6

Primavera de 1946

Vera estaba en la estrecha cocina de la signora Rosa, comiendo una naranja.

A lo largo de las dos últimas semanas, Anton y ella habían pasado todos sus ratos libres explorando Nápoles y enamorándose. Por mucho tiempo que pasasen juntos, siempre querían más. Vera disfrutaba de todos sus momentos: de sus pícnics a base de higos, uvas, queso ricotta y pan crujiente en el Parco Virgiliano; de la contemplación de los impresionantes cuadros de Tiziano, Rafael y Caravaggio en el Museo di Capodimonte; del punto en el Arco de Triunfo de Castel Nuovo donde habían dejado grabados sus nombres.

Vera se sentía culpable por dejar sola a Edith, pero la signora Stella la seguía teniendo muy ocupada y le daba más trabajo del que era capaz de gestionar. Durante el día, Edith cosía hasta que le sangraban los dedos, y, por las noches, Marcus y ella recorrían Nápoles en moto haciendo fotografías. Edith le había jurado y perjurado a Vera que Marcus seguía comportándose como un caballero. Y la expresión cauta de Edith había quedado definitivamente sustituida por una sonrisa sincera.

Anton parecía contentarse con cogerle la mano cuando iban al cine y darle un beso de despedida en la puerta. A veces, Vera se imaginaba la boca de Anton en sus pechos o sus manos acariciándole los muslos. Aunque luego pensaba en todas las mujeres que debía de haber conocido durante la guerra y sabía que aquello no acabaría allí. Pero no quería convertirse en una joven madre soltera abandonada por su amante estadounidense, como les había sucedido a tantas mujeres en Nápoles.

Cuando Anton leía los telegramas de su madre, Vera siempre se ponía nerviosa. Criado como protestante, Anton apenas conocía judíos en Nueva York. Vera temía que acabase claudicando ante su madre y regresara a su país, olvidando para siempre sus romances de tiempos de guerra. Y que su madre celebrase infinitas fiestas hasta que su hijo encontrara una chica con el pedigrí que ella consideraba adecuado. Luego, celebrarían una multitudinaria boda por la iglesia, seguida por un banquete en el Plaza. Vera se imaginaba los adornos florales, con rosas de color amarillo y rosa, y una tarta de fondant de frambuesa de seis pisos.

—¡Nunca adivinarás qué ha pasado! —anunció Edith, entrando corriendo en la cocina con un ejemplar de la revista LIFE en la mano.

—Cuéntamelo —dijo Vera, poniendo una cucharadita de azúcar en una taza de café.

—¡Que Marcus ha conseguido que le publiquen una foto en LIFE!

Edith dejó la revista abierta sobre la encimera.

Vera estudió la fotografía de unos niños jugando en una fuente. Leyó el pie y encontró el nombre de Marcus como autor de la imagen.

—¡Es estupendo! —exclamó Vera, radiante—. Debe de estar muy feliz.

—Le han pedido que haga una serie de fotografías sobre la vida en las calles de Nápoles —explicó Edith, eufórica—. Pero esto no es más que la primera de las buenas noticias. Anoche estuvimos cenando en el restaurante de Paolo y la propietaria de una boutique de Amalfi se acercó para preguntarme dónde había comprado el vestido que llevaba. —Edith cogió una manzana verde—. Le conté que lo había confeccionado yo misma y me dijo que le gustaría poder venderlo en su establecimiento.

—¡Eso quiere decir que esa mujer tiene buen gusto! —exclamó Vera, aplaudiendo.

—Y aún me queda por contarte lo mejor —continuó Edith, bailando por la cocina—. Vi que Marcus estaba en la piazza cuchicheando con Leo Grimaldi..., ya sabes, ese que tiene una joyería en via Port’Alba. —Se detuvo y miró a Vera—. Creo que Marcus va a pedirme que me case con él.

Vera frunció el ceño.

—Pero si solo hace unas semanas que lo conoces —refunfuñó—. Ni siquiera os habéis besado.

—Lo de besarse es cosa de niños —sentenció Edith, desdeñosa—. Lo que nos une a nosotros es más profundo. Lo noto aquí. —Se llevó la mano al pecho y rio—. Claro que Marcus es tan guapo que cuando nos besemos será como los fuegos artificiales que lanzan a orillas del Danubio la noche de fin de año. —Se puso seria—. Sé que acabará proponiéndomelo. No para de hablar de irnos a vivir a Roma y de hacernos ricos y famosos. Y dice siempre cosas preciosas. Me hace sentir como una princesa.

Era maravilloso ver a Edith tan feliz, pero Vera sentía un hormigueo de duda, como cuando te subía una mariquita por el brazo, te hacía cosquillas y te la sacudías de encima. Edith y Marcus acababan de conocerse. ¿Podía estar planteándose en serio lo de casarse con él? Aunque Edith era así: pensaba que enamorarse era la respuesta a todo, incluso a huir de la guerra.

—La signora Rosa te preparará el desayuno de bodas —dijo finalmente Vera, abrazándola—. Tortillas, rodajas de melón y una tarta de merengue decorada con fresas.

Vera cruzó corriendo la piazza para ir a la embajada. Era media mañana y al mediodía el pavimento estaría ardiendo. El verdulero y el carnicero cerrarían para la siesta y en el exterior solo quedaría algún que otro anciano fumando y jugando al ajedrez. Pensó en las estupendas noticias que le había dado Edith y recordó cuando todo su futuro giraba única y exclusivamente en torno a Stefan. Si Edith y Stefan lo hubieran conseguido, ¿dónde estarían todos ellos ahora? ¿Habrían ido a Nápoles y habría conocido ella a Anton?

Era principios de primavera de 1944 y la vida era cada vez más dura en Budapest. No quedaba dinero y siempre que su madre la enviaba a la tienda de alimentación, lo único que Vera encontraba era espesante de harina y grasa para preparar sopa y ñoquis secos. Ya no recordaba la última vez que había comido carne o visto a su madre añadirle un poco de leche al café.

Vera y Edith habían empezado a compartir la cama por las noches. Acurrucarse la una junto a la otra resultaba reconfortante. Se daban mutuamente calor y, lo más importante, sabían que a la mañana siguiente cualquiera de las dos seguiría estando allí.

—Vera, despierta —dijo en voz baja Edith una mañana, zarandeándola—. Tengo noticias.

—¿Y no puedes esperar un poco a contármelas?

Vera se giró hacia el otro lado. Estaba soñando con que Edith y ella estaban comiendo de postre una tarta Dobos con relleno de crema de chocolate.

—Es importante. —Edith siguió zarandeándola—. Stefan y yo nos marchamos de Budapest. Queremos que vengas con nosotros.

—Eso estaría muy bien —replicó, adormilada. No podía ni abrir los ojos y lo único que deseaba era regresar a aquel sueño—. Viviremos en una mansión en Hollywood y nos haremos amigos de Errol Flynn y Ginger Rogers.

—No a Hollywood, sino a Suiza —dijo Edith—. Stefan conoce a un tipo que falsifica documentos. Nos vamos el jueves que viene.

—¿No estarás hablando en serio?

Vera abrió definitivamente los ojos, despierta ya del todo.

—Vamos a ser el señor y la señora Christian y Heidi Mueller, recién casados que viajan a los Alpes suizos para pasar allí su luna de miel. Y tú serás mi hermana Agnes, que tiene una enfermedad pulmonar y nos acompaña para poder disfrutar del aire fresco de la montaña.

Vera no entendía nada de lo que Edith le estaba contando.

—Llegar a Suiza nos llevaría muchos días. Hay que cruzar Austria y pasar por Alemania —replicó Vera—. Es imposible. Es la forma más rápida de acabar delante de un pelotón de fusilamiento.

—Ese tipo que conoce Stefan es excelente. Nos devuelve el dinero en caso de que no salga bien —insistió Edith—. Stefan ha vendido su colección de monedas de oro para poder pagarlo todo.

—Lo más probable es que, si la cosa no sale bien, la gente no pueda volver para reclamarle el dinero, evidentemente —dijo apesadumbrada Vera—. Es imposible.

—Cualquier día de estos nos enviarán al gueto y de allí a los campos. —Edith se estremeció—. En Suiza, los judíos están a salvo. En cuanto lleguemos, Stefan y yo nos casaremos y tú serás mi dama de honor.

—Solo tienes diecisiete años. Quieres ser diseñadora de moda.

—¿Y? A Stefan no le importa que trabaje —declaró Edith—. Va a ser un marido moderno.

—El viaje es demasiado peligroso —insistió Vera—. Y, además, no podemos abandonar a nuestras familias.

—Stefan y tú sois mi familia. Mandaremos a buscar a nuestras madres en cuanto estemos establecidos —dijo Edith—. Tendremos un apartamento en Ginebra y yo abriré un salón de modas. En verano, iremos a Montreux y escucharemos conciertos de jazz bajo las estrellas.

—Un cuento de hadas precioso. —Vera se tumbó de nuevo en la cama y cerró los ojos—. Voy a seguir con mi sueño. Ahora me toca comer una deliciosa mazorca de maíz.

Una semana más tarde, Vera estaba en su habitación. Edith y Stefan habían decidido seguir adelante con su plan y su amiga le había hecho jurar que les guardaría el secreto. Por las noches, Edith se debatía pensando si haría bien metiendo su vestido de noche y sus collares en la maleta, como si de verdad Stefan y ella se fueran de vacaciones. Vera desconectaba de la situación releyendo sus relatos favoritos de Rudyard Kipling y, por unos momentos, se olvidaba de los dolores que le provocaba el hambre y de los oficiales nazis que patrullaban por las calles.

De pronto, oyó pasos corriendo por el pasillo y Edith entró en la habitación. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas por las lágrimas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Vera, sobresaltada.

Edith se dejó caer en la cama.

—Apresaron al hombre que iba a falsificarnos la documentación. Y lo han fusilado esta mañana —dijo, y se echó a llorar.

Vera se sentó también en la cama, a su lado.

—Lo siento mucho.

—Ya no podremos ir a Suiza. No tenemos la documentación y Stefan piensa que es demasiado peligroso. —Edith se sorbió la nariz—. Al final, no nos casaremos.

—Cuando termine la guerra, celebraremos una boda doble —dijo Vera, consolándola y acariciándole el pelo—. Tú te casarás con Stefan y yo me casaré con un atractivo estudiante de Derecho y celebraremos nuestro banquete en el Grand Hotel. Será la boda más elegante del año.

—Sería precioso poder celebrarlo en ese hotel. —Edith suspiró—. Con una banda de música, flores y tarta de chocolate.

—Tú podrías confeccionar los vestidos, con una cola larguísima, como la de la emperatriz Sissi —dijo Vera, recordando las lecciones de historia sobre la gran emperatriz húngara.

—¿Cuánto falta para que termine la guerra? ¿Y si no vivimos lo suficiente como para poder casarnos? —se preguntó Edith, con los ojos llenos de dolor.

Vera encerró aquel recuerdo en su memoria y subió la escalera de la embajada. Tal vez haría bien dejando de preocuparse por Edith. Al fin y al cabo, Marcus le regalaba flores y la llevaba a bailar, y, cuando estaba con él, parecía recuperar su antigua personalidad.

Abrió la puerta y se preguntó qué le tendría reservado Anton para la jornada. Le encantaban los sábados por la tarde, cuando terminaban de cumplimentar los infinitos formularios de solicitud de permiso y acababan con toda la correspondencia oficial. A lo mejor decidían ir a visitar las ruinas de Pompeya y Herculano, o tal vez el Palacio Real.

En las salas de la planta baja reinaba el silencio y en la entrada había una maleta de piel. Cabía la posibilidad de que Anton tuviera que viajar a Roma y hubiera olvidado comentárselo.

—¡Llegas pronto! —Anton bajó por la escalera—. Quería darte una sorpresa. Gina te está preparando una bolsa para el fin de semana. Voy a llevarte a Capri.

Vera bajó la vista hacia el suelo de mármol negro y blanco y se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquello era el pago por las cenas elegantes, los vestidos bonitos y las noches en el cine. Anton esperaba a buen seguro que se pusiera ropa interior de seda y se metiera en su cama, y a la mañana siguiente se despertaría avergonzada por lo que había hecho.

—He reservado dos habitaciones en el hotel Quisisana —dijo Anton, como si le estuviera leyendo los pensamientos—. En plantas distintas, en extremos opuestos del hotel. Tu habitación tendrá llave, y la guardarás tú. Tengo que enseñarte Capri. Es el lugar del mundo que más me gusta.

Vera se sentó al lado de Anton en el ferri. Edith no estaba en casa cuando volvió a la pensione de la signora Rosa para preparar sus cosas y, por lo tanto, le había dejado una nota explicándole que iba a ir a Capri con Anton y que volvería al día siguiente. La isla de Capri resplandecía a lo lejos y se veían sus acantilados llenos de flores y los barquitos cimbreándose en el puerto.

Daba la sensación de que la guerra no había pasado por Capri. No se veían edificios bombardeados, ni tiendas cerradas, ni niños con mirada asustada y piernecillas esqueléticas jugando alrededor de las fuentes. El ambiente olía a naranjas y limones.

Subieron al funicular que los condujo hasta la Piazzetta y dejaron el equipaje en la recepción del hotel. Anton la cogió entonces de la mano y fueron a pie hasta la parte más elevada de la isla. A sus pies se extendían las aguas de color turquesa y las famosas formaciones rocosas conocidas como los Faraglioni. A lo lejos se vislumbraba el Vesubio y las nubes parecían bolas de algodón.

—En tiempos del Imperio romano, Tiberio mandó construir doce villas en Anacapri —dijo Anton, apoyándose en la barandilla de piedra—. Desde este lugar, gobernó el imperio más importante de la tierra. Después de la caída del Imperio romano, la civilización se hundió en su época más oscura. Durante siglos, el mundo giró en torno a las guerras, las enfermedades y la muerte. —Anton hizo una pausa—. Pero ahora tenemos la Capilla Sixtina y el Louvre. Tenemos a Shakespeare, a Dante y a Proust. Las orquestas sinfónicas interpretan la obra de Beethoven y de Mozart, y los museos exhiben las pinturas de Rembrandt y Monet. Europa se recuperará de las atrocidades de Hitler y emergerá una nueva cosecha de artistas y filósofos. —Anton cogió entre sus manos las de Vera—. No existe hombre capaz de eliminar por completo la verdad y la belleza. El ser humano nació para crear grandes cosas, y volverá a crearlas.

Después de aquel discurso, bajaron por la pronunciada cuesta en silencio. Los toldos amarillos y blancos del Quisisana los recibieron al llegar a la Piazzetta. Vera se disponía a entrar en el hotel cuando Anton volvió a cogerle la mano. La besó con delicadeza y a Vera se le aceleró el corazón.

—Soy el hombre más afortunado del mundo —susurró Anton—. Vamos a beber el champán más exquisito y a explorar la isla. Quiero que pases el fin de semana más maravilloso del mundo y que te llenes de nuevos recuerdos.

Vera miró a Anton y no recordó haber sido nunca tan feliz.

—Yo también quiero crear nuevos recuerdos.

Vera no podía parar de dar vueltas a la habitación, de tocar los jarrones de cristal y las lámparas doradas. Se suponía que tenía que descansar un poco antes de la cena, pero estaba tan excitada que le resultaba imposible tumbarse en la cama. Todo en aquella suite era bellísimo. Desde el instante en que había pisado la recepción del hotel, con sus suelos de mármol y sus paredes decoradas con papel pintado con motivos adamascados de color rosa, se había sentido como una estrella de cine. Las puertas acristaladas del vestíbulo, iluminado con magníficas lámparas de araña, daban acceso a unos frondosos jardines.

En ropa interior y descalza, se plantó delante del armario. Gina le había preparado unos zapatos de tacón de color negro y un vestido de noche de seda, con la parte superior ceñida y la falda acampanada. Se lo acercó al pecho y fue como si el tejido rojo le hiciese subir la temperatura de la piel.

Edith se quedaría pasmada cuando leyese la nota y se enterase de que se había marchado con Anton. Pero Vera le haría entender que, cuando estaban juntos, era como si Anton y ella se conocieran de toda la vida.

Llamaron a la puerta y se quedó paralizada. ¿Y si era Anton? Con los hombres, jamás en la vida había pasado de un beso y no tenía ni idea de qué esperar. A lo mejor Anton había dado por sentado que tendrían un encuentro romántico antes de la cena.

Se cubrió con una bata, se la anudó en la cintura y abrió la puerta. Era un botones con uniforme dorado que traía una cajita de la tienda de regalos del hotel.

—De parte del capitán Wight. —El botones le hizo entrega de la caja—. Solicita su presencia en el bar del hotel a las seis para tomar el cóctel. ¿Qué le digo?

Vera le entregó al chico una moneda de plata y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Dile, por favor, que a las seis en punto me va perfecto.

En el interior de la cajita negra de terciopelo había un collar con un único diamante. Vera lo giró hacia un lado y hacia otro para admirar cómo capturaba la luz la piedra preciosa. La caja venía acompañada por una tarjeta con una nota:

Mi queridísima Vera:

Espero que te guste el collar. Incluso sin él, eres tan preciosa que eclipsarías a todas las mujeres del comedor.

Con todo mi amor,

Anton

Vera acarició el diamante y rememoró las noches en las que sus padres salían a cenar. Su padre siempre ayudaba a su madre a elegir las joyas. Su madre se probaba una pulsera de topacios o unos pendientes de rubíes y su padre siempre le decía que era la mujer más bella de Budapest. Con un nudo en la garganta, Vera volvió a guardar en la cajita el collar con el diamante.

Vera estaba sentada frente a Anton, bebiendo una copa de champán. Cuando había entrado en el restaurante, decorado con velas y espejos dorados, se había sentido un poco fuera de lugar. Menos de dos años atrás, estaba de camino a un campo de concentración y ahora estaba rodeada de lujo. Anton le cogió la mano y la guio hacia una mesa en la terraza. Había pedido unos entrantes y una botella de champán. Cuando el camarero sustituyó los entrantes por platos de raviolis con marisco, Vera empezó por fin a relajarse.

—¿De dónde sale toda esta gente? —preguntó Vera, abarcando en un gesto las mujeres con vestidos de alta costura y zapatos de tacón alto y los hombres vestidos con esmoquin y pajarita—. Nadie imaginaría que acaba de terminar una guerra.

—Muchos italianos hicieron dinero en el mercado negro —reconoció Anton—. Capri siempre ha atraído a clientela rica. Estuve aquí con mis padres el verano antes de la guerra.

—Mi madre siempre quiso llevarme a París —dijo Vera, pensativa, untando con mantequilla un panecillo caliente—. Cuando tenía diecinueve años, era bailarina del cuerpo de ballet de la Ópera Nacional de París y estuvo bailando Las sílfides.

—Hace poco he estado en París —comentó Anton, sonriendo—. El Louvre ha recuperado sus obras de arte y los ascensores de la Torre Eiffel vuelven a funcionar. Los Campos Elíseos estaban llenos a rebosar de tulipanes y narcisos en flor. Sigue siendo la ciudad más romántica del mundo.

Vera fijó la vista en el plato, preguntándose si Anton le diría de ir a París. Y enseguida se sonrojó, consciente de que no hacía más que pensar en tonterías.

De pronto, Anton se puso serio.

—Tengo que contártelo —dijo, muy despacio—. He recibido un telegrama del general Ashe. Van a cerrar la embajada de Nápoles.

—¿Y te irás a Roma? —preguntó Vera.

—Estar en la embajada de Roma no tendría nada que ver con estar trabajando contigo en Nápoles. —La miró, y su expresión combinaba el cariño con la desesperación—. Roma está llena de burócratas y papeleo. Me asignarían un despacho y sería imposible sacar el trabajo adelante. Creo que es hora de volver a casa.

—Por supuesto.

Vera acarició el collar con el diamante con la sensación de que casi no podía respirar.

—Quiero hacerte una pregunta, pero antes de que me respondas necesito que escuches todo lo que tengo que explicarte. —Anton le cogió la mano—. Cuando te dije que me estaba enamorando de ti, te estaba diciendo la verdad. Eres la mujer más bella y más valiente que he conocido en mi vida. No me imagino no tenerte a mi lado.

Vera levantó la vista y vio que Anton tenía los ojos brillantes. Contuvo la respiración e intentó que no se notara que le temblaban las manos.

—Yo también te quiero —musitó—. No me parecía correcto enamorarme de mi jefe. Pero no he podido evitarlo: ha pasado, así de simple.

—Vera, lo que más deseo en este mundo es pedirte que seas mi esposa. Pero tendría que haberte contado hace tiempo una cosa. —Le soltó la mano, sintiéndose claramente incómodo—. Cuando tenía ocho años de edad, tuve paperas. Soy estéril.

—¿Estéril? —repitió Vera—. ¿Qué quieres decir?

—Es imposible que sea la única palabra en inglés que no conoces —replicó él. Su mirada estaba llena de tristeza y le acarició la mejilla—. No puedo tener hijos.

—Entiendo —susurró Vera, y miró a Anton con nerviosismo—. ¿Y has visitado médicos..., no hay manera de solucionarlo?

Anton asintió.

—Me han visto los mejores médicos de Boston y Nueva York. Por desgracia, el mío es un caso muy claro. No hay remedio.

Vera tuvo la sensación de que la cabeza le daba vueltas y se le aceleraban las pulsaciones. Cuando Edith y ella eran pequeñas, pasaban noches enteras hablando de sus futuras familias. Edith quería tener una niña para poderla vestir con vestidos de todos los colores. Vera quería dos niños y dos niñas, para que la casa estuviese siempre llena de alegría. Vivirían en apartamentos contiguos en Budapest y tendrían la puerta siempre abierta. Los domingos por la noche, cocinarían pollo con paprika y col rellena.

¿Cómo iba a abandonar a Edith para marcharse a vivir a Nueva York? ¿O imaginarse un futuro sin patucos de bebé ni fiestas infantiles de cumpleaños?

Anton era buena persona y guapo y quería corregir todo lo que iba mal en el mundo. Además, cuando la besaba, temblaba entera sin poder evitarlo. Levantó la vista y vio que él la estaba mirando fijamente.

—No tendría que habértelo planteado, me he equivocado —dijo muy serio—. Eres joven y bonita y tienes toda la vida por delante. Encontrarás a alguien que podrá darte hijos.

—Sí —contestó Vera.

—¿Sí qué? —preguntó Anton.

—Sí, quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. —De pronto, se sentía mareada—. Sí, quiero casarme contigo.

Anton se inclinó hacia delante para cogerle la mano.

—¿Estás segura?

—Completamente segura —respondió Vera en un murmullo.

Anton buscó en su bolsillo y sacó un estuche de terciopelo de color negro. En el interior, había un diamante cuadrado rodeado de zafiros.

—Le envié un telegrama a mi padre. Es el anillo de mi abuela. Podríamos arreglarle el tamaño si no te va bien. —Se lo introdujo en el dedo y encajó a la perfección—. Hemos acordado que sería mejor esperar y comunicárselo a mi madre en persona. Te adorará en cuanto te conozca.

De pronto, Vera pensó en la madre de Anton. A Margaret Wight se le había metido entre ceja y ceja casar a Anton con una joven de la alta sociedad neoyorquina. Jamás vería con buenos ojos a una refugiada húngara y judía. ¿Tendría una suegra que esperaría que su hijo y su esposa dieran fiestas en el club de campo y celebraran sofisticadas cenas de Navidad con jamón y carne rellena y un árbol lleno a rebosar de regalos?

Pensó en cómo encajaría con las amistades de Anton. Seguramente se conocían todos desde el parvulario y utilizarían apodos del estilo de Buffy o Skip. ¿Cómo se sentiría cuando la excluyeran por su nariz algo más larga de lo normal y su acento europeo? ¿Y si dejaban de invitar a Anton a sus reuniones porque se había casado con ella?

—Bailemos —dijo Anton, interrumpiéndole los pensamientos.

La cogió de la mano y la condujo hasta la pista de baile.

Vera descansó la cabeza en el hombro de Anton. No estaba dispuesta a permitir que Margaret Wight le diera miedo. Había saltado de un tren para huir de los nazis y había pasado un año escondida en un granero. Era más que capaz de aprender a jugar al croquet y ofrecer cenas de gala. Anton la estaba guiando por la pista y el champán daba alas a sus pies.

Vera estaba en el balcón de su habitación, contemplando las luces de la piazza. Era más de medianoche y todos los sonidos parecían amortiguados. Los huéspedes del hotel habían entrado en el vestíbulo para fumar puros y escuchar música interpretada al piano de cola. Jóvenes parejas desaparecían por los callejones para abrazarse. Vera fijó la vista en su anillo de compromiso y sus pensamientos empezaron a dar vueltas como el tiovivo de una feria.

Siempre había dado por sentado que se casaría con un judío. Tanto en la escuela de baile como en las clases de artes plásticas solo había conocido chicos judíos. ¿Pero qué sucedería si volvía a Budapest y ya no quedaban chicos judíos?

Nueva York sonaba a lugar de cuento: el edificio del Empire State, Central Park y Times Square. La Quinta Avenida, concurrida por hombres y mujeres elegantemente vestidos, con limusinas negras circulando por la calzada y rascacielos de acero que tocaban las nubes.

No era toda esa rareza que envolvía a Nueva York lo que la retenía, o incluso el hecho de que Anton no fuese judío. Pero habían cambiado tantas cosas que había aprendido a encerrar bajo llave el pasado y mirar hacia delante. Sin embargo, cuando contemplaba una vida sin hijos, se le caía el alma a los pies.

¿Pero cómo podría vivir sin él? Nunca había conocido lo que era estar enamorada. Incluso las cosas más sencillas la hacían feliz: compartir la tortilla que preparaba Gina, ordenarle los periódicos, dar un paseo al atardecer por la Piazza del Plebiscito.

Y él no conocía aún toda su historia. Le quedaba todavía por contarle cómo había conocido al capitán Bingham y lo que este había averiguado en su viaje a Budapest. El capitán Bingham era quien la había animado a instalarse en Nápoles. De no haber sido por él, no estaría en aquel momento sentada en la habitación de un hotel de Capri y con el anillo de compromiso de Anton luciendo en su dedo.

Observó su reflejo en el espejo. Tenía el carmín corrido y el cabello se había soltado del pasador. Una de las medias tenía una carrera minúscula y veía también un hilo suelto en el vestido.

De pronto supo qué tenía que hacer. Cogió la llave de la habitación y salió al pasillo. Corrió hacia la escalera y subió hasta la planta de la habitación de Anton.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él cuando abrió la puerta.

—Tengo que hablar contigo.

Vera entró sin miramientos en la habitación.

Anton había colgado la chaqueta del esmoquin en una silla y tenía un libro abierto en la mesita auxiliar. Había un cenicero de cristal lleno de colillas y una copa junto a una botella de coñac.

—No podía dormir —reconoció Anton—. Temía despertarme y descubrir que todo había sido un sueño.

Vera cruzó la estancia y le acarició la camisa. Se puso de puntillas para besarlo.

—No deberías estar aquí —dijo Anton en voz baja—. Es tarde y los dos hemos bebido demasiado champán.

—No tendría que haberte dicho que sí sin antes haberte contado toda mi historia. —Se quedó mirándolo—. Podrías cambiar de idea en lo referente a querer casarte conmigo.

—No es culpa tuya que Edith y tú saltaseis del tren y tu madre y Lily se quedasen a bordo —le recordó Anton—. Tienes que perdonarte por lo que hiciste.

—No tiene que ver con eso, sino con el tiempo que pasamos en la granja de los Dunkel —replicó Vera—. A la mañana siguiente de llegar allí, antes de irnos tal y como habíamos acordado, Peter, el marido de Ottie, se cayó de la escalera y se partió la espalda. No podía moverse y no le quedaba otro remedio que permanecer meses en cama haciendo reposo. Ottie no podía gestionar la granja sola y en el pueblo no quedaba gente joven que pudiera ayudarla. Se ofreció a escondernos a cambio de que realizáramos el trabajo de su marido en la granja. —Miró a Anton con los ojos llenos de dolor—. Mientras nuestras madres se morían de hambre en Auschwitz, nosotras desayunábamos huevos con tostadas. En la granja no había soldados alemanes deseosos de llevarnos a la cámara de gas si quebrantábamos cualquier regla, sino que disfrutábamos de la acogedora cocina de Ottie Dunkel y de sus estofados y sus tartas caseras —dijo Vera, y tragó saliva.

—Hiciste simplemente todo lo necesario para sobrevivir. ¿Cómo quieres que eso cambie lo que yo siento por ti? —preguntó Anton, perplejo.

—El hijo de Ottie había servido en el ejército alemán. ¡Fue responsable de matar judíos! Y el marido de Ottie nos dejó siempre muy claro de qué bando estaba. —Su voz sonaba cada vez más angustiada—. Podríamos habernos marchado e intentar salir adelante por nuestra cuenta. Pero nos quedamos allí más de un año. Cuando conocí al capitán Bingham, Edith y yo aún vivíamos en el granero de los Dunkel.

Vera estaba detrás del mostrador de la panadería viendo cómo los niños jugaban en la plaza del pueblo. Era septiembre de 1945 y la escena parecía de postal: chalés de madera y tupidos bosques de abetos y, a lo lejos, un lago resplandeciente. Una fina capa de nieve cubría las cimas de las montañas y pequeños ranúnculos salpicaban los campos.

Desde que la guerra había tocado a su fin, todo era distinto. Vera y Edith comían con Ottie e incluso iban juntas al mercado los sábados. El marido de Ottie seguía tratándolas con frialdad, aunque reconocía que la granja no habría sobrevivido sin ellas.

Habían pasado el verano y el invierno escondidas en el granero y ayudando a Ottie a llevar la granja. En mayo había terminado por fin la guerra y desde entonces estaban esperando noticias de sus padres y de Stefan. No se sabía nada del destino que habían corrido Alice y Lily en Auschwitz, y el nombre de Stefan no aparecía en la lista de judíos liberados de Strasshof.

Estaban discutiendo la posibilidad de volver a Budapest, pero ¿qué harían allí si sus padres no regresaban? Vera había escrito una carta a un vecino de Budapest preguntándole si habían vuelto al apartamento, pero no había recibido respuesta. Entretanto, lo más fácil era seguir donde estaban. Edith ayudaba a la modista del pueblo y Vera trabajaba en la panadería. La comida seguía escaseando, pero empezaba a haber un goteo de visitantes que pasaban por allí de camino a practicar el excursionismo en las montañas.

Y había otro motivo por el que habían decidido quedarse. Vera no quería tropezarse con los hermanos de su madre en caso de que hubieran sobrevivido. Si su madre había ido a parar a Auschwitz era por culpa de Vera y sabía que no sería capaz de mirarlos a la cara hasta no estar segura de que Alice aún vivía. ¿Y Edith? Para ella sería muy difícil vivir en Budapest, donde todo le recordaría a Stefan. Era mejor, de momento, quedarse en Hallstatt, a la espera de recibir noticias.

—Un pumpernickel de molde, por favor —dijo un hombre en inglés.

Lucía un uniforme de color caqui y una elegante gorra de visera de cuero.

Vera retiró el pan de la vitrina y lo dejó sobre el cristal del mostrador.

—¿Es estadounidense su acento? —preguntó, creyendo que le recordaba a las películas americanas que su padre la llevaba a ver antes de la guerra.

—Confío en que lo sea. —El oficial tendría unos veinticinco años y era pelirrojo. Hundió la mano en el bolsillo y se apoyó en el mostrador—. Llevo tanto tiempo por aquí que a lo mejor incluso lo he perdido.

Vera envolvió el pan en un papel y se lo entregó.

—No podría decírselo, no he estado nunca en Estados Unidos —replicó Vera, encogiéndose de hombros y acercándose a la caja registradora.

—Habla un inglés muy bueno —dijo el hombre, acompañando sus palabras con un gesto de aprobación—. ¿Es de por aquí?

—No, de Budapest —respondió Vera, incómoda al darse cuenta de que había iniciado una conversación—. Mi amiga y yo llevamos más de un año aquí.

El oficial se quedó mirándola y Vera percibió un destello de compasión.

—Voy precisamente de camino a Budapest. —Se movió con cierto nerviosismo—. He estado en Bergen-Belsen y en Auschwitz.

—¿Auschwitz? —repitió Vera, abriendo los ojos de par en par.

—Los rusos liberaron el campo en enero, pero nos enviaron allí para inspeccionarlo. —Su rostro palideció—. En el ejército intentan prepararte para lo que vas a ver, pero no tienen ni idea.

El hombre pagó el pan y salió a la plaza. Vera se quitó el delantal y echó a correr tras él.

—¡Espere, por favor! —gritó.

—¿Me he olvidado alguna cosa? —preguntó el oficial, mirando el paquete.

—Mi madre estuvo en Auschwitz —dijo en tono apremiante Vera—. Le escribí una carta a un vecino de Budapest para ver si había vuelto, pero no he recibido respuesta. Tengo que saber si sobrevivió. Me pregunto si usted podría ayudarme.

El oficial se acercó a ella y se quitó la gorra.

—Soy el capitán Allan Bingham —dijo, y le tendió la mano—. ¿Por qué no nos sentamos para hablar y la invito a tomar un café? Tengo que volver a Auschwitz por asuntos del ejército y veré qué puedo averiguar.

Cruzaron la plaza y se sentaron en la terraza de una cafetería. El capitán Bingham pidió dos cafés y Vera le contó la historia de cómo habían conseguido escapar Edith y ella. Le dio los nombres de sus respectivas madres y le pidió que investigara.

Seis meses más tarde, Vera estaba preparando una bandeja con porciones de tarta Sacher. Desde que el capitán Bingham se había marchado, había sido incapaz de concentrarse. Llevaba todo el invierno equivocándose al dar el cambio a los clientes de la panadería y, por las noches, daba tantas vueltas en la cama que Edith decía que preferiría dormir sobre una bala de heno antes que a su lado.

Se abrió la puerta de la tienda y Vera se giró para atender. El capitán Bingham estaba al otro lado del mostrador.

—Ha vuelto. Han pasado seis meses. ¡Pensaba que se habría olvidado de mí! —Exhaló un suspiro de alivio—. Cuénteme, por favor, ¿qué ha averiguado?

—¿Por qué no pregunta si le permiten hacer una pausa? —contestó con suavidad el capitán Bingham—. La esperaré en la plaza.

Vera habló con el propietario y salió al exterior para reunirse con el capitán Bingham. Se sentaron en la misma cafetería de la otra vez y él dejó su gorra de oficial sobre la mesa.

—En Auschwitz no encontré nada —dijo, después de que el camarero les sirviera dos cafés.

—¿Nada? —repitió Vera, sacudida por la decepción.

—Revisé minuciosamente todos los nombres —confirmó el capitán, y prosiguió—: A continuación me dirigí a Budapest.

—¿Budapest? —repitió de nuevo ella.

—Me venía de paso, de todos modos. Visité su barrio.

—¿Cómo sabía cuál era? —preguntó Vera, sorprendida.

—En Budapest quedan pocos barrios judíos —respondió él, como queriendo disculparse—. Pensé que podría preguntar a la gente hasta que diese con alguien que conociera a Alice Frankel.

—¿Y lo hizo?

Vera se sentía tan ansiosa que casi no podía ni respirar. El capitán asintió.

—Encontré una mujer que se llama Miriam Gold. Acudía a la misma sinagoga. Y estuvo también en Auschwitz.

Vera recordó a una mujer de pelo oscuro con dos hijas. Se sentaban cerca de ellos en la sinagoga y las niñas se pasaban el rato haciéndose trenzas la una a la otra.

—¿Qué dijo de mi madre? —preguntó Vera con impaciencia.

—Alice y Lily no fueron enviadas a la cámara de gas a su llegada, sino que las pusieron a trabajar en las cocinas. Miriam se sentaba con ellas en el comedor. Por las noches, su madre rezaba en voz alta en húngaro para agradecer el pan. —Miró a Vera. Sacó un cuaderno que llevaba en el bolsillo y leyó algo que tenía anotado en la primera página—. «Kedves istenem, keriek, hagy a dragam Vera eszik egy nagyobb darabotd». Dios mío, permite por favor que mi querida Vera pueda comer un trozo de pan más grande que este.

El capitán Bingham dejó de hablar y Vera lo miró a los ojos.

—Continúe —dijo ella en voz baja.

—Una de las mujeres le preguntó qué había sido de su hija, y Alice le confesó que Edith y usted habían saltado del tren —prosiguió el capitán—. Aquella mujer debió de delatarla. Al día siguiente, a la hora de comer, Alice y Lily ya no acudieron.

—¿No acudieron? —dijo Vera, tartamudeando.

—Imagino que acabaron en la cámara de gas. No había ningún otro lugar a donde pudieran ir.

—Entiendo.

Vera dejó la taza en la mesa.

—Miriam quiere que sepa lo mucho que lo siente —terminó el capitán Bingham, con tristeza—. Sus hijas murieron en Auschwitz.

—Gracias. Ha sido usted muy amable.

—Pregunté también por su padre —dijo el capitán Bingham.

—¿Por mi padre? —repitió Vera, sintiéndose de repente llena de esperanza. Su padre había sobrevivido al campo de trabajo y estaba esperándola en su casa de Budapest. Juntos llorarían la muerte de su madre y conseguirían empezar una nueva vida.

—Acudí a la sinagoga y localicé al rabino. —El capitán Bingham bebió un poco más de café—. Pensé que su padre frecuentaría el templo en caso de haber vuelto. El rabino Letzig no había tenido noticias de él. Me dijo que le ofreciera sus condolencias. Que Lawrence era un buen amigo.

El rabino Letzig y su padre pasaban horas sentados en el salón charlando de religión y filosofía. Vera siempre le pedía a su madre si le dejaba servirles el café para de este modo poder escuchar sus conversaciones. ¿De quién aprendería ahora todas aquellas cosas? ¿Y cómo debió de sentirse su padre cuando comprendió que el dios al que consultaba cada sábado lo había abandonado?

—Gracias. No tenía por qué hacerlo, pero le estoy muy agradecida —dijo Vera, que se dio cuenta entonces de que le temblaban las manos.

—Tenga, esto es para usted.

El capitán Bingham le hizo entrega de un sobre.

Vera lo abrió y encontró en su interior un billete de diez chelines y una carta.

—¿Qué es? —preguntó, levantando la vista, sorprendida.

—Es el importe para el billete de tren hasta Nápoles, Italia, y una carta de recomendación. Sé que en la embajada de allí están buscando una secretaria que hable inglés. —Por primera vez desde que se había sentado, el capitán Bingham sonrió—. Y tiene usted mi mejor recomendación.

Vera se lo devolvió.

—No puedo aceptar ni su dinero ni su carta. Apenas me conoce.

—Llevo los últimos catorce meses recorriendo campos de concentración y lo único que he visto es muerte —empezó a decir el capitán—. Es imposible imaginar que un lugar pueda llegar a albergar tanta muerte. Está en las paredes, en los suelos y al otro lado de las ventanas. Entonces, paso por un pueblo de Austria y de pronto me encuentro con quesos frescos, flores y el aire puro de la montaña. —Cogió la gorra y jugó con ella con nerviosismo—. Y conozco a una chica que me pide si le puedo hacer un favor. Pero en vez de darle buenas noticias, le comunico más muerte. Y estoy seguro de que a partir de ahora, cada vez que se ponga detrás de ese mostrador, se acordará de que estuvo sentada conmigo en esta terraza. —Miró la plaza—. Lo mínimo que puedo hacer es ayudarla a salir de aquí. Márchese con su amiga a Italia.

El sol brillaba sobre el campanario de la iglesia y, a su alrededor, había gente tomando cafés y saboreando tartas.

—De acuerdo —repuso Vera, y cogió de nuevo el sobre—. Le prometí a Ottie que nos quedaríamos la primavera. Su marido tuvo una recaída y necesitaba ayuda en la granja. Pero tiene usted razón, ya no hay nada que nos retenga aquí.

—Así que ya ves. —Vera se quedó mirando a Anton. La luz de la lámpara de araña del techo de la habitación trazaba dibujos sobre la alfombra y el olor del Mediterráneo entraba por la ventana—. Mientras nosotras estábamos comiendo bien en casa de Ottie y durmiendo bajo sus mantas, nuestras madres estaban pasando hambre y tiritando de frío en camastros metálicos. Y después de la guerra, mientras nosotras seguíamos sanas y salvas, respirando el aire de la montaña en Hallstatt, ellas no eran más que huesos amontonados en una fosa común. ¿Cómo puedo vivir tranquila conmigo misma sabiendo todo lo que pasó?

Anton le acarició la mejilla.

—No tienes la culpa de nada de lo que sucedió.

—Podría haberla acompañado hasta la muerte —continuó Vera. Tenía las mejillas encendidas y el sentimiento de desesperación que tan bien conocía se removía en su interior—. De no haber sido por mí, mi madre podría haber sido una de esas mujeres que vemos en los documentales saliendo tambaleantes de los campos.

Anton la atrajo hacia él.

—Tienes que dejar de echarte la culpa de todo. La guerra ha terminado. Nada puede cambiar el pasado. Te quiero y deseo casarme contigo.

Vera cerró los ojos y permaneció escuchando los latidos del corazón de Anton contra su pecho. En un arranque, le quitó la pajarita y le desabrochó la camisa.

—Te quiero —susurró.

Anton negó con la cabeza.

—En un par de meses estaremos casados. Pasaremos nuestra noche de bodas en el St. Regis.

—Por favor —musitó Vera, aspirando un aroma que combinaba la loción para el afeitado con el tabaco.

—Tendrías que irte.

Anton le puso las manos sobre los hombros y con delicadeza la empujó hacia la puerta.

Vera se giró para besarlo. La boca de Anton era cálida y la enlazó al instante por la cintura.

—Eres preciosa —susurró él, besándole el cabello.

—Te quiero más que nada en el mundo —dijo ella, con voz implorante—. Si vamos a casarnos, tienes que tratarme como una mujer, no como una niña.

Anton la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. Le quitó el vestido y le desabrochó el sujetador.

Vera, tumbada sobre las sábanas de seda, fijó la mirada en el torso liso de Anton, cuya boca se deslizó por el vientre de ella y se detuvo al alcanzar los muslos. Cuando levantó la vista, sus ojos estaban llenos de duda.

—¿Estás segura? —preguntó—. Podemos parar y ponernos a dormir.

De pronto, Vera se sintió invadida por una terrible sensación de pérdida. Edith deseando que Stefan volviera a casa aun sabiendo que jamás volvería. Su madre y su padre entrando en el dormitorio después de pasar una velada en la ópera; el susurro de la tela del vestido de noche de su madre y la imagen de su padre, con un abrigo de lana de cachemira.

—Nunca había estado más segura de nada —dijo, asintiendo y atrayéndolo hacia ella.

Abrió las piernas y notó la presión de algo duro en su interior. Se mordió el labio e hizo caso omiso a la punzada de dolor, al desgarro de la piel.

Cerró los ojos e intentó seguir el ritmo que marcaba Anton. Se movía rápido, como si estuviera corriendo una carrera. Y, de repente, se paró y emitió un gemido. Luego, se dejó caer sobre ella con tanta fuerza que Vera pensó que acabaría aplastada.

Se quedó así, a oscuras, escuchando la respiración de Anton. Ahora estaban unidos y nunca jamás volvería a dudar sobre su futuro en común.