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Diciembre de 1947

El sol entraba por la ventana del nuevo comedor de Vera, que estaba en aquel momento admirando las sillas tapizadas de blanco y el aparador con su ponchera de plata y sus candelabros de latón.

Hacía una semana que Ricardo y ella habían vuelto de su luna de miel y estaba esperando a Edith para comer. Había pasado la mañana dejando la casa perfecta. Había sacado la vajilla que habían recibido como regalo de boda y comprado lirios porque sabía que eran las flores favoritas de Edith. Incluso le había pedido a Valeria, la cocinera de Alessandra, la receta para preparar galletas de coco.

Sabía que era una tontería tomarse tanta molestia. En la granja de los Dunkel, Edith y ella habían comido pan con queso con las manos y habían bebido leche recién salida de la vaca porque estaban tan hambrientas que no podían ni esperar. Pero le apetecía demostrarle a Edith que se había adaptado estupendamente a su nuevo papel como esposa de Ricardo.

Vera y él habían pasado su luna de miel en un hotel de la playa de Choroni. Habían conducido durante tres horas por sinuosas carreteras de montaña tan peligrosas que Vera había sentido más de una vez la necesidad de cerrar los ojos. Ricardo se había reído de ella diciéndole que se estaba perdiendo los mejores paisajes, y tenía razón. El escenario que pasaba a toda velocidad por su lado era increíble: cascadas y ríos, aves tropicales y ejemplares de un animal enorme de pelo corto que Ricardo le había dicho que se llamaba tapir.

Y cuando llegaron a Choroni, Vera comprobó que las horas de sujetarse con fuerza al salpicadero habían merecido la pena. Era una ciudad con edificios coloniales a orillas de una bahía, con barquitos de pesca balanceándose en las aguas del puerto. Había una cueva a la que se podía acceder nadando por unas aguas de la tonalidad de la aguamarina.

Durante el día, se habían dedicado a pasear por la arena blanca y, de noche, a bailar a la luz de la luna. Vera había descubierto que le gustaba hacer el amor. Ricardo era hábil, y, cuando cerraba los ojos, su cuerpo respondía sin problema a sus caricias.

Había habido un momento, cuando Ricardo le había cogido la mano para admirar el anillo de compromiso, en el que se había sentido aterrada por miedo a que descubriera que era una falsificación. Pero Ricardo se había limitado a besarle los dedos y a decirle que su belleza eclipsaba la de cualquier diamante. Una tarde habían estado jugando al bridge con otra pareja joven. El marido se había sentado al lado de Vera y después Ricardo se había puesto de muy mal humor. A la noche siguiente, Vera se aseguró de jugar a las cartas con una pareja mayor que estaba celebrando su vigésimo aniversario de bodas.

Llamaron a la puerta y corrió a abrir.

—¡Ya estás aquí! —Vera abrazó a Edith—. Estaba tan nerviosa que ya le he sacado brillo a la cubertería dos veces.

—¿Por qué estás tan nerviosa?

Edith entró en el salón. El retrato que Julius había pintado de Vera colgaba sobre la chimenea, y había una alfombra de lana y dos sofás a juego.

—Estás acostumbrada a Kitty y sus amigas, con sus mansiones elegantes. Quería demostrarte que soy capaz de llevar una casa.

—Es preciosa. —Edith se quitó los guantes. Tomó asiento en el sofá y sacó un paquete de tabaco del bolso—. ¿Te importa? —preguntó.

—Tú no fumas.

Vera frunció el ceño. Edith ni siquiera había hecho un comentario sobre el retrato, y eso que era la primera vez que lo veía. Algo iba mal.

La mirada de Edith reflejaba la misma tristeza y el mismo miedo que cuando saltaron del tren de Auschwitz.

—¿Qué pasa? —dijo Vera, sentándose a su lado.

—Es Robert...

Edith encendió el cigarrillo con manos temblorosas.

Vera contuvo la respiración.

—Si te ha puesto la mano encima, le diré a Ricardo que vaya a verlo.

—Es peor que eso. —Inhaló el humo—. Ha desaparecido y yo estoy en la ruina. Estoy acabada.

—Creía que Robert no había invertido en tu negocio, que solo te asesoraba.

—Me lo ha explicado todo por carta —dijo Edith—. Antes de conocernos tenía algunos problemas con sus negocios y por esa razón no le concedían ningún préstamo para poder comprar telas. Cada vez que un proveedor me vendía una tela a crédito, Robert pedía más cantidad sin decirme nada y se la guardaba para él. Hizo lo mismo cuando pedí prestado dinero al banco. Él pidió prestados cincuenta mil dólares americanos y yo solo recibí veinticinco mil.

—¿Que pediste dinero prestado al banco? —se asombró Vera. Edith nunca le había comentado nada.

—Lo necesitaba para el alquiler del espacio del Majestic. El banco no presta dinero a las mujeres, por eso Robert firmó el crédito conmigo. —Edith miró a Vera—. Confiaba ciegamente en él.

—¿Y qué pasó?

—Todo iba bien hasta que Robert inauguró una tienda de ropa en Filadelfia. Desde el principio funcionó mal y no podía ni pagar el alquiler. Por otro lado, las ventas en sus tiendas de Boston y Nueva York también cayeron y se quedó cada vez más endeudado. Utilizó el dinero que yo había firmado con él para pagar las deudas con sus acreedores, pero no era suficiente. Se llevaron todos sus vestidos. Pero como figura que fui yo quien compró todas las telas a crédito, los proveedores están amenazando con cobrarse también conmigo la deuda.

—Robert podría pedir otro préstamo —sugirió Vera—. O a lo mejor puede ayudarle la familia de su esposa.

—Llamé a Marcus y le pedí que fuera a ver a Robert a su apartamento en Manhattan. Es uno de esos edificios elegantes de Park Avenue con portero en la puerta. —Tragó saliva—. El conserje le dijo que se habían mudado. Que le habían dejado las llaves en el mostrador y que todos los muebles habían desaparecido. Que ni siquiera habían dejado una dirección.

A Edith le empezaron a temblar los hombros y Vera la consoló.

—Tienes todas las telas en tu taller. Cuando entregues esos vestidos, podrás pagar a los acreedores.

—Aún no me han entrado los pedidos —dijo Edith—. En cualquier momento, vendrán y se llevarán todas las telas y me quedaré con una mesa de trabajo vacía y algún que otro ratón hambriento.

—Le pediré a Ricardo que te preste dinero. Como un negocio formal, con un abogado de por medio que redacte el contrato.

—No le cuentes nada a Ricardo —le suplicó Edith, apretándole el brazo—. Si Kitty y sus amigas se enteran, estaré acabada para siempre en Caracas.

—¿Y qué vas a hacer?

Edith se levantó y Vera recordó lo guapa que era. Incluso con el rímel corrido, tenía el aspecto de una modelo.

Edith sonrió.

—Primero, quiero admirar la mansión de mi mejor amiga. Y luego comeremos y urdiremos un plan.

—No es una mansión —dijo Vera, riendo. Tenían cinco habitaciones en la planta baja y dos dormitorios arriba—. ¿Y en qué tipo de plan estás pensando?

Edith guardó la cajetilla de tabaco en el bolso.

—En un plan que no permita que ningún hombre pueda volver a aprovecharse de mí.

Vera le enseñó a Edith el despacho de Ricardo y la cocina, que disponía de los electrodomésticos más modernos, y luego su propio despacho, donde tenía una máquina de escribir. Arriba, había una habitación de invitados, que podía convertirse en la de un bebé, y un cuarto de baño con bañera de porcelana.

—¡Tu dormitorio es más grande que la planta de arriba de la casa de la signora Rosa! —exclamó Edith al entrar.

La cama de matrimonio ocupaba la parte central de la estancia y delante tenía un sillón tapizado en seda y una otomana. El balcón dominaba el jardín y unas puertas daban acceso a dos vestidores individuales.

—Ricardo está acostumbrado a tener su propio espacio —dijo Vera, algo incómoda—. No quiere que nos molestemos el uno al otro.

—¿Y qué se siente? —preguntó Edith.

—¿A qué te refieres?

—Tienes que contármelo. ¿Qué se siente haciendo el amor con un hombre?

Vera la miró y captó un veloz destello de dolor en los ojos de Edith. Se acordó de lo que había pasado el mes antes de que Stefan fuera obligado a subir a un tren con destino a Strasshof. Vera había sorprendido a Edith en su habitación con un libro de anatomía y había pensado que estaba embarazada.

En abril de 1944, la primavera había llegado ya a Budapest. Vera llevaba la estrella amarilla en el uniforme del colegio porque hacía demasiado calor para ir con abrigo. Edith y Stefan utilizaban siempre el buen tiempo como excusa para quedarse más rato en el jardín botánico. Y luego, cuando Edith llegaba a casa, a menudo había perdido la cinta del pelo.

Vera llamó a la puerta y asomó la cabeza en la habitación de Edith. Estaba sentada en el suelo. Tenía la cartera del colegio abierta y libros esparcidos por la alfombra.

—¿Qué haces? —preguntó Vera, entrando—. Ya hemos acabado de cenar y tu madre me ha preguntado dónde estabas.

—Stefan y yo hemos estado estudiando —respondió Edith, señalando los libros.

—¿Y cómo es que tienes manchas de hierba en la falda? —dijo Vera, con cara de incredulidad—. No pasa nada si Stefan y tú os quedáis por ahí hasta tarde en verano, pero ahora tenemos colegio. Y, si no haces los deberes, no pasarás de curso.

—¿Y qué más da? Pronto nos mandarán al gueto o a cualquier lugar peor —replicó Edith—. Al vecino de Stefan, Len Rabinovitz, lo han enviado a los campos de trabajo. Solo tiene diecisiete años, pero vinieron a por su hermano mayor y se lo llevaron también a él.

—No sabemos dónde vamos a ir; podrían ser solo rumores. —Vera se fijó en un libro de texto con un dibujo del cuerpo humano—. ¿Qué es esto?

—Lo he encontrado en una librería de libros de segunda mano.

—¿Y desde cuándo estás tú interesada en la anatomía femenina? —preguntó Vera, hojeando el libro—. ¡No me digas que estás embarazada!

Últimamente, Edith estaba un poco malhumorada y pasaba todo el tiempo con Stefan.

—¡No estoy embarazada! —exclamó Edith—. Simplemente quiero saber cómo funciona el cuerpo de la mujer.

—Nuestras madres pueden contarnos todo lo que necesitemos saber. —Vera miró fijamente a su amiga—. ¿Me prometes que estás diciéndome la verdad?

—Te lo juro por la vida de Anastasia —dijo Edith, empezando a cepillarse el pelo.

Anastasia era la gata que tenían en su casa de campo. Vera y Edith le habían puesto aquel nombre en honor de la trágica princesa rusa.

Vera asintió.

—De acuerdo, te creo.

Una semana después, Alice le pidió a Vera que fuera a la tienda de alimentación y preguntase si era posible que le dieran una onza más de ñoquis. En el transcurso de los últimos dos meses, Vera había adelgazado tanto que Alice tenía miedo de que no estuviese comiendo lo suficiente.

—Me has mentido —dijo Vera, entrando en la habitación de Edith sin llamar—. Sabía que estabas embarazada.

—¿De qué estás hablando?

Edith se sentó en la cama.

—He estado en la tienda de alimentación y te he visto en el callejón con Golda Peskowitz.

—¿Y? —dijo Edith.

—¡Que es comadrona! —exclamó Vera—. Y seguro que le estabas preguntando cómo librarte del bebé.

—Quería saber si tenía alguna cosa para los dolores de mi madre. Cada vez van a peor y a mi madre le da vergüenza preguntárselo —explicó Edith—. Si estuviese embarazada sería un milagro. Stefan y yo no hemos tenido relaciones.

—Y todas esas tardes que os quedáis en el lago... —dijo Vera, muy insegura.

—Hemos hecho muchas cosas, pero eso nunca —respondió Edith—. El verano pasado tuvimos una larga conversación al respecto y acordamos que esperaríamos hasta que estuviéramos prometidos. Pero, hace unas semanas, cambié de idea. Le dije a Stefan que no quería esperar y acabamos peleándonos.

—¿Os peleasteis? —se asombró Vera.

—Stefan dijo que si yo había cambiado de idea era solo porque pensaba que lo iban a enviar lejos y nunca volvería.

—Pero no pensabas eso —dijo Vera, calmándola—. Eres joven y estás enamorada. Muchas chicas piensan en esas cosas.

—No, Stefan tenía razón —confirmó Edith, con un nudo en la garganta—. Cuando me besa solo pienso en qué ocurrirá si lo envían a los campos. Me pasaré el resto de mi vida sin haber conocido en todos los sentidos al chico que amo.

—¿Nunca has hecho el amor? —preguntó Vera con curiosidad, doblando la bata de Ricardo que había quedado sobre la cama.

—Ya te dije que Stefan y yo nunca mantuvimos relaciones sexuales —respondió Edith.

—Pensaba que quizás con Marcus, antes de...

—¿Antes de que lo viera besándose con Leo en la joyería? —Edith sonrió—. Marcus jamás habría hecho algo más que besarme. —Suspiró.

—Hay mucho tiempo por delante —le aseguró Vera—. Solo tienes veinte años.

Edith se encogió de hombros.

—Me da igual; a mí lo que me hace feliz es mi profesión. Pero ahora estoy arruinada. Con cuarenta años, seré una solterona pobre viviendo en la casa de huéspedes de Lola.

—Ven, hemos dicho que pensaríamos un plan mientras comemos.

Vera la cogió por el brazo y la guio hacia la escalera. Edith la detuvo.

—Pero antes tienes que contármelo. ¿Es tan doloroso como decía aquella profesora de sexto o es la sensación más exquisita del mundo?

—Al principio duele, pero luego es agradable —respondió con sinceridad Vera.

—No se trata de besarse y gemir, sino de compartir el acto más íntimo posible con el hombre que amas —dijo pensativa Edith—. Es lo que yo deseaba hacer con Stefan, para nunca olvidarlo, pasara lo que pasara.

—Tienes razón. —Vera recordó por un instante aquella noche en Capri con Anton—. Cuando has tenido eso, no se olvida nunca.

Vera y Edith estaban sentadas a la mesa mientras comían.

—Lo había olvidado... Tienes una carta.

Edith buscó en el bolso y sacó un sobre.

—Es del capitán Bingham —dijo Vera, abriéndolo—. Me felicita y espera que nuestro matrimonio esté lleno de felicidad. —Entonces vio que había algo más adherido al sobre—. Esto es para ti. —Se lo pasó a Edith—. Un telegrama.

Edith lo abrió.

—¡Es de Marcus! ¡Dice que viene a Caracas! Y que tiene una sorpresa para nosotras.

—¿Qué tipo de sorpresa?

—No lo dice.

Edith se levantó de la mesa.

—¿Dónde vas? Iba a servir galletas, y aún no hemos pensado en el plan para salvar tu negocio.

—Pues tendrá que esperar. —Edith le dio un beso en la mejilla—. Tengo que preguntarle a Lola si tiene una habitación libre y luego ir al aeropuerto. ¡Marcus llega esta misma noche!

Vera estaba preparando un ponche de leche —ron, mango y leche condensada— cuando se abrió la puerta de entrada.

—Llegas temprano —dijo Vera, levantando la vista.

Seguía sorprendiéndole ver a Ricardo entrar en la casa y tenía a menudo la sensación de estar actuando en una de las obras de teatro que Edith y ella solían representar.

—Esto es el sueño de cualquier hombre —dijo Ricardo, besándola—. Llegar a casa y encontrarme a mi bellísima esposa en el salón.

—He preparado unos cócteles. —Le pasó un vaso alto—. No seas muy duro con tus críticas; es mi primer intento.

Ricardo, que le había enseñado la receta durante la luna de miel, dio un buen trago y sonrió.

—Justo lo que necesitaba. Tengo un cliente que se ha negado a recoger su coche porque dice que lo solicitó con la tapicería beis. Cuando le he enseñado el pedido, me ha acusado de haberlo modificado. Es un Citroën. No puedo devolverlo a Francia.

—Siento mucho que hayas tenido un día difícil —dijo Vera—. Edith ha venido a comer. Y nunca adivinarás la noticia: ¡nuestro amigo Marcus viene a Caracas!

—¿Marcus es el fotógrafo ese que salía con Edith en Nápoles? —preguntó Ricardo.

Vera asintió.

—Ahora vive en Nueva York y se ve que está teniendo bastante éxito. Le ha enviado un telegrama a Edith, llega esta noche.

—Tendríamos que invitarlo a cenar —sugirió Ricardo—. A lo mejor por eso Edith no está interesada en los hombres. Porque aún está enamorada de Marcus.

Vera le había contado a Ricardo lo de la fotografía publicada en la revista LIFE, pero no le había mencionado que a Marcus le gustaban los hombres. Ricardo tenía una opinión muy cerrada sobre determinados temas y temía que no aprobara que pudiera tener un amigo homosexual.

—Mañana debo entregar un coche a un cliente en Valencia. No llegaré a casa hasta medianoche —continuó Ricardo—. La haremos la noche siguiente. Será nuestra primera cena con invitados.

Ricardo subió a cambiarse para cenar y Vera se llevó los vasos a la cocina. Se sentía mal teniendo secretos con Ricardo: su pasado con Anton, el anillo de compromiso falso y, ahora, la homosexualidad de Marcus.

Echó un vistazo al horno y vio que las empanadas ya habían subido y tenían un aspecto de lo más apetitoso. ¿Acaso el matrimonio no tenía como objetivo la felicidad de ambos miembros de la pareja? Era mejor callarse ciertas cosas, sobre todo si revelarlas solo podía causar problemas.