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Septiembre de 1950

Vera y sus padres llevaban dos años en Sídney. Vera había vendido la casa de Caracas donde había vivido con Ricardo y había comprado una casita construida en ladrillo rojo cerca de Bondi Beach, donde residía con sus padres. La casa tenía un pequeño jardín lleno de frutales que a Louis le hubiera encantado. Sídney tenía una infraestructura excelente de trolebuses y Vera había explorado toda la ciudad, desde Vaucluse, con sus calles flanqueadas por frondosos árboles y sus grandes mansiones, hasta Watsons Bay, con su playa y una heladería fabulosa.

Pero cuando su madre y ella se habían sentido como en casa había sido cuando habían descubierto Double Bay. Europeos que habían sido propietarios de joyerías y boutiques de moda en Hungría y Austria habían abierto tiendas muy similares en sus sombreadas calles. Por las tardes, las cafeterías estaban concurridas por hombres y mujeres que hablaban húngaro y alemán y comían porciones de tartas Kuglof y Dobos que se exhibían en las vitrinas.

Los australianos eran la gente más simpática que Vera había conocido en su vida. Les encantaba sentarse en los pubs, beber cerveza fría y escuchar las carreras de caballos que se transmitían por la radio. Los niños tenían el pelo rubio, la cara llena de pecas y solían llevar sombreros de paja para protegerse del sol.

Andrew Lawrence Albee nació en el Sydney Royal Hospital el 8 de agosto de 1948. Tenía el pelo oscuro y los ojos castaños de Ricardo y Vera se enamoró de su hijo en el mismo instante en que la enfermera se lo puso en brazos.

Lawrence consiguió un puesto como contable en la empresa de Tibby y estaba acabando su licenciatura en Derecho en la Universidad de Sídney. Alice había empezado a coser y dedicaba gran parte de su tiempo a pasear a Andrew en cochecito por Centennial Park.

Durante meses, Vera estuvo dándole vueltas a la posibilidad de trabajar de nuevo. Disfrutaba de todos y cada uno de los minutos que pasaba con Andrew, y cuanto mayor se hacía, cuánto más regordetes se ponían sus brazos y sus piernecillas y más luminosa se volvía su sonrisa, menos le gustaba la idea de separarse de él.

Pero el señor Matthews le había escrito una carta de recomendación estupenda y no pudo negarse a la oferta del puesto de redactora creativa en la sucursal de J. Walter Thompson en Sídney. Las oficinas estaban en el centro de la ciudad y podía ir andando hasta el ferri de Circular Quay. Se compró un guardarropa entero de trajes chaqueta y empezó a trabajar, con despacho propio y secretaria.

Un día, cuando llevaba diez meses en el puesto, Vera recibió una carta a media mañana. Abrió el sobre y empezó a leerla. Era de Edith.

Mi queridísima Vera:

Han pasado muchas cosas desde la última vez que te escribí. La boutique tiene tanto éxito que Betty ha contratado dos ayudantes. Y no vas a creer lo que voy a contarte: Judy Holliday vio uno de mis modelos y me ha pedido que le diseñe el vestido que lucirá para los premios de la Academia. Si Judy gana el Óscar a la mejor actriz por Nacida ayer y sube a recogerlo con mi vestido, creo que me desmayaré.

Marcus pasa la mitad de su tiempo haciendo fotografías a las estrellas de cine. Se ha comprado un descapotable, pero me niego a subir si conduce él. Es tan temerario como aquellos adolescentes que iban en Vespa por Nápoles y la verdad es que no me apetece morir en un accidente de tráfico en la Pacific Coast Highway.

¡Y la gran noticia es que he conocido al hombre más maravilloso del mundo y me caso! Ya te imagino arqueando las cejas y queriendo saber cómo es que voy a casarme sin que estés tú presente. Pero es que resulta que la madre de Herman está muy enferma y quiere celebrar la boda mientras esté en condiciones de asistir.

La boda será el sábado que viene en casa de Betty. Habrá una orquesta y después del banquete nos alojaremos en la suite nupcial del Beverly Hills Hotel. Ya te enviaré fotos del vestido. Es exactamente igual que el que llevó Elizabeth Taylor en mayo, cuando se casó con Nicky Hilton.

Me muero de ganas de que conozcas a Herman. Tiene un negocio que le va muy bien y es el hombre más guapo que he visto en mi vida. Sus abuelos escaparon de los pogromos de Rusia y él se crio en el Bronx. Es bueno y amable y, lo que es más importante, me quiere. ¡Había olvidado lo maravilloso que es estar enamorada! ¡Sí! Vuelvo a estar enamorada y soy muy feliz. Nunca nos quedamos sin temas de los que hablar y siempre me hace reír.

El mes que viene partiremos de luna de miel e iremos a Montreux a visitar al doctor Abrahamson y su esposa. Creo que a Stefan le habría gustado Herman; tienen muchas cosas en común.

Sigo esperando recibir una carta tuya con noticias similares. ¡Tiene que haber por ahí algún australiano capaz de volverte loca! Dale muchos besos a Andrew de mi parte y te prometo que Herman y yo iremos a visitaros muy pronto. Te adjunto su fotografía y su tarjeta de visita. ¡Soy la chica más afortunada del mundo!

Vera cogió la tarjeta y la leyó: «Herman Levin, contable diplomado». Estudió la foto de un hombre bajito y barrigudo y se echó a reír. Edith, que adoraba la belleza de Stefan e iba detrás de todos los morenos de Nápoles se había enamorado de un contable judío del Bronx.

—Señorita Frankel —dijo su secretaria, interrumpiendo sus pensamientos—, su cliente de las once está esperándola en la sala de conferencias.

—Gracias, Gwen.

Vera se repasó el maquillaje utilizando el espejito de la polvera. Quería causarle una buena primera impresión a su nuevo cliente, Trent Gotham, que representaba una compañía internacional que estaba construyendo un centro comercial y un hotel en Sídney.

Cuando Vera entró en la sala de conferencias, el cliente estaba sentado de espaldas a ella y parecía estar concentrado en un libro. Tosió para llamar su atención, y, cuando el hombre se giró, Vera empezó a sentir palpitaciones y tuvo que sujetarse a la mesa para no caerse.

—Anton —musitó.

Llevaba el pelo algo más largo, pero estaba igual.

—Vera.

Anton se levantó. Se había olvidado de lo alto que era y de lo guapo que podía llegar a estar vestido con una americana informal y pantalón de algodón.

—¿Qué estás haciendo aquí en Sídney? —Vera estaba tan confusa que apenas podía respirar. Levantó la vista hacia el reloj de pared—. Tengo una reunión con un cliente; llegará en cualquier momento.

—Yo soy el cliente —dijo Anton, sin dejar de mirarla—. Anton Wight, de Hoteles Wight.

Vera se ruborizó y se llevó las manos al cuello, donde tenía la pequeña cicatriz de la bala. Se la tapó en un gesto instintivo.

—Eso es imposible. La reunión es con Trent Gotham, de Gotham Group.

—Me inventé otro nombre. No quería echar a perder la sorpresa —dijo Anton, sonriendo—. ¿Me prometes que no me odiarás por haberte engañado?

—No te prometo nada hasta que no sepa por qué estás aquí —replicó Vera, intentando serenarse.

A lo mejor Anton no estaba allí para verla. Sino que simplemente se había enterado de que J. Walter Thompson ofrecía los mejores servicios creativos de la ciudad.

—Te contaré enseguida por qué estoy aquí —dijo Anton. Cruzó la sala y se situó tan cerca de ella que Vera aspiró una bocanada de loción para después del afeitado—. Estoy aquí porque no he podido olvidarte. Porque han sido los cuatro años más largos de mi vida y no podía vivir ni un día más sin ti.

Anton le acarició la mejilla y Vera tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no besarlo. Pero no sabía nada acerca de sus actuales circunstancias y estaba en el trabajo.

—¿Podemos ir a algún lado y hablar? —sugirió ella.

—Abajo hay taxis. Te invito a comer y te lo cuento todo.

Vera se alisó la falda y lo miró con sorna.

—El cliente eres tú. Me toca a mí invitar.

Tomaron asiento en un restaurante de Strand Arcade y pidieron la comida.

—Estuve meses dando vueltas por Europa, sintiéndome cada vez más deprimido —empezó a contarle Anton—. Creía que Nápoles estaba destruido, pero cuando visité Varsovia y Berlín descubrí que las ciudades habían quedado reducidas a escombros. En los Países Bajos había habido una hambruna tan grande que la gente estaba comiendo bulbos de tulipanes para sobrevivir. Había más de trescientos mil huérfanos. Gente que había perdido sus casas marchaba sin rumbo cargando a la espalda con sus escasas pertenencias. —Sus ojos eran un reflejo de su tristeza—. Me sentía tan impotente e inútil, que decidí volver a casa. Mis padres estaban eufóricos por tenerme de regreso y mi padre me suplicó que empezara a trabajar con él en los hoteles. No tuvo que insistir mucho. Mi madre incluso intentó convencerme para que empezara a asistir a bailes, pero ahí ya me puse firme. ¿Cómo iba a entablar una conversación intrascendente con una debutante que jamás alcanzaría a comprender todo lo que yo había visto? Luego, hace unos meses, se celebró una cena en la residencia de los Astor y mi padre insistió en que asistiera. Cuando llegué, me serví un vaso largo de whisky y empecé a dar vueltas por la casa. —Sonrió—. El interior estaba diseñado por Sister Parish y ya sabes cómo me gustan a mí esas cosas. Sin darme ni cuenta, entré en el despacho y vi una fotografía enmarcada de dos chicas en una piazza de Nápoles. Os reconocí de inmediato a Edith y a ti. —Hizo una pausa—. Supongo que me quedé allí dentro una hora, porque al final apareció una criada y me llevó a rastras al comedor para cenar. Pregunté al anfitrión de dónde había sacado la fotografía y me dio la tarjeta de visita de Marcus y toda su información de contacto. Llamé a Marcus y me proporcionó el número de teléfono de Edith. —Miró fijamente a Vera—. Y cogí un avión y me planté en California para ir a visitarla...

—¿Que fuiste a California? —dijo Vera, interrumpiéndolo.

—Sí, primero la llamé, pero no me quiso contar nada de ti. —Sonrió—. No quería que me pusiera en contacto contigo hasta conocer mis intenciones. Por eso tomé el primer vuelo que encontré para verla personalmente. Estuvimos dos horas charlando y me contó todos los detalles de tu vida.

—¿Todos?

Vera tragó saliva, pensando en sus padres, en Ricardo, en Andrew.

—Cuando Edith me dijo que tus padres habían sobrevivido a la guerra, me entraron ganas de lanzar vítores, y, cuando luego me contó lo de Ricardo, me entraron ganas de subir al primer barco y abrazarte eternamente. Pero no podía presentarme en Sídney y pedirte que te vinieras conmigo a Nueva York. Tienes aquí tus padres, tu hijo y una carrera profesional de éxito. De modo que empecé a investigar qué pasaba en Australia. La economía de posguerra va viento en popa. Australia ha acogido casi doscientos mil inmigrantes desde 1945. —Dio un trago a su Coca-Cola—. La respuesta era muy sencilla: construir un hotel Wight en Sídney. Me costó muy poco convencer a mi padre; estaba buscando formas de expandir la cadena, de hecho. —Anton tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa y Vera recordó la pasión con la que redactaba las cartas en la embajada de Nápoles—. A lo largo de estos últimos seis meses buscamos inversores, adquirimos los terrenos y contratamos arquitectos para diseñar los planos. Luego volví a California y embarqué a bordo del SS Lurline, desde San Francisco a Sídney, y he llegado hace tres días.

Vera miró los ojos azules de Anton y todas las barreras de cautela que había ido construyendo a lo largo de cuatro años amenazaron con venirse abajo.

—Llevo meses soñando con este momento, pero puedo entender que no quieras verme más. —La voz de Anton adquirió un tono apremiante—. En Nápoles fui un cobarde y te decepcioné. Pero sabía que, si te lo hubiera dicho en persona, no habría tenido la valentía necesaria para dejarte marchar. —Tragó saliva—. En vez de haber huido, tendría que haber hecho todo lo que estuviera en mis manos para convencerte de que teníamos que estar juntos y decirte que pasaría el resto de mi vida demostrándote lo mucho que te quería.

Vera recordó la noche que Anton le propuso matrimonio en Capri, recordó que nunca había sido tan feliz. Pensó en cuando llegó a Caracas e intentó olvidarlo. ¿Cuántas noches había soñado con que Anton volvería? Pero ahora ya no era una jovencita capaz de dejarse arrastrar por el amor. Andrew se había convertido en la personita más importante de su vida. Tenía responsabilidades y compromisos.

—Dime qué estás pensando, por favor —le suplicó Anton.

—No lo sé. —Lo miró a los ojos—. Todo es muy distinto ahora. Yo he cambiado. Soy madre y tengo una carrera profesional. ¿Y si no funciona?

Anton se inclinó hacia delante y recorrió con la punta del dedo la cicatriz del cuello de Vera. El contacto fue suave y Vera sintió un dulce escalofrío.

—Dame una oportunidad, por favor —le rogó Anton—. Permíteme salir contigo y conozcámonos de nuevo. Nunca he dejado de amarte.

—De acuerdo —aceptó Vera—. Cerca de la oficina hay un restaurante italiano. Podríamos quedar allí cuando salga de trabajar.

—De hecho, estaba pensando en algo un poco distinto.

—¿Un poco distinto? —repitió Vera.

Anton sacó un papel del bolsillo y lo alisó encima de la mesa.

—Mañana es sábado. Puedo recogerte por la mañana. Primero subiremos al ferri que va hasta el zoológico de Taronga y veremos los canguros. Luego iremos en tranvía hasta Balmoral Beach. Creo que hay un campo de críquet y un restaurante donde preparan unos pasteles lamington de color rosa estupendos. Y luego podríamos ir a Hyde Park a ver las marionetas.

—¿Quieres ir al zoo y a ver un espectáculo de marionetas? —preguntó Vera con incredulidad.

Anton sonrió. Su rostro era joven y despreocupado.

—Estaba pensando que Andrew viniera con nosotros —dijo—. No sé mucho de niños, pero he pensado que todo eso son cosas que a un niño de dos años podrían gustarle.

—Pues haremos todo eso —repuso Vera, riendo—. Pero a Andrew le dan miedo los leones del zoo y no le dejo que coma pasteles a la hora de comer.

Anton anotó alguna cosa en el papel y se lo volvió a guardar en el bolsillo. Su mano encontró la de Vera por encima de la mesa, y ella no la retiró.