9.

 

—¿Diga?

—¿Christian? Soy Bénédicte.

—¡Bénédicte! ¿Cómo está?

—¿Ya no nos tuteamos?

—Sí, lo siento. ¿Cómo estás?

—¿Llamo en mal momento?

—En absoluto.

—Por saberlo.

—Cuéntame.

—No. Nada. No sé. ¿Estás bien?

—Sí, dime. ¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo malo?

—Hace mucho tiempo que me apetecía oír tu voz.

—Y entonces, ¿por qué no me llamaste? Es una apetencia que me hubiese resultado fácil satisfacer, ¿sabes?

—Tenía miedo de que me guardases rencor. ¿Puedo ir a verte?

—Pero ¿por qué iba a guardarte rencor, Bénédicte?

—Ya lo sabes. Corté la relación de forma bastante descortés.

—Tenía la corazonada de que ibas a volver algún día. Me acuerdo mucho de ti.

—Y yo de ti.

—¿Cuándo quieres venir?

—Dímelo tú.

—Mañana me voy a Bruselas. Vuelvo el sábado. ¿La semana que viene?

—¿Estás en casa?

—¿Cuándo, ahora?

—Sí, ahora, ¿estás en casa?

—Sí, ¿por qué?

—Puedo llegar enseguida.

—¿Enseguida?

—Estoy delante de tu casa.

—¿Delante de mi casa?

—En la entrada del jardín.

—No he oído nada.

—He aparcado un poco más abajo. No estaba muy segura…

—Sí, ahora te veo. ¿No estabas muy segura de qué?

—¡Bueno, ya sabes! ¡De si estarías solo! ¡De si te apetecería que volviésemos a vernos!

—Pero cómo puedes decir…

—¡Podrías haberte casado, en este tiempo! ¡Haber tenido más hijos! ¡Una cita! ¡Haberme olvidado, qué sé yo!

—Pero bueno, Bénédicte. ¿No te acuerdas del mensaje que te envié?

—Yo, en cambio, no te veo a ti. ¿Dónde estás?

—En la ventana del salón, abajo.

—Ah, sí, ahora te veo.

—Lo peor que podría haber pasado es que no estuviera en casa.

—He pensado mucho en el momento en que volviera a tu casa, ¿sabes?, durante estos veintidós meses. Me ha ayudado mucho. Y en mis sueños, es así como volvía a verte, presentándome sin avisar, por sorpresa.

—Has hecho bien.

—Si me has echado de menos un poquito, también tú, durante todo este tiempo, supongo que este momento será para ti como un milagro, aunque sea pequeño, ¿no?

—Bénédicte.

—Quería hacerte este regalo. Para que me perdonaras. Y también para estar a la altura de tu carta.

—¿No vienes? ¿Por qué te quedas ahí, a la entrada del jardín?

—Me gustaría que fuésemos a pasear por el bosque, como la última vez.

—Como la última vez… Si solo viniste una vez, Bénédicte…

—Te espero, reúnete conmigo.

—¿No quieres venir y entrar un poco en calor? Hay té.

—No, ven tú.

—¿Eso era lo que ocurría en tus sueños? ¿Íbamos directamente a dar un paseo por el bosque?

—Exactamente.

—Entonces, ya voy. Me pongo las botas y la parka, espera, no cuelgues, son cinco segundos, sobre todo no cuelgues.

—No cuelgo. Tengo muchísimo tiempo. Hace veintidós meses que espero este momento, no voy a hacer nada que me impida saborearlo. Tarda todo lo que necesites, es agradable, no hace tanto frío.

—Está bien, ya está, estoy ahí ahora mismo.

—Nunca me había gustado tanto esperar a alguien como en este instante, me parece. Tenía tanto miedo de que no quisieras volver a verme… O de que ya no fuera posible.

—¿Sabes? Vas a acabar siendo especialista en hacerme pasar los días más inolvidables de mi vida.

—Christian…

—Pero no desaparezcas más, ¿me oyes? ¡Si no, más vale que te vayas ahora mismo!

—Ah, pero es que eso no lo sé, ¡depende de lo que pase! ¡Ahora al señor le da por ponerse exigente! ¡A ver si te vas a creer que ya lo tienes todo ganado solo porque estoy aquí!

—¡Me troncho!

—¡Algo es algo!

—Aquí estoy, saliendo por la puerta. Entonces, ¿qué? ¿He cambiado mucho, te arrepientes?

—Todavía estás un poco lejos. Acércate y te lo digo.

—Tú sí que no has cambiado.

—Si tú supieras… Ya lo creo que he cambiado…

—No digas bobadas.

—En cambio, tú sigues igual de seductor. No cuelgues todavía, quiero oírte respirar mientras vienes hacia mí.

—Te has puesto esos botines tan bonitos, cómo me alegro. ¿Son los mismos que la última vez?

—Sí, los mismos. Casi no me los he vuelto a poner. Una no lleva a diario algo que casi se ha convertido en una reliquia gracias a un día milagroso.

—¿Te has afeitado la cabeza o qué? No llevabas el pelo tan corto la última vez, ¿no?

—Christian, cuando llegues junto a mí, me gustaría que no nos besáramos, ni en los labios ni en las mejillas, sino que nos fuéramos a pasear enseguida, que demoremos lo más posible el momento en que digamos ciertas cosas, o en que hagamos ciertas cosas.

—Ya podemos colgar, ¿no? No vamos a hablar por teléfono estando cara a cara, ¿o sí?

—He esperado tantísimo este momento, Christian. Ver tu ojo de verdad en lugar de vérmelo en el dedo, un poco húmedo como ahora en lugar de seco, pequeñito, quieto, antiguo.

—Cómo me gustas con el pelo rapado. Me parece muy sexy.

—Sí, vamos a colgar.

—Hola, Bénédicte.

—Hola, Christian.

(Se adentran en el bosque. Caminan juntos, en silencio.)

—Me acuerdo. El roble grande que te gusta está por ahí. Me acuerdo de un beso larguísimo aquí, precisamente aquí, junto a este árbol.

—Lo recuerdo cada vez que paso por aquí.

—¡Anda, has hecho lo que me dijiste, al final has puesto un banco!

—Siempre hago lo que digo que voy a hacer.

—Entonces, ¿me dejarás leer tus poemas?

—¿Mis poemas?

—Sí, me dijiste, y cito textualmente porque me sé de memoria todo lo que nos contamos ese día…

—Y yo todas las imágenes, tengo memoria visual.

—Y yo literaria. Me dijiste: un banco en el que, en verano, romántico, podría leer buenos libros y escribir poesía, a la sombra de las frondas seculares. ¡Le enviaré mis poemas, Bénédicte, se los dedicaré a usted!

—Esta vez, vamos a ir por aquí. Quiero enseñarte algo, una vista preciosa.

—Bueno, ¿y esos poemas?

—Pues, en efecto, los escribí por decenas. Y, en efecto, te los dediqué a ti. Pero prefiero guardármelos.

—Me encanta el sonido de los pasos en las hojas secas, la tierra, las ramitas, las bellotas, los erizos de las castañas. Los pasos suenan mejor en el bosque que en la playa, en la hierba, en las aceras…

—…

—¿Y eso por qué, Christian?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué prefieres que no lea esos poemas?

—Te harían llorar.

—Cómo me gustan los caminos encajonados.

—Entonces he hecho bien en elegir este paseo.

—Los caminos encajonados siempre me han parecido muy románticos. Es fascinante pasearse así, hundida en la tierra, entre las raíces viejas de los árboles, con las ramas formando una bóveda; se puede ver el sotobosque a ras del suelo, es como si las brujas hubiesen excavado un túnel.

—¡Qué imaginación! Pero es verdad que resulta bastante gótico.

—¿Cómo se forman los caminos encajonados? Porque obviamente no los han excavado las brujas. ¿O sí?

—Existen varias versiones. La más verosímil dice que, antiguamente, los campesinos a menudo no tenían paja suficiente para abonar los campos. En otoño, como los caminos se llenaban de hojas secas, los vallaban y metían allí al ganado cada cierto tiempo. A finales del invierno, se llevaban en carretas la mezcla de hojas secas y de excrementos y la extendían por los campos. Y, claro está, cada vez que recogían aquella sustancia de los caminos, se llevaban un poco de tierra.

—Ya veo.

—Y por eso han acabado encajonándose. Este es especialmente hondo. Ya verás, desemboca en un paisaje idílico.

—El árbol este es increíble. ¿Cómo es posible que salgan varios troncos del mismo tocón? Si no fuera porque son troncos viejos y nudosos, parecerían flores en un florero.

—Es una macolla con mucho encanto.

—¿Una macolla? Parece el árbol de un cuento de hadas.

—Una macolla es cuando se corta un árbol y se deja que el tocón rebrote. Todos esos árboles que ves aquí son el mismo árbol.

—¿Y ese?

—Ese es un roble desmochado que ya no se poda.

—¿Desmochado?

—Con la copa talada.

—Es magnífico.

—Lo cortaban cada quince o veinte años, a unos tres metros del suelo, para hacer leña. Trepaban y le cortaban las ramas. Ahora ya no se hace, desde una o dos generaciones; las ramas que han rebrotado deben de tener menos de cuarenta años.

—Más o menos como yo.

—Seguramente son algo más viejas que tú, Bénédicte. Significa que está casi condenado a morir.

—¡Gracias! ¡Qué simpático!

—No, quiero decir… Espera. ¡No quería decir eso, yo también tengo treinta y ocho años! Lo que pasa es que la ramificación se ha vuelto demasiado pesada para el tronco. Como esos árboles a menudo están huecos, tienen una resistencia mínima.

—Ah, ya, pero ¿por qué están huecos?

—Cuando cortas una rama gruesa como esa que ves ahí, causas una herida que puede cicatrizar mejor o peor. A través de esa herida se infiltra el agua de lluvia, además de insectos y plantas que se instalan en ella, y el interior acaba por descomponerse. La cicatriz puede ahuecarse y convertirse como en un cilindro que va ahondando cada vez más en el tronco, hasta que un día termina quedándose totalmente hueco. Mira, si meto la mano en este agujero, fíjate, me cabe el brazo entero, el interior está totalmente podrido, es materia en descomposición, ya no hay nada hasta las primeras ramas.

—Eso de estar hueco le da un toque mágico, como si los duendes vivieran en él.

—Pero lo hace más frágil. Tiene menos aguante frente a las tensiones mecánicas. Ya no tiene ninguna resistencia estructural.

—Tensiones mecánicas, tensiones mecánicas… ¡Yo prefiero que sea bonito a que pueda soportar las tensiones mecánicas!

—En cuanto haya una tormenta más fuerte de lo normal, se partirá en dos, no tendrá fuerza para resistirla.

—Pero entonces, ¿por qué dejaron de podarlo, al pobre?

—Porque es una tarea muy pesada, hay que subirse a una escalera de tres metros de altura para serrar las ramas más gruesas, es peligroso, no puedes salir corriendo cuando la rama cae, requiere responsabilidad. Debería ocuparme de que lo hicieran.

—¿Y eso, qué es?

—Eso es una hiedra que ha crecido al pie del tronco y que sube entre las ramas. Ves, hasta se ha metido dentro del árbol.

—Parecen dos árboles entrelazados. Qué maravilla.

—Al contrario de lo que suele creerse, la hiedra no es un parásito. Es una liana que se engancha en los árboles y que puede tener tendencia a asfixiarlos; deben amoldarse, al crecer, a ese enrejado que tienen alrededor, pero no les impide desarrollarse. Como mucho puede herirlos.

—Hacen buena pareja, creo yo, esa hiedra y ese roble enorme.

—Lo bueno de la hiedra, para los insectos, es que florece muy tarde, en septiembre y octubre.

—Mis meses favoritos.

—Favorece a las abejas porque en esa época del año ya no quedan muchas flores que digamos. Eso que ves ahí son los frutos, que apenas han empezado a brotar ahora: madurarán durante el invierno para estar listos en primavera. En el sotobosque hay bastantes plantas así, con los ciclos invertidos. Por ejemplo, los bulbos, que empiezan a asomar la nariz ahora, en pleno invierno. Los jacintos. Las campanillas de las nieves. Los junquillos. Los narcisos. Los iris enanos. Dentro de un rato pasaremos por un sitio donde la semana pasada vi unos jacintos.

—Y eso verde de ahí, ¿qué es?

—Pues hiedra.

—¿También ahí? ¿Todo eso es hiedra? ¿Tanta? ¡Ha crecido tanto que no se sabe quién está encima y quién debajo! ¡Los dos son árboles casi en igualdad de condiciones!

—Están compitiendo por la luz, eso seguro.

—¿Es un roble?

—Exactamente.

—Lo más bonito es que, de ese modo, el roble está lleno de hojas. Fíjate en lo verde que está, como si fuera pleno verano. Los demás robles están desnudos y en cambio él está rozagante.

—Pero no son sus hojas.

—Qué más da con tal de que tenga follaje. Los bosques serían menos grises en invierno si todos los árboles tuviesen una hiedra.

—Este verano lo estará aún más, cuando las hojas del roble crezcan entre las de la hiedra. Como dos árboles mezclados. Como una tercera especie que trasciende las dos iniciales.

—Llega hasta arriba del todo.

—Crece para tener luz. La hiedra, al principio, es rampante, pero en cuanto encuentra un soporte para trepar, sube hacia la luz. No es como el muérdago, no es un parásito, no mata a los árboles. Pronto llegaremos a la salida del camino.

—¿El muérdago mata a los árboles?

—¡Pues claro!

—¿Ah, sí? ¡Pues no lo sabía! ¡Qué noticia tan triste!

—¿Y eso por qué?

—Porque me encanta el muérdago. Los árboles con muérdago dan la sensación de ser más valiosos que los demás. Es como un adorno, una distinción. A mí me parece que con esas esferas entre las ramas, tan perfectas y de tamaños distintos, colocadas armoniosamente, resultan más elegantes; es como si las hubiera añadido al paisaje la mismísima mano de un pintor. La de Leonardo da Vinci.

—Eso que dices es precioso.

—Es lo que yo veo.

—Bueno, pues resulta que son parásitos.

—¡Quién lo diría!

—¡Eso lo sabe todo el mundo, Bénédicte!

—Menos los que prefieren creerse las ilusiones. A quienes les gusta lo que les cuentan las imágenes, aunque estén trucadas. Supongo que lo sabía, pero lo expulsé de la memoria para poder seguir sintiendo debilidad por los árboles con muérdago frente a los que no lo tienen. Y eso que soy una chica de campo.

—Piensa que los árboles que tienen muérdago están muriéndose.

—¿Muriéndose de verdad? ¿O solo les cuesta más desarrollarse?

—Muriéndose de verdad. Lo siento.

—¿Y ese árbol de ahí tiene a la vez hiedra y muérdago?

—Eso es.

—Lo que hace que sea realmente suntuoso. Hojas en pleno invierno, adornos esféricos por todas partes, una verdadera obra de arte.

—Que está muriéndose.

—Lo cuidaré. Vendré a hablarle todos los días.

—¿Todos los días?

—Hasta que se muera. ¡Tú ríete, pero es lo que voy a hacer, ya lo verás!

—De acuerdo, te tomo la palabra. Cuando esté muerto, lo talaré y nos acordaremos de él cuando esté ardiendo en la chimenea.

—Yo leeré mientras me caliento con sus llamas.

—Yo haré chuletas de vaca a la brasa. ¿Te gustan las chuletas de vaca a la brasa?

—Y nos acostaremos. ¿Acaso te crees que no me he fijado en esa alfombra gruesa que tienes delante de la chimenea, pillín?

—Nos acostaremos delante de la chimenea. Encima de mi alfombra, tan grande y tan suave. Aunque no sea ese árbol enfermo tuyo el que arda en el hogar.

—¿Cómo llega hasta ahí arriba el muérdago? ¿Igual que la hiedra, desde el suelo?

—¡No tiene nada que ver, Bénédicte, ni por asomo!

—¿Ah, no? Pero ¿por qué te ríes? ¡No tiene gracia!

—¡Pues claro que tiene gracia! ¡Eres adorable, qué feliz estoy de que hayas vuelto!

—…

—Sobre todo si es para no volverte a ir.

—Bueno, ¿y el muérdago?

—Hace un rato decías que parecían adornos. El muérdago crece exactamente en el sitio donde lo ves.

—Pero ¿cómo hace para llegar ahí arriba?

—El muérdago produce unas bayas que no son comestibles para el hombre, pero que les gustan mucho a algunos pájaros, como los zorzales o los mirlos. Así que puede pasar que los pájaros se lleven la baya en el pico y se les caiga en una rama, y como el fruto del muérdago es pegajoso, se queda en la rama y germina en la primavera siguiente. O bien, al igual que otras muchas semillas, el fruto del muérdago, para germinar mejor, necesita pasar por el tubo digestivo de un animal. Así que los pájaros se comen las bayas de muérdago, las cagan en las ramas y eso pone en marcha la germinación.

—¡Ay, Dios mío, qué horror! ¡Pero cómo puede hacerme esto de meter en un tubo digestivo asqueroso algo tan refinado como el muérdago, señor mío! ¡O sea, que al final de donde viene es de la defecación de los pájaros!

—Pues sí. Ese proceso se llama dormición. Es una palabra muy poética, ¿no te parece?

Dormición, es hermosa, lo admito. Me gusta esa palabra, la palabra dormición, te perdono.

—Mira qué paisaje.

—No me esperaba que fuera a aparecer un valle como este.

—A partir de aquí ya no son mis tierras. Son las de un agricultor que tiene la granja un poco más abajo. Ahí, detrás de esa valla, suele haber vacas, no sé dónde estarán. Ese bosque del otro lado, más allá de los prados, en la colina de enfrente, ¿lo ves? A menudo voy allí a pasear.

—Es suntuoso. ¿Podemos ir hasta abajo del todo?

—Ahora vamos, es una preciosidad, hay un arroyo y un estanque grande. Luego se vuelve a subir por un sendero muy bonito hacia ese bosque de ahí enfrente. ¿Prefieres que sigamos adelante o volver a casa?

—Que sigamos un poco más. Volveremos a casa más tarde.

—¿Dónde estaba?

—En la dormición.

—En el despunte de la dormición.

—¡El sol! ¡Fíjate, el sol se digna a aparecer!

—¿Ves allí, en medio del prado, ese árbol aislado, el aliso?

—¿Cuál, ese de ahí?

—Sí. Es mi árbol favorito.

—Qué razón tienes.

—El aliso es un árbol antiquísimo. Da unos frutos que parecen piñas, siendo así que es un árbol planifolio. Unas piñas un poco primitivas. Está en el límite entre dos especies: las coníferas y los planifolios.

—…

—El aliso tiene un color muy hermoso. El bosque de enfrente es esencialmente de alisos. En primavera, ya lo verás, echan capullos morados que crean un efecto magnífico. Ya empiezan a ponerse morados, por cierto. Estamos a principios de enero, las ramas están desnudas, pero si te fijas bien, se adivina un color morado muy tenue, difuso, evanescente, casi como un perfume, a través de las ramas, ¿lo ves?

—Tienes razón. En efecto, es ligeramente morado, como si fuera un halo. Lo que demuestra que, si nadie comenta las cosas, lo que suele pasar es que los demás no las ven.

—Me lo tomaré como un cumplido. De hecho, es un cumplido muy bonito, creo yo.

—Es que lo es. Te agradezco que me hayas permitido ver ese tenue color morado, ese estremecimiento perceptible del bosque, en pleno invierno. ¡Prepárate para recibir muchos más cumplidos, si sigues como hasta ahora!

—Y todos ellos serán bienvenidos, pero este me hace especial ilusión.

—La verdad es que es realmente magnífico, ese árbol tuyo.

—¡Fíjate qué porte tan regio! Los árboles de los prados no tienen ni poco ni mucho el mismo porte que los de bosque. El árbol que se deja, aislado, en medio del pasto para que le dé sombra al ganado recibe mucha luz, tiene sol por los cuatro costados, crece en cierto modo como el muérdago, en forma de esfera. En cambio, un árbol de la misma edad pero que esté en el bosque se convierte en lo que se llama un árbol de copa alta, que crece recto como una vela por culpa de la competencia con los árboles vecinos, buscando luz. La copa se despliega mucho más arriba. Es menos majestuoso y armonioso que el árbol de un prado. En cambio, se le da mucho más valor a su madera porque tiene el fuste muy recto, sin ramas y, por ende, sin nudos, para hacer tablones perfectos. Mientras que con este, con mi precioso árbol de pradera, mi tesoro, aparte de mirarlo o disfrutar de su sombra en verano, no se puede hacer nada. ¿Vamos allá? ¿Seguimos adelante?

—Christian.

—¿Sí?

—Creo que ha llegado el momento de besarnos.