9

Enero de 1947

Vera entró en el camarote del Queen Elizabeth y acarició con la punta de los dedos la superficie del armario de inspiración oriental. Todo aquello le parecía excesivo: los criados uniformados que les habían entregado las maletas, las paredes cubiertas con paneles de madera, el mobiliario tapizado con terciopelo y la bandeja de plata, con una caja de bombones de chocolate suizo y una nota escrita personalmente por el capitán.

Vera se quitó los guantes y se la leyó en voz alta a Edith:

Queridas señorita Frankel y señorita Ban:

Los oficiales y la tripulación les dan la bienvenida a bordo del Queen Elizabeth. No duden, por favor, en solicitar nuestra ayuda para lo que necesiten. El señor Rothschild nos ha dado órdenes expresas de hacer que su travesía sea lo más placentera posible. Espero con impaciencia conocerlas esta noche en la mesa del capitán.

Atentamente,

capitán Gordon James

—¿Has visto la pista para jugar al tejo? —Edith se apoltronó en el sofá de dos plazas—. ¿Y el salón de belleza? Creo que voy a ir a que me corten el pelo y me hagan la manicura.

—Tranquila, tómatelo con más calma —repuso Vera, riendo—. Tenemos ocho días; ni siquiera hemos salido de puerto.

—Nueva York será fabuloso —dijo Edith, eufórica—. Voy a conocer un millonario y a enamorarme locamente de él.

—Tenía entendido que no querías saber nada de hombres —comentó Vera—. Que ibas a concentrarte en tu carrera profesional.

—Eso fue antes de ver tantos americanos atractivos. — Edith suspiró—. ¿Los has visto en la pasarela? Todos son rubios, con dientes blanquísimos y hablan con acento americano.

En aquel momento, sonó la sirena y el barco se balanceó bajo sus pies.

—¡Nos vamos! —Vera cogió sus guantes—. ¡Corre! ¡Vamos a cubierta a decirle adiós a Nápoles!

Edith cogió una trufa de chocolate y consultó un papel.

—Prefiero quedarme aquí y leer bien el programa. No quiero perderme ni un torneo de tejo ni una partida de bridge.

Vera no había visto tanta gente feliz desde antes de la guerra. Las mujeres iban vestidas a la última moda y los hombres lucían americanas de corte exquisito y pantalones de sarga. Niñas con vestiditos de seda y niños con trajecito de marinero correteaban por la cubierta y se asomaban por encima de la barandilla.

Inspiró profundamente el aire del mar y pensó en Gina y la signora Rosa. Les había resultado muy duro despedirse de Rosa, una mujer que había sido tan buena con ellas. La noche antes de su partida, Rosa había invitado a Marcus y Paolo a cenar, y habían comido fettuccine a la boloñesa y se habían bebido entre todos la botella de vino que Paolo había traído del restaurante. A Vera le había costado mucho contener las lágrimas. Había sido como una madre para ellas y echaría de menos la salita siempre llena de flores y su rostro risueño en la cocina. Rosa había insistido en llenarles la maleta de guantes y medias y le había hecho prometer a Vera que le comunicarían su dirección tan pronto llegaran a Nueva York.

Y despedirse de Gina había sido igual de duro. Gina era el último vínculo que le quedaba a Vera con Anton y le resultaba imposible pensar en ella sin recordar los platos maravillosos que les dejaba preparados en la encimera de la cocina. Recordaba a la perfección la noche en que Gina la ayudó a prepararse para su primera cena con Anton y cómo la consoló después de que leyera su carta de despedida.

Vera le había prometido a Gina que enviaría a sus hijas unas muñecas de alguna de las grandes jugueterías de Manhattan y Gina había insistido en que se llevara algún vestido de noche de la condesa Mezzi. Incluso despedirse de Paolo había sido difícil. Aquella misma mañana, antes de partir, se había presentado con un frasquito de perfume para cada una y les había dicho que esperaba verlas pronto en la portada de LIFE con el titular: «Dos bellezas húngaras conquistan Nueva York». Al único al que no le importaba verlas partir era a Marcus. Las había despedido desde el muelle y les había dicho que pronto se haría rico con sus fotografías y viajaría a Nueva York, donde celebrarían su reencuentro con una cena en el Stork Club.

El lujo del transatlántico le recordó a Vera la única ocasión en la que se había alojado con su familia en un hotel elegante. En 1941, sus padres reservaron cinco noches en el Grand Hotel de Isla Margarita. Y le dieron permiso a Vera para invitar a Edith y disfrutar, de ese modo, de los mejores cinco días de su vida. Pero incluso entonces, por mucho que la guerra estuviera limitada a los titulares de los periódicos y las noticias de la radio, intuía que algo iba terriblemente mal.

Vera ya conocía Isla Margarita, situada en medio del Danubio, el río que separaba Buda de Pest. Había pasado allí algún que otro domingo con su madre, escuchando música o paseando por sus parques. Pero hospedarse en el Grand Hotel era un lujo inimaginable. Desde el exterior, el hotel parecía un palacio. Y la habitación que les dieron a Edith y Vera tenía una cama con dosel y un cuarto de baño con grifería de oro.

—¿Te has fijado en la familia que se aloja en la suite de al lado? —preguntó Vera, saltando sobre la cama para comprobar si el colchón era blando—. Tenían una niñera para cada niño. Yo no sabría qué hacer con una niñera.

—Podrías pedirle que le enviara tus cartas de amor al niño del otro extremo del pasillo.

Edith estaba sentada junto a la ventana. Abajo, en un pabellón, los huéspedes pasaban el rato a la sombra y bebiendo granizados de café con nata.

—¿Por qué perder el tiempo en chicos cuando hay tantas cosas que hacer? —replicó Vera—. En el hotel hay caballerizas y una pista de tenis. Aún no entiendo por qué hemos venido. Mis padres nunca habían estado en un lugar así.

—A lo mejor es que quieren buscarte un pretendiente idóneo —sugirió Edith—. ¿Sabías que Shirley Temple se alojó aquí después de filmar La pequeña princesa? Lo más seguro es que también se sentara ahí abajo —señaló el pabellón— y que se entretuviera comiendo un bizcocho mientras leía las cartas de amor de sus enamorados.

Shirley Temple era solo un año menor que ellas y ambas soñaban con poder tener su estilo de vida. Edith incluso le había cogido un día las tenacillas a su madre para rizarse el pelo igual que la actriz.

—¡Somos demasiado jóvenes para tener pretendientes! Y, además, mis padres quieren que vaya a la universidad. —Vera examinó con detalle la colcha dorada—. Mi padre debe de haber robado un banco para permitirse esto.

—Intentar averiguar por qué estamos aquí no tiene sentido. —Edith se levantó de un brinco—. Vamos a la piscina. Pediremos refrescos y esperaremos a que nos salude alguna estrella de cine.

Se lo pasaron estupendamente nadando y paseando en bicicleta y no fue hasta que se dispusieron a prepararse para la cena que Vera empezó a preocuparse.

—Mis padres se han pasado toda la tarde en los baños termales. ¿Y si resulta que mi padre está enfermo y no quieren contármelo? —dijo Vera con el entrecejo fruncido, mientras se anudaba el fajín del vestido.

—Reserva tu imaginación para tus historias y vayamos a cenar —contestó Edith, dejando el cepillo en el tocador—. Con tanto ejercicio, estoy muerta de hambre.

El salón comedor tenía el techo abovedado y a través de unos peldaños se accedía a la zona donde estaban dispuestas las mesas. Había jarrones plateados con plantas de interior y una jaula enorme llena de pájaros.

El maître se acercó cuando apenas llevaban sentados a la mesa unos instantes y le dijo algo al oído al padre de Vera, que miró entonces de reojo una mesa llena de oficiales alemanes y se levantó.

—Esta noche cenaremos en las habitaciones —anunció. Y, dirigiéndose a Vera, añadió—: Edith y tú podéis pedir lo que os apetezca y comer en la cama.

—Pero si nos hemos vestido para bajar a cenar aquí —dijo Vera, sorprendida. Había visto soldados alemanes en Budapest pero, hasta el momento, nadie les había molestado.

—Me parece una idea estupenda. Me duele la cabeza de pasar tanto tiempo en remojo en los baños termales. —La madre de Vera se levantó también y cogió la mano de su marido—. Vamos, estaremos mucho más cómodos en nuestras habitaciones.

Edith regresó a la habitación que compartía con Vera y esta siguió los pasos de sus padres por el pasillo.

—Quiero saber qué está pasando —dijo, entrando detrás de ellos en su habitación, que era más grande que la que ella y Edith ocupaban, con una salita aparte y un balcón desde el que se dominaba el jardín.

—Ya has visto al maître hablando con tu padre —repuso la madre de Vera, mientras se empezaba a retirar los pasadores del pelo—. Al parecer, ha habido un error con las reservas de mesas. Cenaremos en el comedor otra noche.

—Me refiero a qué está pasando con todo —insistió Vera, furiosa, sentándose en la cama con dosel—. En primer lugar, nos alojamos en un hotel que frecuentan estrellas de cine, luego reservamos para cenar en el restaurante, donde cualquier cosa de la carta cuesta más que la sección entera de alimentos secos de la tienda de Moshe, y, luego, nos vamos de allí sin ninguna explicación. ¿Has robado un banco y tienes miedo de que vengan a por ti?

—Una señorita jamás debería hacer comentarios sobre los precios de la carta —murmuró Alice, retirándose el carmín de los labios.

—Nos hemos marchado por culpa de los oficiales alemanes de la mesa de al lado.

Vera se giró rápidamente hacia su padre.

—¿Pero qué te han hecho? ¿Y por qué estamos en Isla Margarita?

Lawrence cogió la mano de su esposa y tiró de ella para sentarse los dos en el sofá que había delante de la cama.

—Los oficiales alemanes no querían comer en la misma sala que unos judíos. —Lawrence miró hacia el suelo—. Y hemos venido aquí porque tengo que ausentarme una temporada. Y quería que mi familia disfrutase antes de unas vacaciones.

Vera miró a su padre y a su madre, desesperada. Ahora sí que estaba totalmente convencida: su padre tenía una enfermedad grave. Fingirían que tenía que ausentarse cuando en realidad iba a ingresar en el hospital.

—Dime la verdad. ¿Estás enfermo? —preguntó.

Lawrence miró a Vera como si estuviese preguntándose si era ya lo bastante mayor como para conocer la verdad. Dejó caer los hombros y movió la cabeza en un gesto de negación.

—No estoy enfermo. Pero me mandan a un campo de trabajo.

Vera había oído hablar de los campos de trabajo. En Hungría, los hombres judíos no estaban autorizados a servir en el ejército y por eso los forzaban a ingresar en campos de trabajo. Los alojaban en dormitorios que parecían latas de sardinas y los obligaban a cavar zanjas y a trabajar en fábricas sin darles apenas de comer.

—Pero tienes una familia, y un bufete de abogados —argumentó Vera.

Notó que se le tensaba la voz, que su piel se cubría con un sudor pegajoso. Su padre no era un hombre robusto ni fuerte físicamente; sería incapaz de cargar ladrillos todo el día sin desmayarse.

—Todo irá bien. —Lawrence se acercó a la mesita de noche y le entregó un libro a Vera—. He marcado este ejemplar de Ulises con notas para que lo estudies durante mi ausencia.

Vera aceptó el libro y se dirigió a la puerta. Si sus padres veían que estaba llorando, no haría más que empeorar las cosas.

—Empezaré a leerlo esta misma noche, cuando Edith se haya dormido —dijo, intentando que su voz sonara despreocupada—. ¿De verdad que podemos pedir lo que nos apetezca? Hemos estado paseando en bici toda la tarde y estoy muerta de hambre.

—Pedid lo que os apetezca de la carta del servicio de habitaciones —respondió su padre—. Pero cuidado con el camarero. Un verano estuve trabajando como camarero en un hotel y la mejor parte de aquel trabajo fue, sin duda alguna, el poder conocer chicas guapas.

Vera subió por la escalera a su planta y abrió la puerta de la habitación. Edith estaba en la cama, comiendo una porción de tarta de avellanas.

—¿Dónde te habías metido? Me he cansado de esperar y he pedido la cena —anunció Edith, señalando una mesa perfectamente servida y cubierta con un mantel blanco—. Dijiste que ibas a darles las buenas noches a tus padres y has tardado siglos.

—Mis padres me lo han explicado todo —respondió Vera, preocupada, tumbándose en la cama—. Y es peor de lo que me imaginaba. Van a mandar a mi padre a un campo de trabajos forzados. Y quería hacer algo especial antes de marcharse.

—¿Y por qué tiene que irse ahora? —dijo Edith, soltando el tenedor.

—Ha podido ir retrasándolo, pero el ejército alemán ha invadido Rusia y los alemanes necesitan la mayor cantidad de hombres posible. —Se le había formado un nudo en la garganta—. No puede seguir eludiéndolo por más tiempo.

—No te preocupes, la guerra terminará pronto y tu padre volverá a casa.

—O también podría prolongarse años y mi madre y yo quedarnos solas —replicó Vera, tragando saliva.

—No estás sola, nos tenemos la una a la otra —le garantizó Edith—. Volveremos aquí cuando cumplamos veintiún años y nos alojaremos en la suite más elegante. Para entonces ya estaremos casadas y montaremos a caballo e iremos a bailar. Y si vemos alemanes en el comedor, nuestros maridos les dirán que se marchen —dijo, furiosa—. Si se niegan, los agarrarán por la solapa de la chaqueta y los echarán del salón.

—Tendremos que aprender a caminar con tacones —dijo Vera, descalzándose.

—¿Por qué con tacones? —preguntó Edith.

—Para poder pisotearlos cuando volvamos a nuestras habitaciones. Les hará más daño que si llevamos calzado plano.

Vera ocupó su asiento en la mesa del capitán del Queen Elizabeth y pensó en lo mucho que le habría gustado que sus padres estuviesen con ella. Su padre habría disfrutado con las partidas de ajedrez de la tarde y su madre con los conciertos de la cubierta superior.

—Tenemos cinco tenedores distintos —murmuró Edith, interrumpiendo sus pensamientos—. No me acuerdo de cuál hay que utilizar primero.

Vera contuvo una carcajada y miró a su alrededor. El salón comedor tenía tres pisos, una pista de baile con suelo en blanco y negro y columnas de mármol. En una esquina había un piano de cola y del techo colgaban arañas de cristal.

Edith había convencido a Vera para pasar la tarde en el salón de belleza del barco, donde les habían lavado y peinado el pelo. Al ver su imagen reflejada en el espejo del camarote antes de bajar a cenar, Vera no había podido evitar una sonrisa: parecía Vivien Leigh.

Estaban sentadas a la mesa en compañía del capitán James y varias parejas de cierta edad. Los hombres, con el pelo engominado, hablaban sobre el boom de la construcción y el mercado de valores. Las mujeres, con gargantillas cargadas de diamantes, charlaban sobre Coco Chanel y las casas de moda de París. Vera y Edith, entretanto, se concentraron en sus jugosos filetes y en el vino, tinto y con cuerpo.

Edith se levantó, invitada para ir a bailar, y un hombre de pelo castaño claro se acercó a la mesa. Tendría unos treinta años, ojos marrones y nariz larga.

—¿Me permite? —Tomó asiento en la silla de Edith—. Su amiga es muy buena bailarina.

Vera asintió.

—A Edith le encanta bailar.

—Douglas Bauer. —El hombre le tendió la mano—. Usted debe de ser una de las refugiadas húngaras avaladas por Sam Rothschild.

—¿Cómo lo sabe? —replicó Vera, sorprendida.

—En la mesa del capitán nunca se sienta nadie por debajo de los cincuenta; son ustedes la comidilla del barco —contestó el hombre, con una sonrisa.

Vera se ruborizó.

—Le estamos muy agradecidas al señor Rothschild. Me muero de ganas de conocerlo.

—Sam Rothschild es un hombre inteligente —dijo Douglas—. Las obras de caridad resultan muy útiles cuando a la vez te dedicas a derribar bloques de viviendas de alquiler para construir apartamentos de lujo.

Vera decidió ignorar el tema. No era asunto suyo cómo ganara Sam Rothschild su dinero. Y no podía ponerle objeciones cuando había costeado sus pasajes y las había avalado para viajar a Estados Unidos.

—¿Qué lo ha llevado a Europa? —preguntó Vera.

—Soy periodista y trabajo para la revista Time. —Douglas encendió un cigarrillo—. Estoy escribiendo un artículo sobre la devastación de las capitales europeas después de la guerra: París, Roma, Londres.

—Parece fascinante —murmuró Vera. De pronto, le entraron ganas de marcharse, pero no conseguía llamar la atención de Edith para indicárselo—. Espero que su viaje le haya ido muy bien.

—En el artículo del New York Times se decía que quiere ser escritora —prosiguió Douglas—. Tendría que escribir sobre la guerra. A los lectores les encantan las historias sobre jóvenes bonitas que triunfan sobre las adversidades.

—Mi madre murió en Auschwitz y mi padre jamás regresó del campo de trabajo al que fue destinado —replicó Vera, enojada—. Edith y yo estuvimos un año entero viviendo en un granero gélido y comiendo solamente huevos y sopa. Dudo que a sus lectores les parezca una lectura muy inspiradora.

La mirada de Douglas se dulcificó.

—Lo siento. Tras cinco años de titulares consagrados a la guerra, uno se acaba olvidando del sufrimiento individual. Me resulta imposible imaginar todo lo que deben de haber pasado. Nací en un pequeño pueblo de Míchigan y la única pérdida que he padecido en toda mi vida ha sido la de mi perro.

—Tengo que irme —dijo Vera, empujando la silla para levantarse.

—No era mi intención ofenderla. —Douglas se levantó de golpe—. Si cambia de idea, estaría encantado de leer lo que haya escrito.

Vera permaneció de pie junto al bufé de postres, viendo cómo Edith seguía bailando alegremente en la pista. Tenía una gran facilidad para ser feliz.

Y, entonces, recordó lo que Douglas acababa de decirle y tuvo una idea. Dejó la taza de café en una mesa y se acercó a Edith. Estaba impaciente por volver al camarote.

—Tienes que jugar al tejo —dijo Edith, arreglándose el pelo delante del espejo—. Patrick tiene un amigo y quiere formar un cuarteto.

—¿Cómo puedes jugar al tejo si este barco da unos botes que parece una pelota de playa? —dijo Vera, refunfuñando y levantando la vista de su cuaderno—. De todas maneras, estoy ocupada. Patrick y su amigo tendrán que pelearse por ti.

—Llevas tres días aquí encerrada. —Edith se pintó los labios—. Te has perdido el torneo de bridge y el concurso de baile.

—Ya casi lo tengo acabado —declaró Vera. Puso el capuchón a la estilográfica y volcó toda su atención en Edith—. ¿No crees que estás pasando demasiado tiempo con ese hombre?

—Patrick es miembro de una de las familias más antiguas de Boston. Y, además, tiene los ojos más verdes que he visto en mi vida y creo que está enamorado de mí.

—No sabes nada de él y lo más probable es que en pocos días no vuelvas a verlo más —le recordó Vera.

—¿Tú puedes cruzar el Atlántico para encontrar a un hombre que has conocido solo durante cuatro meses y yo no puedo ni jugar al tejo con un tipo encantador? —protestó Edith.

A Vera le habría gustado responderle que lo suyo era distinto, que era como si conociera a Anton de toda la vida. Pero no le había contado a Edith nada de lo que había sucedido en Capri y temía que averiguara la verdad.

—Ve y diviértete. E intenta no marearte —dijo Vera, claudicando—. No sé cómo eres capaz de andar por la cubierta sin que te entren ganas de vomitar.

Cuando Vera entró en el comedor, vio que Douglas Bauer estaba junto al bufé. Tenía una taza de té en una mano y un platito con tostadas con mermelada en la otra.

—Qué sorpresa más agradable —dijo, radiante—. No la había vuelto a ver desde la cena de la primera noche.

—He estado muy ocupada —contestó Vera.

—¿Le apetecen unas tostadas? —Douglas le pasó el plato—. Creía tener hambre, pero la verdad es que tengo el estómago de una debutante. En cuanto el barco empieza a moverse, pierdo por completo el apetito.

—Me pregunto si hablaba en serio cuando dijo que le gustaría leer lo que escribo —comentó Vera.

—Siempre hablo en serio —respondió Douglas, llenando con leche la taza de porcelana.

—No es más que un primer borrador —señaló con nerviosismo Vera, sacando el cuaderno del bolso—. Pero le estaría muy agradecida si quisiera echarle un vistazo.

—¿Por qué no pasa por mi camarote a las seis y le doy un informe?

—¿Por su camarote? —repitió Vera, arqueando la ceja.

El barco se balanceó y Vera estuvo a punto de chocar contra el hombro de Douglas.

—No pienso volver a salir del camarote hasta que el mar se calme —dijo Douglas, y se secó la frente—. Número treinta y dos, en la Cubierta del Almirante.

—Tienes que venir a cenar con nosotros —le imploró Edith. Llevaba puesto un vestido de seda de color turquesa y se adornaba el cuello con un collar de perlas—. Patrick ha dicho que tiene una sorpresa preparada. A lo mejor nos invita a su casa, en Boston.

—¿De dónde has sacado ese vestido y esas perlas? —preguntó Vera.

Eran casi las seis de la tarde y estaba ansiosa por ir al camarote de Douglas. Aunque tal vez debería enviarle una nota para comunicarle que se encontraba tan mareada que no podía ni salir del suyo.

—Me lo ha comprado Patrick en la tienda de regalos del barco —respondió Edith, suspirando de felicidad—. Ha dicho que, con las perlas, mi piel parece de porcelana. Y no digas nada sobre aceptar regalos de hombres. —Miró fijamente a Vera—. Tengo la sensación de que Patrick es «él».

Vera llamó a la puerta del camarote y miró el reloj. Había estado debatiendo hasta el último minuto qué tenía que hacer y ya eran casi las seis y media. Era posible que Douglas hubiera salido a pasear un poco o que estuviera tomando un cóctel en el Bar del Capitán. La tormenta había pasado y el mar estaba por fin en calma.

Douglas abrió la puerta.

—Por fin. Estaba a punto de darme por vencido y salir a buscar algo de cena. Tengo tanta hambre que podría comerme un caballo.

—Puedo volver en otro momento —repuso Vera, dudando y sintiéndose de repente incómoda. Excepto con Anton, nunca había estado a solas con un hombre en una habitación.

—Pase —dijo Douglas. Se hizo a un lado y le indicó con un gesto que entrara—. Serviré una copa de coñac para cada uno. Suerte que existen las cuentas de gastos; en el Queen Elizabeth solo hay coñac del mejor.

Vera entró y se fijó en la estrecha cama cubierta con una colcha dorada. La mesita estaba llena de revistas y había un cenicero repleto de colillas.

—Pido disculpas por este caos, típico de un solterón. — Douglas vació el cenicero—. Las criadas vienen dos veces al día pero, aun así, consigo que siga pareciendo una pocilga. He leído sus escritos. Veo que presta mucha atención al detalle —continuó, pasándole una copa—. Si fuera a Budapest, estoy seguro de que lograría encontrar su apartamento gracias a sus descripciones.

—Gracias.

Vera asintió y se sentó en el brazo de un sillón.

—Pero no hay dramatismo. —Douglas se rascó la frente—. Es como un diario. Tiene que transmitirle más emoción al lector. Para que el público la aprecie, la escritura debe ir más allá de la vida.

—Entiendo —dijo Vera, muy seria. Se levantó y cogió el cuaderno—. He sido una tonta pensando que soy escritora. Muchas gracias por su tiempo.

Douglas la detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Es usted una escritora maravillosa, pero cualquier narración necesita dramatismo. Es posible que la historia sea demasiado dura para escribirla en estos momentos; tiene que darle tiempo.

La mano de Douglas le rozó la manga y Vera notó que el aliento le olía a licor. De pronto, la cogió por el brazo y la besó.

—¿Pero qué hace? —exclamó, dándole un bofetón y apartándose.

—Besarla.

Douglas sonrió.

—¡No quiero que me bese! —protestó Vera.

—Por supuesto que quiere —replicó Douglas—. Ha venido a mi camarote.

—Porque me ha dicho que leería mis escritos —dijo Vera, tartamudeando.

—Relájese, si no le gusta, no lo volveré a hacer —repuso Douglas riendo—. Permítame que le dé un consejo. Es usted guapa e inteligente, pero tiene que andarse con cuidado con los hombres. Por mucho que digamos, lo que queremos siempre es meternos debajo del vestido de las mujeres.

—Tengo que irme.

Vera abrió la puerta. Marchó corriendo a su camarote y se encerró dentro. Edith estaba cenando con Patrick y el ambiente olía a perfume y a rosas.

El simple hecho de haber aceptado la invitación de Douglas no quería decir que quisiera besarlo. Recordó aquella noche en Capri, cuando llamó a la puerta de la habitación de Anton y lo instó a hacer el amor. Pero aquello era distinto: estaban comprometidos y pensaban pasar toda la vida juntos.

Miró por la ventanilla hacia el exterior, hacia el mar, y recordó un verano, cuando tenía dieciséis años y su madre le explicó cómo había sido el noviazgo con su padre. Al parecer, su padre era increíblemente tímido y, de no haber dado Alice el primer paso, tal vez no habrían llegado a casarse nunca.

Era verano de 1943 y Edith y Stefan llevaban prácticamente un año viéndose en secreto. La madre de Edith adoraba a Stefan, pero su hija temía que pensara que aún era demasiado joven. Vera se ocupaba de distraer a Lily cuando Edith y Stefan pasaban demasiado tiempo a orillas del lago y su amiga volvía a casa con briznas de hierba en el pelo.

Una noche, se había puesto ya el sol y Edith y Stefan seguían sin dar señales de vida. Lily había subido a su habitación, pero la madre de Vera estaba sentada en el porche. Vera se asomó a la ventana, confiando en que Edith apareciera pronto. ¿Cómo explicaría a su vuelta que iba todavía en bañador y se había perdido la cena?

—Ah, estás aquí —le dijo Vera a su madre cuando salió al porche—. He cortado un poco de strudel de cereza. ¿Por qué no vienes conmigo a la cocina y comes un poco?

Alice dejó de lado su costura.

—Ya hemos comido postre y has dicho, además, que estabas llena.

—Es que el strudel de cereza que prepara Lily es irresistible —dijo rápidamente Vera.

—Si lo que pretendes es distraerme para que no me entere de cuándo llega Edith a casa, no es necesario —replicó Alice—. Lily y yo sabemos lo de Stefan y Edith.

—¿Y no le importa? —preguntó Vera.

—Le hace feliz ver que Edith está enamorada —respondió Alice—. Lo que le preocupa es que en la vida de Edith no haya habido ningún hombre desde que su padre se largó con la secretaria.

—Stefan es maravilloso. Trata a Edith como una princesa. —Vera exhaló un suspiro de alivio—. Temíamos que Lily pensara que son demasiado jóvenes.

—La edad no significa nada si se trata de amor —dijo Alice—. Cuando yo conocí a tu padre, acababa de cumplir los diecinueve y nos casamos solo un mes después.

—Eso nunca me lo habías contado.

Vera tomó asiento al lado de su madre.

—Lawrence y sus amigos estaban tomando algo en la terraza de una cafetería de París, justo al lado del lugar donde yo actuaba. Nos preguntaron a unas cuantas bailarinas si nos apetecía sentarnos con ellos y nos tomamos un vermú y reímos todos un buen rato. Luego, me acompañó hasta mi pensión y descubrimos que teníamos muchas cosas en común. La noche siguiente, el grupo volvía a estar allí, pero él apenas me dirigió la palabra. Y la situación siguió igual durante una semana. Sus amigos nos invitaban a sentarnos con ellos cada noche, y cada noche Lawrence me ignoraba. Una vez, le pedí que me acompañara de nuevo a casa. ¡Y nos liamos tanto charlando que incluso pasamos de largo de la pensión sin darnos ni cuenta! Cuando por fin llegamos a la puerta, pensé que iba a besarme. Pero se limitó a saludarme con el sombrero y se marchó.

»Unas noches más tarde, estaba otra vez con sus amigos en la cafetería. Le dije que tenía una cosa urgente que comentarle y quedamos en la puerta del establecimiento. Estuvimos paseando a orillas del Sena y nuestras manos se rozaron. La sensación me resultó más emocionante que la de subirme al escenario. Y, entonces, me paré en medio de la acera y le besé. ¡Se quedó tan sorprendido que casi se le cae el sombrero al río!

»Me explicó que aquella primera noche me había acompañado a casa porque sus amigos habían apostado a que sería incapaz de hacerlo. Me contó que era terriblemente tímido y que se ponía muy nervioso solo de pensar en volver a proponérmelo. Que todas aquellas noches había querido decirme lo que sentía, pero que era como si de pronto se le volviese la lengua de goma. —Se echó a reír—. Le dije que o superaba aquello, o jamás sería capaz de defender a nadie en los tribunales. Una semana más tarde, me propuso matrimonio y un mes después, estábamos casados.

—Nunca me lo habías contado.

Vera intentó imaginarse a sus padres compartiendo su primer beso. Sabía que se habían conocido en París, pero nunca se había parado a pensar en su noviazgo.

—De saberlo, mi madre habría pensado que todo había ido demasiado rápido. Siempre se había imaginado que lo de mi idea de estudiar ballet era simplemente una etapa y que volvería a Budapest y me casaría con un chico que conocía de la escuela hebrea. —Alice sonrió—. En mi caso, fue mejor llevarlo en secreto.

—Me alegro de que Edith tenga a Stefan —comentó Vera, con un gesto de asentimiento—. La hace muy feliz.

—Solo tienes dieciséis años. Tienes muchos años por delante para encontrar al hombre adecuado —dijo Alice, a modo de consejo—. Y, cuando lo encuentres, lo sabrás en el instante en que tus ojos se fijen en él. Eso es lo que tiene el amor de excepcional: no necesita ningún tipo de explicación.

—Confío en que queden chicos de los que poder enamorarse —repuso Vera, pensando en su padre en el campo de trabajo.

—La guerra no puede vencer al amor —sentenció Alice—. El hombre adecuado sabrá encontrarte.

En el camarote del Queen Elizabeth, Vera recordó a Anton en Capri, con su esmoquin blanco. Anton era ese hombre. ¿Y si no conseguía volver a encontrarlo? Y, si lo lograba, ¿querría él casarse con ella, o insistiría en que esperara a que llegara un hombre capaz de darle hijos?