Abril de 1948
Vera se miró en el espejo del vestidor. Seguía sin poder creer que hubieran pasado dos meses desde aquel día espantoso en que Ricardo disparó contra ella. La cicatriz que le había dejado la bala era como un beso oscuro sobre su piel. Cada vez que se miraba en el espejo, se sentía enferma. Cuando después de aquella noche se despertó y vio a su madre a su lado, creyó que tenía ocho años y se encontraba convaleciente de la difteria. Pero no estaba en Budapest, postrada en la cama de su infancia, sino en un hospital de Caracas.
Los médicos habían dicho que había sido un milagro. La bala le había raspado el cuello, pero se recuperaría totalmente. El bebé también había sobrevivido. Los dos disparos que había oído no habían sido de Ricardo contra sus padres, como se temía, sino de Ricardo contra sí mismo.
La habitación del hospital había sido un desfile interminable de visitas. Durante las tres primeras semanas, su madre había dormido en una pequeña cama a su lado. Su padre había ido a visitarla todas las tardes y Edith solía quedarse hasta entrada la noche. Julius le había enviado una acuarela para animar la habitación, Lola le había llevado comida y Marcus le había enviado flores. Había recibido cartas del capitán Bingham, de Gina y de Rosa, y tarjetas y bombones de toda la gente del trabajo. A veces se preguntaba si recibiría una carta de Anton, pero nunca llegó.
Vera temía el encuentro con Alessandra, que tardó en presentarse. Pero cuando por fin llegó, demacrada y esquelética, completamente vestida de negro, se habían abrazado y llorado.
Vera no podía parar de pensar. ¿Cómo era posible que Ricardo estuviese tan desesperado como para intentar matarla y luego quitarse la vida? Cuando se imaginaba a Ricardo sujetando la pistola, deseaba dormir para siempre. Pero entonces recordaba el bebé que llevaba en el vientre y comprendía que tenía que sentirse agradecida por muchas cosas.
Después de seis semanas ingresada, le dieron el alta para volver a casa. Pero aquello fue casi peor que estar en el hospital. ¿Cómo iba a poder dormir en la cama que había compartido con Ricardo y pasar por delante de su vestidor, donde seguían aún sus esmóquines y sus lustrados zapatos? No tenía dónde ir y los Albee le habían dicho que la casa era de ella. El bungaló de sus padres era demasiado pequeño y era imposible volver a casa de Lola estando embarazada de cinco meses.
Vera bajó la escalera y entró en el salón. Había quedado con Edith para comer juntas en casa. La semana anterior, su madre le había traído una cazuela de lecsó para que engordase y le había anunciado que su hermano Tibby y su familia habían emigrado a Australia. Tibby había invitado a Alice, Lawrence y Vera a sumarse a ellos. Y había dicho que podían compartir la casa que tenían en Bronte Beach. Tibby le ofrecía a Lawrence trabajo en su gestoría mientras acababa de sacarse el título de abogado. Alice podría ayudar a Vera a cuidar del bebé y así esta podría volver a trabajar como redactora creativa.
Vera escuchó la oferta y fue como si se quitara un peso de encima. Sería maravilloso vivir en un lugar donde nadie conociera a Ricardo. Pero no podía abandonar a Edith. Y llevaba desde entonces dándole vueltas a cómo abordar el tema.
Llamaron a la puerta y Edith entró como un vendaval. Llevaba un vestido ceñido con un cinturón e iba cargada con un montón de revistas.
—Kitty te manda unas cuantas revistas. —Edith las dejó en la mesita de centro—. Así podrás ponerte al corriente de los chismorreos de Hollywood. Rita Hayworth ha conocido en el Festival de Cannes a un príncipe árabe, Ali Khan, y está dispuesta a dejar a su marido por él.
Vera saludó a Edith con un beso en la mejilla.
—Dale las gracias a Kitty de mi parte. Pero no puedo pasarme el día aquí sentada, comiendo bombones y leyendo revistas.
—Ya estás haciendo algo —le recordó Edith—. Vas a tener un bebé.
—Pero necesito algo más. —Vera recolocó un ramo de flores—. Quería comentarte un tema. Resulta que el hermano de mi madre, Tibby, nos invita a ir a vivir con ellos en Sídney.
—¡Sídney! —exclamó Edith—. ¿En Australia?
—Sé que es muy lejos y no quiero dejarte. —Vera se retorció las manos con nerviosismo—. Pero...
Edith le cogió una mano para tranquilizarla.
—Tienes que ir; dicen que Sídney es precioso —la interrumpió—. Yo también he recibido una oferta. Pero no quería mencionártela hasta que estuvieras mejor. Una de las amigas de Kitty está enamorada de mis diseños y quiere ser mi socia capitalista para montar una boutique.
—Eso es maravilloso —dijo Vera, radiante.
—Pero la boutique no estaría en Caracas, sino en Beverly Hills. Esta socia me avalaría y no tendría ningún problema para entrar en Estados Unidos.
—¿Beverly Hills? ¡Pero si siempre habíamos soñado con Nueva York!
—En Nueva York hace mucho frío y dice Marcus que allí nunca puedes relajarte porque siempre hay alguien más joven y con más talento ansioso por robarte el puesto. California suena mucho más agradable. Betty Rosen, la amiga de Kitty, está casada con un productor de cine importante. Cary Grant y Gary Cooper frecuentan las fiestas que dan en Ciro’s. —Edith no cabía en sí de emoción—. ¿Te imaginas que consigo vestir a Lauren Bacall?
Vera se imaginó a Edith sentada junto a una piscina con forma de riñón, compartiendo un cóctel de color rosado con Vivien Leigh y Katharine Hepburn, y por primera vez desde que aquella bala le entró por el cuello se sintió esperanzada.
—Serían muy afortunadas si pudieran vestir un diseño de Edith Ban. Sé que llegará un día en que veré tu nombre en los créditos de las películas y tendré que pellizcarme para recordar que eres mi mejor amiga —dijo Vera, con la voz rota—. ¿Lo ves? Todo tiene su razón de ser.
—¿Su razón? —preguntó Edith con curiosidad.
—Nada, no me hagas caso, pensaba en voz alta. —Vera hizo un gesto desdeñoso—. ¿Te acuerdas del mes que pasamos en el gueto? ¿Del miedo que teníamos a que pudiera suceder algo espantoso? Y luego, en el tren a Auschwitz, en lo convencidas que estábamos de que nos estaban transportando hacia una muerte segura. Luego pasamos un año en la granja de los Dunkel, pensando que acabarían disparándonos los alemanes o nos moriríamos congeladas. Incluso cuando llegamos a Nápoles y había música y risas y toda la pasta que quisiéramos comer, siempre estuviste segura de que Stefan había muerto y pensábamos que nuestros padres no habían sobrevivido. —Vera hizo una pausa—. ¿Y te acuerdas en el Queen Elizabeth, cuando nos sentamos a la mesa del capitán y aprendimos a utilizar la cucharilla para el pomelo? Estábamos seguras de que en nuestro futuro habría chicos universitarios y clubes de campo. Pero entonces, Sam Rothschild murió y tuvimos que viajar a otro país. —Miró a Edith—. Siempre pensé que en Caracas estábamos por fin a salvo y podríamos empezar de nuevo a vivir.
—Lo hemos pasado bien aquí —dijo Edith—. Hemos hecho amistades, yo he puesto en marcha un negocio y tú vas a tener un bebé.
—Se me hace duro recordar esto cuando sé que Ricardo está muerto y enterrado. —A Vera le empezaron a escocer los ojos—. Se suponía que con la guerra se habían acabado las muertes, pero al parecer es algo que se prolonga eternamente.
—La muerte está por todas partes, y también la vida —dijo Edith—. ¿Cuántas mañanas me hiciste salir de la cama cuando lo único que me apetecía era seguir acostada y echar de menos a Stefan? Me enseñaste que debemos intentarlo. Somos jóvenes y vamos a tener una vida feliz.
Vera abrazó a Edith con fuerza.
—Sí, lo veo. Tú vas a ser propietaria de una cadena de boutiques y tendrás un despacho en los estudios Paramount —dijo Vera, riendo—. Te casarás con un productor de cine guapísimo y tendrás una mansión en Beverly Hills y dos niños. Pero, antes, tienes que prometerme una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Edith.
—Que incluso cuando tengas a Elizabeth Taylor en el probador, insistiendo en que la cintura del vestido tiene que ser aún más ceñida, te sacarás los alfileres de la boca y le pedirás a tu asistente que envíe una carta —dijo Vera—. Porque no quiero pasar ni una semana sin tener noticias de ti.
—Prometido. —Edith le devolvió el abrazo—. Tengo que irme. Voy a decirle a Betty que acepto la oferta. ¿Y qué opina Alessandra de eso de irte a Australia con el bebé?
—Aún no se lo he comentado —reconoció Vera—. Va a venir a verme esta tarde.
—Pedro y yo hemos estado hablando —dijo Alessandra, bebiendo un poco de té.
Estaban sentadas en el comedor de casa de Vera, que había servido el té y una bandeja con pastas.
—Pondremos la casa a tu nombre y pondremos en marcha un fondo fiduciario para el bebé —continuó Alessandra—. Y creemos que no tendrías que seguir viviendo sola. A lo mejor tus padres podrían venirse a vivir contigo, o también podrías contratar los servicios de una niñera. Los gastos correrían de nuestra parte, por supuesto.
—Es muy amable por su parte —contestó Vera—. Pero tengo otra idea. Tibby, el hermano de mi madre, y su esposa han emigrado a Australia. Quieren que vayamos a vivir con ellos. Mi padre domina el inglés y le resultaría más fácil encontrar trabajo. Yo viviría con mis padres y, si me reincorporara al mundo laboral, mi madre podría ocuparse del bebé. —Habló a toda velocidad, temerosa de que Alessandra pudiera interrumpirla—. Mi tía y mi tío perdieron a su hijo en la guerra y mi tía está embarazada. El bebé tendría un primito con quien jugar.
—¡Australia! —exclamó Alessandra, procurando no gritar.
—Dicen que Sídney es precioso —prosiguió Vera—. Hay una comunidad judía importante y la gente es muy simpática. Y...
Se interrumpió. Alessandra se quedó mirando a Vera.
—Quieres empezar de cero para olvidar todo lo que ha pasado.
—Soy consciente de que llevarme a su nieto es terrible, pero no sé qué otra cosa puedo hacer —dijo Vera, preocupada—. Pienso en Ricardo a diario y me preguntó si podría habérselo impedido. Hay veces que me cuesta incluso respirar.
—Tú no hiciste nada mal —le garantizó Alessandra—. ¿Recuerdas que cuando nos conocimos hablamos sobre la universidad? Te dije que lo más importante que debe aprender a dominar la gente joven no es ni la honestidad ni la lealtad, sino la empatía. Si no tenemos empatía, estamos acabados. Perder un hijo por segunda vez es lo más doloroso que puedas imaginarte. Pero tengo a Pedro, dos hijas y nietos. —Hizo una pausa—. Si estuviera en tu lugar, aprovecharía la oportunidad de poder irme a vivir a un nuevo país, sin ningún recuerdo.
—¿Qué me está diciendo?
—Ricardo era mi hijo y lo quería mucho. Pero tú tienes toda la vida por delante y te mereces ser feliz —repuso Alessandra—. Si te impidiera marcharte, estaría actuando en contra de mis creencias. Entiendo tu tristeza. Si quieres ir a Australia, tienes mi bendición.
—Le escribiré y le enviaré fotos cada semana en cuanto nazca el bebé —dijo con pasión Vera.
—Será un chico guapísimo —aseguró Alessandra.
—¿Cómo sabe que será niño? —preguntó Vera.
Alessandra cogió la taza de té y sonrió.
—Porque, incluso en momentos como este, hay que tener fe en alguna cosa.
Después de que Alessandra se fuera, Vera pasó un buen rato mirando cosas en el despacho de Ricardo. Quería llevarse a Australia algunos objetos para que su hijo conociera detalles sobre su padre. Encontró un folleto del Salón del Automóvil de Nueva York y una fotografía de Ricardo en la puerta de su establecimiento, en Caracas. Estaba guapísimo, con un porte orgulloso y el cabello negro brillando bajo el sol sudamericano. Cuando empezaba a repasar sus libros, llamaron a la puerta. Vera corrió a abrir y se encontró con el rabino Gorem. Tenía la frente brillante por el calor y el abrigo le iba enorme, como siempre.
—Rabino Gorem —lo saludó Vera—. Pase, por favor.
—Vengo de jugar al ajedrez con tu padre —dijo el rabino en cuanto tomaron asiento en el salón—. No es muy buen actor; siempre me doy cuenta cuando me deja ganar.
—¿Y por qué tendría que dejarlo ganar? —preguntó Vera.
—Lawrence es un hombre inteligente. Si ganara siempre, perdería su pareja de ajedrez.
—Mi madre dice que juegan prácticamente cada día —repuso Vera—. Le estoy muy agradecida.
—Incluso la tragedia tiene sus bendiciones. Te contaré una cosa —dijo con seriedad el rabino Gorem—. Tengo una vecina, Esther Blum, que sobrevivió al campo de Dachau y que emigró a Caracas con su hija y su nieto. Esther se pasaba el día acostada en una habitación oscura sin hablar con nadie. Una mañana, su hija fue al mercado y dejó a su hijo, Daniel, al cuidado de su abuela. Normalmente, Daniel volvía loca a Esther jugando con sus juguetes mientras ella descansaba. Pero, aquel día, Esther notó que había demasiado silencio en la casa e intuyó que algo iba mal. Se levantó corriendo de la cama y entró en el cuarto de baño. Daniel tenía la cabeza sumergida en la bañera y ella pensó que se había ahogado.
»Esther le hizo el boca a boca al niño hasta que empezó a respirar de nuevo. Cuando su hija volvió a casa, les encontró a los dos sentados en la cocina comiendo pastelitos de gelatina. Esther creía que los nazis le habían robado todas sus fuerzas, pero volvió a encontrarlas cuando más las necesitó. —El rabino Gorem hizo una pausa—. Durante la primera semana después de aquel suceso, tu madre pensaba que ibas a morir. Él la consoló y le prometió que todo saldría bien. Lawrence encontró su propia fuerza y ya no discute tanto con Dios sobre por qué superó y sobrevivió a los campos de concentración.
Vera se estremeció.
—Me alegro. No me imagino lo que deben de haber sufrido.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó el rabino Gorem.
—Dicen los médicos que ya estoy curada. —Se llevó la mano al cuello—. Y que el bebé está bien.
—¿Y de aquí? —preguntó el rabino, llevándose la mano al corazón.
Vera unió las manos con nerviosismo. Las enfermeras le habían quitado la alianza de boda y no se la había vuelto a poner.
—No puedo dejar de pensar en Ricardo —reconoció—. No entiendo cómo la muerte podía importarle tan poco. Mi madre caminó muchísimos kilómetros por la nieve cuando las obligaron a salir de Flossenbürg, y le habría sido mucho más fácil tumbarse en el suelo y dejarse morir. Incluso Stefan, cuando se estaba muriendo de escarlatina, pensó en cómo hacerle llegar el anillo de diamantes a Edith. —Miró con ojos llorosos al rabino Gorem—. ¿Cómo es posible que Ricardo intentara matarme y luego se quitara la vida cuando millones de judíos habrían dado cualquier cosa por vivir un día más?
El rabino Gorem se quedó un rato en silencio.
—En el judaísmo, nos tomamos muy en serio el estudio del alma. Dios no podía crearnos a todos con un alma igual. Por eso hay personas que nacen con un alma que busca la luz, igual que los capullos de las flores en primavera. Mientras que para otras es más complicado buscar la verdad porque sus pensamientos se cruzan constantemente en su camino. Ricardo era un buen hombre, pero su alma tenía una oscuridad de la que fue incapaz de liberarse. —Acarició la mano de Vera—. Pero Dios siempre se asegura de que la vida de cada persona sirva para algo. Todos los judíos que murieron en los campos dejaron alguna cosa a su paso: una composición musical, un poema, una idea novedosa. Tu hijo o hija continuará lo que Ricardo empezó. —Esbozó una sonrisa bondadosa—. ¿Quién sabe lo que conseguirán las futuras generaciones de los Albee?
El rabino Gorem se marchó y Vera llevó la bandeja a la cocina. Notó un movimiento y se giró. No había nadie, y se llevó rápidamente la mano al vientre. El bebé había empezado a moverse. Se apoyó en la encimera y sonrió.