que trabajaría con él si me contrataba? —preguntó Vera—. Si apenas me conoce.

—Imaginé que no conocía a nadie que pudiera recomendarla —explicó Ricardo—. Confío en que haya servido de algo.

Vera asintió.

—He conseguido el trabajo. Sin usted, no habría tenido esa oportunidad.

—Ya me lo está agradeciendo permitiéndome sentarme en su compañía —contestó Ricardo. Cuando miró a Vera, sus ojos marrones parecieron aumentar de tamaño—. ¿Qué hacen dos chicas húngaras en Caracas para divertirse?

—Hasta el momento no hemos hecho nada; hemos estado muy ocupadas buscando trabajo.

A Vera le parecía demasiado personal reconocer que no podían permitirse sentarse en una terraza y pedir un ponche de frutas con rodajas de melón marinadas al ron.

—Pues eso va a cambiar esta noche —sugirió Ricardo—. Vamos a ir a dar una vuelta en coche para celebrarlo. Conozco un club de salsa donde sirven el mejor ron caribeño.

—No puedo subir a su coche —dijo Vera, riendo—. No sé nada de usted.

—Le haré un breve resumen —replicó Ricardo—. Llevo enamorado de los coches toda la vida. Con dieciocho años, convencí a mis padres para que me llevaran a ver el Gran Premio de Montecarlo. Estaba decidido a ser piloto de carreras. Pero mi madre dijo que no se había pasado veinte horas dando a luz un hijo para verlo morir hecho una bola de fuego. Y por eso decidí montar un concesionario de coches. Esta noche conduzco mi favorito: un MG inglés.

El señor Matthews había dicho que tenía que aprender a conducir y hacía una noche muy agradable. Sentarse bajo las estrellas y ver las luces de la ciudad podía ser una delicia.

—Estoy demasiado cansada para meterme en un club, pero sí sería agradable sentarse a tomar un refresco en alguna terraza.

—Un plan excelente. —Ricardo se levantó y le ofreció la mano—. Caracas de noche le encantará.

Se sentaron en la terraza de una cafetería y Ricardo pidió dos cocadas: pulpa de coco con azúcar y leche condensada. El sabor le recordó a Vera el café que preparaba su madre, con dos terrones de azúcar y leche entera, en vez de agua.

La cafetería estaba en uno de los preciosos bulevares peatonales que había cerca de la plaza Luis Brión. Las copas de los árboles daban sombra a la calle y estaba lleno de parejas paseando, los hombres con chaquetas de tejido ligero y las mujeres con vestidos de tirantes.

Estar sentada con Ricardo era distinto a estarlo con Anton. Anton era todo calidez y sinceridad, mientras que Ricardo era lo contrario, y de lo más impredecible. Llevaba varios minutos sin hablar y Vera no tenía ni idea de qué estaría pensando.

—El sábado por la noche me han invitado a cenar en casa de los Vásquez. Tienen gasolineras. Edith y usted podrían venir como mis invitadas; sería un buen lugar para que ella encuentre marido.

—¿Y quién le ha dicho que Edith esté buscando marido? —dijo Vera, y bebió un poco más de cocada.

—¿Por qué han venido entonces a Caracas?

—Hemos venido a buscar trabajo y ganarnos la vida —respondió Vera—. Lo cual no tiene por qué girar necesariamente alrededor de los hombres.

—Europa se está reconstruyendo una vez terminada la guerra; también debe de haber trabajo —dijo Ricardo, mirando con atención a Vera—. Aunque, tal vez, no tantos hombres.

—No, no tantos.

Vera titubeó, pensando en Stefan y los chicos que había conocido en la escuela. ¿Habría vuelto alguno de ellos a Budapest o estarían sus cuerpos yaciendo en las fosas comunes de los campos de concentración?

—Querer un marido no tiene por qué ser malo. —Ricardo le rozó la mano—. Para un hombre, es un privilegio poder cuidar de su esposa.

—Somos perfectamente capaces de cuidarnos solas —dijo Vera, apartando la mano—. Yo tengo trabajo en la agencia de publicidad y Edith va a diseñar vestidos.

La expresión de Ricardo se volvió de curiosidad.

—¿Por qué cree que le sugerí a Clark Matthews que la contratara?

—Si es porque piensa que eso le da permiso para acompañarme a casa y besarme, ha perdido el tiempo. —Vera se ruborizó—. Si he aceptado su invitación para tomar algo ha sido porque me parecía una forma agradable de pasar la tarde.

—Ese no es el motivo. Soy un gran defensor de la mujer —contestó él—. Si mi madre no le hubiera escrito los discursos a mi padre, ahora sería un oficinista y no un miembro del parlamento. En el baile ya adiviné que es usted muy inteligente.

Ricardo no había hecho nada malo y ella se lo estaba pasando bien. Se preguntó por qué estaría tan irritable. ¿Sería porque, por mucho que intentara olvidar a Anton, seguía anhelando poder estar sentada con él en una cafetería de Nápoles?

—Le estoy muy agradecida —dijo, con un gesto de asentimiento—. Ha hecho usted algo bueno por mí aun siendo una perfecta desconocida.

—Tal vez no haya combatido en ninguna batalla ni haya pasado días enteros sin comida, pero conozco el dolor —repuso Ricardo—. Mi hermana recibió duros maltratos por parte de su marido y mi hermano pequeño murió cuando yo tenía diez años.

—Lo siento mucho —dijo Vera.

—La vida puede estar llena de luz —prosiguió Ricardo, señalando el cielo—. Aquí tenemos la suerte de que en verano el sol no se pone hasta pasadas las siete. El día tiene muchas horas para ser feliz.

—Tiene usted razón. —Vera levantó el vaso—. Creo que me tomaré otro.

Cuando terminaron sus combinados con ron, Ricardo acompañó a Vera a casa. El MG se detuvo delante de la villa de Lola y Ricardo apagó el motor.

—Creo que podríamos repetirlo y la próxima vez le dejaré conducir —sugirió Ricardo.

—¿Me dejaría conducir su coche? —preguntó Vera.

—Conducir un coche es la segunda cosa más placentera de la vida —dijo Ricardo, saliendo del coche para ir a abrirle la puerta a Vera.

El cielo era un manto de estrellas por encima de la capota abierta del descapotable. El ron le había calentado el cuerpo, y Vera asintió.

—De acuerdo. Me gustaría.

—No me ha preguntado cuál es la primera cosa más placentera —dijo Ricardo, ayudándola a salir del coche.

—¿Y cuál es?

—Pasar la tarde con una mujer bella —respondió, acompañándola hasta la puerta.

—¿Dónde has ido? ¿Con quién estabas? —preguntó Edith cuando Vera entró en la habitación.

Edith se encontraba en la ventana, envuelta en una bata que la signora Rosa le había regalado en Nápoles y con la cabeza llena de rulos.

—¿Cómo sabes que estaba con alguien? —inquirió Vera.

—Porque lo he visto marcharse con el coche —dijo Edith, señalando la ventana.

—Nada de importancia. Me han dado el trabajo y Ricardo me ha pedido si quería ir a tomar una copa para celebrarlo.

—¿El hombre con quien bailaste la otra noche? —exclamó Edith—. ¿Lo ves? ¡Tenía razón! Ya te dije que era un venezolano rico que te compraría bombones y te llevaría a pasear en su descapotable.

—No me ha regalado bombones, solo una planta. —Vera rio y señaló la orquídea. Vio que al lado había una bolsita con botones—. ¿Qué es?

—¿A que son preciosos? —dijo Edith—. Voy a ponerlos en el vestido que luciré para la comida en casa de Kitty.

—Si te gastas todo el dinero que te dieron por las perlas, no te quedará nada —le recordó Vera.

—Tienes que confiar en el futuro —replicó Edith.

Vera estaba cansada y se tumbó en su lado de la cama mientras Edith seguía cosiendo.

Ricardo le había preguntado por qué habían ido a Caracas. Podría haberle dicho que estaban allí para olvidar el pasado. Pero la verdad es que les daba miedo abordar un futuro sin sus seres queridos.