Primavera de 1946
Vera y Edith entraron en la pequeña sala de estar de la pensione. Encima de un mantel de encaje, había un jarrón de cerámica con margaritas amarillas.
—No tendría que haberse tomado tanta molestia —dijo Vera al ver la cesta con pan recién hecho, el cuenco lleno de fruta y los tarros de mermelada y miel.
—Es el cumpleaños de Edith y sois mis huéspedes favoritas —contestó en tono insistente la signora Rosa—. Voy a engordaros para que encontréis un buen marido.
—Vera no me deja hablar con ningún hombre —refunfuñó Edith, dándole un mordisco a una ciruela. Llevaba un vestido estampado y sandalias blancas, las mejillas empolvadas y había recogido en un moño su cabello rubio—. Piensa que me meteré en problemas.
—Puedes hablar con hombres —replicó Vera—. Pero no montar en su Vespa.
Llamaron a la puerta y la signora Rosa se asomó a la ventana para ver quién era: un chico de pelo oscuro con un ramo de azucenas.
—¿Qué desea? —preguntó la signora Rosa, abriendo la puerta.
—Soy Marcus Sorrento —respondió el chico, haciendo una reverencia—. Y estas flores son para su encantadora casa. Vengo a desearle feliz cumpleaños a Edith.
—¡Qué preciosidad de azucenas! —exclamó Edith, que salió corriendo para hacer entrar a Marcus—. Quedarán preciosas en el aparador.
Marcus sonrió y le entregó a Edith un paquetito plano.
—Un pequeño obsequio por tu cumpleaños.
Edith abrió el paquete. En el interior había una foto dentro de un marco plateado. De entrada, Vera no reconoció a las dos chicas que compartían un café helado. Tenían los ojos brillantes y sus mejillas resplandecían por el efecto del flash de la cámara.
—La tomé la noche que nos conocimos en la piazza —explicó Marcus, radiante.
—Es una maravilla —dijo entusiasmada Edith—. La pondremos en la mesita de noche.
—Tengo un amigo que es propietario de un restaurante de la bahía —continuó Marcus—. Prepara la pizza marinara más exquisita de todo Nápoles. Sería un honor para mí que Vera y tú aceptaseis acompañarme allí para celebrar tu cumpleaños.
Edith se disponía a responder, cuando Vera la interrumpió.
—Si nos disculpas, volvemos enseguida.
Tiró de Edith para subir a la habitación y cerró rápidamente la puerta.
—¿Pero qué haces? —preguntó Vera.
—Disfrutar de mi cumpleaños —respondió con inocencia Edith—. ¿No te parece encantador que Marcus se haya pasado por casa?
—¿Has estado viéndolo a mis espaldas? —quiso saber Vera.
Edith se encogió de hombros.
—Me ha acompañado a casa unas cuantas veces. Tiene cuatro hermanas mayores, y es muy educado.
—¡Hoy te trae flores y mañana te meterá la mano bajo la falda! —declaró Vera, furiosa—. Todos los hombres van detrás de lo mismo.
—Te equivocas. Hay hombres que quieren contemplar las nubes y hablar sobre la vida —dijo Edith, con voz soñadora—. Los hay que quieren ir a pasear en bicicleta, darse un chapuzón en el lago y atiborrarse de pasteles.
Vera recordó cuando eran pequeñas y pasaban los veranos en el campo. Sus padres se quedaban en Budapest para trabajar, pero Alice, Lily, Edith y ella compartían una casa rural en las proximidades de Szentendre. Había senderos y campos con vacas, y un lago que era perfecto para nadar.
Al principio, Edith y Stefan eran solo amigos. La familia de él vivía en Budapest e iba también al campo cada año a disfrutar del verano. Vera, Edith y Stefan pasaban sus jornadas ociosas fabricando collares de margaritas y comiendo tortitas rellenas, que parecían multiplicarse por arte de magia en la cocina.
Pero cuando llegaron a la adolescencia todo cambió. Vera se fijó en cómo miraba Stefan a Edith: la admiraba como si fuese una escultura de un museo expuesta detrás de un cordón de terciopelo. Se presentaba cada día en la puerta de su casa vestido con una camisa inmaculada y le llevaba flores o una fruta recién cogida del huerto.
Las chicas se reían de él, hasta que, una tarde, Vera tenía tanto dolor de cabeza que se vio obligada a marcharse antes del lago. Por la tarde, Edith volvió a casa con las mejillas sonrosadas y una femineidad desconocida hasta aquel momento, balanceando las caderas al andar y con el pecho presionando el bañador.
—Vera —dijo en voz baja Edith, deslizándose dentro de la cama junto a su amiga.
Solo eran las siete de la tarde, pero la cabeza seguía martirizándola. Llevaba horas intentando dormir un poco.
—¿Qué pasa? —Vera se despertó de golpe. Edith desprendía calor, como si tuviera fiebre.
—Stefan me ha besado —le confesó. Su aliento olía dulce, como la tarta de café que habían comido en el pícnic—. Estábamos sentados debajo de un árbol, mirando los patos del lago. Y entonces me tocó el pelo y me dijo que le hacía pensar en el de las princesas de los cuentos de hadas.
—¿Y qué se siente al besarse? —preguntó Vera, sentándose rápidamente.
Tenían quince años y los únicos besos que habían dado habían sido ensayando delante del espejo.
—Al principio, chocamos con la nariz, y Stefan no sabía dónde esconderse. —Edith dobló las piernas y atrajo las rodillas contra su pecho—. Pero le dije que volviera a intentarlo y entonces nos besamos bien y fue una sensación muy cálida y suave. —Suspiró—. Me muero de ganas de volver a besarlo.
—De aquí al verano que viene, tú habrás besado una docena de chicos y yo estaré todavía ensayando con una almohada —dijo Vera, en tono quejumbroso.
Edith arqueó las cejas, sorprendida.
—Jamás besaré a otro chico que no sea él. Stefan y yo estaremos juntos toda la vida.
—Con Stefan era distinto. Os conocíais desde niños —dijo con delicadeza Vera, tratando de olvidar las imágenes de Edith y Stefan—. A Marcus acabas de conocerlo; no sabes nada de él.
—¡Si me quedo encerrada como Rapunzel, jamás podré conocer a ningún hombre! —protestó Edith—. Tengo diecinueve años. Quiero bailar, reír, flirtear con chicos.
—De acuerdo —cedió Vera—. Iremos a cenar con él.
Edith sonrió.
—¡Será divertidísimo!
Abrazó a Vera.
—Pero tienes que prometerme que no habrá más secretos entre nosotras —le advirtió Vera, devolviéndole el abrazo.
—Te lo prometo. Y ahora voy a lavarme el pelo. —Edith se acercó hasta la escalera para decirle a Marcus que irían a cenar—. A lo mejor la signora Rosa me presta su perfume.
Marcus las recogió puntualmente a las siete. Edith se puso un vestido rojo con falda acampanada y la cintura ceñida con un cinturón ancho.
Marcus esperaba en la puerta. Tenía el pelo aún mojado y llevaba la cámara colgada al hombro. Cuando vio el vestido de Edith, emitió un silbido.
—Dicen que las italianas son guapas. Pero ninguna alcanza tanta perfección.
Salieron de la pensione. El aire era fresco y la calle estaba llena de gente joven, riendo y fumando. Marcus hablaba sin parar y les fue señalando los lugares que quería fotografiar.
—En Ravello, mi pueblo, quedaron muy pocos hombres después de la guerra y mi madre insistió en que siguiera en casa —les explicó Marcus—. Pero toda mi vida he querido dedicarme a la fotografía. Así que al final me marché. Me convertiré en un fotógrafo rico y famoso y le compraré a mi madre una villa grande para que pueda vivir en ella con todas mis hermanas.
Entraron en una cafetería desde la que se dominaba toda la bahía de Nápoles. Había un montón de mesitas apiñadas cerca de las ventanas y, junto a la pared del fondo, había instalado un piano. Del techo colgaban ristras de ajos y el ambiente olía a salsa de tomate y cebollas.
—Dos chicas preciosas —dijo un chico, saludando a Marcus con una palmada en la espalda—. Me parece que tendría que dedicarme a ser fotógrafo y dejar de pasarme el día cortando orégano.
—Este es Paolo. —Marcus hizo las presentaciones—. Es el mejor cocinero de Nápoles.
—Hace tan solo un año era ayudante de camarero, pero ahora soy propietario de un restaurante. —Paolo los acompañó hasta una mesa redonda—. Después de la guerra ha habido muchas oportunidades.
—Paolo vendía tabaco en el mercado negro —les explicó Marcus sin levantar mucho la voz—. Ahora es rico y puede hacer lo que más le gusta.
—Yo quiero diseñar vestidos —declaró Edith—. Vestidos elegantes para mujeres que acuden a óperas y conciertos.
Marcus extendió una mano para indicarles su asiento. Vera se sentó delante de los dos y Paolo les llenó las copas de vino.
—Pues tendrías que venirte a Roma conmigo —sugirió Marcus—. Viviríamos en un apartamento justo al lado de la escalinata de la plaza de España y daríamos fiestas que se prolongarían durante toda la noche.
—Vera quiere escribir obras de teatro —continuó explicando Edith, y bebió un poco de vino—. Su nombre acabará apareciendo en letras gigantescas en la marquesina de algún teatro.
—Brindemos por ello. —Marcus levantó la copa y miró a Edith—. Por los nuevos comienzos y las grandes fortunas.
El rostro de Edith se iluminó. Era como una flor que resplandece después de un largo invierno. Tenía los ojos muy abiertos y más azules que nunca, la piel de porcelana. Por una vez, no daba la impresión de que Edith estuviera viendo una película triste que tan solo ella era capaz de visualizar. ¿Podrían hacerse realidad sus sueños? ¿Quería todavía Vera convertirse en dramaturga? Cuando pensó en la posibilidad de dejar su trabajo en la embajada para dedicarse a escribir obras de teatro, se le formó un nudo en la garganta. Cada día, tenía ganas de que llegara el siguiente para ver al capitán Wight tomando su café en la sala.
—Hay que comer —dijo Marcus, desplegando su servilleta—. Paolo se llevará una decepción si no dejamos los platos limpios.
Vera miró los platos de espaguetis con almejas, las rebanadas de pan de ajo, las bandejas con verduras. Y, de repente, pensó en qué estaría haciendo el capitán Wight en Roma. Se lo imaginó sentado en una cafetería, cerca de la Fontana de Trevi, saboreando lentamente un espresso y leyendo el periódico.
—Los domingos, celebraríamos comidas que durarían tres horas —continuó Marcus, interrumpiendo las cavilaciones de Vera. Le llenó de espaguetis hasta arriba el plato a Edith—. El novio de mi hermana, Donato, elogiaría la cocina de mi madre y, disimuladamente, descansaría la mano en el muslo de mi hermana. Mi madre tendría una regla sobre la mesa. Y en el instante en que Donato empezara a elogiar la comida, le azotaría los nudillos con ella.
—Suena amedrentador de verdad —dijo Edith, riendo.
—Mi madre me ha enseñado a respetar a las mujeres y a mantener las manos quietas. —Marcus miró a Edith—. Las mujeres son diosas y los hombres, sus criados.
Vera comió un poco de pan y prestó atención a lo que Marcus estaba diciendo. ¿Querían las mujeres que los hombres fuesen sus criados o querían simplemente esposos que las quisieran? ¿No era mejor, acaso, encontrar alguien con quien compartir cosas, alguien que viera el mundo de un modo similar y tuviera los mismos objetivos?
Después de cenar, Paolo tocó el piano y Marcus y Edith bailaron entre las mesas. Vera se quedó sentada, mirando cómo Edith evolucionaba por la improvisada pista y recordando bailes con chicos con camisas almidonadas y corbatines estrechos. Se preguntó si alguno de aquellos chicos habría conseguido regresar a casa, si Budapest volvería a conocer algún día el sonido de las risas juveniles. Se le encogió el corazón; añoraba Hungría y la sensación le producía incluso dolor físico. Tantos jóvenes llenos de esperanzas y sueños que habían quedado reducidos a un montón de huesos en los patios de Auschwitz y Bergen-Belsen. Y chicas húngaras, como Edith y ella misma, que soñaban con casarse y tener una casa llena de niños, debían encontrarle ahora un nuevo significado a la vida y reinventar su futuro.
—Marcus conoce un club nocturno —dijo Edith, casi sin aliento. Tenía las mejillas sonrosadas y mechones de pelo adheridos a la frente—. Quiere llevarnos a bailar.
Vera negó con la cabeza.
—No quiero ir a ningún club.
—Ya ves lo dulce que es Marcus —añadió Edith, intentándolo de nuevo—. No me ha puesto la mano encima.
—Marcus es muy dulce, sí —reconoció Vera, viendo que él enfocaba la cámara hacia ellas—. Pero no es necesario que corras. Volvamos a casa; ya lo verás otra vez mañana.
—Estoy cansada y ha sido un cumpleaños estupendo — dijo Edith, claudicando—. Pero tienes que prometerme que el sábado iremos a bailar. No puedes olvidar que de aquí a tres días es tu cumpleaños.
Marcus pagó la cena y marcharon paseando hacia el puerto. Se había levantado viento y él, vacilante, le pasó el brazo por los hombros a Edith. Vera caminaba detrás de ellos y notaba el aire frío azotándole los tobillos. Edith y Marcus hablaban bajito entre ellos y, de pronto, Vera se sintió muy sola.
Se acordó de cuando era niña y soñaba con el futuro: tendría un marido que la querría mucho, abogado o ingeniero, y cuatro niños preciosos. Tendrían un apartamento en Budapest y una casa en el campo. Los niños montarían a caballo, jugarían al tenis y nadarían en el lago. Por la noche, se acurrucarían delante de la chimenea y ella leería a Tolstói y a Chéjov.
—¡Había olvidado lo mucho que me gusta bailar! —exclamó Edith después de darle ambas las buenas noches a Marcus y subir a la habitación.
—Tengo un regalo para ti.
Vera le entregó la caja envuelta en papel de seda.
—Dijimos que no nos compraríamos regalos —le recordó Edith. Abrió la caja con el delicado pañuelo y contuvo un grito—. ¡Es una preciosidad! Pero debe de haberte costado una fortuna.
—Es un regalo del capitán Wight —dijo Vera, mirando cómo Edith se envolvía el cuello con el pañuelo.
—¿Y por qué tendría que hacerme un regalo? —preguntó Edith—. Si ni siquiera lo conozco.
Vera se encogió de hombros.
—Le gusta ayudar a los demás.
—Tenía entendido que no podíamos aceptar regalos de hombres —replicó Edith, mirando a Vera con curiosidad.
Vera se imaginó al capitán Wight con su uniforme de color caqui. Y recordó cómo se había puesto de puntillas para darle un beso en la mejilla.
—Tal vez sí podemos aceptar un pequeño obsequio de vez en cuando.