8.

 

Mi hermana melliza se casó con el hermano de mi marido a los veinticinco años. Por eso nos apellidamos igual ella y yo, Ombredanne. Pero ya había estado casada antes. Un matrimonio humillante del que nunca se repuso.

¿No se lo había dicho? ¿No sabía que estuvo casada una primera vez?

Cuando conocimos a Damien y a Jean-François teníamos cuatro años, y ellos, cinco y seis. Por mucho que me remonte en el tiempo, siempre estuve con Damien, nunca nos hemos separado, lo primero que nos unió fue la pasión por los caballos y, en la actualidad, tenemos tres y los domingos vamos a verlos correr en los hipódromos. Nunca hemos sentido el deseo de tener hijos, ni siquiera nos lo planteamos, para nosotros resultaba evidente que viviríamos los dos en pareja. Cuando besé a mi marido por primera vez tenía diecinueve años, era el 1 de enero de 1989, empezamos a vivir juntos al poco tiempo y nos casamos seis años después. Durante toda nuestra infancia y nuestra adolescencia, mi hermana melliza nunca prestó un interés particular al hermano de mi futuro marido, aunque los veíamos a los dos prácticamente todos los fines de semana y durante las vacaciones del colegio.

Una historia sencilla, la de Damien y la mía. Existe una auténtica amistad entre nosotros, aunque pasemos por algún bache, como todas las parejas. No basta con quererse, también hay que tener gustos comunes, llevarse bien, ser amigos. Damien y yo somos amigos. Tenemos los dos caracteres difíciles, pero yo no soy como mi hermana melliza, no estoy al servicio de los demás. Reconozco que soy egoísta. No teníamos para nada el mismo carácter, ella siempre fue más frágil, más frágil, pero también más abnegada, más generosa que yo. Había que ver cómo defendía a los demás en el colegio, cuando era delegada de clase, peleaba como una furia y hasta el final, pero en cambio era incapaz de defenderse a sí misma. Si quieres ser feliz, también tienes que pensar un poco en ti. Eso Bénédicte no lo entendió nunca: pensaba que su felicidad pasaba por la felicidad de los demás. En eso fue en lo que nos diferenciamos siempre, pero esa tendencia se fue acentuando con la edad y llegó al paroxismo en su segundo matrimonio. E igual con sus hijos: les daba mucho, esperaba otro tanto a cambio, invertía mucha energía en su educación, siempre tenían que rendir al máximo; si no, se enfadaba.

Nuestros padres eran agricultores, tenían una explotación grande a unos veinte kilómetros de aquí, en Condé-sur-Marne, que lleva ahora mi primo. A mi padre lo conocían en toda la región por ser un gran profesional. Era muy humano, de izquierdas, comunista, anticlerical. Nuestra madre en cambio, y es como para preguntarse por qué milagro pudo su mutuo amor superar esos desniveles, era católica practicante, pero cristiana en el auténtico sentido de la palabra, como antiguamente, es decir, caritativa; ayudaba a los vecinos de la zona cuando tenían problemas y no conseguían salir adelante solos. Los llevaba en coche al médico, los ayudaba en las gestiones administrativas complicadas que a veces exigían que fuera a abogar por ellos a Reims, al ayuntamiento, a Hacienda o a las cajas de subsidios familiares, cosas que hacía siempre con mucha simpatía y amabilidad. Una mujer admirable, que se preocupaba ante todo de la felicidad del prójimo antes de pensar en sí misma y en su propio bienestar. Exactamente igual que mi hermana melliza, pero mi madre tuvo la suerte de casarse con un hombre que nunca se aprovechó de esas virtudes para tenerla dominada. Yo era más bien como mi padre, aunque debo decir que mi hermana melliza también era muy de izquierdas… pero su filosofía de la vida era de inspiración cristiana, por decirlo de alguna manera. Mis padres formaban una pareja muy equilibrada, cada cual tenía su estilo, pero se completaban. Él era oriundo de Condé-sur-Marne, donde sus padres habían heredado de su familia la granja de la que se hizo cargo e hizo prosperar; y ella, de Reims, de una familia de la burguesía, ya en decadencia, arruinada y desclasada. Tuvo que ir prescindiendo, con el paso de los años, de la mayoría de sus bienes de más envergadura, con la excepción de unas joyas suntuosas, la mayoría antiguas y de valor, que mamá tardó muy poco en legar a sus hijas. De esa herencia me viene este colgante del siglo XVIII, que me encanta, y también esta pulsera; son esmeraldas. ¿Verdad que son preciosas? Me gustan las esmeraldas. Todas recibimos unas cosas muy hermosas. Bénédicte en particular una sortija singular con un ojo pintado a mano en un medallón de esmalte. No sé qué ha hecho su marido con ella. Espero que la conserve para su hija. Sería capaz de ponerla en venta en Drouot.

Los padres de mi marido, parisinos, habían comprado una casa de campo en Condé-sur-Marne, a doscientos metros de la granja. El padre era director de unos grandes almacenes del bulevar de Haussmann; la madre no trabajaba; vivían en el distrito nueve, en la calle de La Tour d’Auvergne. Iban casi todos los fines de semana y los dos hermanos se pasaban la vida en nuestra casa. ¡Ya se imaginará que a dos niños de ciudad la granja y los animales los tenían fascinados! En cuanto llegaban al pueblo, los dos niños se iban corriendo a la granja donde los estábamos esperando nosotras para jugar. Nos íbamos a pasear por el campo, jugábamos junto al canal, hacíamos batallas de manzanas, jugábamos al escondite, dábamos de comer a los animales del corral, íbamos a ver a los terneros recién nacidos. Como nosotros dos (mi futuro marido y yo) estábamos enamorados, éramos el eje del cuarteto; mi hermana melliza y el hermano de mi futuro marido no tenían en realidad más que relaciones superficiales de niños que juegan juntos los fines de semana, sin más. Dicho de otra manera, su hermano iba con mi futuro marido a la granja para no quedarse solo en casa de sus padres y aburrirse, pero Damien venía a verme a mí… y su hermano iba detrás. Mi hermana melliza, que se pasaba el tiempo conmigo, veía, pues, que se presentaban en casa esos dos parisinos, de los cuales uno era el novio de su hermana y el otro el hermano pequeño de ese novio. Pero Jean-François siempre fue a remolque, siempre fue la pieza que estaba de más, no estaba con nosotros por que nos apeteciera en especial su compañía o por que su personalidad justificase que se le cobrara apego. ¿Entiende? Por lo demás, nosotras, chiquillas de campo, inteligentes y avispadas, enredadoras, traviesas, no perdíamos ocasión de reírnos de él, teníamos siempre tendencia a ponerlo en ridículo. Era flaco y torpe, tímido, miedoso, envarado, susceptible. Nunca sabía a qué atenerse. Se ofendía por todo y había que consolarlo con frases embusteras de disculpa que le soltábamos tan panchas y riéndonos por lo bajo, para que dejase de estar enfurruñado o de llorar. Muchas veces era algo así como un peso muerto. Me acuerdo de que le quedaban desbocadas las botas, es un detalle que no se me ha olvidado. Siempre se estaba quejando de que lo dábamos de lado; sospechábamos que se retrasaba aposta para comprobar que, efectivamente, nos íbamos sin esperarlo y poder quejarse luego. Ya ve qué forma de ser tan retorcida. Le daba miedo subirse a los árboles. Se negaba a desobedecer las prohibiciones de sus padres aventurándose a demasiada distancia del pueblo, como hacíamos a veces, con él o, en última instancia, sin él, a pie o en bicicleta. No se atrevía a saltar desde lo alto de las tapias mientras que nosotras, mi hermana melliza y yo, nos tirábamos al vacío. Andábamos por las zarzas, no nos daba miedo arañarnos las piernas, no nos asustaba la sangre, todo lo contrario de él, que se caía redondo en cuanto veía una herida. Mi hermana melliza y yo teníamos tirachinas y pescábamos en el río, nos metíamos en el agua sin temor a tener los calcetines húmedos dentro de las botas. Él, no. Siempre desfasado, nunca conforme, brindando una resistencia, una resistencia continua, interior, pero también física con su lentitud, sus reticencias, sus temores, una resistencia que nos frenaba los impulsos, cosa que nos irritaba. Pero, en fin, allí estaba, era el hermano de mi futuro marido, jugábamos con él; tampoco resultaba tan desagradable tener que soportar su presencia, no exageremos.

Damien y Jean-François, en cuanto llegaban a Condé-sur-Marne los viernes a última hora de la tarde, iban corriendo a la granja para pasarse allí todo el fin de semana: encontraban en casa una calidez humana que no tenían en la suya. Sus padres, protestantes, eran rígidos y severos, ni pizca de expansivos… si es que puede decirse algo así de un hombre a quien, literalmente, obsesionaban la cifra de beneficios de sus grandes almacenes del bulevar de Haussmann. Para él solo contaban el trabajo, la disciplina, el respeto por los principios y el triunfo social. No lo critico, me limito a decir que era una cultura diferente a la nuestra… pero, puestos a escoger, prefiero a los católicos, tan amigos de lo placentero, mejor que los protestantes que me parecen de una rigidez letal. En esa familia no se tocaban, no se besaban, guardaban siempre las distancias. Si mi madre, durante una conversación, le ponía la mano en el antebrazo a la madre de Damien, sin intención, para reforzar una idea de pasada en una frase, se sobresaltaba como si le hubieran puesto en la piel un hierro al rojo… cosa que ofendía mucho a mi madre. A los niños no los dejaban toser e incluso hoy en día, si me da un ataque de tos, mi marido me dice siempre deja de toser, no te fuerces, me doy cuenta perfectamente de que fuerzas la tos. Siendo así que toser es algo natural, ¿no? A los padres, a los dos, los obsesionaba la limpieza: teníamos que quitarnos los zapatos cuando íbamos a su casa y andar de un lado para otro patinando por el parqué con unas bayetas, incluso en el campo. No había que mancharse. Estaba la ropa que se llevaba en la casa o en el piso y la ropa que se llevaba fuera de la casa o del piso. Cuando volvían a casa, los niños tenían que cambiarse para ponerse la ropa que era costumbre llevar dentro, y cuando salían, tenían que ponerse la ropa que solían llevar fuera. De locos, ¿no? Esa rigidez que no admitía ninguna infracción me la encuentro a veces, mitigada, en mi marido y no puedo bajar la guardia ni, sobre todo, dudar en llamarlo al orden cuando, en algunas circunstancias, la educación que le dieron vuelve por sus fueros. Es tan reservado como sus padres, habla poco, no hace confidencias, se guarda las impresiones. Le da demasiada importancia a lo racional, le busca tres pies al gato con razonamientos meticulosos siempre que cree que él tiene razón y yo no la tengo en algún asunto que le parezca fundamental… considera entonces que soy una mujer sin estructuras, entregada a la inconcreción de su forma de ser aleatoria y carente de lógica. Jean-François, el marido de mi hermana melliza, tenía exactamente los mismos defectos, pero enfermizos, irreductibles, lindando con la locura.

El primer marido de mi hermana melliza codiciaba la granja de nuestros padres. Solo se trataba con hijos de agricultores y, por cierto, fue a través de unos amigos comunes como la conoció en una velada en Châlons-sur-Marne, no muy lejos de aquí. Estudiaba para agrónomo y soñaba con dirigir una explotación agrícola. Pero nadie había supuesto que se casaba con Bénédicte solo para poder quedarse con la granja de nuestros padres.

Mi hermana melliza gustaba a los chicos; era alegre y rebosaba vida, le encantaba divertirse y ese toque aventurero e intrépido que tenía a veces los atraía. Ningún parecido con la Bénédicte en que se convirtió más adelante ni con la que conoció usted, Éric. Por entonces se llevaba a los chicos de calle; rompía muchos corazones, nunca estaba mucho tiempo con el mismo. Me acuerdo de un tal Rémi, enamorado hasta las trancas, al que dejó después de estar coqueteando con él dos semanas, y eso que era perfecto se lo mirara por donde se lo mirara. Le dije: pero, vamos a ver, ¿cómo se te ocurre dejar plantado a este pobre chico? Estaba la mar de bien. ¿Estás loca o qué? Si he de decir la verdad, nunca entendí muy bien las elecciones sentimentales de mi hermana melliza. Por ejemplo, cuando empezaron a salir, no conseguía explicarme por qué razón seguía tanto tiempo con ese Olivier del que se había enamoriscado (y que finalmente iba a convertirse en su primer marido) y eso que no era ni más guapo ni más inteligente que ninguno de los otros chicos con los que había salido brevemente hasta entonces. Estaba en preuniversitario en Reims, en el liceo Jean-Jaurès. Estábamos en 1989, todavía vivía en casa y era mamá quien la llevaba todas las mañanas, al alba, a Reims en coche y quien, todas las noches, iba a buscarla a la salida del liceo. Durante ese año de preuniversitario estaba claramente emparejada con Olivier, que le sacaba tres años y estaba terminando en Amiens la carrera de Agronomía; se veían todos los fines de semana en Condé-sur-Marne y durante las vacaciones escolares. Mis padres, por muy tolerantes que fueran, no estaban por la labor de aceptar que sus mellizas se acostasen con chicos bajo el mismo techo que ellos, así que casi siempre los sábados por la noche dormían en casa de alguna de las amigas de Bénédicte. Igual que yo perdí la virginidad con mi futuro marido a los diecinueve años, mi hermana melliza perdió su virginidad exactamente a la misma edad con el Olivier ese tan nefasto a quien había conocido en una fiesta. Se lo pasaban muy bien; él tenía un DS y se iban los sábados por la noche de juerga a un sitio o a otro con unos amigos. Recuerdo un día de otoño en que habían pasado por la granja antes de ir a un baile de disfraces. No me acuerdo ya de dónde había sacado mi hermana melliza el vestido, pero la vimos llegar disfrazada de marquesa, con un vestido de tafetán púrpura con falda bajera de crinolina cuyo roce era ya de por sí un ruido arrobador (me acuerdo de ese detalle); le costó muchísimo, por lo que abultaba el vestido, meterse en el DS aparcado en el patio de la granja; se reía y hacía reír, en torno, a todos los que la habían acompañado a casa para tomar una copa de champán a la que invitaba nuestra madre; a nuestra madre le encantaba la juventud y recibir en su casa a los jóvenes. Es un recuerdo maravilloso. Eran unos doce, repartidos en tres coches, y reían, bromeaban, todo era alegre y trepidante; Bénédicte estaba radiante con aquel sublime vestido púrpura. A todo el mundo le encantaba la pareja que hacían mi hermana melliza y Olivier; toda la pandilla estaba loca con ellos. Por muy lejos que me remonte en mis recuerdos, siempre he visto a mi hermana melliza intranquila y angustiada, idealista, tremendamente exigente con los demás y consigo misma, atormentada por el temor de no alcanzar más adelante la vida con la que soñaba. Pero, al mismo tiempo, era animada, como si todo eso fuera en el mismo lote y no pudiera disociarse: un fortísimo deseo de vivir y de divertirse, de conocer a gente, de disfrutar del momento presente, de tener experiencias que podrían hacerla sentirse más viva, como una elegida dilecta de la existencia. Me acuerdo de que epifanía y extático eran palabras que aparecían con frecuencia en las frases que decía. Buscaba la intensidad, le gustaba poder decirse que estaba viviendo algo de mucha valía, fuerte, hermoso. Quería poder convencerse de que estaba en el camino adecuado y que ese camino, si lo seguía hasta el final, la llevaría a una vida conforme con sus expectativas más elevadas, a una vida incandescente. Era en ella, realmente, una obsesión el estar en conexión con el mundo sensible, como si el mundo sensible y solo él pudiera transmitir a mi hermana melliza la sensación de que existía. Por supuesto, eran los libros, los libros de grandes autores, los que la guiaban en esa búsqueda de la exigencia existencial y poética más elevada. Pero temía fracasar, temía equivocarse, tenía miedo de no tener una vida lograda. Entonces, para desbaratar esos temores, trabajaba mucho, pensaba que la realidad le resultaría sin duda más clemente si conseguía cursar la Escuela Normal Superior o aprobar las oposiciones a cátedra, pero también la encandilaban mucho los placeres que podía proporcionarle la vida, que interpretaba como dones del cielo. Hasta cierto punto, Bénédicte había sacralizado su vida y la realidad, tenía un sentido penetrante de lo sagrado y del instante presente: esperaba del instante presente que la ratificase en la sensación de que su vida era hermosa y tenía sentido, y porque sentía que su vida era hermosa y tenía sentido conseguía detectar en el momento presente bellezas que nadie notaba. En la dinámica de esa relación recíproca con la realidad era donde se sentía viva, única y estimable y podía considerar el porvenir con serenidad. Estaba constantemente en guardia, dispuesta a verlo todo, a sentirlo todo, a pescar al vuelo cualquier hermoso instante furtivo que se le brindase a su sensibilidad. Podía vérsela maravillarse de una luz, de un paisaje, de un aroma, de una configuración peculiar de acontecimientos simultáneos que, de pronto, la inundaba con un sentimiento de plenitud. Así era mi hermana melliza, sí, así era Bénédicte, y no es necesario ser un gran psicoanalista para imaginarse los peligros de ese sistema: no hay nada más peligroso que asentar la existencia en cimientos tan circunstanciales, tan dependientes de lo que tiene que ver con lo sensible y con la percepción sensorial, con el momento presente, con lo que somos por dentro en cada instante de la vida, de forma ajena a cualquier principio de invariancia, de adquisiciones definitivas y de estabilidad… como si necesitara conquistar a diario, o volver a inventarlo, el sentido de su vida, de preferencia a haberlo identificado y capturado un día de una vez por todas.

En el ámbito de lo novelesco, Olivier era un hombre abrumador. Tenía una capacidad para hacer que mi hermana melliza soñara (no sé cómo se las apañaba porque a mí siempre me dejó fría, siempre le pillé todos los trucos), con la que conseguía que se le olvidasen todas las angustias, de forma tal que con él, en la velocidad y los destellos de su mutuo amor, se sentía como un ser elegido. Era una mezcla curiosa, Bénédicte. No sé si le notó usted esa aleación de orgullo y sumisión, de ambición y de temor, de riqueza interior y de dudas acerca de sí misma, de fervor y de resignación, de audacia y de repliegue, de narcisismo y de abnegación. Con los años esa complejidad menguó, como si, extenuada por haber tenido que luchar constantemente contra sus miedos y sus demonios, Bénédicte hubiera acabado por conformarse sistemáticamente con el segundo elemento de todas esas tensiones interiores; dicho de otro modo, por dar marcha atrás, por capitular. Le gustaba reír, acabó por no reír. Le gustaba divertirse, acabó por no divertirse. Le gustaba ir lanzada, acabó por no ir lanzada. Le gustaba arriesgarse en algunas circunstancias, cuando notaba que la arrastraba un impulso invencible (como esos que Oliver tenía el don de saber generar en la pareja que formaban), acabó por no arriesgarse a nada. Fue incluso exactamente lo contrario lo que sucedió: se sintió incapaz de vivir sin rodearse de las máximas precauciones. Pero, antes de que sucediera todo eso, creo que el talento de Olivier consistió en saber hacerse pasar por el príncipe azul al que siempre había esperado Bénédicte, un mago que sabía crear sortilegios solo para ella y hechizar la realidad más vulgar. Estuvo locamente enamorada de él. Fue su primer amor, su gran y único amor.

En el verano de 1989, al final de su segundo curso de preuniversitario, Bénédicte no aprobó el ingreso en la Escuela Normal Superior, y entre tanto Olivier había encontrado trabajo en Tours; tomó la decisión de no hacer otro curso más y de irse a vivir con él. Se matriculó en la universidad, el proyecto que tenía era presentarse a las oposiciones al acabar la licenciatura, dedicando el siguiente curso a su escritor favorito, Villiers de l’Isle-Adam, a quien usted, Éric, conoce seguramente, cosa que no sucede con la mayoría de las personas con quienes hablo, dado que usted también es escritor. Se casaron en la primavera de 1990, el año en que ella se licenció. En julio de 1992, tras un año de esfuerzos encarnizados —tanto más encarnizados cuanto que su marido, siempre de viaje (había entrado pocos meses antes como representante en una empresa agroalimentaria), puede decirse que nunca estaba en casa—, Bénédicte aprobó las oposiciones con un número estupendo. En septiembre de 1992, tras enterarse de que nuestro padre le iba a dejar la granja a su sobrino, el marido de mi hermana melliza la dejó de la noche a la mañana.

Había empezado a tener dudas sobre Olivier poco tiempo después de haber comenzado a vivir con él.

Decidieron, incluso antes de casarse, tener una cuenta común, así que Bénédicte sufragaba en gran parte, con el dinero que le daban nuestros padres, las salidas nocturnas regulares de su futuro marido, quien, como no ganaba lo suficiente para atender a todos sus gastos, animaba a mi hermana melliza a pedir continuamente suplementos. Mi madre atendía la petición, pero a veces le preguntaba a Bénédicte, apurada, qué hacía con ese dinero. ¡Siempre os estoy metiendo dinero en la cuenta, tened un poco de cuidado! Un día, en la granja, escandalizada con su comportamiento, arrinconé a Bénédicte para decirle que nuestros padres no tenían por qué matarse a trabajar para que la señorita viviera en Tours con su novio como una princesa. ¿Es que Olivier no tiene un sueldo? ¿Por qué te pasas la vida pidiendo dinero extra a papá y mamá? ¿No es suficiente lo que te dan todos los meses? ¿Te crees que son millonarios o qué? Bien está que salgáis de vez en cuando. ¡Pero no todas las noches! Bénédicte no me contestó sobre la marcha. Me enteré mucho más adelante de que Olivier despilfarraba el dinero saliendo de noche con amigos, a quienes invitaba a tomar unas copas, y que ella no conseguía poner coto a esa costumbre que había tomado de irse de casa cuando se hacía de noche. Como se pasaba todo el día en un despacho, le decía a mi hermana melliza, no soportaba, después de salir del trabajo, quedarse encerrado como si estuviera en una jaula: necesitaba desfogarse, estar en la calle, en la vida de verdad, en la ciudad, en sitios ruidosos y animados, con gente alrededor, con música… y si Bénédicte se quedaba sola, la culpa la tenía ella, porque él siempre le proponía que lo acompañara y ella prefería quedarse en casa leyendo libros o durmiendo. Un sábado, harta de estar sola por las noches, recogió todas sus cosas y se fue; él la alcanzó en la estación in extremis. Iba a subirse al tren Tours-París para regresar a Condé-sur-Marne. Se la llevó a casa con la promesa de que pasaría más tiempo con ella. La cumplió en parte al darse cuenta de que Bénédicte no era tan dócil como se había figurado él y que sería muy capaz, si la situación no cambiaba, de concluir con sus relaciones, con la consecuencia de dar al traste en el acto con sus ambiciones de tener una explotación agrícola. El resultado fue una temporada en que mi hermana melliza volvió a ser feliz con él. Fue la época de sus viajes a Italia, Roma, Florencia y Venecia. Volvió radiante, como si la suerte y la felicidad le soleasen otra vez la existencia. La cara de mi hermana melliza tenía la peculiaridad de iluminarse cuando era feliz y de envolverse en algo así como una llovizna gris cuando no se encontraba a gusto, exactamente igual que la fachada de una casa según el tiempo que haga.

Cuando Olivier se hizo representante y pasaba muchas noches en otras ciudades de la comarca, empezó a tener amantes. Ella se dio cuenta al percatarse de que a veces le faltaban camisas que volvían a aparecer entre sus prendas a la semana siguiente, como por milagro: otra mujer debía de lavárselas cuando dormía en su casa. Un día telefoneó al hotel donde se suponía que Oliver pasaba la noche y, curiosa e imprudentemente podríamos decir, el recepcionista, al moverlo a compasión aquella mujer desconcertada (había llamado al hotel por lo menos seis veces durante la velada, entre las ocho de la tarde y las doce de la noche), le reveló que desde hacía varios meses su marido no dormía en el hotel: dejaba la bolsa en su habitación y se iba en el acto; luego volvía al día siguiente por la mañana para pagar la cuenta. Llevaba meses haciendo lo mismo. Nunca dormía en el hotel. Y entonces a mi hermana melliza se le vino el mundo encima, intentó hablar con él del tema, pero él lo negó, dijo que el recepcionista debía de confundirlo con otro: la quería, nunca la había engañado, no tenía amantes, se lo juraba. Ella no lo creyó, se habían acumulado demasiados indicios, pero ¿qué iba a hacer? ¿Dejarlo? ¿Dejarlo basándose en sospechas incluso cuando aseguraba que era inocente?

Yo no sabía nada de todo eso y me enteré más adelante, después de que se divorciaran.

Durante un fin de semana largo que pasamos mi hermana melliza y yo en casa de nuestros padres con nuestros respectivos maridos, me levanté de noche para ir al servicio, debían de ser las tres o las cuatro de la mañana; había luz en el despacho de mamá, me acerqué para ver qué ocurría y, por la puerta entornada, vi a Olivier examinando los balances contables de la explotación. Se me quedó la mente en blanco de golpe. No me vio, no entré, me sentía tremendamente avergonzada. Fue una conmoción; me percaté, al ver eso, en toda su amplitud, de aquella mentira y aquella manipulación. No le dije nada a nadie para no poner a mi hermana melliza en una situación delicada, pues ignoraba que su vida conyugal no fuese tan dichosa como se esforzaba en hacernos creer. Si hubiese sabido que él la engañaba, si hubiese sabido que la pareja había empezado ya a resquebrajarse, le habría contado a Bénédicte lo que había sorprendido aquella noche, y así habría entendido también ella lo que me quedó claro a mí al descubrir esa escena infame… Sin embargo, si he de decir la verdad, no me había imaginado que la fuera a dejar inmediatamente si el plan que perseguía no cumplía con sus expectativas. Olivier, desde luego, no era de los que se pasan horas a la intemperie mientras llueve, de los que se levantan al amanecer para hacer frente al frío y al tiempo destemplado ni de los que recorren extensiones interminables, incluso los domingos, llevando los mandos de una segadora-trilladora. El marido de mi hermana melliza no era agricultor, sino un técnico agrónomo, que no es lo mismo; en lo que él pensaba no era en ocupar el lugar de nuestro padre, o sea, en sustituirlo en el ejercicio de sus tareas cotidianas, sino en dirigir la granja como una empresa. Por eso examinaba clandestinamente los balances contables de nuestra madre; quería estar seguro de que la buena salud económica de la explotación le permitiría contratar personal suficiente para que funcionase con eficacia sin tener que poner él mucho de su parte. Lo más curioso de esta historia es que todo el mundo sabía que nuestro primo sería el sucesor de mi padre, que era tutor suyo. Por mucho que me remonte en mis recuerdos, ahí está mi primo, con nosotros, jugando, comiendo, durmiendo, lavándose en la misma bañera que nosotros… Mis padres lo criaron como a su propio hijo. Mi hermano mayor, que me lleva trece años, doctor en Química, que hacía mucho que trabajaba en el extranjero, no quería quedarse con la granja y, como siempre lo había dicho categóricamente, mi padre opinó que tenía que pasar a su sobrino. Todo el mundo lo sabía, nadie lo ocultaba y no era nada implícito… No éramos una familia donde se recurriera a lo tácito. Sencillamente, como mi padre no tenía intención de jubilarse de forma inmediata y mi primo estaba empleado en la granja, nunca mencionábamos el asunto; esa transición pertenecía al ámbito de la evidencia. Pero seguramente Olivier no acababa de entender en nombre de qué peculiar vulneración de unos principios seculares bien afincados e indiscutibles, al renunciar el hermano mayor de Bénédicte a la sucesión, se la iba a negar el padre a su propia hija si su marido la solicitaba. Lo más curioso, repito, en esta historia sórdida es que nunca hubieran hablado de ello los dos, que la pareja nunca lo hubiera hablado… porque en tal caso Bénédicte le habría dicho que se estaba colando si se imaginaba que su padre iba a dejar a su sobrino sin un legado que le había prometido hacía mucho. El caso es que se anunció oficialmente, un domingo de julio, al final de una reunión familiar, que nuestro primo se haría cargo de la explotación agrícola tras la jubilación de nuestro padre, prevista para dentro de cinco años. Olivier se marchó de la casa sin despedirse de nadie y abandonó a mi hermana melliza una semana después, en agosto de 1992, cuando ella acababa de aprobar las oposiciones. No volví a verlo. Pidió el divorcio en septiembre. Se divorciaron en diciembre de ese mismo año.

Menos mal que no la había dejado preñada.

Esta ruptura fue un cataclismo para mi hermana melliza. Empezar la vida adulta con una catástrofe, un malentendido, una traición de esa envergadura era la peor prueba que podía tener que soportar ella, tan idealista. Que la engañasen la realidad y las apariencias con descaro tal, de forma tan hiriente, le arrebató en el acto todas las ilusiones… Me decía que nunca más conseguiría volver a creer en ellas, lo sabía. Sobreponerse a ese desengaño le parecía superior a sus fuerzas. Se le había acabado la fiesta, acabado para siempre.

Sabía que con ese hombre iba en mala dirección, se había dado cuenta de que veía a otras mujeres, la había hecho gastar mucho dinero saliendo él solo por la noche con amigos suyos y, sin embargo, no soportó la separación; qué curioso, ¿no? Era joven, solo tenía veintidós años, este fracaso no había dañado nada en última instancia, tenía el porvenir ante sí, exactamente con el mismo potencial de promesas que si aquella catástrofe no hubiese ocurrido nunca (en cuanto se disipara la conmoción del choque y estuviera asimilada la amargura de la traición), pero qué va, se sintió quebrantada como si algo que le era infinitamente precioso hubiese quedado destruido en su fuero interno tras aquel traumatismo espantoso… y fuera ya a faltarle ese algo a partir de entonces para ser feliz. ¿Cómo regresar de una prueba así?, me preguntaba Bénédicte cada vez que hablábamos. Pues es muy sencillo, voy a darte la respuesta: no se regresa.

Estaba en un estado que para qué le voy a contar.

Se volvió a vivir a Condé-sur-Marne, donde se quedó encerrada en su cuarto tres meses.

Nunca volvimos a ver a Bénédicte tal y como había sido antes de esa depresión. En ningún ámbito, físico, moral, psicológico, pero tampoco en sus ademanes, en sus comportamientos… desaparecieron la espontaneidad y la intrepidez un tanto ansiosa. Un ingrediente que entraba en grandes proporciones en la composición de su temperamento se perdió de forma irremediable, efectivamente, y eso le cambió el semblante, al menos para todos aquellos que la conocían íntimamente. Su propia vida la había traicionado, humillándola; he pensado mucho en todo cuanto sucedió y creo que puede expresarse de esta forma. Se había sentido autorizada a esperar mucho de la existencia, pues siempre había seguido su camino con fe y fervor, guiada por la idea sencilla de que si vivimos las cosas con sinceridad, con rectitud, sin desviarnos, concentrados, ateniéndonos por completo a las convicciones íntimas, sin caer en perjurio ni mentirnos ni hacer concesiones, la realidad no cuenta con capacidad para decepcionarnos e incluso no puede por menos de concedernos nuestras voluntades más secretas y nuestros sueños más irracionales. Bénédicte se había puesto por completo en manos de ese principio. Vamos a llamarlo fe, una modalidad de fe profana, social, existencial. Implícitamente unida a la idea de mérito. Todo su sistema reposaba en esa creencia y se había entregado a ella sin reservas, ciegamente, la habían arrastrado la fogosidad y la energía y la dicha de vivir de Olivier… y se había estrellado contra una pared, con los ojos cerrados, sin esperarse en absoluto que llegasen un choque y un frenazo tan brutal en ese camino en que no creía que hubiera obstáculos. Fue ese sistema existencial el que dejó que muriera en ella durante los seis meses que duró su depresión. Bénédicte era como un barco en una tempestad: se le notaba en la expresión de la cara, aunque sin que nadie pudiera hacer nada para socorrerla; estaba a cientos de kilómetros de nosotros, en alta mar, en su cuarto, en pleno océano nocturno. Estaba sola y extraviada en el mismísimo ojo de la muerte, lejos de cualquier litoral, entre nuestros cuidados y nuestras caricias que no podían tranquilizarla. Peleaba con algo lejano y no ganó. El escepticismo y el desencanto pudieron más.

Me dijo una mañana que siempre le había encantado la palabra surrender, que había oído en una canción muy conocida. Ahora sabía el porqué: estaba al tanto de la razón de ser de ese oscuro apego a esta palabra. Surrender. Claudicación. Qué palabra tan hermosa, ¿no?, me dijo. Claudicación es una palabra sublime, ¿no te parece?, con ese diptongo. Pero bueno, protesté, qué me estás contando, ¡dices lo primero que se te ocurre! En absoluto, me replicó sosegadamente mi hermana melliza. De verdad, Marie-Claire. Me ha llegado el momento de claudicar. La felicidad no ha querido saber nada de mí, y eso que he hecho de todo para merecerla, qué se le va a hacer, ya he tomado una decisión, me rindo. ¡Me crispas, Bénédicte! Cállate, la verdad es que dices lo primero que se te ocurre, ¡más valdría que te espabilaras en vez de quedarte en un rincón, quejándote! ¡Desde hace una temporada, te encuentro de lo más exasperante!, le solté ese día, antes de conseguir que se desdijera.

En abril del año siguiente, en 1993, un sábado por la tarde entraba yo como una exhalación en el salón de mis padres para buscar mi bolso y me encontré con mi hermana melliza y con Jean-François besándose en la boca, sentados juntos en el sofá.

¡Qué impresión!

Me vio, pareció apurada, yo dije ¡disculpad! y me fui.

Volví al patio de la granja, donde mi marido estaba cepillando nuestra yegua, y le dije, despavorida, blanca como el papel: ¿sabes qué? Bénédicte está con tu hermano. Me dijo: ¡está loca! Mi padre dijo lo mismo, seis meses después, cuando se casaron; me dijo, como si fuera un oráculo, con esa expresión pensativa de campesino acostumbrado a descifrar los elementos: todo esto es demasiado precipitado.

Yo estaba furiosa. Que hubiera elegido juntarse con ese hombre y además sin decirme nada me desagradaba muchísimo.

Mi hermana melliza no lo quería, yo estaba segura de eso. Nunca había sentido por él ningún apego especial, ni de pequeña, ni de adulta, ni desde que se había separado de Olivier. Jean-François pasaba mucho tiempo en la granja porque era de la familia, pero nunca había tenido más afinidades con Bénédicte que cualquiera de nosotros, sobre todo durante los años en que estuvo emparejada con Olivier, tanto más cuanto que este no le agradaba y siempre se lo había hecho notar sin cortarse. Eran dos polos opuestos: Olivier divertido, arriesgado, cazurro, jovial y seductor; y Jean-François era todo lo contrario, complicado, tímido, mudo, paranoico, insignificante, y se ruborizaba siempre que alguien le dirigía la palabra.

No podía por menos de conocer bien a mi hermana melliza. Desde el puesto de observación inmejorable que tenía junto a ella, pero en segundo plano, silencioso, sintiendo que nadie lo quería, había estudiado los acontecimientos minuciosamente, pegando el ojo a un catalejo, en detalle y en primeros planos. Por culpa de esa mentalidad retorcida suya siempre ve la realidad en detalle y en primeros planos. Les pasa mucho a los muy acomplejados. De hecho es posible que hubiese entendido lo que sucedía con mayor agudeza que cualquiera de nosotros. A lo mejor había sentido que la vida de pareja de mi hermana melliza estaba viciada, que no era tan ejemplar como podíamos pensar. A lo mejor él sí había identificado, en contra de lo que nos había pasado a nosotros, síntomas precursores de su desamparo. A lo mejor había estado esperando, al acecho, seguro de su estrategia, que aquellos vínculos amorosos se desintegrasen… y había visto llegar violentamente, desde el promontorio de su locura enfermiza, en silencio, en su soledad de solterón, como todos nosotros, pero seguramente anticipándola y esperándola, deseándola con todas sus fuerzas, la dislocación de esa pareja a la que envidiaba y que tenía reputación de indestructible. Luego, siempre al acecho, vio a mi hermana melliza sumirse en una prolongada depresión, esperó el momento oportuno para bajar en picado sobre ella y la atacó cuando le pareció que no estaba ya en condiciones de negarle su cariño.

De ese beso del mes de abril no se habló, solo se lo conté a mi marido, ni siquiera me atreví a mencionárselo a mi hermana melliza de tan abatida como me dejaba la idea de que hubiera podido existir un idilio entre ambos. No digo pudiera, sino hubiera podido. Intentaba convencerme a mí misma de que Bénédicte había necesitado que la consolara momentáneamente, pero sin mayores consecuencias, un hombre a quien conocía de toda la vida y con quien estaba claro que era inconcebible que pudieran nacer relaciones amorosas, relaciones de pareja. Estaba claro que no podía iniciar con él relaciones amorosas, relaciones duraderas. Eso era lo que yo esperaba en lo hondo de mi corazón, pero sin atreverme a preguntarle nada a Bénédicte por temor a que sus respuestas me sacasen de mi engaño. En ese momento yo vivía ya con mi marido en Reims, donde, tras licenciarme en Filosofía, trabajaba de secretaria médica de un quinesioterapeuta. Como mi hermana melliza seguía viviendo en casa de mis padres, mi marido y yo íbamos todos los fines de semana a Condé-sur-Marne y allí se reunía con nosotros Jean-François, que se pasaba la mayor parte del tiempo haciéndole compañía. No se tocaban. No se besaban. Su comportamiento no daba testimonio de ninguna intimidad en especial.

Pensábamos ingenuamente Damien y yo que no había nada entre ellos, en la medida en que la mayoría de las veces estábamos juntos los cuatro y él, de noche, se iba a dormir a casa de sus padres, detrás de la iglesia. Si yo no los hubiera pillado besándose en el mes de abril, nunca habría surgido el tema de saber en qué punto estaban sus relaciones, habría sido completamente absurdo, extravagante. Cierto era que Bénédicte se mostraba más amistosa con él de lo que nunca lo había sido, pero yo no sabía si había que achacárselo a la depresión, que la impulsaba a pedir a todos, implícitamente, dulzura y consuelo, o a una auténtica evolución de sus relaciones.

Estoy segura de que se avergonzaba de ese beso que yo había presenciado y precisamente por eso nunca lo mencionamos. Si yo hubiera notado que sentía deseos de contarme algo, le habría hecho preguntas, claro está. La habría escuchado. Pero en los días que siguieron a aquella escena me di cuenta perfectamente de que me evitaba.

Lo que sí sabía yo en cambio, y no era cosa que pudiera tranquilizarme, era que Jean-François ardía en deseos de que mi hermana melliza fuera suya. Me lo dio a entender por teléfono el día en que supimos que a Bénédicte la había abandonado su marido. Jean-François estaba de viaje por Italia y nos llamó desde el hotel, era un sábado a media tarde, para preguntar por la familia. Cogí el teléfono yo, me preguntó qué tal andaba todo y le dije que Olivier acababa de dejar tirada a Bénédicte, estábamos todos impactados; ella seguía en Tours, pero a punto de coger el tren para irse con nosotros a Condé-sur-Marne. Estaba destrozada, era una catástrofe, no entendía qué había ocurrido para que se marchase así, de la noche a la mañana, se había caído del guindo. Fue entonces cuando me llegaron por el teléfono gritos de alegría. Decía que se había realizado su deseo, que era una noticia estupenda. ¿Un deseo? Pero ¿de qué deseo hablas?, le pregunté, estupefacta por lo que acababa de oír. Me dijo que la víspera había arrojado unas monedas en la fuente de Trevi y formulado el deseo de que mi hermana melliza y Olivier se separasen. ¡Qué noticia tan estupenda! ¡Es genial! ¡Yupi! ¡Por fin una buena noticia! ¡Yupi, hurra, champán! No me lo podía creer, no supe qué contestarle, le dije: voy a buscar a tu hermano, que lo pases bien en Italia, adiós, y dejé el teléfono descolgado encima del velador para ir a buscar a Damien.

Me acuerdo como si hubiera sido ayer.

Un día de junio, Bénédicte le anunció a mi madre, delante de mí, mientras estábamos limpiando la verdura, que se iba de vacaciones en julio con Jean-François: tenían previsto viajar a la Toscana. No, los dos solos, él y yo, contestó Bénédicte a mamá, que le preguntaba cuál de sus amigos los acompañaba en ese recorrido. Esta frase escueta de mi hermana melliza, dicha con un tono curiosamente impasible y clavando los ojos en el pelador, con una naturalidad que ella misma sabía que resultaba aberrante en aquellas circunstancias, retumbó en la sala como una explosión. Nadie comentó nada. Hubo un prolongado silencio. Solo se oía el ruido seco y entrecortado de la cuchilla en la piel de los calabacines. Me sentí tan desalentada que salí de la casa para ir a ver a mi yegua y lloré en la cuadra. Éric, no se imagina el dolor que sentí al enterarme de que se iban de vacaciones juntos. Era algo así como si yo no hubiera obligado a mi hermana melliza, unos meses antes, a preocuparse por un síntoma físico alarmante y me anunciase ahora que no iba a tardar en morirse. Sí, si el día aquel Bénédicte me hubiera dicho que padecía una enfermedad incurable, apenas si me habría sentido más agobiada que al enterarme de que era oficial la existencia de esa pareja espantosa, contra natura, tan nefasta como una enfermedad incurable o la alteración celular del tejido familiar. Me dije que había sido muy ingenua y muy inconsecuente, frívola, incomprensiblemente ciega ante aquello que, no obstante, la realidad de los hechos me había referido con una agudeza y un poder de persuasión tan innegables, al haber considerado ese beso como posiblemente anodino, como posiblemente sin significado; y me guardé rencor, ese día, ese día y en los meses siguientes (y hasta el día de hoy, sí, Éric, incluso hoy me sigo guardando rencor) por no haber aprovechado ese beso, que el destino me había dado la oportunidad de presenciar, para obligar a mi hermana melliza a explicarse sobre su carácter (sobre el carácter de ese beso) y sobre sus intenciones (las de ella), lo que me habría permitido quizá, si me hubiera hecho confidencias (y seguramente lo habría hecho en vista de la fragilidad extrema en que estaba estancada), disuadirla, avisarla, impedir esa unión, hacerla entrar en razón, ofrecerle mi ayuda, aportarle confianza en sí misma, asegurarle que no necesitaba abalanzarse sobre la primera ocasión que se le presentase, que tenía mucho tiempo por delante y que el hecho de que aquel sinvergüenza de Olivier se hubiera largado no le había arruinado la vida irremediablemente, ni mucho menos, que tenía que darse a sí misma un plazo y, sobre todo, no sucumbir al pánico, porque era seguro que conocería, con lo brillante y lo guapa que era, al amor de su vida, a un hombre incomparable, ese con el que llevaba soñando desde siempre. Le habría asegurado que no estaba escrito en ninguna parte, salvo quizá en algunos libros que había leído en exceso, de finales del siglo XIX, que solo tenemos en la vida un amor único y sagrado, y que era posible, al menos yo estaba convencida de ello, conservar intactos los ideales más elevados, incluso después de que determinadas circunstancias hubieran convertido en mentirosos los juramentos que nos habíamos hecho.

Sweet surrender.

Eran las primeras palabras de la canción. Una canción de Dire Straits que ponían mucho por la radio cuando éramos adolescentes.

Hasta la ruptura con Olivier, mi hermana melliza siempre había estado por encima de Jean-François por su ingenio, su físico, su cultura, su elocuencia, su inteligencia. Ni siquiera lo había mirado desde un punto de vista sexual, sino siempre como un amigo de la infancia, un antiguo compañero de juegos, un miembro de la familia. Pero, en plena depresión, mi hermana melliza le había parecido a Jean-François, por primera vez desde que se conocían, una mujer a su alcance. Le resultaba providencial. Bénédicte había querido alcanzar la felicidad en las alturas del cielo, muy alto, confiando en sus fuerzas y en la benevolencia que la realidad le manifestaba; se había quemado las alas con el sol de sus locas exigencias y ahora estaba en el suelo, había caído desde lo alto del cielo y se le habían roto todos los miembros. Bénédicte había estado humillando a Jean-François desde la más tierna infancia con la ambición desmedida de sus exigencias existenciales, y no lo había juzgado digno, a él, a Jean-François, de satisfacerlas; bueno, pues ahora estaba en el suelo, había caído desde lo alto del cielo y se le habían roto todos los miembros… y quien estaba ahí era él, Jean-François, y nadie más, para recogerla. Cuando la vio en el suelo se arrojó sobre ella. Todo el espanto posterior de su vida de pareja viene de las condiciones en que se formó y que la hicieron posible. Su vida de pareja, quiérase o no, nació de una configuración circunstancial y tratando de librarse se pasó Bénédicte los trece años siguientes.

Cuando la pareja que formaban fue oficial, nadie en absoluto entendió que escogiera a ese chico: no encajaban ni por asomo.

Pero ¿qué pasa? ¿Por qué está con él?

¿Qué historia es esta? ¡Esto es de locos, hay que hacer algo!

Pero ¿ha perdido la razón o qué? ¡Marie-Claire, habla con ella, no puedes quedarte sin hacer nada para disuadirla!

Estuve semanas oyendo frases y preguntas así.

Un día le dije a Bénédicte que tenía clientas que odiaban tanto a sus maridos que les parecía que olían mal. ¡Te das cuenta de qué calvario, es horrible! ¿Cómo se las apañan para aguantar? ¡Cuando están así las cosas, no te quedas con un hombre cuyo olor dices que no soportas más!, le dije ese día. Bueno, pues al final de su vida, me dijo que su marido olía mal; que, cuando le daba un beso, notaba que olía mal. Me preguntó: Marie-Claire, cuando le saludas, ¿no has notado que huele mal? Es la primera vez en la vida en que entiendo la expresión: estar hasta las narices de alguien, me confesó entonces.

Nunca quiso a ese hombre: pondría la mano en el fuego.

Cuando ya no le cupo duda a nadie de que Bénédicte iba a compartir su vida con Jean-François, fui a ver a un psiquiatra para intentar hallar respuestas a las preguntas que me hacía. Me dijo: no hay que casarse con un amigo de infancia. Lo estoy viendo sonreír, Éric. Vale, es lo que hice yo con Damien, pero lo mío es diferente, me enamoré de él a los cuatro años, lo he querido siempre, siempre hemos estado juntos. Somos amigos, esposos, amantes, confidentes, hermanos, compañeros. No hemos querido hijos porque la condición gemelar, esa característica básica de mi identidad, la recobro con mi marido: somos él y yo. Cuando formo un dúo con alguien, no me gusta que aparezca una tercera persona, ni siquiera en el trabajo. Si llega una clienta con demasiado adelanto a una cita y sé que está en la habitación de al lado, me viene fatal, ya no hay autenticidad posible. No me gusta ser más de dos personas: estoy bien con otra persona, o sola. La soledad no me asusta, pero con la condición de no estar sola en la vida: sola en la vida me costaría estar, precisamente por mi condición gemelar. Pero tengo la suerte de no haber sabido nunca qué es la soledad, pues desde la infancia fui siempre o la melliza de mi melliza o la novia de mi futuro marido. No creo que el ser humano esté hecho para estar solo, pero eso es aún más cierto, me parece, en el caso de los gemelos. A Bénédicte le pasaba lo mismo: no soportaba la idea de estar sola en el mundo y por eso aceptó la proposición que le hizo Jean-François.

El día de la boda, Bénédicte consintió por fin en hablar, brevemente, solo una frase, de la pareja que formaban. Me dijo, lo recuerdo casi al pie de la letra: me propuso algo y lo seguí. En el estado de fragilidad en que se hallaba entonces, pensar en quedarse sola quizá durante unos cuantos años era algo que estaba más allá de sus fuerzas.

Bénédicte necesitaba para vivir depender afectivamente de alguien, y con eso podía reunir fuerzas para estar sola, e incluso solitaria, salvaje, en la vida cotidiana. Eso fue lo que le aportó su matrimonio, ser afectivamente dependiente. Pero, como no quería a su marido, en cuanto se casó se inventó que estaba enamorada de él, construyó de arriba abajo, pero a posteriori, la ficción según la cual un amor auténtico los había unido o acabaría por formarse, lo mismo que una emulsión química, poco a poco, en el crisol de su vida conyugal, merced al coadyuvante de la sinceridad; y empezó a sufrir porque Jean-François no respondía a esa ansia de amor como ella habría deseado. Pero ese amor no existía, fue su necesidad de amar la que creó en ella la necesidad de ese amor; se encontró encadenada a una quimera que, en su fuero interno, sabía que no existía, pero en la que, pese a todo, nunca dejó de querer creer, porque Bénédicte era incapaz de vivir sin creer. Había acabado por olvidarse de que ese amor era una mentira por la sencilla razón de que esa mentira se había convertido en la realidad sobre la que edificaba su vida. Al cabo de unos años, la cuestión de saber en qué medida sentimos un día amor por una persona carece ya de sentido, pues las cosas son como son y no queda más remedio que apañarse con ellas, fuere cual fuere el nombre que podamos darles, y no hay más. La mentira con que nos hemos inventado un amor puede convertirse en la sustancia, en la realidad de aquello que, entonces, podemos considerar libremente como un amor verdadero, si así lo decidimos. Esa lejana mentira puede adoptar el nombre de amor. Eso era su vida; amor y mentira se habían convertido en dos nociones intercambiables, indiferenciadas, que se mezclaban para formar la obsesión, que perduraba en ella, de éxito conyugal, de plenitud familiar, de longevidad matrimonial, según iban pasando los días, en la intimidad del hogar, bajo apariencias absolutamente engañosas incluso para sí misma. No sé si me expreso con claridad. Mi hermana melliza hallaba recompensa de sus decepciones en la ambición de encarnar un ejemplo de familia lograda, ante sí, pero también ante los demás. El placer que eso le proporcionaba bien valía los goces del amor. Tal es el motivo por el que nunca me dejó intuir el daño que le hacía Jean-François.

Haber sido melliza le volvió insoportable la soledad: ahí estaba el problema. Querer que estuviéramos juntas las dos todo el rato, al final de su vida, en el hospital, cosa que enfurecía a su marido, era hasta cierto punto como un regreso a los orígenes. Quería morir como había vivido, con su hermana melliza pegada a ella.

Nunca me habló de su matrimonio con Jean-François porque sabía que, desde el principio, yo no aprobaba esa relación.

Al casarse con mi hermana melliza, Jean-François pretendió sobre todo crear un hogar, que se viera que era como todo el mundo, él, que desde la infancia se sentía al margen, estigmatizado de mil formas. Lo que ambicionaba era una imagen, una simple imagen, una apariencia externa de familia normal. Lo que le faltaba para poder llevar a cabo ese sueño era una mujer, sencillamente.

Mi hermana melliza fue su primera chica: tenía veinticuatro años y nunca había besado a una mujer. Era también por ese motivo por el que no le cabía en la cabeza que pudiera casarse más que con una mujer derribada en tierra, o bien con una mujer en la misma situación que él, virgen y aterrada. O con una mujer feísima, pero era demasiado orgulloso para acceder a eso, aunque no fuera más que ante su padre. Bénédicte, menguada, habiendo perdido toda confianza en sí misma, no solo le permitía fundar una familia: le permitía enfrentarse sin demasiada preocupación al hecho de tener a los veinticuatro años su primera experiencia sexual. Bénédicte no estaría en condiciones de juzgar desfavorablemente sus prestaciones ya que en esos momentos no estaba, por su parte, muy floreciente, sexy e intimidante que digamos.

Le está pareciendo a usted que soy muy mala.

Lo que él quería era fundar una familia tan unida y tan de una pieza como la nuestra. Pero que fuera solo suya, independiente de los Baussmayer.

Y todo ello por haber carecido de reconocimiento en su propia familia, con su padre. Porque su padre prefería a mi marido, Damien, el mayor, y ese lugar de segundón no lo aceptó nunca. Siempre le hizo padecer. No era que mi suegro no quisiera a Jean-François, pero trabajaba setenta y dos horas semanales, no pensaba más que en sus grandes almacenes del bulevar de Haussmann, estaba poco en casa, no tenía mucho tiempo para ocuparse de sus hijos, y era a mi marido a quien prefería, era a él a quien le dedicaba más tiempo y atenciones, estaba clarísimo, era evidente para todo el mundo; y descuidaba a Jean-François. En cuanto al pequeño de los tres hijos, su padre tampoco le hacía caso, pero a él le importaba un bledo mientras le diesen dinero suficiente para poder divertirse como un señorito consentido, que es lo que era. Mientras que a Jean-François lo criaron de forma muy rigurosa, sin demasiado cariño y, sobre todo, sin esa atención paterna que tanto deseó y se quedó sin saciar. Me he fijado en algo que les sucede a las personas que no han recibido atención en la infancia; de adultos aspiran a más y más atención, son insaciables tanto en el trabajo como en la vida íntima y de ahí salen enfermos de gravedad, perversos de gravedad. Hasta el final intentó conseguir la atención de su padre, hasta el final estuvo atendiéndolo y no hubo manera: nunca consiguió esa atención paterna. Mi suegro no era de esa cuerda, no era un hombre cordial y, menos aún, un hombre sentimental; Jean-François esperaba seguramente de su padre que le dijera que lo quería, o que lo respetaba, o que lo estimaba, y nunca le llegó nada, nunca. Quiso hacer eso mismo con mi hermana, para sus propios hijos: a última hora, en el hospital, quiso que les dijera a sus hijos que los quería, y ella no quiso decirles nada. Eso es al menos lo que he deducido de unos cuantos elementos que he podido recopilar. Mi hermana no era una persona excesivamente expresiva ni propensa a besar a sus hijos. Lo que quería era que se aplicasen en el colegio, que fueran bien educados, que fueran cultos, que se expresaran bien. Había puesto el listón muy alto, como le he dicho antes. Eso también le resultaba extenuante, porque tiene mucho que ver con la utopía eso de querer formar a los hijos ateniéndose a un modelo que nos hemos metido en la cabeza, un modelo ejemplar. No sé ya cuántas veces le reproché a Bénédicte que fuera demasiado severa con los niños, demasiado exigente, intransigente en exceso. En los niños, hay una parte que conoces, en la que se puede influir, y una parte desconocida que hay que saber respetar, de la que hay que poder decirse, como educador, que no te pertenece, que tiene que quedarse fuera de un ámbito de intervención. Y mi hermana quería que sus hijos fueran como ella había decidido que tenían que ser, incluyendo esa parte desconocida. En esto se equivocaba, partía de un postulado erróneo: las cosas no funcionan así, era una lucha completamente inútil, perdida de antemano. Jean-François yuxtapuso su historia y la de sus hijos: quería que Bénédicte le dijera a su hija las frases que él no le había oído a su propio padre. Había estado esperando que su padre le dijese que lo quería, porque notaba que no lo quería, y seguramente, en realidad, ese padre a su hijo no lo quería. Se murió de un cáncer de pulmón; Jean-François estuvo a su lado hasta el último segundo (fue, de los tres hijos, quien más tiempo pasó con él en el hospital), idolatraba a su padre y nunca consiguió la frase que quería oír, esperaba una seña y esa seña no llegó nunca, ni siquiera en los segundos postreros, en el hospital.

Cuando se murió Bénédicte, me encontré en su móvil los números de dos señoras de edad de las que me había hablado varias veces; habían sido directoras de los dos primeros centros de enseñanza media en los que había dado clase cuando se repuso de la depresión. Arroparon a Bénédicte con toda su afectuosa simpatía cuando vieron llegar al centro a aquel pajarillo caído del nido, aquella catedrática joven, brillante y concienzuda, perfeccionista, pero debilitada por un traumatismo reciente por lo que parecía. Bénédicte se llevó muy bien con esas dos mujeres, dos mujeres que no habían tenido hijos y se encariñaron con ella, así que siguieron en contacto tras irse de esos dos primeros centros; eran, de hecho, sus dos únicas amigas. Las llamé y me dijeron que Bénédicte les había parecido siempre taciturna y tremendamente melancólica; pero sobre todo me lo dijo una en particular. Bénédicte no le había hecho confidencia alguna en todo el tiempo que ejerció en ese centro, pero luego, cuando empezaron a tener relaciones amistosas, le contó en varias ocasiones que su marido le hacía la vida imposible, que no había ninguna alegría en su casa, que él solo pensaba en su trabajo y en la marcha de la casa, en la administración del presupuesto familiar y en respetar esa abominable disciplina presupuestaria. Todo era cuadriculado, racional, catalogado, anticipado y planificado, sin ningún sentido de la improvisación ni del movimiento, de lo espontáneo, de lo instintivo, de lo poético. Sin ningún sentido de la vida ni de la felicidad. Si mi hermana melliza iba a tomarse un té a un bar del centro, le contó Bénédicte por entonces a su antigua directora, tenía que llevar a casa el tique de la consumición para que su marido pudiera incluir el importe en su ordenador personal. No era que supervisase la gestión del presupuesto familiar, sino que llevaba la contabilidad de la casa exactamente igual que su padre había llevado las riendas de sus grandes almacenes del bulevar de Haussmann. Metía en el ordenador el importe de todos los gastos de la casa, de la categoría que fueran, incluyendo un bollito relleno de chocolate o una piruleta, de forma tal que la existencia de mi hermana melliza la canalizaban permanentemente las murallas de ese pasillo presupuestario neurótico sin que le fuera dado desviarse mínimamente.

Un día, hace mucho, unos diez años quizá, Bénédicte me contó que lo que le habría gustado era tener un amante y verlo de vez en cuando, en un hotel, por la tarde, mientras los demás trabajan y la ciudad sigue con su zumbido, sin contar con ella, industriosa, del otro lado de las cortinas. Extirparse de la vulgaridad de lo real para vivir una experiencia inolvidable, recurrente, adictiva, cada vez más maravillosa, cada vez más hechicera, en los brazos de un hombre, en un rincón secreto de la realidad y de su existencia. Lo recuerdo, me lo comentó con esos términos y me dio todos esos detalles, como si verdaderamente pensara mucho en ello. Me pareció hermoso que fuera ese su sueño, pero, al mismo tiempo, me entristeció un poco, porque caí en la cuenta de que Bénédicte soñaba su vida, soñaba la vida que le habría gustado tener, su vida era en gran parte virtual. En cierto modo, como le llevaban treinta años y no vivían en la misma zona, sus dos amigas no eran mujeres del mundo real sino algo así como sueños, obsesiones, refugios, proyecciones tranquilizadoras de su mente, mujeres que contaban con una existencia en sus pensamientos, pero no en su vida cotidiana: Bénédicte rehuía la vida social, eran mujeres de otra época, benevolentes siempre, como si mi hermana melliza hubiera hallado la forma de entrar en comunicación con los personajes de una novela que hubiera leído y le hubiera gustado mucho. ¿Entiende a qué me refiero? Lo mismo le pasaba con su vida amorosa: se imaginaba obsesivamente esas tardes clandestinas tras los gruesos cortinajes de una habitación de hotel en vez de conocer a hombres, de entablar con ellos relaciones íntimas y secretas. En muchos aspectos, mi hermana melliza no estaba en la vida de verdad.

Me habló varias veces de ese sueño; no había sido un capricho pasajero, era realmente un deseo que la hacía vibrar. Me decía: Marie-Claire, oye, encontrarse con el amante de una en una habitación, fuera del mundo, sin que nadie lo sepa, es tan poético… Le rebosaba la hermosura de los ojos cuando lo decía. Lo deja extrañado, verdad, a usted que conoció a Bénédicte. Es asombroso, desde luego, pues era la última persona de quien habría podido sospecharse que tuviera unas aspiraciones así, ella, que era tan íntegra, tan leal, tan sincera, tan prendada de la verdad; pero su imaginería podía más que todos esos principios. Por lo demás, al final de su vida Bénédicte me contó que, sexualmente, Jean-François era un hombre inmaduro. Tenían relaciones pocas veces; lo que necesitaba él sobre todo era acurrucarse, arrimado a ella, en la cama. Se pega a mí igual que un niño se pega a su madre y, de vez en cuando, si le da la ventolera, se me echa encima, me decía Bénédicte. Pero la mayoría de las veces no resulta dulce, no resulta tierno, no resulta sensual, me decía: solo sexual, someramente sexual. ¿Sabe, Éric? Es terrible cuando ya no te tocan. Si una mujer no tiene vida afectiva, se lo noto enseguida en la piel, al darle masaje. Mis manos recuerdan pieles, leen en las vidas como en un libro abierto, entienden muchas cosas. Si a una persona no la tocan nunca, lo noto. Es difícil soportar que no te toquen nunca. Compruebo muchas veces esa carencia en mis clientas de más edad, ya nadie quiere entrar en contacto físico con ellas y padecen por eso, lo ansían, quieren que les acaricien la cara, que les acaricien los brazos, que les acaricien la espalda y los hombros. Que les cojan la mano. Sienten una necesidad de que las toquen, una necesidad vital. He visto a mujeres que se venían abajo después de un masaje. Les doy un masaje largo en el cuerpo, noto que está sucediendo algo potente e inmediatamente después las veo venirse abajo y llorar en mi salón sin poder parar, hasta tal punto que tengo que anular la cita siguiente. Mujeres completamente inconsolables, a quienes les había notado que hacía años que no las tocaban, como si mis manos les hubieran subido a la memoria el recuerdo de que tenían un cuerpo y de que notar el propio cuerpo es esencial, que en el fondo es lo más hermoso que darse pueda.

Le decía a mi hermana melliza, cuando sacaba a relucir esa obsesión de una cita secreta con un hombre: pero Bénédicte, ¿qué te impide tener un amante si eso es lo que quieres de verdad? Es imposible, los hombres ya ni me miran, me contestaba. No les resulto atractiva, no desean mi cuerpo, me doy cuenta perfectamente. Pero si algún día se presenta la ocasión, no me lo pensaré dos veces, desde luego.

Por desgracia la ocasión no se presentó nunca y se murió antes de haber podido realizar ese sueño.

¡Eso de que no te miran cuéntaselo a otra!, le dije. ¡Claro que te miran y claro que les resultas atractiva, Bénédicte! ¡Lo único que pasa es que no te das cuenta! Pues claro que te miran, vamos, ¿qué te crees? Bénédicte, si quieres un amante, es de lo más sencillo, ¡basta con que alargues la mano, créeme! ¡No te fijas en que los hombres te miran porque no tienes confianza en ti misma, pero puedo asegurarte que sí te miran!, le dije. Éric, cuando un hombre a quien no dejaban indiferentes sus encantos la miraba, era incapaz de darse cuenta de esa atracción y de iniciar un proceso de seducción. Imposible. Su marido le había mutilado demasiado la confianza en sí misma para que fuera capaz de creer que aún podía gustar a los hombres. No, estás equivocada, me doy cuenta perfectamente, los hombres no me miran nunca, me dijo ese día. ¡Si lo sabré yo, Marie-Claire! ¡Si los hombres se me comieran con los ojos, me enteraría! ¡Si los hombres quisieran que fuera su amante, me lo harían saber de una forma o de otra! Estaba equivocada, claro. Ella ya no se veía como era.

Se me fue mi joya.

Le encontraron el otro cáncer el 14 de marzo: era un cáncer generalizado.

En diciembre, tres meses antes, cuando fue a pasar la última Nochebuena en Condé-sur-Marne, la vi apagadísima; la cara se tragaba las expresiones, así que quedaban simplificadas, atenuadas, como las de alguien que se acaba de despertar. Le pregunté si le habían dado resultados positivos, porque después del cáncer de mama, yo había estado viviendo aterrada por una posible recaída. Me dijo que acababa de ver a los médicos, que todo iba bien, que los análisis no habían dado nada anómalo, que lo único que pasaba era que la había dejado muy cansada el primer trimestre, que se le había hecho bastante largo y muy cargado de cosas. En esos pocos días, por la mañana, cuando se levantaba, me fijé en que tenía una tosecilla. Nada del otro mundo, tres expectoraciones insignificantes, de gata, al despertarse, pero que pese a todo me pusieron sobre aviso. Le pregunté qué le ocurría y me contestó que no tenía importancia, que nunca tosía por el día, que ni siquiera se lo había comentado a los médicos que le hacían las revisiones.

En febrero, se fueron a hacer senderismo en Cotentin. Jean-François siempre estaba queriendo poner a prueba la resistencia de su mujer para demostrarle que estaba perfectamente de salud, en contra de lo que ella aseguraba. Le reprochaba que le diera demasiada importancia a lo que se notaba en el cuerpo y que siempre les sacase a esas sensaciones conclusiones catastrofistas. Cuando a Bénédicte le dolía algo, él se la llevaba a hacer gradas, la tenía horas andando, según él para mantenerla en forma física y sacarla de ese estado enfermizo en que se complacía. ¡Hala, vamos a andar, nos sentará bien! ¿Te duele algo? ¡No es nada grave, ahora se te pasa, son de esas cosas que se meten en la cabeza! ¡Venga, adelante, ponte las deportivas, vamos allá, no tengas tantas contemplaciones con tu cuerpo, es insoportable! Se pasaba la vida citando ese eslogan de una marca de calzado para personas mayores, diciéndole que tomase buena nota: andar es vida. Un día, pocos años antes, durante una de esas marchas forzadas, se desmayó y los bomberos acudieron a socorrerla y la llevaron al hospital: estaba al borde de la embolia pulmonar por culpa de la flebitis que tenía en ambas piernas.

Pese a aquel episodio, Jean-François siguió afirmando que los dolores de mi hermana melliza no podían ser sino de origen psicológico, y que había que combatirlos con ejercicios físicos de resistencia, pero decidió además que no había que tomarlos en cuenta, tal era su teoría, de ahí aquel proyecto de senderismo en Cotentin. Desde hacía unos meses, efectivamente, Bénédicte se quejaba de que le dolía mucho la espalda. Es frecuente, Éric, que a las personas que padecen cáncer les duela la espalda. Estaba cansada, no se sentía en forma, le dolían la espalda, las piernas y las articulaciones. Le había dicho a Jean-François que no se sentía con fuerzas para esa caminata, que no conseguiría aguantarla, que el dolor de espalda era realmente insoportable. Pero su marido había seguido inflexible. ¡Pues claro que puedes andar! ¡No eres una inválida, no vamos a anular estas vacaciones so pretexto de que la señora tiene un lumbago más o menos inconcreto! ¡Qué cansado resulta, oye, tener que oírte siempre quejándote, parece que vivo con una jubilada! ¡Qué sexy! ¡Pero qué sexy es la vida contigo! Mi hermana melliza decía que debía de tener cruralgia, o lumbago, y problemas de articulaciones, del tipo de la artrosis. Fue a ver a un médico después del segundo día de senderismo, de tanto como le dolía; le mandó calmantes para la lumbalgia y le recomendó que fuese a ver al médico de cabecera cuando volviera a Metz, después de las vacaciones. Mi hermana melliza anduvo a diario, padeciendo un martirio, una semana entera, pese a las quejas, pese a las lágrimas. Pero su marido estaba cerrado en banda. Decía que era una pura comedia. Incluso Lola acabó por ponerse de parte de su padre y tenía agobiada a su madre porque les estaba estropeando las vacaciones. Durante el regreso, Jean-François frenó un tanto bruscamente para no atropellar a un perro que estaba cruzando y como mi hermana melliza era de constitución frágil, muy menuda, creyó que el cinturón le había astillado una costilla porque, después de ese incidente, tuvo muchísimos dolores. Dos días después, el lunes, tenía una cita concertada hacía mucho con el flebólogo: le enseñó la costilla para que le diera una opinión y el flebólogo le dijo que no tenía nada. Qué raro, pues el caso es que me duele mucho, le dijo ella. También tengo esto, que no sé qué es, ¿me lo puede mirar? Tenía, desde hacía unas semanas, a la altura del abdomen, debajo de la costilla esa, un bulto que no la había preocupado, lo había tomado por un nódulo. Tras palpar el bulto, el flebólogo le dijo: esto no me gusta nada, debería ir a la consulta de urgencias del hospital. En el hospital, adonde mi hermana melliza fue ese mismo día, le hicieron una revisión completa cuyo resultado fue, tres o cuatro días más tarde, que padecía un cáncer generalizado. Tenía metástasis por todos lados; en un pulmón, en el hígado, en los huesos, en las glándulas suprarrenales. En diciembre no le habían encontrado nada. El médico nos dijo que había sido un cáncer fulminante, pero yo no lo creo, ya estaba ahí en diciembre, se lo vi en el cutis, lo presentí en la tos. Ya no había nada que hacer.

Bénédicte murió diez meses después, el 23 de enero de 2011.

Descubrí la realidad de su situación conyugal cuando empecé a ir mucho por su casa para cuidarla; iba a verla los viernes a la una y le hacía compañía por la tarde. Cuando vi cómo se portaba Jean-François en la intimidad me di cuenta de lo que sucedía entre ellos y Bénédicte empezó a hacerme confidencias acerca de sus relaciones.

Para Jean-François, yo era el demonio y me combatía continuamente. Hacía años que queríamos irnos de viaje las dos, hablábamos de ello muchas veces, teníamos ideas sobre adónde ir, y nunca pasábamos del dicho al hecho, Bénédicte lo iba retrasando continuamente. Me confesó que era él quien había rechazado siempre categóricamente ese proyecto y que ella no se había atrevido nunca a decírmelo y había preferido que pareciera cosa suya y asegurar que era mal momento por lo de sus flebitis o por otro préstamo para el coche, esa clase de disculpas de pacotilla. Me lo confesó en ese momento, cuando se puso enferma y empezamos a vernos no ya en Condé-sur-Marne, como habíamos hecho siempre hasta entonces, sino en su casa de Metz, adonde, en realidad, yo no había ido más de dos o tres veces. Me puso en antecedentes de que el objetivo de su marido en esos últimos años había sido desbancar de forma definitiva a la hermana melliza de su mujer: no quería volver a oír hablar de ella. No quería seguir yendo a pasar los fines de semana a la granja, no quería ni que nos siguiésemos viendo, ni que hablásemos por teléfono todos los días, a mediodía y por la noche, como habíamos cogido la costumbre de hacer, de forma tal que Bénédicte se vio en la obligación de defender fogosamente ese territorio, de defenderlo con valor durante todos esos años para que, sencillamente, no se lo suprimieran de la existencia ni lo sacaran del mapa. Éric, si hubiéramos sido una familia metomentodo, si yo hubiese sido una hermana melliza criticona, antipática o invasiva, a lo mejor habría entendido que quisiera mantenerse apartado de la familia y desbancar a toda costa a la melliza, pero no íbamos nunca a Metz, los dejábamos en paz, nadie se había permitido nunca el mínimo comentario sobre la pareja que formaban ni sobre él. Debía de parecerle que Bénédicte me quería demasiado en comparación con él. Debía de notar en su mujer, en lo que a mí se refería, un amor sagrado e incondicional. El amor que sentía por él nada tenía ni de sagrado ni de incondicional y él lo notaba perfectamente. Le tenía envidia a nuestra familia porque nos queríamos con tanta naturalidad, con tanta alegría, mientras que en la suya el cariño siempre se había dispensado cicateramente. ¿Se imagina lo inmaduro que es ese hombre, Éric? ¡Esos cariños, de categorías diferentes, no compiten, como todo el mundo sabe! ¡No ponemos en la misma balanza el cariño que sentimos por nuestra hermana melliza y el cariño que sentimos por nuestro marido! ¡El cariño que se siente por una hermana melliza no puede perjudicar al cariño que se siente por el marido! A menos, naturalmente, que la hermana melliza en cuestión se pase la vida pretendiendo perjudicar al tal marido y sea ella quien ponga en los platillos de la misma balanza esos dos afectos, para acorralar a su hermana y que elija. Lo cual no era mi caso, pues nunca, en todo el tiempo que duró su matrimonio —ni siquiera al final del todo, cuando Jean-François, como le voy a contar enseguida, resultó que era abyecto y monstruoso—, nunca hablé mal de ese hombre delante de mi hermana melliza, ni le mostré nunca la menor hostilidad y eso que habría debido, en un momento dado, liquidarlo, sí; cosa que me arrepiento amargamente de no haber hecho. Se lo digo como lo pienso. Estaba tan inseguro de sí mismo, se sentía tan poca cosa en su fuero interno, se sabía tan insignificante que llegaba incluso a temer la competencia de nuestro cariño. Pero lo más probable es que temiera que yo me inmiscuyese en la vida conyugal de ellos y que le impidiera dominar a Bénédicte como hacía.

Cuando me iba, Bénédicte me daba un beso y lloraba. Siempre. Al final de todas mis visitas; lloraba porque tenía que dejarme que me fuera a mi casa, a Reims.

Hacia el final de la estancia en el hospital, un día me dijo: quien más va a sufrir cuando me haya ido eres tú.

Lógico: yo no tenía hijos, solo la tenía a ella.

Quien más vas a sufrir eres tú. Sobrentendido: más que mi hija, más que mi hijo, más que mi marido. No se hizo ninguna ilusión acerca de su propia familia, quiero decir de sus hijos y su marido.

Mi hermana para mí lo era todo. Era el amor de mi vida.

Hasta qué punto fue en contra de ella ese hombre es inimaginable. Yo me decía muchas veces que no era posible subir más arriba por los peldaños de la bajeza y de la ignominia. Pero resulta que no, ascendía de nivel con regularidad, pese a la circunstancia de que Bénédicte estaba viviendo sus últimos meses.

Un día, al llegar, mi hermana melliza me dijo que tenía frío. Como les costaba llegar a fin de mes, Jean-François todavía no había encendido la calefacción; estábamos a finales de septiembre y retrasaba cuanto podía el momento en que no le quedaría más remedio, en vista de la temperatura exterior, que calentar la casa. Bénédicte, que se pasaba los días sin salir y sin moverse, débil por la quimioterapia, se había quejado varias veces a su marido, pero este le contestaba que lo que tenía que hacer era abrigarse algo más y cerrar bien la puerta de su cuarto, no hacía tanto frío, había que esperar aún unos cuantos días. Tengo tanto frío, Marie-Claire, me dijo; me paso el día tiritando, haz algo, te lo suplico. A mí también me parecía que hacía frío; el ambiente de la casa era gélido y húmedo, mi hermana melliza padecía un cáncer generalizado y su marido la dejaba en casa sin calefacción; debía de haber dieciséis o diecisiete grados. Bénédicte me dijo que no se atrevía a encender la calefacción sin permiso suyo, se pondría furioso al volver por la noche y se enfadaría, entonces le pregunté si no deberíamos llamarlo. Bénédicte me contestó que valía más no hacerlo, diría que no y lo irritaría que lo molestasen en la oficina para algo así; entonces le dije a Bénédicte que hablaría con él cuando volviera por la noche y Bénédicte me contestó que me lo agradecería mucho y que era muy buena. Por la noche, le expliqué a Jean-François, con el mayor sosiego posible, que no se podía dejar a una mujer que padecía un cáncer generalizado en una casa tan fría, que era inhumano, incluso yo me había pasado la tarde muerta de frío. No me contestó nada, pero fue a encender la calefacción cerrando de golpe todas las puertas según iba pasando por ellas, antes de coger el coche y de esfumarse durante dos horas, obligándome a esperar a que regresara antes de volverme a Reims, porque a Bénédicte no le gustaba que su marido se fuera de casa cuando se enfadaba, decía que esta vez iba a abandonarla de verdad y esa idea la atormentaba. Yo le decía que no tenía de qué preocuparse; no solo Jean-François no iba a dejarla, desde luego, pero aunque lo hiciera, ella no se iba a quedar sola, la cuidaríamos, se iría a vivir a Reims, era una auténtica bobada preocuparse por algo así en la situación en que estaba. Pero, inexplicablemente, Jean-François la tenía sometida por completo, había conseguido que, afectivamente, dependiera tanto de su persona que podía, con su comportamiento, de la forma más primaria, incidir en la psicología y en el estado mental, y por lo tanto físico, de Bénédicte, exactamente igual que si pulsara los botones de un cuadro de mandos que tuviera ella incrustado en el pecho. Si quería asustarla, y, de ese modo, hacerla obedecer, le bastaba con estar tres horas desaparecido y no coger el móvil. Así fue como un día en que habíamos comido en un bar de Metz antes de ir en coche a Luxemburgo porque Bénédicte quería ver la Filarmónica (un edificio precioso acerca del que había leído un artículo en el periódico), volvimos a eso de las seis y su marido aún no había regresado. Era un día en que no trabajaba, un martes por lo tanto, y había decidido ir a ver a un antiguo colega que vivía cerca de una administración donde tenía que hacer unos papeleos; le había dicho a su mujer que le apetecía desplazarse en bicicleta y que volvería como mucho a las cinco. A Bénédicte, al ver que no había regresado aún, mientras intentaba localizarlo en vano por teléfono y preguntaba a sus hijos si habían sabido algo de su padre (no, no habían sabido nada de él), empezó a entrarle el pánico. Insistió, pese al frío que hacía, en apostarse en la esquina de su calle con la avenida por la que tenía que llegar a la fuerza para aproximar lo más posible el momento presente de aquel en que verlo aparecer a lo lejos, en el horizonte, la tranquilizaría del todo: le daba miedo que hubiera tenido un accidente. Al cabo de veinte minutos montando guardia en ese cruce y, en lo referido a mí, contemplando la ansiedad de mi hermana melliza con pasmo creciente, le dije que teníamos que volver a casa, se iba a enfriar, el día había sido largo, corría el riesgo de que aquello le pasase factura al día siguiente y estuviera enormemente cansada, tenía que reservar las fuerzas para la sesión de quimioterapia de la semana siguiente. Intentaba llevármela tirándole del brazo. Pero Bénédicte se resistía, me decía: espera, vamos a esperar un poco, ya no tardará, prefiero esperarlo aquí, así lo veré llegar desde lejos. Antes de decirme, casi llorando, con la mirada perdida en el horizonte: lo hace aposta, estoy segura de que lo hace aposta para asustarme, sabe muy bien que ahora mismo soy muy vulnerable, recalca el poder que tiene sobre mí al portarse así y yo no puedo defenderme. ¿Qué haría, en mi estado, si me quedo sola, para ocuparme de los niños y de la casa? Al oír a mi hermana melliza decir esas frases, pero sobre todo al comprobar que su lucidez en lo tocante a la mentalidad y las estratagemas pueriles de su marido no le permitía defenderse mejor de aquello, me dije que estaba verdaderamente en peligro: Jean-François tenía poder absoluto sobre ella.

Él le preparaba las medicinas, era él quien tenía las recetas y sabía las dosis de todas las numerosas moléculas que debía tomarse. Ella se había puesto por completo en sus manos. Por la mañana, antes de irse a la oficina, colocaba en una bandeja, con un vaso lleno de agua, todas las cápsulas que debía tomar y no se marchaba hasta que la bandeja estaba ya limpia por completo de aquella composición de comprimidos. Le dije que se equivocaba al someterse así a Jean-François. Quiere hacerse indispensable y convertirte por completo en dependiente, su objetivo es hacerte creer que sin él estás perdida. Te infantiliza, Bénédicte. Te vuelve irresponsable que te den las medicinas a la boca. Eres dueña de tu cuerpo, de tu enfermedad, de tu persona, de tu destino. Ocuparte personalmente de tus medicinas es afirmar que le plantas cara a tu cáncer, que ni estás sometida ni lo toleras. No dejes que te mangoneen ni tu enfermedad ni tu marido. Recobra el poder sobre los dos. Exígele a Jean-François que te devuelva las recetas. Tienes que recobrar la autonomía, eres completamente capaz. Dile esta misma noche que quieres ocuparte personalmente de tus medicinas.

Un día, un viernes, cuando llegué, Bénédicte me abrió la puerta avisándome de que su marido estaba en un estado de rabia desorbitado por culpa de una mesa baja de cristal que había roto el niño, sin hacerlo aposta, una hora antes, porque se le había caído encima un objeto pesado. No solo había reñido a Arthur, que antes de que llegara yo se había ido al colegio, sino que desde ese momento no había parado de vociferar; Bénédicte no conseguía entender el motivo de esa ira considerable, dado que la mesa baja no tenía ningún valor, no era especialmente bonita y, sobre todo, la habían comprado hacía años, de recién casados, en una gran superficie. Bénédicte ese día no se encontraba bien, se mareaba y tenía náuseas y dolores, así que no acababa de entender que Jean-François le concediese tanta importancia a un objeto tan insignificante, siendo así que el cuerpo de ella se hallaba en un estado mucho peor que aquella espantosa mesa baja de cristal; y estaba claro que el estado de ella no lo enfadaba tanto. Me di cuenta perfectamente de que eso la entristecía. Comprobé personalmente, durante los treinta minutos siguientes, hasta qué punto había contrariado a Jean-François aquel ridículo incidente doméstico y, sobre todo, pude percatarme de que la mesa baja de marras no tenía efectivamente interés alguno, hasta que su marido, enfrascado en el examen de un documento Excel que tenía abierto en la pantalla del ordenador, nos dijo de repente que no pasaba nada, que realmente no pasaba nada, que tampoco era tan grave la cosa, que esa mesa le había costado, tenía ahí la cantidad, delante de los ojos, doscientos francos nada más. Doscientos francos el 8 de enero de 1998, en rebajas, en Conforama, dijo orgulloso, volviéndose hacia nosotras, que estábamos sentadas en el sofá del salón. He encontrado el importe, ¿no es espléndido? ¿No estáis patidifusas de que sea capaz, así, en menos de veinte minutos, de localizar en el ordenador el importe y la fecha de compra de una mesa baja comprada en 1998? Doscientos francos, de acuerdo, es asumible.

Cuando Bénédicte, después de la tercera sesión de quimioterapia, perdió el pelo, las pestañas y las cejas, le pidió a Jean-François que tuviera a bien ir con ella a algunas tiendas de Metz donde podría hacerse con una peluca y pestañas postizas, maquillaje y también turbantes para llevar en la cabeza, pero él se negó categóricamente y le dijo que todo eso eran ridiculeces, que no pretendería disfrazarse para salir a la calle y que de todas formas pronto no podría ya ir a ninguna parte, así que a santo de qué todos esos gastos superfluos, la respuesta era no y era inútil que insistiera. (Durante el primer cáncer de mama, Bénédicte no había dejado prácticamente de trabajar, se había empeñado en dar la mayoría de las clases del liceo. No quería decirle nada a nadie, incluso los colegas con los que se llevaba mejor se creyeron que tenía una enfermedad benigna, aunque una enfermedad que precisaba una quimioterapia lo bastante fuerte para que se le cayera todo el pelo —debían de pensar para sus adentros, incrédulos—, pero Bénédicte se pasaba el tiempo minimizando la gravedad de su estado y nadie pronunció nunca la palabra cáncer, ni ella ni sus colegas, incluida Amélie. En circunstancias tales a su marido no le quedó más remedio que permitirle que comprase una peluca que daba el pego y parecía su pelo natural —peluca que Bénédicte tiró victoriosamente a la basura cuando el pelo le volvió a crecer— y que recurriese con regularidad a una maquilladora profesional. Como en esta ocasión su mujer no estaba en condiciones de ir a trabajar, se juró a sí mismo que no picaría otra vez y que así aprendería Bénédicte a no tirar objetos de valor a la basura por pura tontería y por superstición. Si hubieras guardado la peluca, como te lo dije yo, habrías podido ponértela otra vez, te está bien empleado, le decía siempre que ella sacaba el asunto a relucir.) A Bénédicte, como ya sabe usted, le preocupaba mucho su apariencia: le gustaba la ropa buena, tenía algunas prendas que cuidaba con esmero, le agradaba en determinadas circunstancias saber que iba elegante y bien vestida. Por ejemplo, las dos veces en que quedó con usted estoy segura de que Bénédicte estuvo pensando qué se iba a poner y que llevaba los botines bonitos, la chaqueta de mejor corte, la sortija de su abuela. Ya ve usted, estaba segura. Incluso cuando ya no le quedaban sino unos meses de vida, era de lo más criminal obligar a Bénédicte, tras quedarse calva, a no levantarse de la cama o a salir con la cabeza al aire o hecha una birria con un gorro so pretexto de que había tirado la peluca de la época del cáncer de mama. Era importante que Bénédicte siempre que saliera de casa siguiera sabiendo que no ofendía la vista, pero no insistió, no tenía fuerzas para enfrentarse a su marido; se limitó a contarme esa anécdota como una más de las numerosas vejaciones que solía infligirle. Y entonces, sin pensármelo dos veces, le dije a mi hermana melliza que se arreglase para salir, me la llevaba a dar una vuelta. Pero ¿dónde vamos?, me dijo. Venga, date prisa, te voy a comprar todas las pelucas, todos los turbantes y todos los sombreros que te gusten, y nos fuimos las dos a la tienda que había localizado en internet, donde era posible encontrar postizos bonitos. Nos pasamos allí dos horas. Bénédicte se decidió a sacarle partido a su desgracia concediéndose una fantasía que le apetecía hacía mucho tiempo, aunque nunca se había atrevido a pasar a los hechos: se dio el capricho de una peluca pelirroja, cobriza, de pelo corto, que le iba de maravilla con la palidez del cutis, parecía una pelirroja auténtica. Era feliz al verse así, vestida de negro, con aquel pelo rojo; esa imagen suya en el espejo consiguió incluso que le asomase a la cara un resplandor de dicha; nos reímos; me preguntó si yo creía que podía, en aquellas circunstancias, permitirse ser pelirroja; le dije: ¡pues claro que sí, pues claro que sí, Bénédicte, estás sublime, me encanta! Luego me la llevé a su tienda preferida de la calle de Gambetta, en los soportales, para regalarle un sombrero cloche inspirado en los años locos, que, encasquetado, le tapaba la nuca y los lados, ocultando en buena medida la cabeza. Cuando por la noche, radiante y orgullosa de nuestras compras, Bénédicte se presentó ante Jean-François como una pelirroja muy bonita, con la esperanza de sacarle unos cuantos cumplidos sobre su nuevo aspecto, él nos dijo que todo aquello era grotesco, que habíamos tirado el tiempo y el dinero por la ventana, que era importante guardar las energías para cosas de más enjundia que esas gilipolleces de marujas. Estás de pena con esa peluca, le dijo a mi hermana melliza. ¿Te crees que no te bastaba ya con esa enfermedad, que te pone tan fea, para que fuera necesario añadirle un toquecito más poniéndote esa peluca de puta vieja? ¿Cuánto cuestan todas esas memeces, eh? ¿Cuánto cuestan?, empezó a decir a voces. Las he pagado yo, se las regalo, le contesté a bote pronto. ¿Por lo menos has conservado las facturas? Déjalas encima de la mesa del comedor. Ahora que ya está hecho el daño, por lo menos que la mutualidad cubra el gasto, añadió. No me apetece que me cubra el gasto la mutualidad, contesté. Es un regalo que le hago a mi hermana. Pues yo no tengo intención de regalarle esos chismes a la mutualidad: déjame las facturas, tengo la firme intención de que la mutualidad me pague todo lo que me vaya a costar esta cabronada de enfermedad que me ha puesto la vida patas arriba; dicho lo cual, se subió a su cuarto dando portazos.

Esta cabronada de enfermedad que me ha puesto la vida patas arriba.

Un viernes, llego, llamo, me abre la puerta él, y eso que suele ser más bien mi hermana melliza quien acude a recibirme (junto con él, que me espera en el salón, a pie firme, como un poste, para dejarme bien claro que estamos en su territorio); nos saludamos; le pregunto dónde está Bénédicte y me dice que está acostada, le pregunto si va todo bien y me dice que todo bien, que se queja, pero que si empezamos a hacer caso de todas las quejas de Bénédicte, sobre todo en este momento, se pasaría uno la vida llamando a los médicos y al hospital. Llego al dormitorio y veo a Bénédicte, más pálida y más descarnada que nunca, esquelética, completamente desmadejada, con la cara chupada. Había envejecido diez años en una semana. Por teléfono no me había dicho nada. Me siento a su lado, le cojo la mano y le doy un beso en la frente. Le pregunto qué tal y me dice que mal, que muy mal. Le pregunto qué pasa. Me contesta que se siente francamente fatal, que no para de vomitar, que no soporta estas sesiones de quimio, no entiende por qué, hasta ahora la cosa iba tirando a bien, pero ahora le da la impresión de que tiene ciento doce años, no se tiene de pie, no puede comer nada, lo vomita todo. ¿Qué se puede hacer?, le pregunto. Quiero ir al hospital, me contesta. No puedo más, tienen que ponerme suero, me voy a morir si me quedo aquí, estoy segura, haz algo, te lo ruego. Si quieres ir al hospital, ¿dónde está el problema?, pues vas al hospital, no entiendo nada, le contesto. ¿Por qué me lo suplicas? Porque Jean-François me ha dicho que no, quiere que me quede aquí, me contesta. Miro a Bénédicte, pasándole la mano por la frente, me mira con ojos suplicantes. ¿No quiere que vayas al hospital? Niega débilmente con la cabeza. ¿Le has dicho que querías ir al hospital? Afirma débilmente con la cabeza. ¿Y te ha contestado que no quería? Afirma débilmente con la cabeza, con ojos implorantes. Un breve silencio. Le acaricio la frente y la cara. Jean-François dice que todo va bien, que voy a mejorar, que son los efectos secundarios de la quimio. Dice que no hay que confundir los efectos secundarios de la quimio con los estragos de la enfermedad. Lo que me noto en el cuerpo, según él, no es la enfermedad, sino los productos que se supone que me van a curar. Pero yo, Marie-Claire, me siento mal, es la enfermedad, me moriré si me quedo aquí una noche más, tengo muchísimo miedo, necesito tener a mi alrededor un equipo médico.

Menos mal que fui a verla ese día; si no, Jean-François la habría dejado en su cuarto, sufriendo; no podía más de verdad, a lo mejor se habría quedado en el sitio, era urgente que la atendieran.

Solo estuvo hospitalizada tres días, lo que tardó en recobrar fuerzas. Pero al poco tiempo no pudo ya seguir en casa, la ingresaron en el hospital de Metz para que acabase allí sus días.

Nadie estaba en condiciones de saber con la mínima precisión cuánto iba a durar su lucha contra la muerte. El día en que mi hermana melliza entró en el hospital, mi hermano estaba con Jean-François cuando este le preguntó al oncólogo, sin miramientos, sin la menor emoción, cuánto tiempo de vida le quedaba. Este le contestó que era difícil concretar en un asunto así, podía morirse dentro de quince días o dentro de dos meses. Mi cuñado se quedó seguramente con lo de los quince días, porque salió del despacho sin decir palabra antes de ir a la habitación de Bénédicte, donde la estaban acomodando; acababa de llegar. Entonces, sin dirigirle la palabra ni preguntarle si el traslado en ambulancia desde su casa había transcurrido bien, pidió a los enfermeros que pusieran una cama más, a los pies de la de su mujer; y los enfermeros salieron para ir a buscarla. Yo estaba presente. Bénédicte le dijo delante de mí, con mucha claridad, despavorida: ¿por qué quieres dormir a los pies de mi cama, qué historia es esta? Es porque me voy a morir pronto, ¿verdad? ¿Te han dicho que me voy a morir pronto y por eso quieres dormir a los pies de mi cama? Es eso, ¿sí? Te han dicho que me quedaban dos o tres días, ¿es eso? No quiero que duermas aquí, me angustia, me aterra, eso quiere decir que me voy a morir pronto. Jean-François, por favor, por lo que más quieras, prefiero que te vayas a dormir a casa y que cuides a los niños. Jean-François no contestó nada, se fue de la habitación, los enfermeros volvieron con la cama supletoria, que colocaron a los pies de la cama de mi hermana melliza sin que ella se atreviera a pedirles que se la llevaran. Marie-Claire, por favor, haz algo, no lo dejes instalarse a los pies de mi cama, no quiero que se quede aquí conmigo, necesito estar sola, me va a angustiar, no podré aguantarlo, Cuando volvió Jean-François a la habitación le dije que Bénédicte no quería que durmiera a los pies de su cama, se lo había dicho hacía un rato muy claramente, acababa de repetírmelo a mí, no quería, yo no entendía por qué, en semejantes circunstancias, él insistía, debía respetar su voluntad. ¿No lo has entendido, Jean-François? Te lo ha dicho, no te quiere a los pies de su cama. Me contestó que me metiera en lo que me importaba, que Bénédicte era su mujer y que debido a esa condición de marido tenía pleno derecho a asistirla en sus días postreros. Pronunció de verdad esa frase abominable delante de ella: asistirla en sus días postreros. Mientras hablaba, andaba atareado haciendo su cama; le apreté con ternura la mano a mi hermana melliza, que había cerrado los ojos; por fin él salió de la habitación y Bénédicte volvió a abrirlos: entonces le vi en la mirada el desvalimiento más insondable que me haya sido dado ver en toda mi vida.

Estuvo mes y medio durmiendo a los pies de su cama todas las noches, en contra de la opinión de Bénédicte. Había pensado que el asunto iba a durar quince días, y por eso había adoptado esa decisión, pero le impuso su presencia todas las noches, lo quisiera o no, durante mes y medio.

Dos o tres días después de haber llegado al hospital, al ver que Jean-François no solo pasaba las noches a los pies de su cama, sino que empezaba a ir durante el día, le preguntó cómo es que no estaba en el banco. He dejado de ir, le contestó él. ¡Anda! ¿Has dejado de ir? Pero ¿por qué? Para poder venir aquí, le contestó. Pero si no necesito que vengas durante el día, ya duermes aquí, tengo a mi familia que viene a verme, no estoy sola, todo va bien, no tienes obligación de sacrificarte así. No me sacrifico, me he pedido una baja por enfermedad. ¿Una baja por enfermedad?, le preguntó Bénédicte. Sí, no te habrías creído que me iba a gastar los días de vacaciones en ir a ver a mi mujer enferma. He pedido una baja por enfermedad para no perder los días de vacaciones, es lo mínimo en vista de a qué los voy a dedicar. Me parece escandaloso, le contestó mi hermana melliza. O no vengas a verme de día y sigue yendo a trabajar o, si vienes, al menos ten la decencia de hacerlo a cuenta de tus días de vacaciones. Hablaba con muchísima dificultad, en voz baja, sin resuello, con la garganta tomada, y estuvo mucho rato tosiendo después de decir esas palabras, lo recuerdo. Y entonces Jean-François le dijo: así es como me agradeces que te cuide, y Bénédicte le contestó despacio, ahorrando fuerzas, tras haber recobrado el aliento, pero con voz que apenas se oía: no te he pedido nada, me estresa mucho que estés aquí dándome la lata continuamente, así que vuélvete al trabajo y deja de atracar a la seguridad social con tus certificados médicos falsos, me vas a traer mala suerte. En vista de lo cual, Jean-François se fue dando un violento portazo, furioso. Pero la puerta tenía un muelle, así que vimos cómo ese muelle cambiaba la violencia del comportamiento de Jean-François en una suave expiración antes de entrar en acción despacio y sin ruido, como si la puerta le dijera: chisssss, tranquilízate, no es el lugar adecuado para montar números así.

La tenía asustada.

De noche, le decía que se iba a morir.

Ya lo sabía ella que se iba a morir, no hacía falta recordárselo cuando parecía que se le olvidaba. Nunca le mentí tanto a mi hermana melliza como en esa temporada: le decía que iba a salir adelante, le hablaba de los viajes que íbamos a hacer cuando se curase, le decía que tenía que pelear, que merecía la pena. ¡Venga, ánimo, ya verás, vas a salir adelante, por fin vamos a ir a Madagascar las dos, tú y yo solas, como siempre nos lo hemos prometido! ¡Mira, puedes andar, puedes ir sola al servicio, todo va a ir bien, Bénédicte, estoy convencida de que vas a salir adelante!

Le brillaban los ojos. No se encontraba nada bien, pero en la cara lívida le centelleaba de esperanza la mirada. Yo veía que me creía y que quería tener esas ideas en la cabeza y no ideas de muerte cierta e inminente.

Un día estaba en el pasillo, delante de la habitación de Bénédicte con mi hermano y mi hermana mayor; de repente se abre la puerta y Jean-François sale bruscamente, exclamando: ¡ya ni siquiera sabe que se va a morir!

Yo estaba atónita.

Luego apareció su hija y nos lo confirmó, estupefacta, con tono desconsolado.

Sí, está loca de remate, ¡ya ni siquiera sabe que se va a morir!, repitió, moviendo la cabeza, con las palmas de las manos en las sienes, con el tono de una persona que quiere contagiar a los demás la indignación.

Por el tono de las frases, me daba la impresión de que hablaba de mi hermana melliza como de una loca irresponsable.

Estábamos alucinados.

Yo miraba a Lola, petrificada.

Nos lo dijeron a nosotros, recalcando la pasmosa incongruencia de la conducta de Bénédicte con ellos, como si, al negarse a comparecer ante ellos como una mujer que se dispone a cruzar dignamente y con coraje el umbral de la muerte, dispuesta a una despedida solemne que podrían recordar como un momento de emoción hermoso y grande, cayera en la culpa de faltar gravemente a sus obligaciones de madre y esposa; luego vimos cómo se abalanzaban hacia un médico que pasaba por allí para comunicarle su asombro por que Bénédicte no supiera ya que se iba a morir.

¡Acaba de hablarnos del día que vuelva a casa! ¡Esta noche piensa que no tardará en volver a casa!, le decía Jean-François, desconcertado, al médico.

¡Si hasta ha dicho que iba a volver a pintar su cuarto de azul!, decía Lola con los ojos como platos y sin podérselo creer. Pero ¿qué pasa?

El médico les explicó que, a Dios gracias, era frecuente que a los enfermos no se les quedase en la memoria el hecho de que iban a morir y hay que respetar esa voluntad.

Como ya le he explicado a usted, Jean-François quería que Bénédicte les dijese a sus hijos lo que su propio padre, en el lecho de muerte, no le había dicho a él; y ella se negaba en redondo.

Jean-François se pasaba horas andando arriba y abajo a los pies de la cama.

Le habían hablado de quince días hacía un mes y no entendía nada, allí estaba a diario, y andaba, ella no se moría, era una situación que le resultaba incomprensible.

Andaba, andaba, andaba, andaba, andaba.

Esperaba.

Se pasaba el tiempo esperando.

Cansaba a Bénédicte andando así a los pies de la cama durante horas.

No puedo más, dile que se vaya y que me deje en paz, me decía Bénédicte llorando cuando llegaba yo, y él salía de la habitación sin decirle siquiera una palabra o darle un beso. No quiero volver a verlo, se pasa el tiempo andando arriba y abajo a los pies de la cama, me angustia, me da la impresión de que está en el andén de una estación y que espera un tren que lleva retraso y no acaba de llegar. Lo conozco, es exactamente la forma en que se comporta cuando está impaciente y lo irrita estar esperando en vano. Es espantoso. Te lo suplico. Haz algo.

Nunca vi a Jean-François más que a los pies de la cama de mi hermana, o andando arriba y abajo o sentado en un sillón con una taza de café en las manos, nunca junto a ella, nunca a su lado.

Esperaba. Como alguien que, afincado en la orilla, de cara al mar, acecha la aparición de un barco en el horizonte.

Quería ser quien pudiera decir que había pillado el último momento. No habría soportado la idea de no ser el último que la había visto viva, el último que había recibido de ella una mirada, y, si a mano viene, el que había tenido la suerte inesperada de levantar acta del último suspiro para poder jactarse de ello y reivindicarlo como una victoria o como una ventaja sobre nosotros, o contra nosotros.

Siempre partidario de las apariencias.

Quería demostrar al personal del hospital, y también a nosotros, su familia, que quería a su mujer, que formaban una pareja y un hogar ejemplares, que estarían unidos los cuatro hasta el último momento, hasta el último suspiro de Bénédicte, nos gustara o no.

Los niños estaban a los pies de la cama y miraban a su madre de lejos, y no sucedía nada. La rigidez de ese conciliábulo me recordaba un cuadro flamenco: la escena de la muerte en el lecho con la velita y los parientes alrededor, hasta cierto punto ese ambiente, fúnebre y envarado, morboso, sin cariño. No había emoción, no había nada. Nosotros, cuando nos íbamos y dejábamos a Bénédicte, era algo espantoso —llorábamos, ella nos abrazaba, llorando también—, mientras que con su marido y con sus hijos era todo lo contrario: nunca había ningún gesto, no sucedía nada. Lola siempre estaba apoyada en la pared del fondo y esperaba que acabase la visita mascando chicle, con cara de aburrimiento, o se arrimaba a su padre y le cogía la mano tiernamente, como para consolarlo de la prueba por la que estaba pasando el pobre, a punto de quedarse viudo. Apoyaba a su padre, en vez de estar con su madre y reconfortarla. Como si fuera el más desdichado de los hombres, siendo así que solo estaba esperando que llegásemos a relevarlo para poder irse a organizar el entierro. Ostensiblemente vinculados, unidos, juntos, solidarios, el padre y la hija, frente a Bénédicte, sola en la cama, agonizando.

Jean-François se hizo con el cariño de los niños a costa de mi hermana melliza. Los niños no padecían por la autoridad paterna, solo padecían por la autoridad materna. En casa, desde hacía mucho, era Bénédicte quien desempeñaba el papel del hombre: imponía orden, vigilaba los deberes, los mandaba a la cama, restringía las salidas, fijaba las metas y castigaba. Jean-François se quedaba con el papel agradecido y presentaba a Bénédicte como una déspota. Así que la muerte de mi hermana melliza era como quien dice el final del despotismo. No voy a negar que en su carácter hubo siempre un aspecto un tanto rígido, pero fue claramente a más con los años porque Jean-François exigía que la casa estuviera impecable, que se llevase de forma racional, que los niños estuvieran bien educados y que sus resultados escolares fueran ejemplares, así que mi hermana melliza se cansaba muchísimo para estar a la altura de esas exigencias, se entregaba mucho a sus hijos: luchaba para enderezar los efectos nefastos de la adolescencia en la implicación de su hija en los estudios; estaba cada vez más cansada y ese cansancio la volvía cada vez más rígida. Cuando tuvo el primer cáncer, como estaba en casa y no ganaban bastante para llegar a fin de mes, Jean-François prescindió de la asistenta y nunca volvieron a tener otra, ni siquiera con el segundo cáncer: Bénédicte tenía que limpiar la casa y planchar mientras le daban quimioterapia, agotada. Mi hermana melliza acabó por aborrecer a su hija, en los últimos días de su vida se aborrecían las dos y ese aborrecimiento nace de eso, nace del hecho de que le había dado mucho a Lola y esta, en vez de compensarla por esos esfuerzos con afecto, un mínimo de obediencia o buenas notas, se iba convirtiendo en lo contrario de lo que mi hermana había ambicionado que fuera, deliberadamente, reivindicándolo. Lola se construía a sí misma en oposición a su madre, entre conflictos y reproches y en total acuerdo con los valores de su padre, a quien adoraba, y eso las distanció, acabaron las dos por odiarse. Las relaciones con su madre se deterioraron cuando Lola empezó a salir con su primer chico, muy pronto, a eso de los trece años. Todo ocurrió al mismo tiempo: el primer cáncer, que la cansaba, y esos problemas con la adolescencia de Lola, que empezó a no pegar clavo en clase porque salía con un chico. A Bénédicte le parecía que su hija era demasiado pequeña para tener ya un novio oficial a quien parecía querer sacrificar su porvenir. Quiso tomar la píldora y Bénédicte opinó que era demasiado pequeña. El asunto se convirtió en un conflicto, Lola quería salir continuamente y le reprochaba a su madre que la reprimiera. Entre nosotros, Bénédicte exageraba el alcance de los problemas porque en realidad los resultados escolares de Lola no fueron nunca a menos, o solo un poco, y ahora que su madre ha muerto está pensando por lo visto en hacer en París un curso preparatorio para las Escuelas Superiores y trabajar más adelante en la industria del lujo. Bénédicte no soportaba ya ver cómo Lola se volvía como Jean-François, se iba convirtiendo en un calco suyo y de su relación con la realidad, rechazaba la literatura para glorificar el éxito social, las señas externas de riqueza, el relumbrón, la pasta, los tíos guapos, los blockbusters americanos y los coches deportivos. A Arthur, en cambio, todo le venía ancho y aquello era, en un terreno diametralmente opuesto, no menos agotador. Era desordenado, indisciplinado, inestable y desobediente, y Jean-François se lo reprochaba sin parar a su mujer: le decía que ella tenía la culpa de que el niño se portase tan mal. El niño estaba en la frontera del carácter depresivo, como si padeciera del ambiente familiar. Aquella casa era un lugar insano desde todos los puntos de vista y Arthur lo notaba de forma especialmente aguda, y lo reflejaba en el entorno volviéndose incontrolable; era hipersensible. Yo soy como usted, Éric, me cuesta hacerme a la idea de que alguien pueda acabar por no querer a sus hijos, me cuesta concebir que el amor que se les tiene a los hijos pueda no ser absolutamente incondicional. Pero debe de ser que el idealismo de Bénédicte era tan radical que no podía dejar atrás sin daños un escollo como este: ver a su hija reivindicar despectivamente, y con una especie de violencia interiorizada (que se le notaba en la forma de vestir, en el maquillaje y en la forma de comportarse), que, por encima de todo, no quería parecerse a su madre.

Un día, durante su enfermedad, cuando aún estaba en casa, vi a Arthur abrazar a su madre; estaba de pie y la cogía por la cintura, y mi hermana se quedaba con los brazos colgando, no lo estrechaba contra sí. Se me hizo raro ver aquello. Estaba muy enferma, en mi opinión estaba ya solo metida en su enfermedad. Un día me dijo: cuando sabes que vas a morirte, la gente ya no importa, te alejas, te alejas despacito. Incluso los niños, Éric, creo. Frente a la muerte, estamos solos. Nos desapegamos de las cosas. Eso es quizá lo que le pasó con sus hijos.

Le costaba comer, ya no podía andar, no iba a tardar en no poder hablar, y Jean-François llevaba a sus hijos, todas las tardes, sin faltar una, como una obligación que les imponía, y las visitas duraban demasiado, se eternizaban, los niños se aburrían; a Bénédicte le resultaba doloroso que sus hijos la vieran con aquel aspecto, disminuida, agonizante. Habría preferido verlos de otro modo; menos, pero mejor; pero Jean-François se había marcado la obligación de imponerle a Bénédicte a diario, con visitas excesivamente largas, la presencia de sus hijos. A ellos, seguramente, no les apetecía ver todos los días a su madre en ese estado, no deja de ser una enfermedad muy degradante. Pero como a Jean-François, que era un insensible, no lo alteraba en modo alguno aquel espectáculo de la agonía de Bénédicte, se imaginaba que todo el mundo iba a reaccionar lo mismo. Nunca vi que lo afectase la decadencia de mi hermana melliza, ni lo vi que sufriera, ni lo vi desesperado por la inminencia de su desaparición. Estaba siempre igual, idéntico, invariable, como una línea.

Para mí que lo que le hizo a mi hermana melliza fue abandono, clarísimo: por mucho que estuviera allí siempre, en su habitación, la abandonó, aquello era abandono. Estaba peor que sola: estaba con el vacío. Su marido era solo una presencia vacía, una ausencia. Ese hombre lleva consigo un vacío irreductible y es ese vacío el que angustiaba a Bénédicte. Se daba perfecta cuenta de que no había sustancia alguna, contenido alguno ni emoción alguna en la presencia física de su marido y, en consecuencia, tenía miedo; su presencia insensible era como una prefiguración de lo que la esperaba, le recordaba continuamente que se iba a morir.

Entre mis clientes, cuando doy masaje a las personas vacías noto que están vacías, me cuesta mucho atenderlas, puede darse el caso de que me sienta desfallecer después de que se vayan, tanto que tengo que echarme o volverme a casa. Porque cargo con todo, con las malas energías igual que con las buenas. Tengo una clienta a la que no quiero volver a darle masaje. Cuando le doy uno, tardo quince días en reponerme. Es insufrible, como si esas personas vinieran a extraernos la energía para recargarse ellas.

Al final, Bénédicte no podía casi hablar: escupía palabras sueltas, retazos de frases, susurros. Pese a lo cual, a veces por la mañana nos llegaban sms de Jean-François que nos anunciaban que se habían pasado la noche charlando. Solía mandarnos sms por la mañana para ponernos al tanto del estado de Bénédicte y eso era lo que nos escribía para que viéramos que sus relaciones eran mucho más dulces, tiernas, confiadas y esenciales de lo que nos complacíamos en creer: Bénédicte ha tenido muy buena noche, hemos pasado toda la noche charlando, siendo así que sabíamos que se estaba muriendo, estaba exhausta, no conseguía ya ni beber, lo que no le impedía a Jean-François intentar que nos creyéramos que, de noche, por obra de su amor, ocurrían entre ellos fenómenos sobrenaturales dignos de los relatos cortos de Villiers de l’Isle-Adam, fenómenos que le permitían a Bénédicte pasarse la noche charlando. Tu hermana melliza nunca se ha atrevido a confesártelo para no desagradarte, pero su único amor verdadero soy yo, ese era el golpe que parecían querer asestarme aquellos sms estúpidos que me enviaba, criminalmente ingenuo en semejantes circunstancias.

Bénédicte estaba tan débil que los médicos querían ver el estado del corazón. La acompañé, en silla de ruedas, a la sala donde la iban a reconocer. Yo, en mi instituto, tengo una camilla eléctrica que sube y baja; bueno, pues el cardiólogo tenía una camilla fija y esperaba que Bénédicte se tendiera en ella, sin esbozar el mínimo ademán para ayudarla. Va y me mira con cara de decirme: bueno, ¿a qué está usted esperando? Es cierto que soy robusta, pero no tanto como para subir a una persona adulta, por muy flaca que esté, a una camilla alta. Le juro que es cierto, Éric, cogí a mi hermana, la levanté, era como llevar una pluma en brazos. Era increíble. Nos miramos, noté que me decía con los ojos: ¿cómo te las apañas para levantarme así? Me daba miedo hacerle daño, porque le dolía todo, todos los huesos; le pregunté: ¿te hago daño?, me contestó que no, la transporté y la dejé cuidadosamente en la camilla alta, no sé ya cómo lo hice, era algo tan importante para mí que Bénédicte no me pesaba ya nada, era milagroso, no estaba cargando con ella. Cuando la hube dejado en la camilla alta, me miró otra vez y me decía con los ojos: pero Marie-Claire, ¿cómo te las has apañado? No sé, no sé cómo me las apañé. Había que hacerlo, y ya está, y mi cuerpo respondió a esa necesidad desarrollando recursos insospechados.

Bénédicte tenía conciencia de lo que ocurría a su alrededor, padecía con el cuerpo, con la mente y con el corazón. A veces le corrían lagrimones por las mejillas, tan pálidas y tan chupadas que nos costaba reconocer ese rostro que tan querido nos era. Movía los ojos hacia donde estaba yo, pero no me veía, ya le velaba la mirada la muerte próxima. Pero sin embargo me sonreía.

Todas las noches me llamaba por teléfono.

¿Tú crees que me voy a morir?

¡Pues claro que no te vas a morir, a ver qué va a ser esto! ¡Bénédicte, de qué estás hablando, pues claro que no!

Bueno, de acuerdo, entonces vale, contestaba como si necesitase esas palabras reconfortantes para dormirse. Hasta mañana entonces, me decía con insistencia, exactamente igual que un niño que necesita oír que le dicen hasta mañana para conjurar el miedo de la noche.

Hasta mañana, tesoro. Hasta mañana, Bénédicte mía.

Hasta mañana, Marie-Claire, buenas noches, hasta mañana, gracias, me decía entonces ella con vocecita jadeante, dejando pasar a veces mucho tiempo entre las palabras, antes de colgar despacio, como una persona muy mayor.

Luego llegó aquel día fatal que no fue ya para mí sino el día siguiente del anterior: había muerto durante la noche, a las cinco cuarenta y cinco.

Fue mi hermana mayor quien me llamó a las ocho para comunicármelo.

Salí de Reims para Metz en el acto y pasé varias horas junto a Bénédicte.

No parecía haber sufrido. Tenía el rostro casi en paz y un ojo algo menos cerrado que el otro. Me dije, mirándole el rostro, que había querido enviarnos el pensamiento de que no nos iba a perder de vista, que podíamos contar con que estaba ojo avizor para que no nos pudiera pasar nada a ninguno de nosotros, estaría pendiente. Seguramente, no había podido decidirse hasta el final, pese al dolor, a morirse y, cuando estaba muerta ya casi del todo, el ojo derecho seguía tomando nota de la vida que la rodeaba y de las tinieblas de su habitación de hospital, mientras el ojo izquierdo ya estaba tendido, resignado, en el silencio y la quietud de la muerte; y ya no quedó en ella vida bastante para que el ojo aquel, que había seguido siendo curioso hasta el postrer instante, se cerrase del todo.

Lloraba a mi hermana melliza y le daba besos en la cara, le acariciaba con dulzura las manos, le decía frases al oído entre sollozos. Mi hermano y mi hermana mayor estaban conmigo, nos apoyábamos mutuamente. Jean-François y sus hijos salieron de la habitación cuando llegamos para dejarnos a solas con nuestra hermana.

Hubo un momento en que salimos del hospital para llamar por teléfono a mamá, que se había quedado en Condé-sur-Marne. Estaba en una silla de ruedas tras un ictus que le había dado hacía tres semanas y no había podido acompañarnos a Metz, para mayor desesperación suya. Delante del hospital, nos fuimos turnando con el móvil de mi hermano, para decirle todos a mamá unas cuantas frases de consuelo y hablarle de Bénédicte, describírsela en su lecho de muerte, hacerle un retrato mortuorio hermoso a ella que era tan creyente. Lloraba y nosotros llorábamos con ella, estaba inconsolable. Mientras hablábamos con nuestra madre, Jean-François, al ver que habíamos salido de la habitación, dispuso que enviasen a mi hermana al depósito, sin avisarnos y sin tener la delicadeza de preguntarnos si queríamos volver a verla en la cama del hospital. Así que cuando volvimos a subir, vi cerrarse las puertas de un montacargas donde iba la cama que se llevaba su cuerpo; vi, por esa estrecha y furtiva rendija, desaparecer los pies, eché a correr, pero las puertas ya se habían cerrado del todo y el montacargas empezaba a bajar. Entonces apoyé la frente en el metal de las puertas del montacargas y lloré todas las lágrimas que tenía en el cuerpo, destrozada, presa de un dolor inconcebible, de pie, deshecha, apoyada casi sin vida en las puertas de frío metal, deseando morirme.

Poco después, cuando ya me había calmado un poco un Xanax que me dio mi hermana mayor, volví a la habitación para recoger mi plumas y fue entonces cuando llegó Jean-François, intacto, sin emoción alguna, con sus hijos, llevando una bolsa de basura grande. Ninguno de los dos niños lloraba ni parecía afectado. Entonces vimos cómo vaciaba los armarios empotrados y tiraba al suelo deprisa y corriendo todos los efectos personales de Bénédicte, como si hubiera que darse prisa y dejar la habitación vacía lo antes posible. Esos efectos, ahora que su dueña ya no existía, no merecían ninguna consideración. Lo vimos —cuesta creerlo, pero así fue sin embargo como ocurrió— tirar el vestido al suelo, la chaqueta, una falda, unos pantalones, una camiseta y ropa interior; lo hacía con gestos breves y nerviosos, como si estuviera haciendo el censo de las cosas que tiraba al suelo, con una actitud que ya era solo pragmática. Nos sentíamos heridos; heridos, pero tan tristes y agobiados que no reaccionamos ninguno. Pues la única reacción proporcional a lo que estaba haciendo habría sido ejecutarlo en el acto: si hubiéramos intervenido, habría sido para matarlo en aquella habitación, con nuestras propias manos, rompiéndole un jarrón en la cabeza; así que nos quedamos postrados. Luego metió a toda prisa en la bolsa de basura grande los periódicos y las revistas que había encima de la mesa, todos los papeles, los paquetes de galletas apenas empezados, las botellas de agua, las flores, las plantas, las cosas que habían traído varias personas. Todo tenía que desaparecer, como si todos y cada uno de los objetos los hubiera contaminado la muerte de mi hermana melliza y no era, pues, reciclable en la saludable realidad de Jean-François. No solo un ramo de rosas en capullo, sino también un paquete de Granola sin abrir que los niños habían llevado hacía poco; nunca se me olvidará aquel paquete de Granola que su marido tiró con asco a la bolsa de basura grande, como si, por el hecho de que su mujer hubiera fallecido, esas galletas no fueran ya comestibles. Luego fue al cuarto de baño y tiró a la bolsa de basura grande el cepillo de dientes de Bénédicte, la leche hidratante, los algodones faciales, las cremas, el neceser de aseo, el maquillaje, todo desapareció, en varios gestos apresurados y radicales, en la bolsa grande de basura que ya estaba llena hasta arriba. Lo vimos luego abrir la bolsa de viaje de Bénédicte y meter, sin doblarla, la ropa que antes había desperdigado por el suelo, la metió sin más consideraciones que si fuera basura, cerró de un tirón la cremallera y les dijo a sus hijos: venga, niños, nos vamos; luego salió sin echarnos ni una mirada, llevándose la bolsa de viaje de Bénédicte y la bolsa de basura grande, llena hasta arriba ahora; los niños seguían sin llorar y no se les veía el menor síntoma de abatimiento ni de tristeza.

La secuencia de la limpieza de la habitación había durado como mucho cuatro minutos.

Me acerqué a la ventana y miré el cielo, el paisaje, el campo y un bosquecillo que había más arriba del hospital; me corrían a mares las lágrimas por las mejillas, me mordía los labios para no perder la compostura. Pasó un pájaro que me hizo sentir que la realidad nunca volvería a ser la misma para mí, que se me había vuelto ajena, aquel estornino no tenía ya sentido, o, si no, era yo quien no tenía ya sentido: a partir de ahora iba a ser para mí misma algo así como un absurdo estornino anónimo. Entonces vi aparecer a Jean-François y a los niños en el aparcamiento y lo vi arrojar a un contenedor la bolsa de basura grande y, luego, al maletero del coche, con el mismo ademán desentendido y apresurado, la bolsa de viaje de Bénédicte; después lo vimos arrancar, Lola delante, Arthur detrás de su hermana. Nunca he visto un coche moverse con tan poca sensibilidad, de forma tan lenta y zafia. Dio marcha atrás, trazó un arco de círculo breve, avanzó y frenó porque otro coche iba en marcha atrás para salir de su sitio en el aparcamiento. Jean-François tocó la bocina para avisar de que pasaba, se metió por detrás del otro coche sin dejar que retrocediera más y luego aceleró y salió como una exhalación de mi campo visual como si fuera de ese marco del que quisiera huir, del marco de mi mirada, del marco de mi conciencia, de mi amor por Bénédicte, donde no había lugar para los dos.

Mi hermana melliza se murió un domingo, salió para el depósito esa misma mañana y se suponía que allí la preparaban.

Cuando llegué al depósito el lunes por la mañana, seguía con el camisoncito y ya no llevaba joyas: desvalijada.

No la habían preparado, no la habían vestido, no habían hecho nada para mejorar su apariencia. Ni la habían tocado, y yo estaba horrorizada; como si nadie le hubiera hecho caso y la hubieran dejado olvidada, en su cajón.

Pero ¿cómo es posible?, me dije.

Me fui corriendo a la funeraria, que estaba enfrente, y les pregunté por qué no estaba vestida la señora Ombredanne.

No lo entiendo, ¿qué ocurre? ¿Se da usted cuenta? No tardará en llegar gente a visitarla y ni siquiera está presentable, le dije a la señora de la funeraria que me atendió.

Había empezado a enfadarme, estaba a punto de echarme a llorar, la única forma de no hacerlo era el enojo.

Ah, pero eso hay que decírselo a su marido, sigue sin traernos la ropa, me contestó la señora de la funeraria.

Entonces me aparté del mostrador y llamé a Jean-François, pero rechazó la llamada después de dos timbrazos. Le mandé un sms para decirle que llevara la ropa de Bénédicte, era inadmisible dejarla en ese estado, con el camisón con el que había muerto.

A mi hermana melliza la enterraban el viernes.

Al día siguiente, el martes, al llegar me crucé con Jean-François delante de la funeraria, donde había ido a recoger los recordatorios. Le digo: supongo que vienes de ver a Bénédicte en el depósito, y me contesta que no, que en absoluto, no iré a verla hasta que la metan en la caja, el viernes. A mí me parecía evidente que, si estaba delante de la funeraria, era porque acababa de llevarles la ropa de Bénédicte para que por fin pudieran prepararla.

Al día siguiente por la tarde, el miércoles, cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí que Bénédicte seguía sin vestir.

El jueves a primera hora de la tarde continuaba sin preparar, y eso que la enterraban al día siguiente a las diez en Condé-sur-Marne.

Bénédicte seguía con su camisoncito.

Iban a verla amigos y parientes y allí estaba, verdosa, abandonada, con su camisoncito.

Entonces mi hermano mayor nos dijo que realmente algo le pasaba a ese individuo, que el asunto se estaba volviendo sórdido, que era un calvario, que nunca nos repondríamos de aquello si la cosa seguía así, y se echó a llorar.

Pero ¿cómo se las arregló para vivir con un individuo semejante?, lo oí susurrar.

Mi hermano es un hombre de pocas palabras, es tímido, lógico y moderado. Un gran científico que pocas veces se aventura por los derroteros delicados del sentimiento. Que hubiera dicho eso era tremendo.

A ella, que era tan pulcra, que estaba tan pendiente de su apariencia, a quien le encantaban sus botines elegantes, los encajes y los sombreros, los vestidos bonitos de corte antiguo, perfumarse, pintarse las uñas de negro, era una vergüenza dejarla en ese estado. Empezaba a oler. Empezaba a brotar de su cadáver, sin preparar, un leve olor a putrefacción, innegable. Bénédicte se descomponía y olía a podredumbre. Se le notaba en los ojos y en la boca. Tenía azul la zona de alrededor de la boca. Y lo mismo pasaba con los ojos. La piel, gris. Mientras que, vestida con mimo, con ropa bonita, la habrían maquillado, le habrían puesto una peluca, habría tenido dignidad y no se habría quedado por completo en manos de la enfermedad. La habrían devuelto a sí misma. Era aterrador. Daba la impresión de que seguía en la cama donde había muerto, rodeada de máquinas y de goteros. Era una visión de mi hermana melliza que nunca podré olvidar, por culpa de ese hombre.

Mi hermana mayor salió del depósito y cruzó la calle para ir a la empresa funeraria y preguntar por qué la señora Ombredanne seguía sin vestir, había que hacer algo urgentemente, no se la podía dejar así. No era el cuerpo de una difunta lo que tenían ante los ojos las personas que iban a verla, sino un cadáver, y el cadáver de una mujer que había sucumbido a una larga enfermedad, y ese cadáver estaba empezando a pudrirse, hedía, era espantoso, empezó a decir mi hermana con tono vehemente, pegando voces, antes de desplomarse, llorando, encima del mostrador.

La señora de la empresa funeraria le puso tiernamente la mano a mi hermana sobre la suya y le dijo que seguía sin saber nada de su cuñado. Le había dejado varios recados insistentes en el buzón de voz y no había contestado, pero iba a volver a llamarlo inmediatamente. La señora llamó a Jean-François, él cogió el teléfono y ella le dijo que era indispensable que fuera antes de dos horas con ropa para su mujer.

Jean-François se presentó por fin a media tarde con la ropa más fea que había podido encontrar.

Trajo a la funeraria ropa totalmente ajena a la personalidad de mi hermana melliza.

Si un día escribe usted un libro basado en esta historia, pensarán que tiene mucha imaginación y que esa imaginación suya no es nada del otro mundo, que es un tanto simplona.

Pero le juro que es cierto.

Vino con ropa que yo no recordaba haberle visto nunca puesta a Bénédicte. Ropa de la década de 1980, pasada de moda, ajada. Seguramente la había encontrado en lo más hondo de un armario empotrado, ropa que a mi hermana melliza se le había olvidado dar a los de Emaús.

Y eso que el lunes le había preguntado a mi hermana mayor cómo había que vestir a Bénédicte, qué le aconsejaba. Geneviève le dijo que llevase su vestido preferido, de paño de lana marrón oscuro. Los botines negros, que eran altos, con lazadas complicadas y tacones finos. La chaqueta de terciopelo granate, mitones de encaje y medias negras. ¿Te haces una idea? Así estará estupenda, le habría gustado irse con su mejor ropa, le dijo mi hermana mayor, según me contó ese día cuando vimos a Bénédicte con aquel atuendo sórdido y humillante.

Habría podido jurarse que le había pedido opinión a mi hermana para hacer todo lo contrario.

Varias de sus amistades, y en particular Amélie y sus dos amigas jubiladas, me comentaron asombradas que nunca le habían visto esa ropa a mi hermana melliza, antes de echarse a llorar de rabia cuando les conté lo que había pasado.

Mi primo dijo: ya verás, dentro de unos días nos encontraremos con la ropa de Bénédicte en eBay.

La había vestido como un hombre, eso fue lo que me resultó raro, molesto.

Una blusa salmón acrílica, siendo así que Bénédicte aborrecía los colores pastel. Por eso me pregunto si aquella blusa fue en realidad alguna vez de mi hermana melliza. ¿No habría comprado Jean-François esa ropa al peso en un trapero, todo a dos euros, para poder vender en eBay por las noches, después de cenar, durante semanas, todas las cosas de mi hermana para sacarse unos cientos de euros?

Un traje de chaqueta con pantalón, de hombros anchos, con hombreras y pinzas, corte amplio, cuello monumental, como se hacían en la década de 1980, azul marino con rayas finas blancas.

En los pies, unos mocasines rozados cuyo color marrón desentonaba con el azul y el salmón del espantoso atuendo.

No llevaba ninguna joya.

Como no había tenido a bien cubrirle la cabeza con la bonita peluca pelirroja que le había regalado yo y con la que le había encantado adornar su alegría siempre que habíamos ido juntas las dos en Metz a comer, daba la impresión de que era un señor menudito, un revisor minúsculo de ferrocarril, calvo y alcohólico, irascible.

Repugnante.

Ya no era mi hermana.

Le había construido una nueva imagen poniéndole ropa degradante y pasada de moda. Bénédicte parecía disfrazada, algo así como si Jean-François hubiera querido hacerle interpretar una mascarada, una parodia chirriante para obligarla a decirle a su familia: Jean-François y yo os mandamos a que os den.

Bénédicte murió hace tres meses y mi familia sigue en estado de choque. Todo el mundo. Mi hermana, mi hermano, mis sobrinos. Era una tía tan encantadora, sensible, misteriosa, con una zona oscura auténtica; la querían mucho.

Lola llamó a nuestra madre a los tres días del entierro para decirle que tenía la culpa de que su propia madre hubiera muerto, porque había obligado a su hija a ir a verla cada quince días a Condé-sur-Marne y se había cansado. Le guardaría rencor hasta el fin de sus días, le dijo también antes de colgar.

Esa misma noche ingresamos a mamá en el hospital y se murió tres semanas después.