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Marzo de 1947

Vera estaba en la cocina de casa de Lola, comiendo unos huevos revueltos con tomate, cebolla y pimiento. El tipo de cocina de Lola era muy especiado en comparación con las salsas cremosas de Nápoles y los ñoquis de patata que preparaba su madre en Budapest. Lola se reía cuando Vera se lo comentaba y decía que a los venezolanos les gustaba el picante tanto en la comida como en sus relaciones amorosas.

Vera llevaba tres semanas trabajando en J. Walter Thompson. Se pasaba el día sentada en su mesa y pensando frases pegadizas para los anuncios de los periódicos y las revistas. Para ahorrar dinero se llevaba la comida preparada de casa, judías con pan normalmente, y se había comprado un maletín para transportar los cuadernos y las estilográficas.

Ricardo acudía a recogerla casi cada tarde y luego iban a pasear en coche por la ciudad. A veces, Vera se preguntaba por qué seguía aceptando sus invitaciones. Pero Edith estaba muy atareada con las fiestas de Kitty y Lola siempre tenía el salón ocupado para recibir a sus pretendientes. Ricardo era una compañía agradable. Le había dado a conocer la música latina y le estaba enseñando partes de Caracas que jamás habría descubierto sola.

Le encantaban los barrios antiguos de Caracas, con casas coloniales detrás de verjas de hierro y bulevares resguardados por la sombra de grandes robles. Adoraba pasear por el barrio de Las Mercedes, con sus galerías de arte y sus restaurantes de cocina internacional. Su favorito era un restaurante siciliano donde servían risotto y tenían un amplio surtido de vinos italianos. Un día, tomó nota de los nombres para incluirlos en una carta que estaba escribiendo a la signora Rosa.

Ricardo era el guía turístico perfecto. Pasaron una tarde en una plantación de café que era propiedad de un conde italiano. Recordando el café deslavazado que les preparaba Ottie en la granja, Vera cogió unos cuantos granos de café para enseñárselos a Edith. Una noche fueron hasta Petare para ir a un club famoso por sus conciertos de un género musical llamado joropo. Vera se enamoró al instante de las cautivadoras melodías interpretadas al son de la bandola llanera. Con el ron calentándole la garganta y el brillo de los ojos oscuros de Ricardo bajo la luz de las velas, Vera se sintió perfectamente integrada en aquel lugar.

Pero, en otras ocasiones, echaba de menos explorar Nápoles con Edith, Marcus y Paolo. Estaban tan contentos de que la guerra hubiera acabado, de que hubiera comida y bebida, que eran como cachorrillos correteando por las calles. Ricardo se sentía más cómodo en elegantes fiestas a media tarde y en inauguraciones de exposiciones de arte. Vera pasaba parte de aquellas veladas en el tocador, vigilando que llevaba el carmín perfectamente aplicado y que no tenía ninguna carrera en las medias.

A menudo, echaba de menos a Anton, su forma de mirarla cuando apareció en lo alto de la escalera con aquel vestido de noche de color verde, su expresión seria cuando quería conocer su opinión sobre una carta. Pensaba con frecuencia que se sentiría mejor sola. Pero entonces, contemplando el océano azul a través del cristal del descapotable de Ricardo o admirando la cascada del Salto Ángel, el dolor por la falta de Anton disminuía. Venezuela era un país lleno de paisajes y sonidos nuevos y estaba decidida a disfrutarlos.

Vera oyó pasos y a continuación Edith irrumpió en la cocina. Llevaba uno de sus nuevos vestidos, esta vez con la cintura ceñida y una raja en la falda.

—¡Mira! ¡Carta de Nueva York!

Vera dejó el tenedor. ¿Sería del padre de Anton? No había querido volver a escribir a su secretaria, pero cabía la posibilidad de que hubiera conseguido su dirección a través de la signora Rosa. O que la carta fuera incluso de Anton.

—Es de Marcus —añadió Edith.

—¿Marcus? ¿Y qué hace en Estados Unidos?

—Te la leeré. —Edith rasgó el sobre—. Marcus tendría que ser escritor además de fotógrafo. Redacta de maravilla.

Bella Edith:

¡Jamás te imaginarás desde dónde te escribo! El sello me habrá delatado, claro, pero te lo voy a decir igualmente. ¡Desde Nueva York! ¿Cómo es posible que un chico de un pueblo del sur de Italia esté en estos momentos en el 4 de Sutton Place, en plena Nueva York? (Es mi dirección, por cierto, ¡toma buena nota!).

Resulta que, después de que tú te marcharas, me fui a vivir a Roma. Empecé a hacer fotos por todas partes: la Fontana de Trevi de noche, el Coliseo con el sol rosado del crepúsculo escondiéndose por detrás de sus ruinas, el Vaticano. Creo que jamás me había sentido tan vivo como cuando contemplé los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

Aunque, sin ti posando en las fotos, el resultado era tan soso como las sopas que preparaba mi madre durante la guerra. Me sentía tan abatido que pensé incluso tirarme al Tíber.

Edith levantó la vista.

—Marcus no se suicidaría jamás. Pero le encanta exagerar.

—Continúa —le instó Vera.

Y entonces conocí a Anthony. Era tan bello que incluso Vera se habría enamorado de él. Me dejó tomarle fotos y a cambio se instaló en mi habitación de la pensione. Por las noches, nos acostábamos el uno al lado del otro dándonos la mano. Era lo que siempre había soñado.

Pero una tarde volví a casa y me encontré a Anthony en la cama con otro hombre. Tuvimos una pelea muy fuerte y lo eché. Y, ahora, escúchame bien: resulta que un americano que tiene una galería de arte en Nueva York vio las fotos que le hice a Anthony. Y me invitó a visitarlo. Y ahora estoy sentado en su apartamento en Sutton Place y esta noche voy a una exposición de mi obra.

—¿Pero no te das cuenta? —Vera frunció el ceño—. Solo hay un motivo por el que ese hombre ha pagado el pasaje de Marcus y lo ha instalado en su apartamento.

—¡Y ese motivo es que Marcus es un genio! —Edith dobló la carta—. Estoy segura de que en Nueva York hay tantos chicos guapos que no tendrá que volver nunca a Italia.

—Sigue sin gustarme —dijo Vera—. Marcus acabará sufriendo.

—Marcus es un adulto. Sabe cuidarse solo. —Edith miró de reojo el plato de Vera—. Tengo que irme. He quedado con Kitty para desayunar en el hotel Majestic.

—No puedes pasarte la vida con Kitty —dijo Vera—. No te ha hecho ni un solo encargo. Tendrías que estar buscando trabajo.

—Es una reunión de trabajo —replicó Edith—. Esta noche hay una cena en el Empire Suite. Asistirá toda la gente elegante y mis vestidos están incluidos en el desfile de moda.

—¿Pero qué dices? —preguntó Vera—. No me habías mencionado nada.

—Hace unos días, llegó a Caracas un amigo americano de Kitty. Se llama Robert Kinkaid. Vive en Manhattan y tiene tiendas de moda en Nueva York y Boston. Está en Caracas para comprar telas y le encantan mis diseños. Esta noche da una cena en mi honor.

—¡Una cena! Muy generoso por su parte —dijo Vera, sonriendo.

—Ese hombre sabe que salir adelante es muy duro —le explicó Edith—. Y antes de que me preguntes acerca de sus intenciones, te diré que está casado y tiene un hijo. Su esposa es igual que Ava Gardner. ¿Por qué no venís Ricardo y tú? Será agradable tener por allí alguien conocido y te lo pasarás bien.

—De acuerdo, iremos —accedió Vera. Edith estaba trabajando muchísimo con sus diseños y lo único que necesitaba era un poco de suerte—. Ya sabes que creo en ti. Pero a Lola no podemos pagarle con botones e hilo.

Ricardo llegó al trabajo de Vera para recogerla y estaba especialmente guapo, con una americana azul marino. Vera bajó la vista hacia el vestido azul que llevaba y pensó que tal vez debería haber elegido algo un poco más elegante.

—Estás muy guapa —dijo Ricardo, al salir del MG para abrirle la puerta.

—Seré la única mujer de la fiesta que no se ha pasado la tarde en el salón de belleza. —Vera tomó asiento en el lado del acompañante—. Me preocupa que Edith frecuente tantísimo a esos americanos ricos.

—Edith es mucho más capaz de lo que te imaginas —contestó Ricardo—. Lleva solo un mes en Caracas y ya tiene su propio desfile de moda.

—En Budapest, nuestros padres llevaban una vida sencilla. —Vera se miró en el espejo retrovisor y pensó que necesitaba un buen cepillado y que tendría que haberse pintado un poco los labios—. Mis padres iban a la ópera una vez al mes pero, por lo demás, se quedaban en casa. Edith ha estado saliendo cada noche.

—Divertirse no es malo. —Ricardo abrió la guantera y sacó una cajita plana—. Esto es para ti.

—¿Para mí? —se asombró Vera—. No tienes por qué regalarme nada.

—Ábrela —dijo Ricardo, depositando la caja en las manos de Vera—. Creo que te gustará.

Vera abrió la caja y descubrió en su interior unos pendientes de plata en forma de corazón.

—Me apetecía complementar tu belleza —explicó Ricardo.

Vera se acordó de cuando Anton le dijo que siempre llevaba el mismo vestido y que tenía que hacerse un regalo.

—Gracias, son preciosos —repuso, y cerró el estuche—. Pero no puedo aceptarlos.

—Es un pequeño regalo. Son simplemente de plata —insistió Ricardo, en tono suplicante.

—No estoy preparada para ser algo más que amigos —observó Vera, casi tartamudeando.

—Y es un regalo entre amigos —dijo Ricardo—. Acéptalos, sé feliz.

—Soy feliz —replicó Vera—. Tengo un buen trabajo y un lugar donde vivir.

Se acordó de aquel día, cuando tenía dieciséis años, en que un chico le puso una nota en la cartera sin que ella se diera cuenta. Su madre la encontró y la guardó en una caja. Le dijo que toda chica debía tener un lugar donde guardar sus cartas de amor. Que cuando se hiciera mayor y las leyera, le aportarían felicidad.

—De acuerdo, me los pondré —claudicó Vera—. Gracias, ha sido todo un detalle.

El Empire Suite estaba decorado con confortables sofás de terciopelo y arañas de cristal. Habían dispuesto un aparador con bandejas de fruta y un flan con salsa de caramelo.

Edith había elegido un vestido azul noche ceñido por la cintura y con un atrevido escote, el típico atuendo que luciría Rosalind Russell en una película. Estaba charlando con un hombre que no tendría más de treinta años, con las espaldas anchas de un jugador de fútbol americano y vestido con un traje beis.

—¡Vera, por fin has llegado! Tienes que conocer a Robert —exclamó Edith, cogiéndola del brazo. Ricardo había ido a buscar champán y unos aperitivos y Vera se había quedado sola. Edith señaló las sillas colocadas a ambos lados de una alfombra dorada—. ¿Verdad que es fantástico? ¡Estoy segura de que el desfile será un éxito!

—Encantado —dijo Robert, estrechándole la mano a Vera—. Edith me ha hablado mucho de ti.

—Ahora que ya he hecho las presentaciones, tengo que ir a saludar a nuestros invitados. —Se giró hacia Vera y rio—. Sé buena con Robert, ya le he dicho que eres sobreprotectora.

Edith los dejó solos y Vera empezó a pensar en algo que decirle a Robert.

—Eres muy amable por hacer todo esto por Edith —dijo, con cierta incomodidad.

—Tengo la sensación de que te gustaría acabar la frase con un «pero» —replicó Robert, riendo entre dientes.

—Debe de haber costado una fortuna —señaló Vera—. Y no quiero que ella acabe sufriendo.

—¿Te refieres a si tengo intenciones ocultas? —preguntó Robert—. Permíteme que te cuente un poco sobre mí. Fui el primero de mi familia que pudo estudiar en la universidad. De no haberlo hecho, probablemente me habría matado una bomba en algún lugar de Francia. En cambio, me casé con mi amor de la universidad y tenemos un hijo. —Sacó una cartera y le mostró a Vera la fotografía de una hermosa morena y un niño pecoso—. Cuando en la vida te sonríe la suerte, hay que aprovecharla.

—Apenas conoces a Edith —rebatió Vera.

—Reconozco el talento en cuanto lo veo —dijo Robert, sonriendo—. Tómate una copa de champán y relájate. Los vestidos de Edith van a triunfar en Caracas.

Ricardo volvió con dos copas de champán y unos platitos con panecillos rellenos con aceitunas y pasas. Y, justo en aquel momento, la intensidad de las luces bajó y los invitados se situaron a ambos lados de la pasarela.

Apareció la primera modelo con un elegante traje chaqueta, complementado con un sombrero de ala ancha y zapatos de tacón en dos tonos. La segunda modelo lucía un traje de noche plateado, ligero y vaporoso como el merengue. Y, cuando la última modelo enfiló la pasarela con un traje pantalón de crepé, incluso Vera se quedó sorprendida.

¡Edith no le había comentado que diseñaba pantalones! Eran estilosos y elegantes y la sala entera estalló en aplausos.

Vera se disponía a cruzar la estancia para ir a felicitar a Edith cuando una mujer que llevaba en la mano una copa de champán tropezó con ella y el líquido se derramó sobre el vestido de Vera.

Robert apareció rápidamente a su lado.

—Mejor que lo limpies enseguida con un poco de agua y jabón si no quieres que la mancha se quede para siempre ahí. Ven conmigo, te enseñaré dónde está el cuarto de baño

Vera lo siguió y entraron en un dormitorio con un aseo adjunto. Cuando Vera vio la bata que había sobre una silla, se quedó paralizada. En el bordado que adornaba el bolsillo podía leerse: «Hotel Wight, Boston».

—¿De dónde has sacado esa bata? —preguntó.

Vera recordó el anuncio de Hoteles Wight que había visto en aquel ejemplar de la revista LIFE que tenía Marcus.

—Cuando viajo, colecciono batas —respondió Robert, riendo—. El Wight es mi hotel favorito siempre que voy a Boston. Es como estar invitado en una casa elegante.

Vera se acaloró pensando en la carta que había enviado al padre de Anton. Y en las esperanzas que había albergado de que fuera a buscarlas a la isla de Ellis.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Robert—. Parece que hayas visto un fantasma.

—Estoy bien; tengo que irme.

Dio media vuelta para volver al salón.

Él la detuvo.

—¿Y la mancha?

—Ni siquiera es un vestido bueno. No volveré a ponérmelo.

Terminado el evento, Vera ocupó de nuevo el asiento del acompañante en el descapotable de Ricardo y se concentró en la carretera. Normalmente, después de una fiesta, siempre hacían comentarios mientras él iba conduciendo. Pero, en aquellos momentos, Vera no podía pensar en otra cosa que no fuera la bata.

—¿Qué ha pasado en la habitación? —preguntó Ricardo.

—¿A qué te refieres?

Vera cambió su foco de atención y se fijó en el asiento del conductor. Ricardo sujetaba el volante con fuerza y conducía muy rápido, incluso para tratarse de él.

—Ese yanqui te llevó a la habitación y saliste de allí blanca como el papel —dijo Ricardo entre dientes—. Si ha intentado cualquier cosa, vuelvo y le pongo una pistola en la cabeza.

Vera se quedó sorprendida al captar tanta rabia en su voz.

—No seas tonto. Solo quería sacarme una mancha del vestido.

—Pues la mancha sigue ahí —dijo Ricardo, señalando la falda—. Algo debe de haber pasado.

Vera nunca le había hablado a Ricardo sobre Anton. Ricardo le había dicho que le había regalado los pendientes por pura amistad, pero Vera intuía que quería algo más. Le daba miedo herir sus sentimientos y no sabía cómo hacer para no darle esperanzas. Pero si se ponía celoso porque un desconocido la había llevado a una habitación, ¿qué diría cuando le revelase que había estado prometida?

—Ha sido culpa mía. He recordado una cosa del pasado —le explicó—. Y lo único que quería era irme de allí.

—Las suites del hotel Majestic están amuebladas al estilo europeo. —Ricardo soltó un instante el volante para apretarle la mano a Vera—. Eres muy valiente. El tiempo hará que los fantasmas acaben desapareciendo. En Venezuela tenemos un dicho: «La vida es para vivirla».

—Seguro que tienes razón —dijo Vera, aunque se preguntó si podía ser así cuando uno de los fantasmas seguía todavía con vida.

Vera se quitó los pendientes de plata y los dejó en el tocador. No tendría que haberlos aceptado; Ricardo podía esperar algo a cambio. Pero rechazarlos habría sido de mala educación teniendo en cuenta lo amable que era siempre con ella, invitándola a cenar y acompañándola a ver el desfile, por ejemplo.

—¡Mira!

Edith irrumpió de pronto en la habitación. Vera vio que llevaba papeles en la mano.

—¿Más cartas de Marcus desde Nueva York?

—¡Mucho mejor! —exclamó Edith—. Pedidos de vestidos después de terminar el desfile.

—¡Qué maravilla! —dijo Vera, abrazándola.

—Tomé la idea del traje pantalón de las revistas de Kitty. —Edith se sentó en la cama—. Tendrías que ver la moda que se lleva en Estados Unidos: vestidos con faldas con mucho vuelo, ya que no hay escasez de tejido. El próximo vestido que diseñe, lo haré expresamente para ti: llevará hombreras y chaqueta entallada, perfecto para la oficina.

—Será un placer. —Vera sonrió—. Diré a todo el mundo que es un Edith Ban original.

—Mañana, Robert me lleva a comer. —Edith se quitó los pendientes—. Hemos quedado con un fabricante de telas.

—¿No tiene nada que hacer relacionado con su propio trabajo? —dijo Vera, poniéndose en estado de alerta. Robert era guapo y su esposa y su hijo estaban a miles de kilómetros de distancia.

—¿Piensas aún que está intentando seducirme? —preguntó Edith—. Tú trabajas con hombres, ¿por qué no podría hacerlo también yo?

Tenía razón. Aparte de la recepcionista y la mujer que traía los bocadillos, Vera era la única mujer de la oficina.

—Lo siento —dijo, disculpándose—. Robert tiene suerte de conocer a alguien con tanto talento.

—Y esto no es más que el principio. Un día, mis vestidos estarán en las mejores tiendas de Filadelfia y Nueva York.

—¿Y Londres y París? —sugirió animadamente Vera.

—¿Para que llegue una alemana y se pruebe mis vestidos? Antes me clavo unas tijeras. —La mirada de Edith se ensombreció—. No pienso volver nunca más a Europa. Nuestra vida está en Sudamérica.