Un día de marzo de 2006 a última hora de la tarde, al volver de una reunión que se había prolongado más de la cuenta, esencialmente porque un profesor de Física había llevado una botella de espumoso para celebrar su cumpleaños, Bénédicte Ombredanne se percató desde la calle, mientras aparcaba el coche, de que en su casa pasaba algo raro: no había ninguna ventana encendida y parecía que sus habitantes hubieran desertado. Confirmó aquella impresión al cerrar la puerta de entrada tras de sí: todas las habitaciones estaban a oscuras y silenciosas, circunstancia inusual a una hora a la que solía reinar una animación indescriptible, ya fuera por la televisión con el volumen demasiado alto, por las peleas de sus hijos o los juegos ruidosos a los que solían entregarse, o incluso por las tareas de recoger la cocina después de cenar. Mientras dejaba en el suelo de baldosas el bolso y la cartera de cuero, Bénédicte Ombredanne gritó hacia el piso de arriba el nombre de sus hijos, «¡Lola!», «¡Arthur!», y luego el de su marido «¡Jean-François!», sin obtener respuesta alguna, oscuridad, silencio absoluto. Cuando volvía tarde de las reuniones, a veces se encontraba con los niños viendo una película de dibujos animados que les había puesto su padre (para no tener que verlos correr, chillar, pelearse, estar a punto de romperse la crisma o tirarse vengativamente mondas de patata), pero la televisión estaba en el salón y el salón estaba vacío, al igual que la cocina. La preocupación de Bénédicte Ombredanne se convirtió en pánico, corrió escaleras arriba y se metió en el primer cuarto, el de Lola, también vacío. Gritando el nombre de sus hijos con voz trémula, repitiendo una y otra vez «Pero ¿dónde estáis?», «¡Arthur, Lola, dónde estáis, contestad, no tiene gracia!», se abalanzó hacia la del niño, donde los encontró hechos un ovillo debajo del edredón y en medio de un montón de peluches. Bénédicte Ombredanne se derrumbó encima de la cama con el abrigo puesto aún, temblorosa y jadeante, aliviada al comprobar que los niños estaban bien, al menos a primera vista. Aferrados a su cuello, competían por besarle las mejillas, las manos, la frente, así como los ojos negros ya enrojecidos por las lágrimas, llamándola mamá con ternura, mamá, mamá, sin tregua, sin tregua.
—¡Qué susto me habéis dado! ¿Qué pasa en esta casa, por qué estáis a oscuras?
No contestaban, los estrechaba en sus brazos. Hijitos míos, hijitos míos, estoy aquí, no pasa nada, mamá os quiere, decía bajito Bénédicte Ombredanne, acunándolos. Pasaron unos minutos de ese sosiego reconfortante, sin que nadie pronunciara frase alguna, cada uno de ellos intentaba alejar el pavor acompasando la respiración con la de los otros dos, de tal forma que, transcurrido un buen rato, su unión solo tuvo un único y mismo aliento: el del amor y la dicha de estar juntos, perfectamente sincronizado.
Al cabo, Bénédicte Ombredanne se separó de sus hijos para preguntarles qué había pasado y dónde estaba su padre.
—Se ha encerrado en tu cuarto —le contestó Lola.
—Nuestro cuarto, querrás decir.
—Vuestro cuarto, vale, está bien, qué más da cómo se llame.
—¿Por qué se ha encerrado en el cuarto? ¿Me lo puedes contar?
—Creo que está durmiendo.
—¿A las nueve de la noche? Lola, procura ser más concreta.
—No quiere ver a nadie.
—Arthur, ¿podrías intentar contármelo tú?
—Sí. Bueno, pues resulta que estábamos en la cucina.
—Yo te puedo contar lo que pasó, si es lo que quieres, tardaré menos que él —interrumpió Lola.
—Espera, Lola, déjale terminar.
—No, lo cuento yo —continuó Lola indicándole con un gesto a su hermano que enseguida acababa—. Estábamos con papá, acababa de ponernos la cena, estábamos empezando a comer y él oía la radio. Ya sabes, de pie, apoyado en el armario de al lado del lavavajillas, donde se pone siempre, vaya. De repente nos pidió que hiciéramos menos ruido porque no le dejábamos oír lo que decían los del programa. Yo no estaba escuchando, no sé de qué hablaban, pero parecía que lo ponía de mal humor. De repente, sin saber por qué, estábamos comiendo tranquilamente y portándonos muy bien, te lo juro, ¿a que sí, Arthur, a que no hacíamos nada de ruido?
—Muy muy bien —confirmó Arthur.
—¿Y entonces? —preguntó Bénédicte Ombredanne.
—Nos mandó salir de la cocina. Yo le dije que acabábamos de empezar y que además no le estábamos impidiendo oír el programa, entonces, de repente, se puso a gritar, en serio, qué forma de gritar, que si era una insolente, que si me prohibía contestarle en ese tono. Nunca lo habíamos visto así. Nos dijo: que salgáis, joder, ya os llamaré cuando podáis volver.
—¿No estás exagerando un poquito? ¿Es verdad, Arthur? ¿Papá se ha enfadado con vosotros?
—Hoy mismo a las siete y media de la tarde, sin ir más lejos —afirmó Lola categóricamente.
—Gritaba muy alto, de verdad muy muy muy muy muy muy alto —confirmó Arthur cerrando los ojos, como si quisiera contar cuántas veces decía la palabra muy.
—No entiendo nada —contestó Bénédicte Ombredanne mirando cómo se le hundían los dedos en el cabello moreno y abundante de su hijo—. No os preocupéis, seguramente dijeron algo que le sentó mal. Voy a preguntárselo. Sería solo un ataque de mal humor. Estoy convencida de que ya se le ha pasado.
—Pues eso espero porque, francamente, eso de tratarnos así cuando no habíamos hecho nada, pero absolutamente nada…
—Vale, Lola, lo he entendido. ¿Por qué está toda la casa a oscuras?
—Porque después, cuando salimos de la cocina dejando la cena a medias…
—¿Es que no acabasteis de comer? —preguntó Bénédicte Ombredanne interrumpiendo a su hija—. Entonces, vamos abajo, yo tampoco he cenado. Sigue, ¿qué estabas diciendo?
—Nos fuimos a ver una peli al salón. Él seguía oyendo la radio plantado en el mismo sitio. Al cabo de un rato salió de la cocina dando un portazo. En toda mi vida había oído un portazo así. Te juro que tembló toda la casa.
—Sonó PUMBA, así, muy fuerte, PUMBA —precisó Arthur cerrando los ojos cada vez que decía PUMBA, cada vez que decía PUMBA más y más alto mientras escenificaba explosiones con los dedos, estirándolos hacia delante y abriendo la mano bruscamente.
—Que sí, que vale, que ya nos hemos enterado, joder, qué plasta eres cuando te pones.
—PUMBA —repitió Arthur acercando la cara a la de su hermana antes de sacarle la lengua.
—No le digas «joder» a tu hermano. Y tú deja de sacar la lengua. Los niños de cinco años no sacan la lengua a nadie, ni siquiera a su hermana, ¿entendido?
—Luego subió a vuestro cuarto —prosiguió Lola con un toque de ironía y mirando a su madre—. Le oímos dar un portazo.
—PUMBA —interrumpió Arthur.
Lola miró a su hermano con una mueca que significaba eres un auténtico tarado, cuántos años más voy a tener que aguantarte, y se volvió a su madre con una expresión muy digna.
—Entonces subí y le pregunté: papá, qué ha pasado, por qué te has puesto así; pero a través de la puerta, sin entrar en el cuarto porque no me atrevía. Me contestó: déjame en paz. Yo le contesté: ¿y qué pasa con nosotros, qué hacemos? Lo que os dé la gana, dejadme tranquilo, dejad que la palme de una puta vez, va y me dice. Me importa todo una mierda, va y me dice.
—Lola, por enésima vez, no se dice va y me dice sino me dijo. Te lo pido por favor, de una vez por todas, para ya con los va y me dice, no hay quien lo aguante.
—Venga ya, ¿de verdad te crees que es el mejor momento para corregirme la gramática? ¡No estamos en clase, lo que estamos es bien jodidos! ¡Que no es lo mismo!
—No ha podido decirte «dejad que la palme» —exclamó Bénédicte Ombredanne mirando a su hija a los ojos—. Lo entenderías mal.
—Te lo juro, mamá. Eso fue lo que dijo. Con esas palabras. Te lo juro.
—¿Y qué pasó luego?
—Creo que estaba llorando.
Bénédicte Ombredanne miró a su hija de hito en hito.
—¿Llorando? ¿Tu padre, llorando?
—Bajé y le dije a Arthur que más nos valía andarnos con cuidado, que lo que teníamos que hacer era ponernos el pijama e irnos cada uno a su cuarto a esperar a que volvieras. Apagué la luz del salón, subimos y nos pusimos el pijama. Oíamos a papá hablando solo, gritando a veces, creo que incluso tiró algo contra la pared. Como Arthur se había metido debajo del edredón y tenía miedo, me vine con él. Y te esperamos. No nos atrevíamos a movernos. ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué se ha puesto así con nosotros?
—No lo sé, cariño, voy a ir a ver.
—¿Te hará daño, como el otro día?
—Pero ¿de qué estás hablando? Vamos a ver, Lola, ¿a qué te refieres?
—Sabes de sobra a qué me refiero —aventuró Lola tímidamente.
—Bueno, pues te equivocas. Escúchame en lugar de mirar al suelo en plan cabezota. Lola, esto es importante, tienes que creerme: has debido de interpretar mal una situación. ¿De acuerdo? Ya lo hablaremos si quieres, te lo explicaré todo, pero en otro momento. Mientras tanto, no os preocupéis, que papá no va a haceros ningún daño: no le va a hacer daño a nadie. Bajad y acabaos la cena; Lola, si hace falta, caliéntala, yo voy enseguida.
Bénédicte Ombredanne abrazó a sus hijos unos segundos y se fue a ver a su marido. Llamó a la puerta con dos golpes secos, no obtuvo respuesta, abrió y se adentró en la oscuridad pronunciando su nombre. Jean-François. Pero ¿qué sucede? ¿Te ha pasado algo malo? ¿Puedo encender la luz?, pero su marido no contestaba. Como no quería profanar su reposo con la luz abrupta y blanca de la lámpara de techo, encendió la de la cabecera de su propio lado de la cama, atrapada entre pilas de libros. El marido de Bénédicte Ombredanne estaba, en efecto, metido en la cama; había dejado la ropa tirada por todo el cuarto, las prendas parecían despojos, como si las hubiera arrojado al suelo presa de ira o como si una amante enardecida se las hubiese arrancando; siendo así que él solía colocarlas primorosamente en el sillón y metía enseguida la ropa interior en la cesta de la colada sin dejar que tocara el suelo ni un solo instante. A Bénédicte Ombredanne esta costumbre siempre le había parecido un síntoma de pudor extremo. Recordaba que la primera noche que pasaron juntos, había guardado disimuladamente la ropa interior en la cartera de cuero, aunque, por otra parte, nunca le había importado que fuera su mujer quien metiese en la lavadora la ropa sucia de toda la familia, sin distinción, de modo que no era por deferencia hacia ella por lo que había adoptado ese hábito. Lo que parecía molestarlo era verse a sí mismo tirado en la moqueta, bajo la forma lamentable de un calzoncillo sucio y unos calcetines retorcidos, como si aquel residuo del día transcurrido fuese, en el fondo, lo que mejor lo resumía a él, como el emblema de su identidad más honda: el ser social que se esforzaba por construir día tras día, tratando de elevarlo trabajosamente por encima de sí mismo, a fin de cuentas no era más que un hombre elemental e irrisorio metido en los límites de una envoltura corporal deleznable, realidad esta que los grandes hombres sabían hacer olvidar a los demás y a sí mismos gracias a su trascendencia, mientras que él, concluida la jornada, cuando todo el mundo bajaba la careta, cuando estaba solo consigo mismo y con la conciencia de su finitud, volvía a verse como lo que nunca había dejado de ser: un hombre mediocre sin grandeza alguna, un calzoncillo sucio y dos calcetines pestilentes en el suelo de la habitación. Así pues, tenía que haber sufrido una contrariedad mayúscula para aceptar quedarse ahí tirado en la moqueta. Bénédicte Ombredanne tuvo la delicadeza de arrimar con el zapato al rodapié la ropa interior de su marido y la camisa hecha un gurruño, tras lo cual fue a sentarse en la cama, junto al rostro de párpados cerrados. Le pareció obvio que no estaba durmiendo sino simplemente en duermevela, como un ordenador en el que basta con pulsar cualquier letra para que la pantalla vuelva a iluminarse, la letra I de inquietud, la letra P de prudencia, la letra A de aprensión, cosa que hizo posando suavemente la mano sobre la sien derecha de su marido, antes de empezar a acariciarla muy despacio. Un ojo enrojecido y agobiado apareció al cabo entre sus dedos (como los días en que Bénédicte Ombredanne se ponía la sortija de su abuela, pero aquel ojo era de un tamaño mucho mayor que el de la joya y la aflicción que reflejaba no era la de un enamorado inconsolable de antaño, melancólico y libertino), una pupila que, tras detenerse brevemente en el rostro de su mujer, fue a posar sus reflexiones insondables en una esquina del techo, en la intersección de tres aristas, como si fuera el lugar exacto de una cita donde, precisamente, se mantuvo inmóvil durante gran parte de la conversación. ¿Te ha pasado algo malo? Jean-François, cuéntamelo, ¿tienes algún problema? ¿Por qué te has acostado tan temprano, qué te ha sucedido? ¿Estás enfermo? Los niños me han dicho que te enfadaste por culpa de un programa de radio. Bénédicte Ombredanne desgranó esas preguntas en medio del más absoluto silencio. Él empezó a contestar, entrecortadamente, cuando ella se levantó para quitarse el abrigo, confirmando que lo que lo había dejado anonadado había sido el contenido de un programa radiofónico. ¿Anonadado? Pero ¿qué estás diciendo?, le preguntó Bénédicte Ombredanne. ¿Cómo es posible que un programa te deje tan anonadado como para meterte en la cama a las ocho de la tarde dejando a tus hijos desatendidos? No lo entiendo, habla, cuéntame, tendrás que soltarlo, ¡no puedes quedarte en semejante estado, sin decir nada! La mirada de su marido seguía en pleno conciliábulo en la intersección de las tres aristas y parecía conversar con un número creciente de interlocutores, como si tuviera que justificarse ante una aglomeración cada vez más numerosa y objetiva: en su expresión se leía el miedo. Jean-François, ¿por qué ese programa te ha afectado tanto, qué dijeron para impresionarte así? Él contestó que había recibido un impacto. ¿Un impacto? Pasaba un rato entre una frase y otra. Sí, un impacto. Se había reconocido, fue espantoso, no conseguía sobreponerse. ¿Que te has reconocido? ¿Qué es eso de que te has reconocido? Se había reconocido, no podía expresarlo más claramente, le espetó. El ojo inmóvil de su marido desapareció un instante tras el párpado antes de que lo atravesara un intenso rayo de pavor: aquello en lo que se había reconocido era algo muy feo, se sentía igual que si el locutor hubiese citado su nombre por las ondas de France Inter, como si lo hubiese denunciado. La frase que acababa de pronunciar le retumbó primero en el espacio de su mirada, donde había causado un rayo de terror, para luego expandirse por la habitación y llegarle a los oídos a Bénédicte Ombredanne. ¿Denunciado?, pero ¿por qué? El marido de Bénédicte Ombredanne tragó con dificultad, tenía sed, ella hizo ademán de levantarse para traerle algo de beber pero se echó atrás: él estaba a punto de contarlo todo. Bueno, pues había reconocido algunas constantes de sus comportamientos más habituales en los testimonios de los oyentes que habían llamado al programa, mujeres pero también hombres, víctimas y acosadores, reconoció, a punto de echarse a llorar. Ahora que había empezado a hablar, parecía que nada podía interrumpirlo, movía el ojo como si fuera un pájaro de rama en rama, en función de las palabras que sonaban en el cuarto, de modo que la mirada se le cruzaba a veces con la de su mujer o se detenía en el rostro de ella brevemente antes de reanudar el vuelo, impulsada por un sobresalto de vergüenza o una palabra determinada que se oía a sí mismo. Las evaluaciones, los diagnósticos, los comentarios de los especialistas no habían hecho más que confirmar lo que los testimonios de los oyentes habían insinuado en su mente desde el principio del programa, a saber: que él llevaba años comportándose con ella como un acosador confirmado. Su marido había dicho eso de verdad, había pronunciado esas palabras: acosador confirmado. Bénédicte Ombredanne no podía creérselo, se había quedado de piedra, miraba a su marido, que había roto a llorar contra la almohada, y no sentía por él piedad alguna sino, antes bien, una frialdad inmensa; como si de repente hubiesen juzgado el caso otorgando a Bénédicte Ombredanne una libertad considerable, en la misma medida que el veredicto de un error judicial libera de un gran peso a la persona a quien beneficia, aunque no borre los tormentos que ha padecido. Así pues, al contrario de lo que su marido se esforzaba por hacerle creer desde hacía años, el sufrimiento que experimentaba no era producto de una imaginación corrompida por la estupidez, las hormonas, la complacencia o la acritud; por los estados de ánimo lacrimógenos, insatisfechos e irracionales de un cerebro estúpidamente femenino, según algunas de las expresiones favoritas de él. ¡Esta era la confesión en la que desembocaba su exilio en el cuarto! ¡Admitía que su forma de comportarse con ella lo incluía de facto en la categoría de los maridos humilladores! ¡El dolor que había padecido Bénédicte Ombredanne año tras año no era un sueño! Retiró la mano del rostro de su marido y lo miró mientras hablaba; seguía llorando y decía que habían llamado varias mujeres para contar el trato que les infligía su cónyuge, describían su existencia como una tortura perpetua y lo que describían no era ni más ni menos que lo que él le hacía padecer a Bénédicte Ombredanne. Había oído anécdotas que parecían sacadas de lo más recóndito de su vida cotidiana, esas anécdotas habían causado una reprobación unánime, los especialistas habían calificado esas situaciones de anormales, sorprendentes, inadmisibles. Aunque a veces les temblaba la voz, las mujeres que aportaban su testimonio se habían mostrado todas ellas fuertes, hermosas, erguidas y valientes, su serenidad obligaba a admirarlas, daban ganas de quererlas, él mismo se había sentido solidario con su dolor. En la emisora de France Inter reinaba un ambiente de recogimiento. Al oír aquellos relatos, sentía el mismo rechazo incontenible que los invitados; salvo que a través de los casos particulares que comentaban, los especialistas lo construían a él, frase tras frase, como a un culpable de la misma calaña; se sintió estudiado, desmenuzado, estigmatizado. ¿Por qué nadie le había dicho nunca que su comportamiento no era adecuado? Los expertos les decían a las oyentes que sus maridos estaban enfermos y que necesitaban tratamiento: la única forma de poner en marcha ese mecanismo es acabar con la relación, acabar con ella definitiva e incondicionalmente, insistía el psiquiatra presente en el estudio, le contaba a su mujer el marido de Bénédicte Ombredanne. Un acosador arrepentido había llamado al programa para contar que en lo más crudo de su desviación ahora corregida, su mujer lo había dejado de un día para otro, llevándose a los niños. Se le cayó el mundo encima, ella cortó por lo sano sin que él pudiese retenerla; y hoy aquel hombre había rehecho su vida con otra mujer, después de varios años de tratamiento psiquiátrico intensivo. Bénédicte Ombredanne miraba llorar a su marido, cuyo ojo anegado erraba por la superficie de las paredes como un caminante agotado en campo abierto; le daba la sensación de que ese ojo abrumado terminaría pereciendo, cayendo muerto entre las sábanas. Aquel oyente había dicho que si su mujer no lo hubiera dejado, se habría quedado con ella hasta el final de sus días y habría seguido humillándola y maltratándola hasta el final de sus días, estaba convencido, afirmó. Les había dicho una y otra vez a quienes escuchaban el programa: si son víctimas de esta desgracia, si están bajo el yugo de un hombre acosador, VÁYANSE, NO SE QUEDEN AHÍ, HÁGANLO POR USTEDES, PERO TAMBIÉN POR SU MARIDO, PARA QUE PUEDA BUSCAR AYUDA MÉDICA, CURARSE Y REHACER SU VIDA DIGNAMENTE. Porque la mayoría de esos hombres ni siquiera sabe que están enfermos, decía aquel oyente, le contaba a su esposa el marido de Bénédicte Ombredanne. Y acto seguido se le contrajo el rostro y del profundo pliegue de aquella mueca surgió un reguero de agua brutal, daba la sensación de que una mano invisible le estaba escurriendo los rasgos como si fuera una esponja. Sollozaba en la almohada diciéndole a su mujer que iba a dejarlo; no lo soportaría, no, no podría soportarlo nunca, no podría soportarlo nunca, repetía con una saliva muy espesa que le impedía vocalizar claramente las frases que pronunciaba. Ella iba a contarlo todo, iba a ir al médico a lamentarse, iba a rendir testimonio de sus miserias y a dar a conocer públicamente su intimidad, imaginarse algo así no le resultaba soportable. Decía lo mucho que lo sentía, le pedía a su mujer que lo perdonara, nunca había caído en la cuenta de lo graves que eran sus actos, había sido necesario aquel programa de France Inter para abrirle los ojos, pero ahora que ya estaba hecho, descubrir que debían considerarlo como un enfermo lo había hundido por completo, su mujer no podía hacerse idea del impacto que le había supuesto, no, no tenía ni idea de lo espantoso que es que te cataloguen, aunque sea a distancia, como a un individuo malsano y neurótico, se sentía avergonzado, no conseguía reponerse. Jamás reuniría el valor suficiente para ir a ver a un médico, pero lo superaría por sí solo, de ahora en adelante iba a respetarla, nunca más volvería a despreciarla, nunca más volvería a humillarla, nunca más le levantaría la mano, se lo prometía. Eso ya me lo has dicho cientos de veces, le contestó Bénédicte Ombredanne fríamente. Su marido no se esperaba esa respuesta. Y te quedas tan oreada, replicó en un arranque de fuerza postrero. ¿Te estoy diciendo que lo siento y que voy a cambiar y tú te pones displicente, mirándome por encima del hombro? Si tú mismo opinas que encajas en la categoría de hombres enfermos que necesitan atención médica, para mí lo menos importante es que decidas cambiar de actitud conmigo, le contestó Bénédicte Ombredanne. ¡Encima no querrás que te dé las gracias por tratarme de forma mínimamente normal, no pretenderás darle la vuelta a la tortilla y que sea yo la que se compadezca de ti! Deberías ir más allá y no conformarte con tus sempiternos propósitos de enmienda, aunque debo admitir que, en efecto, esta noche parecen ser más firmes que otras veces; deberías plantearte la posibilidad de ir a un psiquiatra, como recomendaban los especialistas del programa. Bénédicte Ombredanne se dirigía a su marido con una sequedad cuya determinación ni siquiera a ella podía dejar de sorprenderla, como si las frases que acababa de oír, en lugar de conmoverla, hubiesen tenido el efecto de promulgar su independencia. Pero ¿por qué? Puede que porque esos remordimientos no habían surgido para restañar unas heridas recién infligidas, como podía llegar a suceder cuando el llanto de Bénédicte Ombredanne empujaba a su marido a un arrepentimiento momentáneo: aquella noche oía esas frases sin que la hubiese reducido previamente a un estado de mendicidad extrema, no eran consecuencia de un deseo de reconciliación; lo que le acababa de expresar se había quedado marcado en la penumbra del cuarto común como una verdad general: por primera vez desde que vivía con aquel hombre veía la situación desde el exterior, definida con una claridad aterradora por la misma persona que se la imponía. Su marido reconocía espontáneamente que le estaba echando a perder los mejores años de su existencia, no tenía más que treinta y cinco años, una edad a la que podía aspirar a rehacer su vida con un hombre cuyo objetivo fuera hacerla feliz, una edad en la que podía gozar de la plenitud de sus facultades físicas e intelectuales, una edad en la que resulta imperdonable renunciar al placer, al disfrute, a la prodigalidad y a la gratitud que se puede esperar de la realidad cuando una es una mujer sensible, inteligente y culta. Eso es lo que decía para sí mientras miraba el rostro de su marido apoyado en la almohada, con el edredón hasta la barbilla.
Bénédicte Ombredanne salió del cuarto sin decir palabra y bajó a la cocina donde su hija estaba quitando la mesa. Les indicó a los niños que debían irse a dormir y acalló las protestas consecuentes prometiéndoles pasar con ellos más rato que de costumbre en el desayuno (tenía que adelantar el despertador diez minutos). Cenó deprisa, de pie, nerviosa, un yogur y una loncha de jamón, abrió un botellín de cerveza, se comió una manzana dando vueltas por la cocina. Acto seguido, se encerró en su despacho, en la planta baja de la casa.
Había tomado una decisión, fruto de las reflexiones en las que se había enfrascado durante el poco tiempo que había tardado en cenar. No obstante, hasta aquella noche de marzo, jamás se le había pasado por la cabeza entrar en ese tipo de páginas, ni siquiera en sus fantasías más inconfesables.
La explosión que acababa de ocurrir había tenido una fuerza inaudita, que acentuaba la actitud contenida de la que había hecho gala durante los últimos diez años: contención de los deseos, de los impulsos, de la alegría, de los sueños, de la esperanza, de las exigencias, de la ambición, de la ternura, de la ira y de la sublevación. Las consecuencias de aquella renuncia deliberada se podían comparar, en definitiva, a una insidiosa acumulación de explosivos; había caído en ello aquella noche cuando la presencia de toda esa dinamita que su abnegación había ido depositando en un recoveco de su cerebro había amplificado aún más la violencia de la onda expansiva. De haber habido un observador dentro de la casa en el momento de los hechos, habría percibido dos detonaciones sucesivas y bien diferenciadas, la primera vinculada al presente y a las confesiones llorosas de su marido, y la segunda, al estropicio en que pensaba que había convertido los últimos años. La segunda había sido aún más ensordecedora que la primera.
Bénédicte Ombredanne encendió el ordenador y abrió la página de Meetic. La ira la había transfigurado, no sentía dolor alguno, tecleaba con determinación, metódica y rápidamente, dirigiéndose en línea recta hacia la meta que se había propuesto alcanzar, como si las llamas surgidas de las dos deflagraciones y que se propagaban a toda velocidad en su mente le permitiesen vislumbrar con nitidez lo que estaba buscando y cómo llegar hasta ello: reinaba la misma claridad que en un incendio. Se iban sucediendo las numerosas pantallas en las que debía introducir los datos para crear su perfil; no imaginó que la inscripción fuera a ser tan tediosa: había que someterse a un proceso de validación que se le hizo interminable. A pesar de todo, no se había sentido tan resuelta desde la época en la que había hecho y aprobado las oposiciones a cátedra, desde los tiempos lejanos en los que delante de la hoja de papel, solitaria y dispuesta a arrasar con lo que fuera, aspiraba a ser la más brillante; a lo largo de toda su juventud, los momentos en los que se había sentido más espléndida habían sido las horas que pasó esforzándose intensamente en las aulas enormes donde transcurrían los exámenes, entre los demás, como si el puesto que mejor encajaba con ella fuera el de candidata, el puesto de la persona que se mide con los demás gracias a sus conocimientos y a su capacidad individual. Avanzaba, muy concentrada, por aquel recorrido que esquematizaba su identidad, marcando las casillas que le parecían más pertinentes para el carácter circunstancial de aquella empresa, optando ora por los eufemismos ora por las precisiones más nimias y decidiendo en última instancia no contestar a las preguntas más delicadas para que sus posibilidades de éxito peligrasen lo menos posible.
Soy una mujer que busca un hombre.
Estuvo dudando sobre la edad del hombre para acabar situándolo entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años.
Se preguntó si no debería quitarse años, y luego si quizá no le convendría más ponérselos, pero finalmente optó por ser sincera: 12/09/1970.
Mi país de residencia: Francia.
Estuvo reflexionando sobre el departamento. ¿Se podía permitir vivir aquella aventura en su ciudad? Llevaba años ejerciendo allí como profesora de secundaria, por lo que conocía, al menos de vista, en Metz y sus alrededores, a una cantidad considerable de personas, empezando por los padres de sus exalumnos. Se resolvió a buscar fuera de Metz pero a una distancia realista para una cita. Tecleó: 67000. Meetic mostró automáticamente el nombre de la localidad: Estrasburgo.
Perfecto.
Mi apodo.
Las uñas pintadas de negro se inmovilizaron encima del teclado, dispuestas a abalanzarse sobre las letras de un apodo sublime y deslumbrante, tan mágico como un sortilegio, cuyo estallido llenara la pantalla. Pero se quedaron en el aire en suspenso, inquietas, como cuervos volando en círculos.
Bénédicte Ombredanne nunca había tenido que atribuirse un sustituto del patronímico que fuera bonito a la par que razonable. Aparte de las palabras vela, lámpara, espejo y moqueta, que se le habían ido ocurriendo a medida que su mirada, ávida de ideas, erraba por la habitación, en su cerebro no floreció ningún vocablo apropiado. Se puso de pie y deambuló por el despacho unos instantes, se acercó a la estantería y sus ojos se toparon con la caja de Brigadoon, una película que le encantaba. Cyd era muy corto y, sobre todo, presuntuoso (no hablemos ya de Cydcharisse, cuyo poder evocador daría lugar a expectativas desproporcionadas sobre sus piernas), en cambio Fiona parecía idóneo para el papel que pretendía interpretar en la ficción que anhelaba: una locura de una sola noche, romántica a más no poder. Volvió a sentarse y, encantada con su hallazgo, escribió «Fiona» en el campo destinado al apodo antes de validar su elección.
Este apodo no está disponible, te sugerimos los siguientes:
Fiona_c_839
Fiona_c_903
Fiona_c_282
Fiona_c_214
Qué decepción.
¿Quién habrá elegido ya Fiona?
Bénédicte Ombredanne se puso delante de la estantería y ladeando la cabeza desgranó el título de los libros, hasta llegar a las Poesías de Mallarmé. Volvió a sentarse y encantada de aquella nueva idea tecleó Herodias (dejando la i sin tilde, que está proscrita del mundo virtual).
Este apodo no está disponible, te sugerimos los siguientes:
Herodias_a_472
Herodias_a_145
Herodias_a_228
Herodias_a_582
Estaba atónita.
¿En Meetic había gente que decidía figurar como Herodías?
En realidad, el personal que rondaba por allí debía de ser más refinado de lo que había podido imaginar (por no decir pedante, a quien le preocupaba destacar sobre todo su nivel cultural), probablemente profesoras de literatura que se sentían tan solas como ella, tan amargadas como lo estaba ella aquella noche, sin más consuelo que su amor por los libros y la esperanza de una cita fabulosa, qué patéticas.
Bénédicte Ombredanne repitió la operación con el nombre de la protagonista de las Noches blancas de Dostoievski (Este apodo no está disponible, te sugerimos los siguientes, etcétera), tecleó, empezando a impacientarse, Roseroserose (Este apodo no está disponible, te sugerimos los siguientes, etcétera) y por fin optó por el ingenioso Fionarose, que Meetic aceptó.
Ahora soy Fionarose.
Actualmente, ¿te gustaría iniciar una relación sentimental? Bénédicte Ombredanne marcó la opción de Según lo que surja.
Tu estado civil: casada.
Vives con: mis hijos.
En el apartado de personalidad, Bénédicte Ombredanne descubrió los rasgos de carácter que ofrecía la página: aventurera, conciliadora, bienhumorada, sociable, despreocupada, impulsiva, expansiva, inquieta, reservada, supersticiosa, atenta, tranquila, generosa, sensible, espontánea, tímida, exigente, orgullosa, posesiva, solitaria, tenaz.
¿Quién podría haber hecho una lista tan incompleta, tan desequilibrada, tan arbitraria y tan poco sutil, donde faltaban los calificativos idealista, miedosa y acomplejada, por poner solo tres ejemplos?
La perspectiva de describirse con sinceridad la repelía, tenía que actuar de forma lúdica, desapegada y astuta, de incógnito, procurando no caer en la vomitiva demagogia sentimental de nuestra época: no tenía por qué comercializar su vida interior por internet. En el extremo opuesto, la opción «prefiero no decirlo» dirigida a las usuarias más púdicas tenía el riesgo de hacerla parecer una mujer antipática, o incluso remilgada, cuya compañía no fuera grata, de modo que marcó las palabras sensible, atenta y tímida antes de guardar la selección.
En la casa no se oía ruido alguno, reinaba un profundo silencio, faltaba poco para las once y le parecía penoso que su marido se hubiera quedado metido en la cama llorando. Bien pensado, tanto mejor, le venía bien aquella reclusión pueril; si se presentase ahora en el despacho, sería un auténtico fastidio.
Color de ojos: negros.
Color de pelo: moreno.
Estatura: 160 cm.
Complexión: normal.
Apariencia física: ay, se trata de decir si eres guapa. Bénédicte Ombredanne se lo pensó un ratito y marcó prefiero no decirlo.
Ideología política: izquierdas. Se lo pensó mejor y marcó extrema izquierda.
Para ti el matrimonio es: prefiero no decirlo.
¿Eres romántica?: bastante romántica.
¿Quieres tener hijos?: no.
Tu nivel de estudios: licenciado o superior.
Tu profesión: prefiero no decirlo.
Bénédicte Ombredanne rellenó los siguientes apartados a toda velocidad: estilo clásico, natación, me gusta comer de todo, no fumo, no tengo animales, lectura, exposiciones/museos, música clásica, musicales, comedia romántica.
¿Cuál es tu libro favorito? En el campo de respuesta escribió: El maestro y Margarita.
Cuéntanos cómo es la persona que buscas.
Bénédicte Ombredanne decidió cumplimentar esos apartados con la misma espontaneidad con que lo había hecho con su propio perfil, pues no tenía ninguna idea preconcebida sobre el tipo de hombres que deseaba conocer. Para ir sobre seguro, trazó un reflejo fiel de sí misma: atento, sensible, tímido, además de licenciado o superior, el único punto en el que no pensaba transigir era el nivel intelectual de los candidatos a emanciparla. Por mucho que quisiera ir a la aventura y lanzarse al vacío de una vivencia radical, sabía que no haría concesiones con lo que para ella era esencial: antes de pasar a mayores, para darle al deseo la oportunidad de nacer, tener con ese hombre una conversación mínimamente interesante.
Describe tu personalidad, la persona que buscas, lo que le gusta, lo que esperas de ella…
Bénédicte Ombredanne decidió no dar ninguna indicación sobre por qué y para qué había tomado aquella iniciativa. Guardar y continuar: hizo clic en ese rectángulo.
¡Felicidades! Has completado tu registro.
De repente la catapultaron dentro de la enorme barrica del género masculino y sintió que se hundía en un agua tibia y atestada, profunda, malsana. Ahora la pantalla era el ojo de buey de una escafandra de buzo, notó las sacudidas de un montón de anguilas y presencias precipitadas que la rozaban con su reluciente viscosidad, sin el mínimo reparo ni miramiento.
Napoleon04 está viendo tu perfil en este momento.
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Gentleman: Hla
Bénédicte Ombredanne consultó el perfil de Napoleon04, ejecutivo, treinta y siete años, residente en las afueras de Estrasburgo. Practicaba el karate y el balonmano, le gustaban el cine y los restaurantes, sus aficiones eran el bricolaje y las exposiciones (¡qué combinación tan curiosa!). Lucía una sonrisa muy poco de fiar, y la cabeza en forma de huevo, con aquel jersey de cuello vuelto, parecía colocada encima de una huevera de barro cocido. Para saber quién era realmente ese hombre, y sobre todo lo que ocultaba esa mirada esquiva, habría que quebrar la cáscara de la calva con el revés de una cucharilla, tac-tac-tac-tac, y tomar una muestra de materia cerebral; si no, no habría forma de definir con cierta precisión a ese individuo, pensó mientras inspeccionaba la espantosa cabeza. Precisamente unas líneas más abajo, Bénédicte Ombredanne se tragó un párrafo que le causó la misma sensación que un pedazo de pan mojado en los pensamientos viscosos de Napoleon04. En la pregunta «Si solo pudiera conservar un objeto», aquel hombre entrado en carnes había escrito: El calzoncillo o el bóxer… lol… porque esta parte del cuerpo está reservada a quien le corresponda por derecho… ¡Qué horror! Su retrato mostraba una corpulencia que le daba un aspecto de amabilidad tolerante, pero no era sino una mentira descarada: Bénédicte Ombredanne empezaba a tener buen ojo para las falsas apariencias masculinas y no le cabía la menor duda de que ese hombre sudoroso era un canalla vicioso, sexista y libidinoso. Al imaginarse el pesado corpachón meneándose encima de su cuerpo frágil en el horror de un enlace aberrante, estuvo a punto de apagar el ordenador… pero consiguió serenarse a tiempo.
Fionarose@Gentleman: Buenas noches. ¿Qué tal está esta noche, Gentleman?
¡Dauphinblanc67 te ha enviado un flechazo!
Thirydis: Bns noxs.
Fionarose@Thirydis: Buenas noches. Gracias por su mensaje.
Gentleman: ¿Y tú? ¿Estás aburrida? ¿Te apetece tener visita? ;-)
Fionarose@Gentleman: ¡Va directo al grano, Gentleman! ¡No es propio de su apodo!
Playmobil677 está viendo tu perfil en este momento.
Thirydis: ¿Cómo eres?
Fionarose@Thirydis: Dulce. Atenta. Encantadora, creo.
Thirydis: ¿Lo crees o estás segura?
¡Playmobil677 te ha enviado un flechazo!
Fionarose@Thirydis: Estoy segura. Encantadora. A veces. Otras, algo menos. Depende del día, de las circunstancias.
Thirydis: Esta noche ¿cómo te sientes?
Fionarose@Thirydis: Encantadora.
Thirydis: Pero para ti ¿qué es encantadora? Mejor dicho, ¿cómo eres? ¿Me mandas una foto tuya?
Bénédicte Ombredanne consultó el perfil de Thirydis, cuarenta y cuatro años, casado, director comercial, 177 cm, ojos marrones, busca mujer de veintiséis a cuarenta y cinco años. En el apartado «Unas palabras sobre mí» había escrito: Estoy buscando una mujer a la que, como a mí, le guste disfrutar de todos los dulces que nos ofrece la vida, la sensualidad, la calidez, el deseo… Señoras y señoritas, estaré encantado de conversar con ustedes para empezar. El rasgo más destacado de su carácter: aventurero. Actividades deportivas: ciclismo, golf, hockey y judo. La lectura no aparecía entre sus aficiones.
Playmobil677: Buenas noches. Tiene usted un perfil muy misterioso.
Fionarose@Thirydis: Le mandaré una foto mía más adelante. Empecemos por una conversación, como ofrece usted en su perfil.
Thirydis: OK. ¿Qué quieres saber?
Napoleon04: ¿Hola wapa? ¿Cómo lo llevas?
¡Ah, Napoleon04 por fin se manifiesta!
Fionarose@Napoleon04: Lo llevo muy bien, muchas gracias. ¿Y usted?
Fionarose@Thirydis: Solo quiero conversar, para conocernos.
Thirydis: Me da que eres una tía bastante complicada.
Fionarose@Thirydis: ¿Ah, sí, de verdad le parezco complicada? ¿Solo porque le pido que dediquemos un rato a conocernos?
Thirydis: ¡Se me ocurre una forma mucho mejor de conocernos! ;-) ¡Verás que la calidad de mi conversación no te decepciona! ;-) ¿Me mandas una foto?
Napoleon04: En plena digestión. He cenado en casa de mi madre. Acabo de llegar. Estaba rico.
Fionarose@Napoleon04: Ah, qué agradable poder comer en casa de su madre de vez en cuando, sobre todo si es buena cocinera. ¿Qué le había preparado para esta noche, Napoleon?
Puede que después de todo Napoleon no fuera tan terrible como había supuesto.
Gentleman: ¿Qué es lo que buscas?
Fionarose@Gentleman: Que me traten bien. Que estén pendientes de mí. Reconfortar.
Gentleman: ¡Mira tú por dónde me encanta que me reconforten! ¿Qué haces tú para ser reconfortante? lol
Fionarose@Gentleman: Empezaría por leerle un cuento bonito, como cuando era pequeño…
Napoleon04: ¡Un cassoulet! ¡Así que estoy pedo va, pedo viene! Pero tranqui, que cuando nos veamos se me habrá pasado.
Napoleon04: Que no, que estoy de coña, me ha puesto pescado. ¡Así que tengo el aliento fresco!
Gentleman: ¿Qué tipo de libro? ¿Algo picante?
Napoleon04: ¡El aliento fresco y el pito duro, como de costumbre, por si te interesa! ;-)
Fionarose@Gentleman: Si le apetece… Tengo en casa varios libros muy subidos de tono.
Gentleman: Why not. ¡Pero tampoco te eternices leyendo, que lo que no quiero es quedarme dormido! lol
Thirydis: ¿Sigues ahí? ¿Te has ido? ¿No me vas a mandar la foto?
Fionarose@Thirydis: Ya le he dicho que le enviaré la foto cuando hayamos hablado un rato.
Thirydis: OK.
Napoleon04: Oye, ¿y cómo eres? No hay foto. ¿Eres una tía potable? lol
Fionarose@Napoleon04: Guapa. Calentorra. Supercachonda. Estoy buscando un rabo potente que se haga cargo de mí.
Napoleon04: Pues has tenido suerte, el mío está listo para usar. ¿Nos llamamos? ¿Me mandas una foto?
Fionarose@Napoleon04: ¡Para el carro, Napoleon, que hay otros haciendo cola! ¿Qué te has creído?
Playmobil677: ¡Misteriosa Fionarose, no me deje de lado! ¡Contésteme!
Bénédicte Ombredanne consultó el perfil de Playmobil677, treinta y seis años, separado, 170 cm, vive en Estrasburgo, busca una mujer de entre veintisiete y cuarenta años. Complexión: atlética. Aficiones: bricolaje, decoración, jardinería. Unas palabras sobre mí: Es improbable pero ¿quién sabe? Si se empieza por un encuentro agradable y la simpatía es mutua, ¡lo demás suele llegar solo! Quiero dejar claro que busco una relación seria a pesar de mi apodo, que no debe tomarse al pie de la letra: no llevo flequillo, soy un chico bastante flexible y nada envarado, puedo doblar las piernas, no tengo el corazón de plástico ni puedo girar la cabeza 360º. ¡Al fin y al cabo, no es más que un apodo! ¡Hasta pronto! Precisaba que tenía la custodia compartida de sus hijos. Él tampoco mencionaba la lectura entre sus intereses. Acompañaba al texto una foto, pero era el típico retrato anodino del que no se puede deducir nada, ni bueno ni malo.
El perfil de Playmobil677 le arrancó una sonrisa a Bénédicte Ombredanne.
Fionarose@Playmobil677: Ya estoy aquí, discúlpeme. Buenas noches, Playmobil. El texto de su anuncio me ha hecho sonreír…
Fionarose@Thirydis: ¡No es usted muy hablador! ¡Está claro que soy yo la que va a tener que llevar las riendas de la conversación!
Playmobil677: ¡Ah, qué bien, empezaba a preocuparme!
Napoleon04: Soy un buen amante, las mujeres siempre me lo dicen, hasta mi madre, no hace ni una hora.
Napoleon04: No, estoy de coña :-) Ven aquí y así ves el género. ¡Tengo la polla como un redondo de ternera, pero no me la cortes en rodajas! lol
Fionarose@Napoleon04: ¡Tú sí que sabes hablarles a las mujeres! ¡Qué estrategia de seducción tan sutil! Estoy chorreando como un grifo, me chiflan las pollas como ollas. Cortas y gordas mejor que largas y flacas. ¿La tuya cómo es?
Napoleon04: Larga y gorda. Corta no. Sorry ;-)
Fionarose@Napoleon04: Me estás poniendo cachondísima. Me apetece mamártela. Oye, Napoleon, soy una auténtica viciosa, no te arrepentirás. ¿Podemos quedar?
Playmobil677: Me llamo Christian. ¿Y usted, Fionarose?
Napoleon04: ¿Cuándo, esta noche?
Playmobil677: ¿Sabe que Fionarose es un apodo muy bonito? Muy evocador. No sé por qué, pero es un apodo que me hace volar la imaginación.
Fionarose@Napoleon04: Ahora. Pásame tu dirección y voy para allá.
Thirydis: OK.
Fionarose@Thirydis: Perfecto. Me alegra que esté de acuerdo con tener esa conversación. ¿Qué clase de hombre es usted?
Etpourquoipas está viendo tu perfil en este momento.
Fionarose@Playmobil677: Gracias por el cumplido, intenté elegir un apodo poético, me alegro de que le guste. ¡En cambio, el suyo es más bien autocrítico! Qué envidia, yo no sé reírme así de mí misma, aunque me gustaría…
Fionarose@Playmobil677: Me llamo Fiona.
Napoleon04: Pásame tu número que te llamo.
Thirydis: Cerebral.
Valisette69 está viendo tu perfil en este momento.
¡Etpourquoipas te ha enviado un flechazo!
Fionarose@Thirydis: ¿Cerebral?
Thirydis: Cerebral.
Fionarose@Thirydis: ¿Y qué más? ¿A qué se refiere con cerebral?
Thirydis: Funciono con la cabeza. Pero me parece que esta noche ya no hay nada que hacer.
¡Timothée888 te ha enviado un flechazo!
Fionarose@Thirydis: No entiendo. ¿Para qué no hay nada que hacer esta noche?
Thirydis: Para quedar. No paras de hablar, de darle vueltas a lo mismo, no avanzamos.
Blakemortimer67 está viendo tu perfil en este momento.
Fionarose@Thirydis: En efecto, esta noche ya no hay nada que hacer, tiene usted razón. Pero habrá más noches en la vida, también están mañana, pasado mañana, la semana que viene… Se olvida usted de eso, a pesar de sus virtudes de hombre cerebral.
¡Valisette69 te ha enviado un flechazo!
Gentleman: ¿¿¿Y bien???
Thirydis: OK, lo pillo, no voy a perder el tiempo con cretinas como tú, bye.
¡Blakemortimer67 te ha enviado un flechazo!
Playmobil677: Sí, es importante saber distanciarse de uno mismo, ayuda a sobrellevar las vicisitudes de la existencia. Me encanta su nombre.
Gentleman: ¿¿¿Qué pasa??? ¿¿¿Vamos a hacer algo???
Napoleon04: ¿Cómo eres físicamente? Si se me planta aquí un callo, paso de todo. Ya me la jugaron una vez y no pienso volver a picar.
Fionarose@Napoleon04: La verdad es que tú eres particularmente sexy.
Fionarose@Gentleman: Podría usted tomarse la molestia de intentar seducirme, ¿no le parece? Desde que hemos empezado a hablar no ha tenido ni una sola vez la ocurrencia de escribir una frase completa. ¿Le basta con emitir onomatopeyas para que las mujeres con las que intenta entablar relación caigan a sus pies? ¿Les basta con un telegrama suyo para acudir a su casa en tanga?
Gentleman: Pues sí. Constantemente.
Napoleon04: Gracias por el piropo. No sé si seré sexy, pero tengo buena materia prima. ¡Qué buen ojo tienes, potrilla!
Fionarose@Gentleman: Pues yo no soy de esas, ea. Me gusta ir despacio y que me mimen. Necesito conocerlo mejor.
Fionarose@Playmobil677: Una filosofía muy sensata. ¡No me importaría recibir clases particulares!
Napoleon04: Bueno, entonces ¿estás buena o no? Se me está acabando la paciencia.
Fionarose@Napoleon04: Ya te he dicho que soy guapa, con un cuerpo que vuelve locos a los hombres, tengo unas tetas enormes, soy superardiente, la mamo como una americana, tengo el conejo goteando por la moqueta por culpa de tu polla de redondo de ternera. ¿Me pasas la dirección o qué? ¿Te rajas? ¿Te da miedo no estar a la altura?
Patounet_563 está viendo tu perfil en este momento.
Napoleon04: Para nada.
Gentleman: Lo entiendo perfectamente. ¿Qué has venido a buscar a esta página, en realidad?
Fionarose@Napoleon04: Tengo ganas de que me pastes el chocho. ¿Te das maña, me vas a hacer gozar?
Fionarose@Gentleman: Me gustaría volver a sentirme viva ante la mirada de un hombre. Pero un hombre que sepa intuir mis anhelos, comprender mi ritmo. Para eso tiene que ser delicado. No soy ninguna experta. Usted me pareció bastante delicado al principio, aunque solo fuera por el apodo.
Playmobil677: Llevo años perfeccionándola. Paradójicamente, para mantenerte fiel a ti mismo, a veces tienes que saber no tomarte en serio. Yo, cuando me topo con un problema de verdad, me meto dentro de un salto, como un niño en un charco, y me río con las salpicaduras. Relativizarse a sí mismo es fundamental. Es una verdad que he descubierto con el tiempo, en los peores momentos de las vivencias que me han sucedido.
Napoleon04: Ya veremos. Pero si no tardas mucho. Que no soy una oveja para pasarme toda la noche pastando.
Gentleman: Pero si soy muy delicado. Lo que pasa es que yo busco algo más de lo que busca usted.
Fionarose@Napoleon04: Lo de pastar es porque tengo el chocho superpeludo, espero que no te importe.
¡Bobby33 te ha enviado un flechazo!
Fionarose@Playmobil677: Yo soy incapaz de eso. Me lo tomo todo demasiado en serio. Nunca me evado de mí misma. Me gustaría poder decir que las cosas que me agobian no tienen importancia ninguna, que mi alma sigue siendo libre y capaz de volar, navegar hacia otros cielos, pero estoy prisionera en mi propio cuerpo, los problemas me lastran, las preocupaciones me ponen un nudo en el estómago, la mente se me queda confinada en el pecho, es un espacio diminuto y asfixiante. Por eso estoy aquí, para hacer pedazos ese cepo. Me siento secuestrada. Quiero liberarme.
Caffer 68 está viendo tu perfil en este momento.
¡Patounet_563 te ha enviado un flechazo!
Bobby33: Buenas noches, ¿está usted en Estrasburgo mismo?
Fionarose@Gentleman: ¿Qué sabrá usted? ¿Quién le dice que ambos no esperamos lo mismo de esta relación? Pero usted va directamente a la casilla del sexo sin ni siquiera lanzar los dados.
Napoleon04: No me van mucho las mujeres peludas. ¿No te podrías afeitar antes de venir? En serio.
Gentleman: Entiendo. A mí también me apetece charlar, pero sin marear demasiado la perdiz. No busco nada complicado. Solo momentos de placer compartido. ¿En qué trabajas?
Fionarose@Napoleon04: Vale, me afeito rápidamente, pero solo por ser tú.
Napoleon04: Guay. Yo también tengo los huevos pelados.
Fionarose@Gentleman: Soy enfermera.
Fionarose@Playmobil677: Perdón por esas reflexiones tan deprimentes. Siento haberle importunado con mis problemas. Está usted aquí para distraerse, no para oír las lamentaciones de una mujer desgraciada. De hecho, creo que voy a apagar el ordenador y meterme en la cama. Mi presencia en esta página está resultando penosa. Adiós.
Gentleman: Ah, guay.
Fionarose@Gentleman: Yo también busco momentos de placer compartido. Con respeto. Con delicadeza.
Playmobil677: ¡No, espere, no se vaya, quédese un rato más!
Fionarose@Napoleon04: Quería avisarte de otra cosa, huelo muy fuerte, espero que no sea un inconveniente. A veces me dicen que apesto, tengo el conejo como podrido, los hombres se lo piensan antes de meter las narices ahí. El otro día estuve con un tío que vomitó en la cama después de lamerme.
Gentleman: No soy un tío irrespetuoso. Siempre me preocupo de que mi pareja esté a gusto.
Napoleon04: Oyeeee… So guarra… anda y que te den. Te has quedado conmigo a base de bien, desgraciada.
Fionarose@Playmobil677: De acuerdo, me quedo otro poquito, pero solo porque usted me lo pide.
Fionarose@Napoleon04: Pero ¿qué pasa? ¿Por qué te pones así, Napoleon? Como eres charcutero, pensé que te excitarían las animaladas.
Playmobil677: Gracias, eso me gusta más. Es usted la única mujer interesante, sería una pena que se marchara.
Fionarose@Gentleman: Pero pongamos un ejemplo. Supongamos que quedamos la semana que viene. ¿Aceptaría aun sabiendo que podríamos no llegar a nada? Me apetece dar ese paso pero no puedo garantizarlo. Podría echarme atrás justo en el último momento.
Napoleon04: De charcutero, nada, ¿te enteras, putón?
Playmobil677: Escribe usted maravillosamente bien y es una bendición leerla, aquí nadie se molesta en mimar las frases. Yo también lo intento, ¡pero no tengo tanto talento como usted!
Fionarose@Napoleon04: ¡Huy, pues perdona, es que me cuesta leer tu perfil! Y no sé por qué, desde el principio he creído que eras charcutero. Será por el careto que tienes.
Bobby33: Yo vivo en Burdeos pero voy a Estrasburgo toda la semana que viene para un curso de formación. Me preguntaba si quizá, alguna estrasburguesa…
Napoleon04: ¿Cara de charcutero yo? Anda y que te jodan, so zorra.
Gentleman: No tiene por qué pasar algo a la fuerza, sé comportarme con las mujeres.
Fionarose@Napoleon04: No, de charcutero no, de cerdo, tienes la jeta de un cerdo, seguro que por eso he relacionado las dos cosas. Los charcuteros me caen bien.
Playmobil677: ¿En qué trabaja?
Napoleon04: Hija de la gran puta. Como te pille…
Fionarose@Playmobil677: Soy enfermera.
Gentleman: No te creas.
Fionarose@Napoleon04: Espero haberte hecho perder el tiempo. Espero que ninguna mujer haya sido tan tonta como para caer en tus redes esta noche, ya me imagino cómo las tratarás en la cama, debe de ser un espanto. Que te cunda tu redondo de ternera, mámatelo tú, si es que llegas, cabronazo.
Playmobil677: Bonita profesión. Yo soy anticuario. No tiene nada que ver, me dedico a los objetos, no a las personas.
Fionarose@Gentleman: Si no nos gustamos, tendremos que buscar una distracción. ¿Tiene usted un Scrabble?
Fionarose@Playmobil677: Le he mentido. No soy enfermera. En realidad, soy profesora. De secundaria, Lengua y Literatura. Lo siento. No le mentiré más, lo prometo.
Lecalin_a_629 está viendo tu perfil en este momento.
Gentleman: Pues charlamos. Una cosa no quita la otra. ¿No tendrás una foto?
Napoleon04: Te juro que como te pille vas a pasar un mal rato, ni te haces idea.
¡Lecalin_a_629 te ha enviado un flechazo!
Playmobil677: Comprendo perfectamente que haya quien prefiera disimular su identidad. Imagino que Fiona tampoco es su verdadero nombre.
Fionarose@Gentleman: No se preocupe por mi aspecto, sabré cómo gustarle.
Playmobil677: Ojo, que no le estoy preguntando cómo se llama. Fiona me parece perfecto. Si ha elegido ese apodo, será porque le pega.
Gentleman: Bueno, vale, pero ¿en qué te basas para estar tan segura de que vas a gustarme?
Fionarose@Gentleman: No soy una belleza, pero tengo la piel suave, me esmero, quiero dar placer. Soy tímida, pero cuando cojo confianza sé cómo tratar a los hombres, soy generosa. A veces es mejor compartir la cama con una mujer normal dispuesta a hacerlo bien que con un pibón desganado que espera que el hombre se encargue de todo, ¿no cree?
Fionarose@Playmobil677: Efectivamente, no es mi verdadero nombre. Pero es la primera vez que entro en esta página y es usted el único que me ha preguntado cómo me llamaba, así que vamos a suponer que Fiona va destinado a usted, algo así como un regalo. Usted decidirá cuando quedemos si soy tan encantadora como el nombre. ¿Dónde vive?
Gentleman: Lo que importa es el deseo. Eres morena, bajita, menuda y enfermera, ¡todas mis fantasías juntas! :-) Y si eres generosa con los hombres, miel sobre hojuelas… Como encima te presentes con bata y zuecos, ¡entonces no respondo!
Playmobil677: A pocos kilómetros de Estrasburgo. En una casa antigua muy bonita, en el bosque. También trabajo allí, tengo un edificio grande para almacenar los muebles, soy revendedor, no tengo tienda abierta al público.
Fionarose@Playmobil677: Me encanta el bosque. Siempre me han gustado los bosques. Una casa en el bosque suena a magia. Como un cuento de hadas.
Gentleman: Ay, las enfermeras… Creo que el día que quedemos estaré agonizante. Y tú me resucitarás en un abrir y cerrar de ojos ;-)
Playmobil677: No estoy en pleno bosque, más bien a la orilla del bosque, pero linda con el fondo del jardín y rodea media casa. También hay un estanque grande. Ya lo verá, cuando venga.
Gentleman: Sin nada debajo de la bata de enfermera…
Fionarose@Playmobil677: Lo estoy deseando. Estoy convencida de que me gustará.
Playmobil677: Podemos disparar con arco, si le apetece.
Fionarose@Playmobil677: ¿Disparar con arco? ¿Practica el tiro con arco?
Gentleman: Se me pone dura solo de pensarlo. ¿A ti te pone cachonda, Fionarose, imaginarte que vienes a mi casa sin nada debajo de la bata? Empezaremos charlando tranquilamente…
Playmobil677: Desde que era pequeño. Tengo una auténtica colección. Si le apetece, puedo enseñarle a tirar.
Fionarose@Playmobil677: ¡Ay, sí, me encantaría! La posición de los arqueros siempre me ha parecido muy hermosa, cuando tensan la cuerda y están tan concentrados, quietos del todo durante unos segundos. El momento en que la flecha sale disparada también es muy hermoso, porque da la sensación de que es exactamente el mismo en que la flecha se clava en la diana. Lo que diferencia ambos momentos no es la flecha, sino la mirada del arquero, que calibra el resultado del disparo. La flecha, en ese instante, da la sensación de estar en los dos sitios a la vez, en la cuerda y en la diana. ¡Perdón, me estoy yendo por las ramas!
Gentleman: ¿Te has ido? ¡Yujuuuu! ¡Tierra llamando a Fionarose!
Playmobil677: Habla usted del tema divinamente. Presiento que se le va a dar muy bien.
Fionarose@Playmobil677: ¿Cuándo podemos quedar?
Playmobil677: Cuando a usted le venga bien. Puedo estar en casa cuando quiera.
Fionarose@Playmobil677: ¿El jueves que viene?
Playmobil677: ¿Este jueves, dentro de tres días?
Gentleman: Fionarose, ¿te has mosqueado?
Fionarose@Playmobil677: Si está usted disponible…
Playmobil677: Sí, sí.
Fionarose@Playmobil677: Entonces, perfecto. Estoy encantada.
Playmobil677: Yo también. Le voy a enviar un mensaje a través de Meetic con mi número de teléfono y un plano para llegar hasta mi casa. Es relativamente fácil. ¿Vive en Estrasburgo mismo?
Fionarose@Playmobil677: No se preocupe, que ya encontraré el camino. Llegaré a última hora de la mañana y me marcharé por la tarde, si a usted le viene bien.
Playmobil677: Perfectamente. Puede incluso llegar antes.
Fionarose@Playmobil677: Es un milagro que nos hayamos conocido, todavía no me lo creo. Me registré en esta página en pleno ataque de rabia, sin saber qué estaba buscando. Y ahora, ya lo sé, era a usted.
Playmobil677: Estoy deseando que llegue el jueves. Muy buenas noches. Un beso, con cariño.
Fionarose@Playmobil677: Lo mismo digo…
Bénédicte Ombredanne apagó el ordenador a toda prisa y se tapó la cara con las manos, cerrando los ojos.
Se dio cuenta de que respiraba muy deprisa, perpleja por lo que se había atrevido a hacer. Se había convertido en otra persona durante dos horas, intrépida y con iniciativa, como si se hubiera embarcado en un largo sueño sembrado de imprevistos; y trajera de ese recorrido un botín memorable, un botín que normalmente le habría parecido una quimera reservada a las demás mujeres: un hombre que le gustaba, un hombre al que además, según todos los indicios, también le gustaba ella, caído del cielo en un plazo de dos horas.
A lo mejor en esas dos horas, había sido ella, sin más, la mujer que habría sido si su vida hubiese tirado por otro camino.
No conseguía creérselo, se decía que todo aquello era tan bonito que se desvanecería al día siguiente, al despertar. Con la cara encerrada en el olor metálico de las manos y la estrecha media luna de la sonrisa brillando tenuemente en aquel confesionario oscuro, Bénédicte Ombredanne no se decía que era feliz, eran sus pensamientos, de ensordecedora alegría, los que se lo gritaban por todo el cuerpo, ensordecedores como una alarma bloqueada, estridente, sobre todo en el vientre y en la caja torácica. Las punzadas, el calor que irradiaba y el inicio de una excitación intensa y lacerante no tardaron en privar al rostro de uno de esos postigos: los dedos de la mano derecha fueron a encajarse en la estrecha curva de la entrepierna, directamente sobre la lana del pantalón, donde presionó suave y lánguidamente para intensificar la irradiación del placer.
Suele suceder que lo que conseguimos en sueños lo perdamos al despertar, por muchos esfuerzos que hagamos para que no se nos vayan de las manos las ganancias de las peregrinaciones oníricas. ¡Cuántas veces había vivido aquella situación, siendo niña, al querer llevarse a su cuarto una muñeca que había encontrado mientras dormía! Pero aquella noche, Bénédicte Ombredanne tenía razones de peso para suponer que aquel encuentro imprevisto no se había desvanecido cuando volvió a su ser al apagar el ordenador: ¿acaso no tenía una cita con ese hombre, el próximo jueves, en los alrededores de Estrasburgo, en una casa junto al bosque, para iniciarse en el tiro con arco?
Como si la asaltaran una duda y un pánico repentinos, se abalanzó hacia el ordenador para comprobar que aquel hombre al que creía haber traído a su vida no había corrido la misma suerte que las muñecas de cuando era niña, volatilizándose al contacto con la realidad. Nada de eso. Encontró un mensaje de Christian con su número de teléfono, su dirección de correo electrónico y un plano para llegar a su casa, junto con unas frases muy tiernas, todo ello enviado apenas quince minutos después de que ella se desconectara.
¡Qué dicha tan disparatada!
Bénédicte Ombredanne empezó a acariciarse pero decidió conservar latente esa excitación casi sagrada que le invadía el sexo; el deseo de gozar lo inundaba como el sonido del órgano en la luz poblada de sombras de una catedral. Puede que si conservaba intacta en el vientre la presencia de ese otro hombre bajo la forma de ese deseo mágico e imperioso, se sentiría protegida de los ultrajes que tendría que soportar al volver a su cuarto. Sabía que su marido iba a querer hablar con ella, lamentarse, llorar, hacerle preguntas. Bénédicte Ombredanne apagó el ordenador, salió del despacho y subió las escaleras lenta y silenciosamente, antes de ir a darles un beso a sus hijos dormidos.