Verano de 1946
Dos semanas después del viaje a Capri, Vera estaba esperando a que el carnicero le envolviera la carne que había comprado. Eligió asimismo un tarro de aceitunas y un salchichón. Le gustaba llevarle pequeños regalos a la signora Rosa para agradecerle su amabilidad. Aquella misma tarde, Anton se encargaría de comprar los pasajes y en una semana zarparían rumbo a Nueva York.
A Vera le había dado cierto miedo contarle a Edith lo del compromiso. Pero Edith la había abrazado y le había dicho que era la mejor noticia que podía darle. Estaba segura de que Marcus le propondría también matrimonio y encontrarían un pequeño apartamento donde vivir. Las fotografías de Marcus estaban recibiendo muchos elogios y Maria, la dueña de la boutique, le había encargado cuatro vestidos más.
Vera miró su reflejo en el espejo que había delante de ella, detrás del mostrador. No habían repetido su noche en Capri, pero era consciente de que su aspecto había cambiado. Quería contárselo a Edith, pero no encontraba las palabras adecuadas. Y escondía su secreto hablando sobre planes de boda y sobre su futura luna de miel en la costa de Maine.
Vera salió de la carnicería a la piazza. Cuando pasaba por delante de la joyería, vio a Marcus dentro de la tienda. Justo en aquel momento, estaba sacando del bolsillo un fajo de liras. Se apartó de su campo de visión para que no la viera y echó a correr por la calle adoquinada.
—A ver si adivinas a quién he visto en la joyería Grimaldi —anunció Vera, subiendo aún por la escalera y antes de entrar en su cuarto.
Edith estaba sentada delante del tocador, cepillándose el pelo. Llevaba un vestido de algodón de color rojo y una cadena plateada al cuello. Vera vio que tenía las mejillas húmedas, como si hubiera estado llorando.
—¡Marcus! Lo he visto en el mostrador con un fajo de liras. —Vera dejó la bolsa de la compra en la cama—. ¡Creo que estaba escogiendo el anillo de compromiso!
—Leo le prestó dinero a Marcus y se lo estaría devolviendo —dijo Edith, girándose hacia Vera—. No va a hacerme ninguna proposición de matrimonio. No está enamorado de mí.
—¡Por supuesto que lo está! —exclamó Vera—. Te compró flores para tu cumpleaños; te lleva cada noche a bailar.
—Está enamorado de otra persona —replicó Edith.
Tenía la mirada perdida y una expresión de decepción en su boca.
Vera negó con la cabeza.
—Jamás lo he visto con otra chica.
Edith se dejó caer en la cama.
—Está enamorado de Leo.
Vera pensó que lo que estaba diciendo Edith era una ridiculez. Marcus esperaba a Edith cada tarde. Le compraba pasteles y chucherías. Los domingos, le pedía prestado el coche a Paolo y se iban los dos a explorar Amalfi y Sorrento.
—La primera vez que se enamoró de un chico tenía diecisiete años —empezó a explicar Edith—. Luca era un trabajador emigrante y encontró trabajo en las tierras de cultivo de la familia de Marcus. Una noche, su madre los descubrió en el gallinero. Y echó a Marcus de casa.
—¿Y sus promesas de vivir juntos en un apartamento? —cuestionó Vera—. ¿Y tanto hablar de vuestro futuro?
—Quería enamorarse de mí. Decía que yo era su ángel y que le demostraríamos a su madre que era un hombre de verdad. —Edith suspiró—. No entendí a qué se refería hasta anoche. Pasé por delante de la joyería y vi a Marcus detrás del mostrador. Era tarde y la tienda estaba a oscuras. Pensé que estaría eligiendo mi anillo y me quedé a mirar. Y, entonces, Leo salió de la trastienda y se besaron. ¿Has visto alguna vez a dos hombres besarse? —dijo Edith, con los ojos como platos.
—En ese caso, tienes que venir con nosotros a Nueva York —dijo Vera con delicadeza, acercándose a la cama. Le acarició el pelo a Edith—. Allí conocerás a un universitario muy dulce y abrirás tu propia tienda de ropa.
—Marcus y yo nos vamos a vivir a Roma —anunció Edith—. Hará fotos a modelos luciendo mis diseños y conseguirá que las publiquen en Vogue. No tengo tiempo para hombres.
—Puedes tener tiempo para las dos cosas —susurró Vera.
—Tenía a Stefan —replicó Edith con tristeza—. Y ahora no tengo nada.
Vera caminaba por la acera en dirección a la embajada. No le apetecía en absoluto dejar sola a Edith. Estaba fingiendo sentirse feliz con la idea de irse a vivir a Roma con Marcus, pero ¿y si por dentro se le estaba partiendo el corazón?
Recordó cuando el capitán Bingham le dio el dinero para comprar los billetes de tren hasta Nápoles. Lo nerviosa que se había puesto al enseñarle todo aquel dinero a Edith. Vera argumentó que tendrían que emplearlo para volver a Budapest por si acaso Stefan había sobrevivido. Pero Edith estaba segura de que Stefan estaba muerto y nada de lo que pudiera decir Vera le hizo cambiar de idea.
A última hora de aquella mañana de marzo de 1946 en la que el capitán Bingham regresó a Hallstatt, Vera enfiló el callejón donde estaba instalada la casita de la modista para la que trabajaba Edith. Bajo la luz del sol, el pueblo austriaco estaba precioso. Los chalés de madera parecían estar apilados como cajas de cerillas y las macetas rebosaban de narcisos. Resultaba imposible creer que, en otra parte de Europa, los edificios de Auschwitz hubieran sido como una bestia mítica que escupía fuego y engullía a todo ser viviente que se cruzara en su camino.
Asomó la cabeza por la puerta y vio a Edith encorvada sobre su trabajo. Sujetaba un dedal entre los dientes y un vestido con bordados en rosa y amarillo estaba extendido sobre la mesa.
—Vera, ¿qué haces aquí?
Edith se sacó el dedal de la boca. Vera solía terminar su turno a las seis.
—Tengo algo que contarte y no puede esperar —dijo Vera, entrando en el taller.
—Ya casi he acabado —repuso Edith—. Me duele la espalda, pero Greta me ha dicho que me dará retales para poder hacerme vestidos.
—¿Y si no nos quedamos en el pueblo? —empezó Vera—. ¿Y si nos vamos a Italia?
Edith dejó lo que tenía entre manos y se quedó mirándola, sorprendida.
—No sabemos nada sobre Italia —contestó—. Excepto que allí se comen espaguetis en vez de ñoquis de patatas.
—El capitán Bingham no encontró nada en Auschwitz, pero luego fue a Budapest y habló con Miriam Gold.
Edith se quedó unos instantes pensando.
—Sí, me acuerdo de Miriam. En invierno llevaba unos cuellos de piel preciosos y sus hijas siempre iban con abrigos conjuntados.
—Miriam le contó que nuestras madres no fueron directamente a la cámara de gas. Pero que una mujer las delató porque mi madre rezó por mí antes de comerse su trozo de pan y... —La voz de Vera se quebró—. Nuestras madres murieron por mi culpa.
Edith corrió a abrazarla.
—Fue por culpa de la guerra. ¿Pero qué tiene todo esto que ver con Italia?
—En la embajada de Nápoles están buscando una secretaria que hable inglés e italiano. El capitán Bingham me ha recomendado y nos ha dado dinero suficiente para poder pagar dos billetes de tren y alojamiento para toda una semana.
—¡Billetes de tren para Nápoles! —exclamó Edith.
—No tenemos por qué ir —añadió rápidamente Vera—. Podemos esperar unos meses.
—Llevamos aquí casi dos años, ¿por qué tendríamos que esperar? —cuestionó Edith.
—Localizarnos en Italia sería más complicado para Stefan. Deberíamos quedarnos aquí o regresar a Budapest.
—Stefan ha muerto, y no quiero volver a Budapest —dijo Edith con determinación.
—Hace muy pocos meses que ha acabado la guerra —replicó Vera—. Stefan podría estar ingresado en cualquier hospital o convaleciente en un pueblo no muy lejos de aquí.
—Strasshof fue liberado en mayo y Stefan no figuraba en la lista de supervivientes. —Edith se señaló el pecho—. Si estuviera vivo, mi corazón latiría como las alas de una mariposa, a la espera de su llegada. Pero sucede justo lo contrario: a veces late tan lento que temo que se me acabe parando.
—Piénsalo bien —le instó Vera—. Podemos dedicar unos días a decidirlo.
Edith indicó con un gesto el exterior, donde la luz del sol se reflejaba en los adoquines del suelo y los campos estaban llenos de flores.
—Los turistas piensan que esto es una especie de Shangri-la, con su aire puro y sus maravillosos aromas, pero las montañas son una cárcel —dijo en tono sombrío—. Al menos, en Nápoles no habrá chicos con el pelo rubio como Stefan que me recuerden constantemente que se ha ido para siempre.
Al día siguiente, Vera estaba en la cocina removiendo una cacerola con gachas cuando se abrió la puerta de atrás y Edith entró en la cocina de los Dunkel. Llevaba el pelo recogido en un moño y un vestido tejido a ganchillo.
—Estabas tan profundamente dormida que no he querido despertarte —dijo Vera. Apagó el fuego de la cocina—. He preparado gachas y café.
—He tenido un sueño espantoso con Stefan —reconoció Edith, sirviéndose una taza.
—¿Con Stefan? —inquirió Vera.
—Estábamos de excursión en los Alpes suizos. —Edith cogió la taza y se sentó a la mesa—. Stefan había preparado un pícnic con queso edam y pan de centeno. Decía que le apetecía seguir caminando, de modo que acabábamos de comer y seguíamos ascendiendo por la ladera de la montaña. —Abrió mucho los ojos—. Nos parábamos en un lugar donde se apreciaba una vista panorámica, me señalaba los bosques y las cascadas y decía: «¿Lo ves? Hemos conseguido llegar a Suiza». Y, entonces, estiraba el brazo para darme la mano, pero resbalaba y perdía el equilibrio. Yo intentaba cogerlo, pero él caía, irremediablemente.
Vera frunció el ceño y rodeó a Edith con el brazo.
—No ha sido más que una pesadilla —dijo, consolándola—. Será porque ayer te tomaste tu último café muy tarde, o porque la sopa de patata de Ottie era demasiado pesada.
—Yo quería lanzarme montaña abajo tras él, pero entonces oía su voz en el sueño —prosiguió Edith—. Decía que su madre y sus hermanas habían muerto en los campos. Y que, si yo también moría, ya no quedaría nadie para recordarlo. Que tenía que seguir viva porque si no sería como si él no hubiese existido nunca.
—Podríamos ir dando un paseo hasta el pueblo y comprarnos un helado. Hace un día precioso y podemos sentarnos al aire libre y respirar el aire puro de la montaña —sugirió con delicadeza Vera—. Y así te olvidarás por completo del sueño.
—No puedo olvidarme del sueño. —Edith hizo un gesto de negación con la cabeza—. Stefan ocupa todos mis pensamientos.
—Pues, en ese caso, piensa que esta noche soñarás con cualquier otra cosa —dijo Vera, intentando sacarle una sonrisa—. Algún recuerdo de Stefan y tú yendo a nadar, o devorando una tarta Dobos.
—No lo entiendes. Antes que quedarme aquí, preferiría yacer en un ataúd a su lado. —Miró fijamente a Vera—. ¿Por qué no podemos ir a Nápoles? Me apetece pasear a orillas de una bahía llena de barquitos y sentarme en una piazza donde la música suene tan fuerte que no me deje ni siquiera pensar. Y no quiero volver a ver ni una montaña más en mi vida.
—¿Estás segura? —preguntó Vera.
—Completamente segura. —Edith apuró su café—. Y el café italiano será mucho mejor que el de Austria. Adoro a Ottie, pero su café parece agua sucia.
Pasando por una piazza donde había un grupo de niños jugando en una fuente, Vera llegó a la conclusión de que Edith había tenido razón. Que la vida en Nápoles era más fácil. Tal vez se estuviera preocupando en exceso pensando en si Edith sería o no sería feliz en Roma. Porque estaba segura de que cogería el dinero que le diera Maria y compraría el mejor tejido que encontrara. Y de que acabaría vistiendo a Anna Magnani y Greta Garbo y un día llegaría a ser tan famosa como Coco Chanel.
Había quedado con Anton para ir a cenar a la trattoria de Marco y celebrar así la compra de los pasajes del transatlántico. Vera sonrió al recordar la noche de su cena en el Palazzo Mezzi, cuando Anton le pidió que se dirigiera a él por su nombre de pila después de regañarla por referirse a él siempre como «capitán». Sin poder evitarlo, cuando cerraba los ojos lo visualizaba vestido con su uniforme de color caqui y su gorra de oficial. Pero desde entonces habían cambiado muchas cosas: estaban prometidos y se habían convertido en amantes.
En la sala de estar las cortinas estaban cerradas y la música de Mozart se filtraba hasta el pasillo. Vera entró en el despacho y encontró un montón de papeles sobre la mesa. Anton trabajaba últimamente hasta doce horas diarias para dejar cerrados, antes de que la embajada cerrase, todos los asuntos relacionados con solicitudes de edificación y permisos de obras.
Ordenó los papeles y vació los ceniceros en la papelera. Echaría de menos trabajar juntos, transcribir las notas de Anton, poner el sello oficial en los sobres. Y también las pausas del mediodía para comer las exquisitas linguine alla marinara y las alcachofas rellenas que preparaba Gina.
Anton ayudaría a su padre a dirigir los hoteles que la familia tenía en Nueva York y Boston. Vera se encargaría de amueblar su nuevo hogar y de ocupar un puesto en la junta directiva de entidades como la Library Foundation y la Ladies Garden Auxiliary. Vera se imaginaba reuniones llenas de mujeres elegantes con estolas de piel de zorro y hablando con acento estadounidense y se preguntaba si la aceptarían.
Gina apareció en la puerta con un sobre.
—Es para usted —dijo, entregándole el sobre con nerviosismo.
A diario, Vera temía que Margaret Wight se hubiera enterado ya de su compromiso. Y que llegara uno de sus telegramas diciendo: «Detén esta locura de inmediato. Te he encontrado una esposa adecuada. Vuelve a casa».
Vera cogió el sobre y reconoció enseguida la caligrafía de Anton.
—¿Cuándo se lo ha dado? —preguntó.
—Estaba en el mostrador de la cocina —respondió Gina.
Vera abrió el sobre y extrajo de su interior tres hojas de papel.
Mi querida Vera:
Incluso en el momento de escribir estas palabras, echo ya de menos tu brillante sonrisa y tus luminosos ojos verdes. Parece ser que al final no soy un héroe de guerra sino, en verdad, el mayor cobarde del mundo. Aquella primera noche, mientras bailábamos, tendría que haberte dicho ya que nunca podría darte una familia. Pero me daba miedo que te alejaras de mí, y, cuanto más juntos estábamos, más me fui enamorando de ti y más incapaz me sentí de olvidarte. Estas últimas semanas han sido las más felices de mi vida.
Me di cuenta enseguida de tu desconsuelo cuando te conté lo de mi situación. ¿Qué tipo de hombre es capaz de proponer matrimonio y, acto seguido, anunciar que nunca podrá formar una familia? Pero no podía seguir viéndote sin declararte mis intenciones, y tampoco podía permitir que me aceptaras sin conocer antes la verdad. He pasado todas estas noches imaginando nuestro futuro y he tomado una decisión. Sé que cuando tus amigas paseen con cochecitos de bebé y compren mantitas azules y rosas, acabarás odiándome. No puedo atarte a mí cuando existen docenas de hombres que podrían darte la familia que tan lícitamente deseas. Te amo más que a mi vida y jamás me perdonaría ser la causa de tu infelicidad.
No intentes, por favor, localizarme. Voy a viajar hasta que me sienta lo suficientemente válido como para serle de utilidad a mi padre. Ya he hablado con el general Ashe y me ha dicho que te encontrará un puesto de trabajo en Roma. Me habría gustado dejarte dinero, pero sé que no lo aceptarías. Vende el anillo de compromiso y te proporcionará unos buenos ahorros.
Me has enseñado lo maravilloso que puede llegar a ser el amor. Jamás me perdonaré por ese momento de debilidad que tuve en Capri. Intenta, por favor, no odiarme; fue la noche más feliz de mi vida. El recuerdo de tu perfume me acompañará toda la eternidad.
Tuyo para siempre,
Anton
Vera arrugó los papeles y se giró hacia Gina. Tenía los ojos abiertos de par en par y un nudo en la garganta.
—¿Qué ha dicho Anton al marcharse? —musitó.
Gina negó con la cabeza.
—Cuando he llegado esta mañana ya no estaba.
—Se ha ido —susurró Vera—. Y no volverá.
Gina extendió los brazos y Vera se derrumbó contra su pecho.
—Tranquila, todo irá bien —dijo Gina, consolándola—. El capitán Wight es un buen hombre.
Vera pensó en la promesa de Anton de no hacerla infeliz.
—No entiende nada; él es todo lo que quiero —dijo, casi para sus adentros.
Se apartó de Gina y salió corriendo del edificio. Pasó a toda velocidad por delante de la joyería Grimaldi, con su escaparate repleto de anillos de compromiso; pasó a toda velocidad por delante de la trattoria de Marco, con sus bandejas de mazapán de chocolate. Subió atropelladamente la escalera de la pensione, entró en su habitación y se dejó caer sobre la cama.