8

Verano de 1946

Era última hora de la tarde y el sonido de los niños jugando entraba a través de la ventana de la habitación de Vera. Habían pasado tres semanas desde la marcha de Anton, pero ella aún escuchaba sus pasos por todas partes. A veces, veía un oficial paseando por la piazza y el corazón le empezaba a latir más rápido, hasta que el hombre se quitaba la gorra y dejaba al descubierto una mata de pelo oscuro.

Pasó los primeros días tumbada en la cama, sin comer nada más que la sopa de pollo que le preparaba la signora Rosa. Por las noches, permanecía despierta y se imaginaba a Anton sentado en un tren. Luego, sus pensamientos se trasladaban hacia su madre, rezando por ella en Auschwitz, y se preguntaba si aquello sería un castigo por la muerte de su madre.

Intentó incluso rezar, pero ¿para qué? Su madre había rezado y Dios no la había escuchado. Aunque tal vez sí. A lo mejor su madre solo había rezado por Vera, y no por sí misma.

En 1935, Vera tenía ocho años y estaba postrada en la cama enferma de difteria. El médico le había sugerido a su madre que contratara los servicios de una enfermera puesto que cualquier contacto con su hija podía contagiarla. Su madre había declinado educadamente la propuesta.

Finalmente, después de casi un mes, desapareció aquella sensación de como si estuvieran estrangulándola, y decidió levantarse. Cuando se dirigía a la biblioteca para ir a buscar su libro infantil favorito en alemán, Der Struwwelpeter, pasó por delante del dormitorio de sus padres, que tenía la puerta abierta, y vio a su madre arrodillada y con las manos entrelazadas.

—¡Vera! —exclamó—. ¿Qué haces levantada?

—Iba a buscar Der Struwwelpeter —dijo Vera, entrando en la habitación—. ¿Y tú qué estabas haciendo?

—Manteniendo una conversación con Dios.

—¿Una conversación? —se extrañó Vera.

—El trabajo de Dios consiste en escuchar —le explicó su madre—. Del mismo modo que el trabajo de tu padre consiste en ayudar a sus clientes en cuestiones legales y el mío en planchar la ropa y preparar el gulash.

En la sinagoga, el rabino le había dicho a Vera que rezara, pero nunca le había hablado de que Dios podía responderle.

—¿Y si Dios no está ahí para escuchar? —preguntó Vera, preocupada—. Como le sucede a papá cuando está resfriado y no puede ir a la oficina.

—Esa es precisamente la diferencia con Dios. Lleva escuchando miles de años. —Señaló la bata floreada de Vera—. Hace unos días, no podías ni incorporarte y hoy, mira, te has abrochado tú sola la bata y has salido a caminar al pasillo.

—¿Le estabas hablando de mí? —preguntó Vera.

—¿Y de quién querrías que le hablara, si no? —replicó su madre.

—Si yo hablase con Dios, le preguntaría si la perra de Edith va a tener cachorritos o si simplemente es que está gorda, y también si la profesora de historia será más simpática cuando se haya casado —reflexionó Vera—. La semana pasada, su prometido se olvidó de mandarle flores y daba más miedo que el villano más aterrador de Der Struwwelpeter.

Su madre la estrechó en un abrazo. Cuando la soltó, Vera vio que estaba llorando y riendo al mismo tiempo.

—Dios entiende perfectamente bien por qué una madre solo le habla sobre sus hijos. —Le dio la mano a Vera para acompañarla a la biblioteca—. Porque Dios es el padre de todos nosotros.

Ojalá hubiese encontrado la manera de ayudar a su madre. Y ojalá Anton hubiera entendido que lo quería tanto que su amor estaba por encima de la posibilidad de tener hijos. Las respuestas no llegaban y por eso permanecía despierta durante horas, mirando el techo de la habitación de la pensione.

Después de dejar que Vera se compadeciese de sí misma durante unos días, Edith insistió en que la acompañara abajo. A regañadientes, Vera se vistió, se peinó y se sentó con Edith para comer los espaguetis a la boloñesa que les había preparado Rosa.

Con la embajada cerrada, Vera tenía que encontrar un nuevo trabajo y aceptó la oferta que le hizo Leo para trabajar como dependienta en su joyería. Desde la mañana hasta la noche se dedicaba a enseñar diamantes y rubíes a jóvenes ilusionados que pagaban con fajos de liras obtenidas en el mercado negro y salían del establecimiento con estuches de terciopelo y enormes sonrisas.

Unos días después, Vera estaba sentada delante del tocador de la habitación, en la pensione de la signora Rosa, cepillándose el pelo. Oyó pasos, y al instante apareció Edith en la puerta.

—No estás vestida —dijo, entrando en la habitación—. Tenemos a todo el mundo esperando en el restaurante de Paolo.

—Estoy demasiado cansada para salir.

Vera se encogió de hombros, dejó el cepillo y se tumbó en la cama.

—¿Cuántas noches me insististe tú para que saliera a tomar un granizado de café o un helado cuando lo único que me apetecía era quedarme en la cama y taparme la cabeza con la almohada? —preguntó Edith.

—Eso era distinto —dijo Vera.

—¿Porque Stefan está muerto? Ten claro que Anton tampoco va a volver —le recordó Edith—. Paolo ha preparado un risotto de marisco y Marcus tiene el último ejemplar del Vogue americano. Nos entretendremos babeando un rato con los nuevos diseños de Mainbocher y Norman Norell.

Desde que Marcus había reconocido sus sentimientos hacia Leo, Edith y él eran más amigos que nunca. Pasaban los sábados por la tarde en el cine viendo películas americanas subtituladas en italiano. Paseaban por los mercadillos en busca de la blusa perfecta para Edith y consagraban horas a hojear revistas de moda.

—Iré —dijo Vera, cediendo—. Pero si sigo comiendo los pasteles de chocolate de Paolo pronto no cabré en mis vestidos.

—Las dos mujeres más bellas de Nápoles. —A su llegada al restaurante, Paolo las recibió con un beso en ambas mejillas—. Al final os he preparado ziti a la boloñesa con albahaca y orégano.

—Anthony Guido ha devuelto el anillo de compromiso que le vendiste —dijo Leo, dirigiéndose a Vera—. Y me ha dicho que ha roto con su prometida porque se ha enamorado de ti.

—Eso es ridículo. ¡Si apenas he hablado con él! —exclamó Vera—. Ni siquiera sabe cómo me llamo.

—La verdad es que creo que quien lo ha dejado correr es su prometida —reconoció Leo—. Pero, si sales con él, a lo mejor se queda el anillo.

—A Vera le estás pagando un sueldo irrisorio —dijo Paolo, dándole una palmada a Leo en el hombro—. Solo faltaría ahora que tuviese que salir con tus clientes para que así puedas conservarlos.

Tomaron asiento en una mesa redonda y empezaron a comer. Paolo abrió una botella de vino tinto y Marco hizo circular el ejemplar del Vogue americano.

Vera empezó a hojear la revista y a admirar a las mujeres que lucían vestidos tubo de seda y de corte imperio. Se paró al ver un anuncio a toda página de un hotel en Central Park. En la fotografía, aparecía un portero uniformado delante de una puerta giratoria de color dorado y en el pie de foto podía leerse:

HOTELES WIGHT

Su casa lejos de casa en Nueva York y Boston.

Servicio de cinco estrellas desde la misma puerta.

—¡Es el hotel de Anton! —exclamó Vera.

Se levantó y empezó a deambular de un lado a otro del restaurante. Viajaría a Nueva York y le pediría al padre de Anton que la ayudara a localizarlo. Harry Wight tenía que saber dónde estaba su hijo. Anton jamás rompería los vínculos con su familia.

—Voy a ir a Nueva York a ver al padre de Anton —anunció, girándose hacia Edith. Su mirada era brillante y la emoción le recorría todo el cuerpo—. No sé por qué no lo he pensado antes.

Edith hizo un ademán desdeñoso.

—No puedes ir a América así de repente. ¿Cómo piensas pagar el pasaje?

—Tengo cien liras ahorradas —dijo Vera—. Iré a la oficina de la naviera Cunard a preguntar el precio del pasaje.

—Los refugiados no pueden entrar en Estados Unidos a no ser que tengan alguien que los avale —la interrumpió Paolo—. Mi primo se enamoró de una enfermera norteamericana e iban a casarse. Pero, cuando llegó a la isla de Ellis, ella no se presentó. Las autoridades lo mandaron de vuelta en el primer barco.

Al oír las palabras de Paolo las esperanzas de Vera se desinflaron por un momento. Harry Wight nunca había escrito a Anton mientras su hijo estaba en Nápoles. ¿Y si no sabía nada sobre ella? Pero entonces recordó que Anton le había enviado un telegrama a su padre antes de proponerle matrimonio, para pedirle el anillo de su abuela. Por otro lado, no podía acudir a su madre. Margaret Wight se alegraría de que Anton se olvidara de su refugiada húngara. El padre era su única oportunidad.

—No me queda otra elección. —Se sentó de nuevo y notó que tenía la garganta seca. Apuró su vino y dejó la copa en la mesa—. Tengo que intentarlo.

Tres semanas más tarde, Vera estaba en la joyería, limpiando la superficie de cristal del mostrador. Paolo había intentado utilizar sus contactos para encontrarle una persona dispuesta a avalarla, pero hasta el momento había fracasado. Vera estaba ahorrando a diario todo el dinero que ganaba. Pero no estaba ni de lejos lista para emprender viaje a Nueva York.

—¡Mira!

Edith entró corriendo en la tienda con un ejemplar del New York Times en la mano. Llevaba también una revista bajo el brazo.

—¿Desde cuándo lees tú periódicos en inglés? —preguntó Vera.

—Página seis, tercera columna.

Edith le pasó el periódico.

Había una fotografía de un anciano, con el pelo gris y las cejas muy tupidas. Debajo había otra, borrosa, de dos chicas. Era la foto que Marcus les había hecho cuando llegaron a Nápoles.

—¿Y esto qué es? —preguntó Vera.

—Léelo en voz alta —dijo Edith, en tono apremiante.

—«El filántropo millonario Samuel Rothschild dará su aval a las bellezas húngaras».

Vera dejó de leer y sofocó un grito.

—Lee todo el artículo —insistió Edith.

Samuel Rothschild conoció la dura historia de las dos bellas refugiadas húngaras a través de las páginas de la revista LIFE. Vera Frankel y Edith Ban saltaron del tren que las llevaba junto a sus madres a Auschwitz. Con la ayuda de una pareja austriaca, permanecieron ocultas durante un año en el granero de su granja, albergando esperanzas de poder reencontrarse con sus padres. Pero las madres murieron en Auschwitz y los padres no volvieron jamás a su casa en Budapest.

Las dos bellezas, de diecinueve años de edad, consiguieron llegar a Nápoles, donde Vera trabaja como dependienta en una joyería y Edith de costurera. Pasan los fines de semana en el cine, soñando con viajar a América. Les gustaría instalarse en Nueva York, donde Edith querría trabajar como diseñadora de moda y Vera aspira a ser dramaturga.

«Cuando vi las fotografías de estas dos jóvenes, supe que tenía que ayudarlas —declaró el señor Rothschild en una entrevista concedida al Times—. Me parece increíblemente valiente vivir una tragedia de este calibre a tan tierna edad y seguir teniendo aún aspiraciones. Hace cincuenta años, yo mismo llegué a la isla de Ellis después de haber perdido a mis padres en los pogromos. ¿Quién se habría imaginado que un niño esquelético de doce años de edad podría acabar siendo propietario de bancos y grandes almacenes? Este país se construyó con refugiados con grandes sueños, y Gilda y yo queremos ayudar a estas jóvenes a alcanzar sus objetivos. Zarparán a bordo del Queen Elizabeth y mi esposa y yo estaremos esperándolas en los muelles de Nueva York».

—No entiendo nada. No he visto nunca ese artículo de la revista LIFE que mencionan aquí. —Vera dejó el periódico—. ¿Quién les dijo que queríamos ir a Nueva York?

—Marcus llamó a ese amigo que tiene que trabaja en LIFE y le pidió que escribiera el artículo —le explicó Edith, pasándole la revista que tenía bajo el brazo—. Salió hace un mes, pero el amigo de Marcus se la envió por correo marítimo. Acaba de llegar.

Vera miró por encima las fotos y por un momento se olvidó de la oferta de Samuel Rothschild. Se fijó en la primera fotografía que Marcus les tomó a Edith y a ella cuando llegaron a Nápoles. Estaban compartiendo un helado y parecían un par de colegialas, con un aspecto joven y despreocupado. Pasó la página y vio otra foto donde aparecían también las dos, esta vez tomando un café justo el día después de regresar ella de Capri. Su forma de sentarse y aquella media sonrisa evidenciaban una nueva femineidad, como si Vera estuviese guardando un secreto maravilloso.

—No sabía que Marcus había hecho todas estas fotos —comentó Vera con incredulidad—. Parecemos estrellas de cine y la verdad es que Nápoles es un plató increíble.

—Ya te dije que Marcus tenía mucho talento. Y se le ocurrió además la idea de enviar el artículo de la revista LIFE a un reportero del New York Times con la esperanza de que alguna persona influyente lo leyera. A los americanos les encanta ayudar a los refugiados europeos. Les hace sentirse menos culpables de que los alemanes nos estuvieran matando mientras ellos saboreaban exquisitos platos de pescado gefilte en sus lujosos apartamentos de la Quinta Avenida.

En las últimas semanas, Edith había cambiado. Llevaba vestidos ceñidos y se pintaba los labios de rojo. El miedo de su mirada había desaparecido y mostraba una expresión de confianza en sí misma completamente nueva. Era como si hubiera florecido mientras su amiga se iba quedando en nada.

Vera dobló la revista LIFE y volvió a fijar su atención en el New York Times.

—No podemos aceptar la ayuda de un desconocido —protestó, leyendo de nuevo el artículo—. ¿Y si espera alguna cosa a cambio?

—Tiene sesenta y dos años, no creo que ande buscando mantenidas —replicó Edith, riendo—. Nos ha enviado dos pasajes de primera clase para el Queen Elizabeth. Marcus me ha contado todos los detalles. Al parecer, Sam Rothschild envió los pasajes por correo a la revista LIFE pidiéndoles que se pusieran en contacto con el fotógrafo napolitano para localizarnos. Nos sentaremos a la mesa con el capitán y comeremos filet mignon y tartaletas de fresas.

—¿Y qué pasa con los vestidos que estás diseñando para Maria? ¿Y con lo del apartamento en Roma?

—¿Crees que en Nueva York no hay mujeres de la alta sociedad y actrices? —Edith hizo un gesto desdeñoso con la mano—. He leído que Katharine Hepburn está actuando en Broadway. Y a lo mejor conocemos a Rosalind Russell y a Joan Crawford.

—Aquí estás empezando a ser conocida —replicó Vera—. En Nueva York debe de haber centenares de modistas.

—¿Te acuerdas de cuando saltamos del tren? Yo estaba tan agotada que lo único que quería era tumbarme allí, entre los arbustos, y descansar. Tú me obligaste a levantarme y a andar diez kilómetros hasta la granja de los Dunkel. No me soltaste de la mano hasta que estuvimos sanas y salvas en el granero —argumentó Edith—. ¿Y si resulta que llegas a Nueva York y no logras hablar con el padre de Anton? Ten por seguro que yo estaré a tu lado hasta que consigas encontrarlo.

Vera se giró para que Edith no pudiera ver la emoción que reflejaba su cara. Cuando estaban juntas, era como si Edith y ella fueran dos chicas viviendo una gran aventura, no un par de huérfanas solas en el mundo.

—Con el dinero que tengo ahorrado podemos comprar regalos para Marcus, Paolo y Rosa. —Vera dobló el trapo con el que había estado limpiando—. Y si nos sobra algo, nos compraremos medias y perfume. No podemos pasear por la cubierta de primera clase del Queen Elizabeth con las medias llenas de carreras.

—Los transatlánticos, además, están llenos de gente famosa. ¿Y si conocemos a Vivien Leigh y quiere que le diseñe el vestido para los Óscar? —A Edith le brillaban los ojos y no podía parar de reír—. ¿O si Gene Kelly nos pide que bailemos con él?

Vera y Edith salieron de la tienda justo en el momento en que un oficial cruzaba la calle. Cuando se giró y miró a Vera, se le encogió el corazón. El único hombre del mundo con quien deseaba bailar era Anton.