Tuve ganas de conocer a Bénédicte Ombredanne cuando me topé con su primera carta: era una carta cuyo fervor matizaban los toques humorísticos, dos páginas que me conmovieron y me hicieron sonreír, muy bien escritas además, una combinación lo bastante inusitada como para engancharme inmediatamente.
Un tanto cauta al principio, aquella carta era, según iba avanzando, cada vez más feroz y airada. Había ecos de ironía, de regocijada indisciplina, de barullo de patio de colegio en aquellas frases, cuya grafía inclinada hacia el porvenir denotaba abiertamente la audacia muy consciente de sí misma con la que aquella desconocida se me había echado encima mentalmente, como si hubiese escrito la carta de un tirón sin volverla a leer antes de perderla de vista irremediablemente en la ranura de un buzón, hala, ya está, demasiado tarde para arrepentirse, al cabo de una carrera irreflexiva, fogosa, que seguramente había arrancado en el momento en el que la joven apoyó la punta del bolígrafo en el papel, con determinación, negándose cualquier posibilidad de dar marcha atrás. Me resultaba obvio que el verdadero piloto de aquellas dos páginas había sido la timidez, timidez que la autora había embriagado de sarcasmo para tener la certeza de concluir lo que había empezado. Era una intuición un tanto evanescente, una intuición que me habría costado mucho trabajo argumentar a partir de ejemplos concretos tomados de esas dos páginas, pero el propio impulso de aquella carta, de carácter mixto, temeroso y audaz, respetuoso e insolente, serio y desenvuelto, inteligente e ingenuo cuando no pueril (de un carácter en constante paradoja, pues), me llevó a pensar que aquella lectora huía así de una situación que no le convenía, que la hacía sufrir o que sencillamente le resultaba intolerable: aquella carta era como una escapatoria urgente (eso es lo que yo notaba de un modo confuso), pero una escapatoria cuya protagonista no podía prever si no acabaría estampándola también a ella contra un muro de indiferencia o de desprecio condescendiente, de silencio, pues, de ahí los esfuerzos que se imponía —cada tres o cuatro frases— para no creérselo del todo, evitando así cualquier decepción que le escociera demasiado si, por ventura, aquella tentativa resultaba infructuosa. Percibí todas esas cosas delante de la puerta de casa, con el abrigo puesto, tras recoger del felpudo, cuando estaba saliendo, la carta que me había reenviado la editorial en el sobre original (azul claro, con matasellos de Metz y la tachadura de una becaria que había añadido mi dirección), esa primera carta de Bénédicte Ombredanne, que leí de principio a fin en el rellano, sin bajar ni un solo peldaño de las escaleras.
Los hechos confirmaron aquellas impresiones iniciales.
Lo más fácil sería reproducir aquí esa carta in extenso, pero por desgracia la he extraviado.
La ira de aquella joven provenía de que habían rechazado su candidatura para formar parte del jurado de un premio literario que entregaban los lectores de una revista, y lo que más la entristecía de ese fracaso, según me escribió, era que no podría defender mi novela en las deliberaciones para que obtuviera el premio en cuestión.
¡Pero cuánto me gustaba aquella carta!
Como debajo de la firma había indicado una dirección electrónica, al día siguiente, sin más tardar, le envié un mensaje de agradecimiento. Las dos páginas que había tenido la amabilidad de enviarme me habían dado una alegría, me parecían inspiradas y soberbias, era para mí un motivo de orgullo que mi trabajo fuera capaz de interesar a lectores de tanta valía como ella, le escribí a aquella joven.
Unas semanas después, Bénédicte Ombredanne me envió por correo electrónico una carta que enumeraba lo que le había gustado en mi novela. Era un texto rebosante de belleza, vibrante y luminoso, en el que esta vez había evitado cualquier toque de humor.
Volvió a llamarme la atención aquella forma tan intensa de entender la existencia que ya había notado en la primera carta. No porque mi lectora diese a entender que era insolentemente feliz: se notaba como en una talla en hueco, por omisión, al sugerir que se topaba con obstáculos y trabas y que expresaba la intensidad de su presencia en el mundo (un día, acabaría siendo feliz de tanto desear serlo, parecía querer decir). No daba indicación alguna sobre el tipo de contrariedades con las que se había enfrentado; yo ignoraba si lo que le impedía ser feliz ocurría en su fuero interno o en su entorno (profesional o familiar), pero en cambio su voluntad de resistir, de combatirlas e incluso de superarlas algún día, fluía incandescente por las profundidades de la carta. Lo que acentuaba la sensación de que a Bénédicte Ombredanne no le iba demasiado bien era, además, la importancia que les concedía a los libros que más le gustaban, una importancia que me parecía desproporcionada: al igual que un náufrago que va a la deriva en alta mar agarrado a un salvavidas, creía verlos desviarse de su ruta y dirigir lentamente hacia ella la inmensidad de su casco, pues eran ellos los que iban a su encuentro y no al revés, como si los hubieran escrito para sacarla de las aguas sepulcrales en las que se había resignado a esperar una muerte lenta. En ese sentido, debo admitir que los lectores que entran en esa categoría no tienen una actitud ni unas expectativas muy distintas a las mías: yo también espero libros que me propongo escribir para que me salven, para que me recojan en su chalupa, para que me lleven hasta la orilla de algún lugar ideal. Ella me veía como si fuese un capitán de la marina mercante que la hubiera divisado entre las aguas desde el puente de su nave y que había acudido a rescatarla.
Bénédicte Ombredanne me confesaba que había percibido algo vital en mi novela: se escribió porque tenía que escribirse. Del mismo modo que a toda persona, por el hecho de haber nacido, no le queda más remedio que aceptarse y realizarse un día tal y como es para no morir (para mí que tenía que estar pensando en sí misma cuando escribió aquella frase tan curiosa), estaba convencida de que a través de aquel libro yo me había hallado y superado, precisamente para no morir. La otra cara de aquel aspecto vital era que los cuatro personajes que yo había creado tenían, a su vez, la posibilidad de dar vida: aquellos personajes cuyo destino no era tan de color de rosa despertaban en los lectores un optimismo desbordante.
Debo precisar que en aquel libro había trazado las trayectorias del propietario de un fondo de alto riesgo afincado en Londres, de un parado de larga duración que vivía recluido en casa de su madre en el extrarradio más remoto, de un geólogo que trabajaba en Alemania para el mayor productor del mundo de cal y, por último, de un escritor a quien le gustaba pasar el rato en la terraza de un café del barrio de Le Palais-Royal, Le Nemours (yo, con mi propio nombre). Con aquel libro había intentado crear un espacio mental: las cuatro líneas narrativas que en él se entrecruzan no confluyen nunca, el lector descubre que sus respectivos protagonistas son las distintas modalidades de un mismo y único individuo. Los doté a todos con la misma infancia, los mismos padres, los mismos gustos, las mismas aspiraciones, el mismo temperamento, la misma inteligencia y las mismas referencias culturales, pero esa esencia que comparten y los identifica se cumple de forma distinta en función de las vivencias que experimentan a partir de su decimoctavo cumpleaños; y sobre todo en función del medio en el que cada uno acaba haciendo su vida: el lector ve cuatro cohetes idénticos que se elevan desde la misma lanzadera pero en cuatro direcciones opuestas. Tras los contrastes de las apariencias socioprofesionales, se sigue percibiendo la sustancia que tienen en común, que sigue difundiendo el mismo resplandor inalterable: lo único que cambia es la dosis y la aclimatación de los ingredientes que lo constituyen, el contexto de cada una de esas vivencias que termina definiéndolos de manera natural. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera conocido a Margot, mi mujer, a los veintitrés años? Esa pregunta fue el punto de partida que dio forma a mi novela: tracé evoluciones mías como especulador financiero, como rebelde terrorista y como asalariado resignado, además de representarme a mí mismo, con mi propio nombre, en el papel de escritor insatisfecho. A medida que la novela avanza, los personajes, presentados de entrada como ficticios, pueden dar la sensación de volverse inquietantemente reales mientras que el perfil a priori bien documentado del escritor empieza a desvanecerse en las brumas de un relato feérico, como si se independizase de todo realismo. ¿Acaso soy un sueño? ¿De qué otro personaje es sueño, o hipótesis de pesadilla, o esperanza, o temor oculto… cada uno de los personajes de esta novela? ¿Quién es real y quién no? En varias entrevistas dejé entrever que esos tres personajes podrían ser mis avatares, del mismo modo podría decir que encarnan categorías que he sabido esquivar: el afán de poder y riqueza, el afán de venganza y violencia suicida, y el afán de enclaustramiento y existencia virtual; a menos que mi vida se haya limitado a sintetizar los respectivos afanes de estas tres categorías, desembocando en el escritor en el que me he convertido, ávido de notoriedad y solitario, con tendencias suicidas, especulativo, peligroso, rígido, frustrado, insaciable, obsesivo, perfeccionista, maníaco, escurridizo, violento, virtual, radical e intransigente; al que le gustan el riesgo y el peligro, a quien le encantan las apuestas peligrosas y las ganancias desorbitadas que se pueden esperar de ellas, frente a la posibilidad de unas pérdidas proporcionales.
Recuerdo que en el liceo, en las altas mesas de azulejos blancos del laboratorio, juntábamos bolas y bastoncillos de madera pintada para construir moléculas, que se diferenciaban entre sí por la elección y la cantidad de átomos reunidos. ¿Acaso no se puede proceder del mismo modo con los datos que componen la fórmula de nuestro temperamento, modificando el equilibrio, la jerarquía y la combinación para inventar nuevas moléculas de nuestra presencia en el mundo, en nuestro fuero interno o en sociedad?
Por mi parte, estoy firmemente convencido de ello. Bénédicte Ombredanne, a juzgar por las apariencias, también lo estaba, de ahí aquella preciosa carta que me había enviado y que venía a decir precisamente eso.
En efecto, Bénédicte Ombredanne me contaba que esos cuatro personajes los había creado para que viniera al mundo un ser reconciliado, el único que permanecería cuando se cerrara el libro: el escritor, desde luego, pero también el lector, empezando por ella, en una reinvención vital de su persona, según sus propios términos. Se había sentido mejor después de leer mi novela, lo que la llevó a la certeza de que es posible unificarse a pesar de que, de hecho, uno se perciba como una entidad fragmentada. Lo que mi libro demostraba es que superponiendo trozos de vida divergentes, juntando piezas de puzles distintos, puede surgir, empero, un ser en tres dimensiones, sin demasiados vacíos, aunque las grietas salten a la vista allí donde los fragmentos encajan más o menos, por citar sus propias palabras. Esos personajes tan parecidos que, en realidad, son evoluciones del mismo individuo, acaban aportándole mucha intensidad al personaje del novelista que los condensa a todos, aquel que bajo el nombre de Éric Reinhardt se instala a menudo para trabajar en la terraza de un café de los jardines de Le Palais-Royal, me explicaba Bénédicte Ombredanne. Siempre estamos divididos, en nuestro fuero interno siempre somos varias personas contradictorias que luchan entre sí o cuyos intereses se contradicen, estamos todos abocados a interpretar papeles que, en definitiva, son las facetas de una verdad única que no podemos dejar de interiorizar, disfrazar, proteger de las miradas ajenas y, por último, traicionar, porque nos avergüenza confesar que somos un ser tan complejo, desgarrado, contradictorio y esencialmente indefinido por lo tanto, cuando es justo ahí donde reside nuestra fuerza, me escribía Bénédicte Ombredanne. Al proyectarse simultáneamente en los cuatro personajes (y en particular en el que da la sensación de abarcar a los otros tres, a saber, el novelista), el lector acaba aceptándose tal cual es, con toda su diversidad y todas sus contradicciones. ¡Qué liberación! En el libro, el personaje del novelista es el único que, intermitentemente, aparece feliz o sereno; es el único que consigue divisar algunos claros y obtener de esos momentos revelaciones magníficas; es el único que no se pierde en esos meandros que, por el contrario, hacen padecer a los otros tres. Estoy copiando las frases exactas que ella escribió: acepta su propia extravagancia, halla en ella su alegría. Bénédicte Ombredanne concluía ese párrafo como sigue: aceptar la propia extravagancia para hallar en ella la alegría, ¿no es acaso lo que todos deberíamos hacer en la vida, no es lo que estoy haciendo ahora mismo siendo lo bastante audaz para escribir una carta como esta a un hombre al que no conozco y que sin duda ya me tiene por loca?
Bénédicte Ombredanne entraba a continuación en un tema que despierta en mí el mayor interés: el estatus del escritor en el propio terreno de su ficción, particularmente cuando se sitúa en esta con su nombre real. Me decía que, para ella, en esta novela todo era ficción, empezando por ese Éric Reinhardt que yo sacaba a escena. Nunca había oído hablar de mí antes de que el librero le recomendara este libro, y por eso se había enfrentado al personaje como a un personaje de novela, en pie de igualdad con los otros tres. Así pues, para ella, todo en aquel libro era una jubilosa invención. Incluso lo que aparecía como inspirado en mi vida real, ella lo tomaba como un producto de mi imaginación, y ahí era donde residía toda la alegría. Suponía que yo lo había vuelto a inventar todo, y ahí era donde estaba la alegría. Eso era lo más bonito que había logrado entender gracias al libro, el hecho de que sea posible inventarse la propia vida y que sea hermosa, me escribía Bénédicte Ombredanne justo al final de un párrafo muy conmovedor, inventarla a condición de que se haga real, que se haga real como lo era mi novela entre las manos del lector con las tapas azules y el papel blanco, concluía. Así pues, podemos hacernos una vida a imagen y semejanza de nuestros sueños: puede que no fuera eso lo que yo pretendía transmitirles a mis lectores, pero peor para mí y mejor para ella, pues eso era precisamente lo que necesitaba oír en ese momento de su existencia. Por tanto, ella a partir de ahora iba a inventarse, a inventarse a diario, a volverse a inventar todas las veces que pudiera y así su vida acabaría siendo un poco más hermosa de lo que nunca había sido; esa era la lección que sacaba de aquella lectura.
Bénédicte Ombredanne me agradecía que me hubiese tragado aquel indigesto castigo hasta el final. Me prometía ser más comedida la próxima vez y, sobre todo, hablar con más detalle de mi novela en lugar de entretenerse en la interpretación narcisista que ella le había dado. Me dirigía un adiós neblinoso, fresquito, empapado de llovizna, como corresponde al mes de febrero en Lorena.
Lo que me revelaba esa carta de Bénédicte Ombredanne es que en ella convivían varias personas que le costaba trabajo conciliar. Tenía que emparedarlas casi todas en el silencio de su intimidad, lo que suponía que no se había podido desarrollar como le hubiese gustado o según sus verdaderos deseos, o incluso en sus matices más sutiles. En lugar de quedarse eternamente cara a cara consigo misma y con el rompecabezas de su complejidad, como un conejo ante los faros de un coche, asustada e incapaz de movimiento alguno, reivindicaba la audacia de decidir por fin, ahora que era mayor, qué persona quería ser, de probar nuevas revelaciones de su mente.
Le contesté a Bénédicte Ombredanne que su carta no tenía nada de castigo indigesto: me había trastornado. Sin darse cuenta, había esbozado un autorretrato magnífico y eso era precisamente lo que me había gustado. Concluía diciéndole que me encantaría conocerla la próxima vez que se quedara una temporada en París: que me avisara cuando tuviera intención de venir y la invitaría a tomar algo.
Como quiero que conste aquí que solo en contadísimas ocasiones les propongo a mis lectores conocernos personalmente, aclaro que esta invitación no obedecía a ninguna expectativa sobre el físico de aquella joven (los escritores tienen fama de seducir a las lectoras, por eso quiero dejar claro este punto): la idea de conocerla en persona se impuso en mi mente como un rasgo de cortesía elemental. Desde luego sí me había planteado que sería agradable que la apariencia de Bénédicte Ombredanne estuviera a la altura de su intensidad existencial; me había planteado que su mirada pudiera tener sobre mí un efecto devastador si, además de expresar el fervor que se apreciaba en sus cartas, la rodease un rostro de mi agrado; puede que llegase a plantearme que aquella joven, que tras leer mi novela se había resuelto a inventar todos los días su propia vida, pudiera ser una interlocutora endemoniadamente seductora, desde luego, si, a mayor abundamiento, me quedara prendado de su cuerpo. Me hubiese gustado que fuera así, lo confieso, pero cierta contención en sus cartas me demostraba que las había escrito una joven acostumbrada a que los demás la percibieran como alguien corriente y vulgar; estaba convencido de que todo lo que ella experimentaba tenía una intensidad esencialmente interior: las miradas de la vida cotidiana debían de deslizarse sobre su persona sin fijarse en ella, sin ni siquiera sospechar la exuberancia de lo que se le pasaba por la cabeza.
Quedé con Bénédicte Ombredanne en dos ocasiones, ambas en la terraza de Le Nemours, un café situado a la entrada de los jardines de Le Palais-Royal. La primera cita fue en marzo de 2008 y la segunda, unos meses después, un domingo de septiembre.
La primera vez, los dos nos sentíamos intimidados, yo fui quien más habló, ella tenía muchas preguntas que hacerme sobre cómo escribía mis novelas. La segunda vez, se pasó cuatro horas haciéndome confidencias, sentí que necesitaba contarme su vida. Yo la animaba a abrirse a mí haciéndole preguntas e infundiéndole ánimos afectuosamente, me parecía esencial que pudiese soltar todo lo que me había dado cuenta de que se guardaba para sí desde hacía años.
Estuve a punto de no acceder al segundo encuentro, con uno solo me parecía suficiente, no tenía muchas ganas de prolongar aquella relación, por muy agradable que hubiese sido la conversación que mantuvimos en primavera. Sin embargo, fui tan cobarde y tan débil que no pude decirle que no a las claras cuando me propuso que nos volviésemos a ver durante unos días que iba a pasar en París; en mis sms le decía que tenía unos horarios fluctuantes, que no sabía cuándo tendría un rato libre, que no dejara de volver a intentarlo al día siguiente, etcétera. Volvió al ataque todos los días, inasequible al desaliento, e incluso llegó a escribirme un mensaje durante la mañana del domingo, unas horas antes de que saliera su tren. No podía eludir una cita que me pedían con tanta insistencia, sobre todo porque Bénédicte Ombredanne siempre hizo gala de delicadeza a pesar de la creciente urgencia de sus mensajes. Cuando le contesté que estaba de acuerdo con vernos a primerísima hora de la tarde, sabía que ese domingo iba a vivir algo que me iba a emocionar.
Durante nuestra conversación de primavera en Le Nemours, me enteré de que Bénédicte Ombredanne era catedrática de Francés, asignatura que impartía a las clases de último curso de bachillerato en un liceo estatal de Metz. Al versar su tesis de licenciatura sobre Villiers de l’Isle-Adam, le había gustado sobremanera descubrir justo al principio de mi novela que el relato El placer inesperado era una de las referencias más preciadas de mi imaginería. Esta complicidad se fue ampliando a medida que leía; los puntos de conjunción se fueron acumulando vertiginosamente y se prendieron nuestros dos universos de fuegos recíprocos: Mallarmé, Brigadoon, La evasión, Medea, Cenicienta, el otoño, el instante, lo absoluto, el teatro, Génova, Le Palais-Royal, el éxtasis, Nadja, la danza y el amor duradero eran los astros con cuya luz nuestros respectivos planetarios se contemplaban recíprocamente. Sin olvidar los piececitos de puente muy alto: calzaba, no se lo pierdan, un delicado treinta y siete y medio, me confesó ruborizándose, un treinta y siete y medio de puente crudamente alto, por usar una expresión muy gráfica que aparece en su libro.
Le confirmé que El placer inesperado resumía perfectamente mi relación con la realidad, o más bien los espejismos de asombro maravillado que me inspiraba su rudeza. Encantamiento, éxtasis, revelación y transfiguración, como ya lo he escrito tantas veces. Bénédicte Ombredanne me contestó que también ella: también ella aspiraba a lo mismo y que por eso se proyectaba a menudo en aquella historia del caminante deshidratado. Todas las mañanas al salir de su casa, tenía la esperanza de que en algún momento del día cualquier circunstancia milagrosa de la vida cotidiana le revelaría una trampilla insospechada, y entonces se esfumaría subrepticiamente por esa trampilla para salir del mundo real, se aventuraría por las escaleras y bajaría despacito a las profundidades de ese espectáculo insípido en el que se había convertido para sí misma desde hacía muchos años el transcurso de su propia existencia, tras lo cual, después de un rato de emoción más o menos largo, al cabo de ese descenso a lo más recóndito de su vida interior, en el corazón de la realidad rocosa del tiempo presente, experimentaría la misma fulminación que el caminante de Villiers de l’Isle-Adam en el subsuelo de aquella anodina posada rural, una vivencia sensitiva inverosímil. He aquí el milagro al que aspiraba a diario, he aquí la urgencia de la que se había acordado persistentemente al leer mi novela: encontrar su propio brillo, encontrarlo en lo más hondo de sí misma como el caminante sediento descubre deslumbrado un espectáculo mirífico debajo de la tarima de una posada vieja, en el mismísimo corazón de la roca. Ese imperativo es el que debe ser la filigrana de nuestros pensamientos mientras el tiempo pasa, mientras se nos desmenuzan los días, mientras vemos siluetas desconocidas moverse por la calle (en ocasiones deseables, deseables aunque solo sea metafísicamente, al albur de nuestra soledad, precisó Bénédicte Ombredanne), mientras la lluvia cae y nos enfrascamos en la contemplación de nuestro reflejo en los cristales de un autobús, un reflejo indulgente. Ese autobús nos lleva de vuelta a casa cruzando por la misma noche densa, violenta, gélida y ciega, de octubre, de noviembre, de diciembre, de invierno, de frío, empapada, fustigadora, día tras día, noche tras noche, enero, febrero, marzo, año tras año, cruzando por la misma noche lacerante que si ese autobús nos arrancase de nuestra realidad para conducirnos a través de la oscuridad hacia una región desconocida, en los confines de lo real, exactamente como un barco en el oleaje de un mar hostil, un mar hostil pero atrayente. ¿Atrayente? ¿Me pregunta usted, Éric, por qué ese mar hostil me parece atrayente? Voy a decírselo: por esas lejanas profundidades invisibles, negras y densas, en las que pueden oírse los ecos de nuestros sueños. Nada es peor que la dureza de las superficies planas, que el carácter tangible de las superficies duras, que el obstáculo de las pantallas que se yerguen, a menos que en ellas se proyecten películas. Prefiero la profundidad, aquello en lo que se puede penetrar, en lo que es posible hundirse, camuflarse: el amor y los bosques, la noche y el otoño, exactamente como usted. A pesar de todos los años que sus ambiciones de ser feliz —sus ambiciones de adolescente— llevaban encerradas a cal y canto en la resignación, y de lo mal que las había tratado la vida, las había reanimado recientemente: desde ese momento aspiraba a que cada día le proporcionase un minuto radiante, una hora prodigiosa, un enclave para maravillarse, un profundo suspiro extático, para olvidarse de los pesares existenciales. Por desgracia, la realidad no es muy generosa que digamos con aquellos que exigen que los deje arrobados. En la vida no te suelen pasar cosas muy emocionantes, sabe usted, me dijo aquel día Bénédicte Ombredanne, y eso que es muy poca cosa lo que puede pedir una mujer como yo, ciertamente muy poca cosa, y aun así ya es demasiado: no puede ni imaginarse lo escasísimos que son los placeres en la existencia de una mujer como yo. Últimamente he vuelto a creer en ellos, en parte gracias a usted, y por eso estamos hablando los dos en la terraza de este café de Le Palais-Royal, he vuelto a tener la esperanza de que una mañana de estas el equivalente de un príncipe azul aparezca en mi vida para llevarme lejos de todo, aunque sea temporalmente, aunque ese príncipe azul no sea un hombre, eso es, ni siquiera un hombre, ni siquiera un ser humano, sino una peripecia mágica, un instante novelesco, una escampada repentina y esperanzadora, un momento noble y hermoso de intensidad, ¿comprende usted lo que le quiero decir? En el relato de Villiers de l’Isle-Adam, la magia está metida en la roca, bajo los pies del viajero. ¿Bastaría con saber mirar una tarima vieja? Nadie se fija en las tarimas viejas, nadie observa detenidamente las cosas cotidianas y usadas con la esperanza de que se perfilen una trampilla secreta, el arranque de una escalera y las tinieblas de un espacio desconocido. ¿Bastaría con vigilar la superficie de la vida cotidiana, de tener suficiente sensibilidad para detectar la presencia de un pasadizo, para identificar la necesidad de desaparecer por él? (En lugar de pensar no merece la pena, en lugar de pensar ¿para qué?, en lugar de pensar otra vez será, no es apropiado, no estaría bien, es muy arriesgado, ¿qué dirían los niños?, ¿qué dirían mis compañeros, mis amigos, mis familiares, si llegaran a enterarse?) La realidad más árida es el entorno en el que se despliega la magia, eso es lo que susurran las seiscientas páginas de su novela y la media docena del relato de Villiers de l’Isle-Adam, me dijo Bénédicte Ombredanne para rematar todo ese rato dedicado a repasar su propia vida, la primera vez que quedamos.
A la cita del mes de marzo llegué antes de la hora, y a la de septiembre, con un retraso equivalente, de unos diez minutos. En ambos casos Bénédicte Ombredanne ya estaba allí: pero si bien la segunda vez, en cuanto me vio llegar por la plaza, se levantó para ir a mi encuentro y darme un beso, la primera no se dio a conocer inmediatamente ni de una forma que llamase especialmente la atención. Aquel día recorrí dos veces por el pasillo central la terraza alargada y cubierta de Le Nemours, buscando una mesa libre mientras comprobaba que ninguna de las mujeres solas tenía pinta de ser mi lectora lorenesa que estuviera ya sentada, esperándome, pero a esa hora tan concurrida ya no había mesas libres. Pasé revista a los alrededores para localizar a algún consumidor a punto de pedir la cuenta, y detuve la mirada, inquisitivamente, en el rostro de dos jóvenes que parecían estar esperando a alguien, pero ninguna reaccionó. Me volví hacia la entrada de Le Nemours, charlé con un camarero mientras seguía peinando la terraza con los ojos y fue entonces cuando detecté un rostro; ese rostro me miraba con una sonrisa tierna y levemente burlona, me susurraba que era el de la joven cuyas cartas me habían conquistado. Ninguna señal ostensible, ninguna mano levantada, ninguna febrilidad reveladora, ninguna sonrisa deslumbrante que me indicara que era, en efecto, Bénédicte Ombredanne: no. Pero sí la actitud expectante de quien prefiere no vivir una experiencia si es a costa de que se sacrifique voluntariamente la persona que tenía intención de compartirla con ella. Pero sí la densidad de quien observa y memoriza, que desea atraer a los demás solo con la fuerza de su sinceridad o de su afecto, un afecto que renunciaría de entrada a cualquier refuerzo retórico. No iba a hacer ningún gesto más expresivo que la demostración de esa felicidad interior como un lago a la luz de la luna: el brillo de sus ojos oscuros. Esa mirada fija como un pacto entre nosotros, anterior a las palabras que íbamos a cruzar, sobre todo si yo experimentaba el deseo de salir del berenjenal en el que, según ella, podía estar temiendo meterme, de ahí la posibilidad de que Bénédicte Ombredanne me dejase, con esa mirada lúcida y silenciosa, elegantísima, la posibilidad de volverme por donde había venido: comprendía que yo quisiera irme, no me guardaría rencor, aún estaba a tiempo, vamos, no cargue con una mujer como yo. Pero al mismo tiempo subsistía, pálido e inmanente, un orgullo muy antiguo, que el cruce de miradas había reavivado. Yo sabía que quería mostrarme la cara como un paisaje, de lejos, en silencio, para que se entreviera un poco de verdad, como yo lo había hecho con respecto a ella con mi libro, lo presentía. Un mano a mano momentáneo, íntimo y auténtico, sin maquillaje: con ese íncipit retiniano quería darme a entender que no iba a ser una comedia superficial o de trivialidades mundanas, me quedó claro de entrada. Con el camarero aún plantado a mi vera murmurándome al oído comentarios de esteta sobre la belleza de las parisinas, así fue como interpreté el comportamiento de Bénédicte Ombredanne, mientras ella se mostraba a mí únicamente con la fuerza de su mirada, sin hacer el mínimo gesto, sin esbozar ni un solo movimiento, siguiendo tan esencial como en sus dos cartas. Con la diferencia que ya no tenía ante mí unas frases rápidas inclinadas hacia la derecha, sino una mujer de unos treinta y cinco años, morena con el pelo corto, menuda y vestida de negro, pálida, de rostro algo cansado, sentada en una silla de mimbre contra un pilar rugoso. Bueno, ¿qué va a hacer usted, tiene una cita o quiere que le busque mesa?, me preguntó Lionel. Le contesté que, en efecto, tenía una cita y que ya había llegado. Lo noto a usted meditabundo, ¿algo va mal?, añadió Lionel con su acostumbrada petulancia (debía de pensar que tenía una cita amorosa: Lionel se equivoca, nunca tengo citas amorosas en Le Nemours). No, está todo bien, voy para allá, ¿nos puede tomar nota dentro de unos minutos?, dije de un tirón. Y acto seguido me acerqué a Bénédicte Ombredanne, que no había dejado de mirarme mientras yo andaba por la terraza hacia ella y se levantó tendiéndome la mano cuando llegué junto a la mesa.
Me enteré de que la vista me había resbalado por el rostro de Bénédicte Ombredanne en dos ocasiones, pero no se había atrevido a pararme, se había conformado con dedicarme una sonrisa atenta, tan discreta como un pájaro, dispuesta a salir volando. En mi descargo conviene señalar que estaba sentada a la misma altura, aunque al otro lado del pasillo y detrás de un pilar, que una de las chicas a las que sí había mirado: ocupado en acechar en el rostro de esta última algún signo que me permitiera reconocerla, no me volví hacia Bénédicte Ombredanne, quien, no obstante, me estaba observando a muy poca distancia. Pero mucho más que el pilar que la ocultaba, mucho más que la otra joven que esperaba a alguien, parisina, a la que una preferencia instintiva de la que me avergonzaba me había impulsado a mirar insistentemente sin fijarme en mi lectora lorenesa, yo sabía que la presencia de Bénédicte Ombredanne me había pasado inadvertida por lo anodina que era: como ya había intuido al leer las dos cartas, era una de esas personas a las que nadie suele ver. Me enfurecía haberme sumado a la larga lista de los que daban fe de esta realidad.
En esa primera cita, salvando algunas preguntas que me hizo Bénédicte Ombredanne, conseguí que hablase un poco de sí misma y concretamente de ese relato de Villiers de l’Isle-Adam que tanto le gustaba, como acabo de mencionar. También me contó que estaba casada y que tenía dos hijos de seis y de catorce años de edad, niño y niña. Pero a pesar de mis embates, guardó silencio sobre lo que la impulsaba a calificar su existencia como destartalada, a referirse a su persona como un objeto de desecho, a describirse como una mujer abandonada. Tampoco logré enterarme de a qué se dedicaba el marido, no me dio la impresión de que tuviera demasiadas ganas de hablarme de él. Tuve que esperar hasta las confidencias de nuestro encuentro dominical de septiembre para que fuera más explícita.
Al final de la primera cita con ella, Bénédicte Ombredanne me preguntó si había empezado una nueva novela. Estábamos cerca de la boca de metro obra de Jean-Michel Othoniel. Le contesté que no, que no había empezado nada, aún no. Le dije que había prolongado más de la cuenta la embriaguez de las entrevistas y las presentaciones en librerías con el objetivo de retrasar cuanto fuera posible el momento de ponerme de nuevo a escribir. No tenía nada claro cómo iba a alcanzar una felicidad equivalente a la que había alcanzado al terminar el último libro, me parecía difícil reproducir las condiciones que permitieran que aquel movimiento milagroso se repitiese, incluso aunque fuera menos intenso de lo que había sido el otro. No podría escribir nada mejor que esa novela, me pasaba el rato intentando acallar esa idea, por eso me asustaba tener que vivirme en adelante —hasta mi muerte— como por debajo del que había llegado a ser en un momento dado de mi existencia, cuando todo mi ser se transfiguró durante meses atrapado en una misteriosa revelación. De hecho, no me encontraba muy bien, volvía a encontrarme igual de mal que en la época en que mis novelas no tenían tanto éxito. Ahora que por fin habían sonado las doce campanadas de la medianoche, que el baile había terminado y que el sortilegio en el que me había consumido durante los últimos meses se iba a disipar, comprendía que iba a tener que cargar con un fardo mucho más voluminoso que la amargura de ser un desconocido: la obligación de hacerlo mejor. ¿Hacerlo mejor que en esta novela? ¿Superarme? A decir verdad, le confieso que lo ideal habría sido morirme nada más salir el libro, o incluso hace dos meses, después de haber disfrutado del éxito. Pero ¿qué está usted diciendo?, me interrumpió entonces Bénédicte Ombredanne, cállese, hombre, ¡prefiero que esté usted vivo! No me replique, la interrumpí, es la pura verdad. Además, el libro le habría gustado aún más, le habría parecido mucho más conmovedor de haber sabido que me había muerto por su culpa, que ese libro era algo tan importante que cada frase había pesado en la balanza de mi desaparición inminente. Ese es el estado de ánimo con el que empecé a escribirlo, ese libro es el testamento de un hombre de cuarenta años que prefiere morirse a ser un escritor del montón, pero que aun así se da una última oportunidad escribiendo el libro definitivo que siempre soñó escribir, que dejará tras de sí después de haber desaparecido. Empecé ese libro con la energía y la ira de un experimento desesperado: incluirme entero en un solo libro postrero en lugar de desmigajarme miserablemente, cotidiano y terrenal, razonable y previsor, en pequeñas dosis, a lo largo de treinta años, en escritos salpicados y relativos, circunstanciales, casi asalariados. He condensado todas las ideas que tenía, he inyectado en el organismo de esta novela voraz el conjunto de mis libretas, mis ideas primigenias, los pensamientos que más aprecio, toda mi sustancia íntima, todo aquello por lo que, desde la adolescencia, me siento escritor. Dar el golpe y desaparecer. Dilapidarlo todo. Arriesgar la vida. Quedarte sin reservas por dentro. Dejar que te sustituya una novela. Prenderte para encender un fuego sublime, una hoguera literaria, por venganza. Impresionarte a ti mismo con ese gesto tan audaz y despedirse. ¿Comprende lo que le quiero decir? Eso es lo que yo tenía en lo más hondo y lo que finalmente me ha proporcionado una profunda dicha: todo partió de una tristeza infinita y del deseo de acabar con la vida y con el arte, y esa tristeza se transformó en euforia. Al conducir a doscientos treinta por hora en la autopista de esa novela sin tener miedo a morir, al correr todos los riesgos pasando de todo, al soltar lastre y lanzarme a toda velocidad hacia mis sueños, hacia Génova, hacia Italia, al olvidarme de los caracoles de clase media yendo a doscientos treinta por hora en este Porsche rojo que me había regalado a plazos (cuando normalmente escribo más bien en Renault Clio, despacito, ahorrando combustible), descubrí la embriaguez; iba perdiendo las ganas de morirme a medida que avanzaba la novela y que le cogía el gusto a la velocidad, a los kilómetros de dicha que la rejilla de su radiador se tragaba como si nada, por la carretera de mi realización. En cierto punto, el Porsche rojo se convirtió en cohete, surqué el cielo hacia las estrellas. Estaba en plena metamorfosis, por primera vez en la vida sentí que por fin empezaba a ser yo mismo. Era maravilloso. Nunca he sido tan feliz. Tanto que cuando terminé la novela ya no tenía ninguna gana de morirme, nada de nada: ¡quería aprovechar la situación! Miraba a Bénédicte Ombredanne, que temblaba como una hoja bajo la tormenta de mis confidencias: deseaba con todas sus fuerzas un final feliz. Pero ahora he vuelto al punto de partida, continué. Peor aún, porque ya no me quedan reservas: me dejó desvalijado ese que se ilustró a mi costa entre octubre de 2004 y marzo de 2007, y que no es del todo yo. El hombre maravillado que escribió ese libro pasaba ampliamente del menesteroso que vendría tras él, es decir, del hombre que ahora está hablando con usted preguntándose qué va a poder escribir que sea tan libre y tan tempestuoso a partes iguales. He vuelto a ser yo mismo. Ya no me queda nada. Estoy agotado. Como una mina de carbón y como alguien a quien ya no le quedan fuerzas.
Me eché a reír.
Bénédicte Ombredanne me observó en silencio durante unos instantes, la gente que salía de la boca del metro pasaba muy cerca de nosotros mientras ella debía de estar preguntándose si aquellos comentarios tan catastrofistas sobre mi persona iban en serio o si yo tenía por costumbre dramatizar así mis ansiedades, para sobrellevarlas mejor. Tiene usted pinta de no creerme, le dije por fin, pero esa es la pura verdad. Entonces me contestó que no estaba preocupada por mí, que le costaba creer que el autor de esa novela se quedara sin reservas de un día para otro. En cambio, sí que debería usted descansar un poco, concluyó: es normal sentirse agotado después de una vivencia así. Se lo agradezco, seguro que tiene razón. Mientras tanto, y en respuesta a su pregunta, tengo previsto un libro rápido e incisivo que me gustaría que se clavase directamente en el corazón del lector, como un dardo. Esa novela trataría de un personaje masculino de unos treinta años que vive recluido en casa de su madre y mantiene correspondencia electrónica con una pareja exhibicionista que ha conocido por internet. Como Patrick Neftel en su novela, me interrumpió Bénédicte Ombredanne. Exactamente, de hecho, lo más probable es que vuelva a ser él, contesté. Aunque Patrick Neftel mantenía con la pareja inglesa una relación que se podría calificar como idílica, esa pareja exhibía en la red lo plenamente realizada que estaba y justo eso era lo que inspiraba las fantasías de mi personaje: se ponía en el lugar del marido y se imaginaba que estaba casado con la mujer, que vivía con ella, que todas las noches le lamía el puente crudamente alto de los pies. Ahora se trataría de algo distinto, el marido incluye la pareja en un tipo de desviación que mi personaje decide interrumpir porque se ha enamorado de la mujer. Bénédicte Ombredanne me contestó que estaba deseando leer ese libro, pero que tendría una paciencia infinita, que no debía sentirme presionado, debía tomármelo con calma y recuperar el resuello. Le contesté que me había sentado de maravilla hacer con ella un repaso de aquello que me angustiaba. Se ha enterado usted de algo que no me he atrevido a confesarles a los míos: nadie sabe en qué lamentable estado me encuentro, nadie sabe que lloro todas las mañanas encerrado en mi despacho, concluí. Nos besamos en la mejilla, la estuve mirando mientras se hundía en las entrañas de la tierra bajo las cuentas de cristal de Jean-Michel Othoniel; iba a coger el metro para ir a casa de una amiga.
Cuando estás al aire libre a plena luz del sol y entras en un lugar en penumbra, la mirada tarda unos minutos en acostumbrarse antes de poder transmitirle al cerebro imágenes nítidas: del mismo modo, no desentrañé inmediatamente en qué consistía el atractivo del rostro de Bénédicte Ombredanne. Cegado por su apariencia anodina, tardé una hora en empezar a verlo tal y como era, y fue entonces cuando se propuso seducirme y me puse a observarlo con interés creciente. Me gustaban mucho las expresiones con las que superaba la timidez, o esos silencios prolongados que se otorgaba para pensar. Se mordía los labios como una niña abatida y enfadada, era de una exigencia intransigente con sus propias reflexiones, por eso cuando se callaba siempre me parecía insatisfecha, interna e irremediablemente insatisfecha. También me gustaba mucho lo profunda que era su mirada soñadora, cuyos repentinos destellos metálicos de humildad acudían a repatriar todas las lejanías y entonces era como si todo su ser se arrepintiera estrepitosamente, como si se reprochara el haberse entregado delante de un testigo al esplendor de unas ilusiones lamentables. Cuando se derrumbaba así solía sonreír; la sonrisa de Bénédicte Ombredanne tenía la particularidad de ascender claramente hacia los pómulos dibujando una curva pronunciada: la silueta estrecha de una delicada media luna. A mí me resultaba irresistible que su sonrisa pudiera parecerse a la luna en la primerísima fase creciente, y las dos veces que quedamos me las pasé deseando que apareciese la gozosa imagen de esa pestaña celestial.
El hecho de que le abriera mi corazón a Bénédicte Ombredanne al final de nuestra primera cita fue seguramente lo que la animó a abrirme el suyo al inicio de la segunda. Si no hubiese dejado que entreviera en mí a un hombre que no estaba en su mejor momento (a pesar de que el relato de mis ansiedades fue como unos dibujos animados, lleno de exageraciones y de rebotes burlescos), probablemente ella no se habría sincerado conmigo.
En las semanas posteriores a nuestro primer encuentro, Bénédicte Ombredanne se interesó varias veces por los progresos de mi novela. ¿Progresaba hacia los lectores el dardo que tenía previsto escribir? ¿Se le iba a clavar pronto en pleno corazón? ¿Había conseguido superar mis bloqueos? Como a mí no me apetecía nada comentar mi trabajo con nadie y eludía todas las preguntas que me planteaba sobre la escritura (sin contar con que la perspectiva de una relación epistolar activa me aburría soberanamente, aunque fuera con una lectora de su valía), la relación acabó por extinguirse. Fue después del segundo encuentro cuando volvimos a escribirnos; aquel domingo me enteré de algo que me dejó tan conmocionado que me pareció de lo más natural establecer con ella una relación duradera, por sms o por correo electrónico: no solo para que me mantuviese al tanto y poder reconfortarla cuando lo necesitase, sino también para enterarme de más, para obligarla a aclarar episodios a los que había aludido de pasada en sus confidencias en las cuatro horas que pasamos en Le Nemours. ¿Quién habría sospechado, viéndonos en ese sitio tan elegante, en la terraza, un domingo por la tarde, que aquella joven me estaba contando unas historias tan terribles? Me las contaba fríamente, con precisión clínica, desgranando los hechos, hablando de sí misma como de un caso ajeno y lejano; era yo quien tenía que esforzarse por no mostrar síntomas de debilidad, me entraban ganas de darle un abrazo o de cogerle la mano. Mientras ella hablaba, yo pasaba revista al rostro anguloso de rasgos lívidos y tensos por el insomnio, a los ojos y los párpados que oscurecía el maquillaje, la mirada tan profunda, las uñas pintadas de negro que se apiñaban como un rebaño en torno a la copa de vino, la ropa y las joyas antiguas: un camafeo prendido en el cuello de la chaqueta, un reloj colgante redondo, una sortija muy grande que me recordaba a un relicario. Yo no dejaba de decirle que las cosas se arreglarían, en todo caso era obvio que debía tomar medidas para que la situación progresara, yo la ayudaría, tenía que reaccionar, no podía dejar que la siguiesen destrozando de esa manera sin oponer reacciones más firmes. Bénédicte Ombredanne me contestaba que estaba de acuerdo con la teoría, pero al mismo tiempo, en la práctica, no veía ninguna salida, estaba atrapada, a veces tenía momentos de desfallecimiento en los que le daban ganas de tirar la toalla. Pues no debe hacerlo, Bénédicte, le decía yo, no debe tirarla, tiene que decidir pelear. Es muy complicado, constataba ella, estoy en una situación complicadísima, ya se lo contaré con más detalle cuando nos escribamos. Así pues, durante varios meses recibí de Bénédicte Ombredanne mensajes electrónicos en los que me refería lo que había vivido en los últimos años; a veces añadía al relato algunas páginas de su diario íntimo o textos que había escrito para sí en la época de los hechos más graves. Teníamos previsto volver a vernos, nuestra correspondencia contemplaba la posibilidad de una nueva estancia en París, pero su marido vigilaba su vida cada vez más de cerca, no entendía que quisiera volver a casa de su amiga jubilada si ya había estado con ella en marzo y en septiembre. Podía acontecer que Bénédicte Ombredanne dejase pasar varias semanas, sin explicación alguna, antes de contestar a mis mensajes; esos períodos de silencio me resultaban tanto más sorprendentes cuanto que interrumpían una intensísima actividad epistolar. Más de una vez llegué a pensar que su marido no era el único que desaprobaba nuestra relación (cuando por fin la descubrió, hizo todo lo posible por dificultarla, por eso Bénédicte Ombredanne tuvo que crear una dirección específica cuya bandeja de entrada solo abría en la sala de profesores del liceo donde trabajaba), sino que la propia Bénédicte Ombredanne, a veces, me daba la impresión de querer frenar nuestra amistad, entorpecer que fluyera libremente, traer consigo algo distinto a un bienestar que quizá le escocía, como si aquella relación también fuese para ella fuente de malestar o de sufrimiento. En más de una ocasión pensé que la asustaba decepcionarme en el afecto que le tenía y que la única forma de superar ese temor era anticiparse frustrando deliberadamente unas expectativas que solo ella había fijado.
En cierto momento del segundo encuentro, casi al final de las cuatro horas que había pasado contándome cosas, Bénédicte Ombredanne me señaló el espacio abierto que se extiende enfrente de la Comédie-Française. Fíjese qué luz tan bonita, oí que me decía, tiene usted mucha razón al afirmar en su libro que es en otoño cuando está la luz más bonita, hoy es milagrosa, se puede sentir cómo vibra en la atmósfera como miles de millones de partículas. Tengo la impresión de que si extiendo la mano hacia la belleza de esa visión, voy a poder tocarla y va a reaccionar, como si apoyara los dedos en el pelaje de un gato.
Mientras extendía la mano hacia los destellos de la carroza de cuentas de vidrio de Jean-Michel Othoniel, me fijé en la sortija que llevaba en el anular de la mano derecha.
Bénédicte Ombredanne no vestía ni mucho menos como una poetisa decadente de finales del siglo XIX, pero algunos detalles de su atuendo me sugerían que no le habría importado ceder a esa influencia si su cargo de profesora de secundaria le hubiese permitido esa posibilidad. Según había podido observar, solo llevaba colores oscuros, calzaba botines con cordones, lucía encajes y joyas antiguos, y gustaba del terciopelo granate o verde veronés de ciertas chaquetas de corte entallado que se encuentran en las tiendas de ropa de segunda mano. Aquel estilo recordaba al universo simbólico de Edgar Allan Poe y de Villiers de l’Isle-Adam, de Maeterlinck, Huysmans y Mallarmé, un universo crepuscular y desvaído donde las flores, las almas, el humor y la esperanza están algo mustios, ligeramente eclipsados, en su postrera y sublime llamarada, como un melancólico y lánguido atardecer de otoño, íntimo, carnal, todo terciopelo y cintas sedosas, de color de rosa y de sangre. Bien es cierto que en Bénédicte Ombredanne esa inspiración era tímida e incluso indecisa y solo emergía en toques sutiles que se diluían en el carácter contemporáneo de la mayoría de las prendas y accesorios que solía llevar, no tenía una apariencia excéntrica y resultaba relativamente modesta, acorde pues con la imagen que se tiene de una profesora de secundaria, pero para mí Bénédicte Ombredanne desvelaba indicios sobre cómo se imaginaba que irían vestidas Claire Lenoir, Ligeia, Berenice, Morella y la desconocida de la calle Grammont, sus heroínas.
—Me encanta la sortija que lleva, ¿de dónde sale?
—Me la pongo para las grandes ocasiones. Es una sortija que me dejó mi abuela, que a su vez la heredó de la suya. Es de principios del XIX. Es el cuadro de una mirada.
—¿El cuadro de una mirada?
—Un ojo. Fíjese. Esta sortija la hicieron para una mujer que estaba enamorada de un hombre que pertenecía a otra. Mandó pintar su ojo en lugar de su retrato para que nadie lo identificara. Era una práctica bastante común en el XVIII.
Tomé los dedos con esmalte de uñas negro de Bénédicte Ombredanne entre los míos y, en medio de aquel entrelazamiento, me miraba un ojo minúsculo.
—Espléndida.
Bénédicte Ombredanne acabó por retirar la mano y la mirada antigua desapareció.
—Deberíamos irnos ya. Como sigamos hablando, va a perder el tren.
—No me apetece nada volver a casa.
—Piense en sus hijos. La están esperando, Bénédicte. Sus hijos, que la quieren y la están esperando.
No contestó nada. Miraba un punto más allá de la explanada.
—Nos escribiremos, no se preocupe.
—Me gustaría muchísimo.
—La acompaño a la estación. Vamos a coger un taxi, es domingo y no hay tráfico. Le llevo la bolsa.
Me levanté, cogí la cuenta que estaba encima de la mesa y se la llevé a Lionel, que montaba guardia delante de la puerta y me sonrió al ver que me acercaba a él.