Junio de 1947
Vera levantó la vista del cuaderno y miró el reloj del salón de Lola. Ricardo la recogería en media hora pero ella estaba aún repartiendo números en dos columnas. Por mucho que dispusiera las cifras de un modo u otro, no tenía dinero suficiente para poder traer a sus padres a Caracas. Y no quería volver a Budapest con ellos; todos necesitaban empezar de cero.
Había escrito a sus padres diciéndoles lo feliz que estaba de saber que seguían con vida y dándoles noticias de Edith y de ella. Pero se sentía culpable por no poder prometerles que los llevaría a Venezuela. Tenía que encontrar la manera de costear los pasajes.
Lo había probado todo: preguntarle al señor Matthews si podía llevarse trabajo a casa, pedirle a Lola si le dejaba ocuparse de la plancha. Pero, incluso así, pasarían meses hasta que pudiese permitirse pagar los pasajes.
—Te veo triste para ser sábado por la noche —dijo Edith, irrumpiendo como un vendaval en la sala. Llevaba una capa de seda cubriendo un vestido de color azul turquesa.
—Estoy haciendo cálculos y creo que me va a estallar la cabeza —se quejó Vera—. No voy a poder pagar ese importe ni siquiera planchando los manteles de Lola durante tres meses. El señor Matthews no puede pasarme más trabajo. Hasta que no se produzca el lanzamiento de los nuevos coches de GM, la oficina de Nueva York controla hasta el último céntimo.
—Podría pedirle el dinero a Kitty —se ofreció Edith—. Es lo que se gasta en comprarse un bolso nuevo.
—No puedes pedirle dinero. Ya ha hecho demasiado por ti.
—Ricardo te lo prestaría —dijo Edith—. He oído rumores de que va a pedirte que te cases con él.
—¿Dónde has oído eso? —preguntó Vera.
—Lo dijo una amiga de Kitty —respondió Edith, con una risilla—. Cuando se enteren de que está fuera del mercado, habrá más de un corazón partido.
—Eso que dices es ridículo. Nos conocemos solo desde hace unos meses —replicó Vera.
—Ricardo no es joven y, además, ya te ha presentado a sus padres.
—Me ha dicho que me tenía una sorpresa reservada para esta noche —comentó Vera, incómoda—. Asistiremos a la inauguración de la nueva ala del Museo de Bellas Artes.
—¿Y si se pone de rodillas y te propone matrimonio delante de una estatua de mármol desnuda? —exclamó Edith, sin parar de reír.
—Eso no va a pasar —repuso Vera, haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Y jamás me casaría con Ricardo solo para poder traer a mis padres a Caracas.
—Por supuesto que no, eso no sería más que un beneficio añadido —sugirió Edith—. Como tener un marido que sea un cocinero estupendo. Cualquier matrimonio necesita incorporar alguna que otra ventaja. —Se colocó correctamente la capa—. Además de la de la alcoba, claro está.
—No hables así —dijo Vera.
Se fijó entonces en el colgante con un diamante que llevaba Edith al cuello.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó, señalándolo.
—No te preocupes, es falso. Es de pasta. —A Edith le brillaban los ojos—. Robert y yo tenemos una reunión con el director general del Majestic. Él piensa que tendría que alquilar un pequeño espacio donde poder exhibir mis vestidos. ¿Verdad que sería maravilloso que cualquier mujer que entrara en el vestíbulo del hotel pudiera ver los diseños de Edith Ban?
—¿Y para qué necesitas ese diamante? —preguntó Vera.
—Porque es la mejor manera de negociar el precio. Como si estuviera haciéndole un favor al hotel permitiéndoles que muestren mis diseños. —Se tocó el cuello—. Solo de llevarlo colgado, me siento más rica.
—Tú vas a ser una magnate de la moda y yo seguiré siendo una simple redactora creativa que trabaja diez horas al día para poder permitirse un par de zapatos —dijo con cariño Vera.
—No si te casas con Ricardo. —Edith la abrazó antes de marcharse hacia la puerta—. Entonces podrás pasarte el día entero comprando zapatos.
Vera estaba junto a la ventana de la habitación cuando oyó que un coche se detenía fuera. Se frotó las muñecas con perfume y bajó corriendo.
—Esta noche hueles de maravilla —dijo Ricardo, que la recibió con un beso en cuanto ella abrió la puerta—. Pero me temo que no van a dejarte entrar en el museo.
—¿Por qué no?
Vera se preguntó si llevaba un vestido demasiado sugerente. Edith había insistido en que se pusiera uno de sus diseños: un vestido rojo con escote a la caja y falda estrecha.
Ricardo sonrió.
—Porque todos los ojos se posarán en ti con ese vestido. —Le cogió la mano—. ¿Cómo van a donar dinero los patrocinadores si nadie mira lo que está expuesto?
Vera se echó a reír y cogió el bolso. Estaba acostumbrada a los comentarios aduladores de Ricardo, pero seguía siendo agradable sentirse admirada.
—¿Y eso qué es? —preguntó al ver el descapotable de color azul real con asientos de cuero de color crema y volante de madera de nogal que estaba aparcado delante de la casa.
—¡La sorpresa! —respondió con entusiasmo Ricardo—. Es un Lagonda de 1940. Lo vi en la Feria del Automóvil de Nueva York de 1939. Acaba de llegar por barco; es el único en todo Venezuela.
—Es una preciosidad —comentó Vera, admirando las llantas de radios y el emblema plateado del capó—. ¿Y qué ha pasado con el MG?
—Un hombre puede tener dos coches, ¿no? —Le abrió la puerta del automóvil y sonrió—. Siempre y cuando consagre su tiempo a una sola mujer.
Vera se instaló en el asiento del acompañante y acarició el salpicadero. El cambio de marchas estaba tan reluciente como los candelabros de casa de Lola; olía a abrillantador.
La sorpresa no era un anillo de compromiso, sino un coche nuevo. Miró de reojo a Ricardo con una punzada de decepción. ¿Sería divertido estar casada? ¿Conducir un coche bonito y no tener que preocuparse nunca más por el dinero? ¿Comer los domingos con los padres de Ricardo y tener un día una casa llena de niños? Le había dicho al señor Matthews que no estaba pensando en el matrimonio, ¿por qué le venía ahora a la cabeza?
¿Pero no habían soñado siempre Edith y ella con que se casarían por amor? El amor verdadero solo se vivía una vez, y sabía que jamás volvería a experimentar lo que había sentido con Anton. Pero ¿qué era el amor sino un sentimiento que te hacía feliz? Había otras maneras de ser feliz: una noche de baile o una obra de arte que cortaba la respiración.
—Parece que estés soñando con algo muy agradable —dijo Ricardo, inclinándose hacia ella.
Vera se despertó de sus ensoñaciones y levantó la cabeza. Las estrellas, que parecían las notas de una partitura, le hicieron recordar lo afortunada que era de estar en Caracas.
—Estoy disfrutando de la brisa de la noche —dijo.
¿Por qué estaría preocupándose por el matrimonio si Ricardo ni siquiera se lo había propuesto?
—He traído una botella de champán —dijo Ricardo, señalando una cesta que había en el asiento de atrás—. Iremos un momento a saludar a la gente del museo y luego iremos a dar un paseo en coche.
Vera se quedó cerca de la entrada del Museo de Bellas Artes y contempló el inmenso espacio: una bella estructura neoclásica diseñada por el famoso arquitecto Carlos Raúl Villanueva. El interior tenía suelos de mosaico, columnas de mármol y un techo tan alto que tuvo que estirar el cuello para poder admirar los frescos que cubrían la bóveda.
Ricardo había ido a saludar al director, pero Vera había querido pasar un momento por el tocador para retocarse y le había dicho que ya lo localizaría. Por el momento, sin embargo, no había dado con él.
—Da la impresión de que ha perdido algo. —Vera se giró y vio que le estaba hablando un hombre con la espalda ligeramente encorvada—. Confío en que no haya sido una joya valiosa. Con tanta gente que hay aquí dentro, tendría suerte si volviera a verla.
—No creo, no tengo casi joyas.
Reconoció enseguida al retratista austriaco que había conocido en la fiesta de Kitty.
—Julius Cohen —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Coincidimos en el Majestic.
—Vera Frankel. —Le estrechó la mano—. Encantada de volver a verlo.
Julius hizo un gesto en dirección a los hombres con esmoquin y las mujeres con vestidos de noche.
—Sabía que dos bellas húngaras causarían estragos en la alta sociedad de Caracas. ¿Está su amiga en algún rincón bebiendo champán y haciendo que todos los hombres casados estén deseando ser solteros?
—Edith está en un evento de trabajo; es diseñadora de moda —dijo Vera con frialdad—. Y yo trabajo como redactora creativa en J. Walter Thompson.
—Pues deben de pagarle bien —repuso Julius, emitiendo un silbido—. La invitación es cara. Si yo estoy aquí es porque trabajo a tiempo parcial en el museo.
—He venido acompañada —reconoció Vera—. Ricardo Albee.
—Ah, la familia Albee —dijo Julius, con una mueca desdeñosa.
—¿Los conoce? —preguntó Vera, curiosa ante aquel tono burlón.
—Todo el mundo en Caracas conoce a los Albee. Pedro Albee está metido en política y su mujer apoya causas intelectuales.
—Alessandra Albee cree en la educación —replicó Vera—. Lo cual es bueno.
—Tiene razón —concedió Julius—. Creo que estoy siendo algo maleducado. Pero la verdad es que no esperaba verla en un evento así.
—¿Porque soy una refugiada húngara y judía? —preguntó Vera.
—En absoluto. Su fulgor ofusca a cualquiera de las presentes. —Julius hizo una pequeña reverencia—. Es porque la mayoría de esas mujeres están casadas con hombres ricos como faraones.
—Cierto. —Vera se fijó en una mujer que llevaba una diadema de zafiros y diamantes que debía de haber sido de alguna princesa—. Nunca había visto joyas tan fabulosas. Parece como si todo el mundo hubiera saqueado las pirámides de Egipto.
—Las apariencias pueden resultar engañosas. La mayoría de las joyas que ve no son auténticas. —Señaló una mujer morena que llevaba una gargantilla de rubíes—. Esa es Esme Puentas. Su marido es un empresario del sector del transporte que recibe más dinero en sobornos del que nosotros veremos en toda nuestra vida. Esa gargantilla se la regaló a su mujer después de dejar embarazada a la criada. Rubíes brasileños de cinco quilates.
—Es asombroso —dijo Vera.
—Salvo que la gargantilla que lleva Esme al cuello es falsa. La auténtica está en la caja fuerte de la familia —puntualizó Julius—. Los ladrones de joyas de Caracas son capaces de sobornar a cualquier policía con un fajo de bolívares. Ir por la vida con joyas caras es peligroso.
—Pues es una lástima tener que ocultar todas esas joyas —replicó Vera.
—Al contrario: crean negocio para los artesanos de piedras preciosas falsas. Las compañías de seguros están encantadas y los maridos pueden seguir disculpándose de sus pecadillos con un diamante o un zafiro bien engarzado —dijo Julius, con una sonrisa malévola.
—La sociedad venezolana me parece muy complicada —repuso Vera, riendo.
—Todas las sociedades son complicadas, pero al menos en Caracas hay trabajo para todo el mundo. —La mirada de Julius se ensombreció—. Si me hubiera quedado en Europa, estaría vendiendo mis pinturas por las esquinas y limpiando cristales para sobrevivir.
—Tiene usted razón. —Vera pensó en su madre, que estaba limpiando casas para comer. Y entonces divisó a Ricardo entre el gentío y vio que estaba repasando con la mirada la sala, probablemente buscándola a ella. No quería que Ricardo se pusiera celoso si la veía charlando con Julius—. Creo que ya he localizado a Ricardo; ha sido un placer volver a encontrarme con usted.
—A lo mejor Ricardo me encarga un retrato de usted —dijo esperanzado Julius.
—Lo dudo. —Vea sonrió—. Aunque nunca se sabe.
Cuando salieron del museo, Vera y Ricardo volvieron tranquilamente en coche a casa de Lola. El aire olía dulzón, como a caquis, y Vera pensó que Julius estaba en lo cierto. Era afortunada por vivir en un país donde había trabajo y comida suficiente para todo el mundo.
—Me lo he pasado estupendamente —dijo cuando Ricardo detuvo el coche.
—Cuando lo vi en 1939 supe que conducirlo sería como un sueño. —Ricardo acarició el volante—. Llevaba ocho años esperando sentirlo bajo mis manos.
—A lo mejor tendría que ponerme celosa —dijo en broma Vera, que había bebido dos copas de champán y se sentía un poco mareada y desinhibida.
Ricardo se volvió hacia ella.
—No tienes por qué estar celosa. De hecho, en la guantera hay un regalo para ti.
—¿Para mí? —repitió Vera.
—Ábrela y verás —dijo Ricardo, señalando la guantera.
Vera la abrió y en el interior descubrió un estuche de terciopelo negro.
—No necesito más joyas. Ya tengo los pendientes de plata.
—No es una joya cualquiera. —Ricardo cogió el estuche y lo abrió—. Es una pieza que jamás he regalado a una mujer.
Vera bajó la vista y descubrió un diamante de talla cuadrada engarzado en un aro de oro.
—Me temo que no posee valor histórico, puesto que mi madre es la que luce la joya de herencia familiar —dijo Ricardo con una sonrisa—. Lo he mandado confeccionar a un joyero de confianza y me ha asegurado que es uno de los mejores diamantes de Sudamérica.
Le cogió la mano a Vera y la acercó a su pecho.
—Vera Frankel, me enamoré de ti desde el momento en que te vi en aquella fiesta del hotel Majestic. Llevo toda la vida esperando conocer una mujer con tu inteligencia y tu elegancia. —La miró a los ojos—. Nada me haría más feliz que me concedieses el honor de convertirte en mi esposa.
Vera se puso colorada.
—No puedes pedirme que me case contigo; llevamos muy poco tiempo tratándonos.
—Me enamoré de ti la noche en que nos conocimos. ¿Lo recuerdas? Dijiste que no te interesaban los pretendientes, que sabías cuidarte sola. Estoy acostumbrado a mujeres fuertes, pero vi también una vulnerabilidad que eras incapaz de esconder. —Le acarició la barbilla—. Te quiero, y deseo que seas mi esposa.
—Es todo tan repentino; no sé qué decir —balbuceó Vera.
—Lo único que tienes que decir es que sí —replicó Ricardo con voz firme.
Si respondía que sí, perdería para siempre todas sus esperanzas de estar con Anton. Pero si respondía que no, la vida que se imaginaba —las cenas íntimas y las conversaciones, la esperanza de tener hijos algún día— se esfumaría igual que le sucedió al vestido de Cenicienta cuando dieron las doce.
—¿Puedo pensármelo? —preguntó.
Ricardo guardó el estuche de terciopelo en la guantera y le pasó a Vera la llave del coche.
—¿Qué haces? —dijo Vera, alarmada.
Ricardo le sonrió, con una expresión cálida y comprensiva.
—Voy a volver a casa en tranvía. Por la mañana, ven en coche a mi casa y me das la respuesta.
—¡Jamás he conducido un coche así! ¿Y si tengo un accidente?
—Te confío el coche. —Se inclinó para besarla—. Y confío en que tomes la decisión correcta sobre nuestro futuro.
Vera estaba sentada en el pequeño escritorio que tenían en la habitación, con la mirada clavada en el estuche de terciopelo. No podía dejarlo en el coche por si se lo robaban. Pero tampoco le parecía correcto tenerlo en la habitación, como si ya le hubiera dado su respuesta a Ricardo.
¿Cómo iba a poder tener decidida por la mañana la que a buen seguro era la cuestión más importante de su vida? Y entonces se acordó de la cena con Anton en el Quisisana. Le había propuesto casarse con ella y le había respondido «sí» antes de que al plato de raviolis de marisco le diera tiempo a enfriarse.
¿Qué haría Edith si ella se casaba? ¿Y qué pasaría con sus padres? No podía pedirle aún a Ricardo que pagara los pasajes porque, de hacerlo, se preguntaría si era por eso por lo que había accedido a casarse con él. Y no quería empezar su matrimonio debiéndole nada a Ricardo. Pero, por otro lado, era un hombre tradicional, y si no le permitía seguir trabajando nunca podría costear los pasajes de sus padres.
Con Anton todo parecía más sencillo: Vera lo amaba y no se imaginaba una vida sin él. Con Ricardo, sin embargo, se tomaba con cautela el peso de sus sentimientos, igual que el carnicero pesaba las escasas compras de su madre durante la guerra.
Recordó cómo había deambulado nerviosa de un lado a otro de la habitación del hotel de Capri, preguntándose cómo sería una vida sin hijos. Ricardo le daría todos los hijos que ella quisiera, además de niñeras y vacaciones familiares. Los padres de Ricardo serían abuelos que mimarían a sus nietos. Su vida rebosaría facilidades y felicidad.
¿Qué era, entonces, lo que la retenía? Recordó la primera vez que había visto a Anton en la embajada. Le había abierto la puerta, vestido con su uniforme, y su vida había cambiado a partir de aquel momento. Pero ni siquiera decirle no a Ricardo serviría para devolverle a Anton.
Captó con la mirada el estuche del colgante de Edith, en la mesita de noche.
No podía.
Pero cuanto más lo pensaba, más echaba raíces la idea, como las flores de los Alpes austriacos en primavera.
¿Y si accedía a casarse con Ricardo y llevaba el anillo a la casa de empeño que Edith le había comentado y hacía una réplica en pasta para sustituirlo? De ese modo, podría pagar el pasaje de sus padres e incluso conseguirles un pequeño piso. Con el tiempo encontraría la manera de recuperar el anillo y Ricardo no se enteraría nunca.
Era un plan imposible, ¿pero no debió de ser así como se sintió su madre cuando concibió el plan para saltar del tren que las estaba llevando a Auschwitz? ¿Cómo podía permitir que sus padres siguieran en Budapest cuando podía traérselos a Venezuela, donde había trabajo para todo el mundo?
Julius se había ofrecido a retratarla. Podía pagarle una pequeña cantidad y darle a Ricardo el retrato como regalo de bodas. A cambio, Julius le encontraría a alguien capaz de confeccionar un anillo con un diamante falso tan fabuloso que engañaría incluso a su futuro esposo.
Su madre había arriesgado su vida por ella. Vera podía poner en juego su felicidad. Bajo las circunstancias en las que se encontraba, ¿cómo iba a hacer otra cosa?