3.

 

El jueves, como Bénédicte Ombredanne solo tenía clase de ocho a diez, aprovechaba que estaba en la calle desde las diez para ir a hacer la compra al Carrefour: había cogido esa costumbre nada más empezar el curso y no la había alterado más que en caso de fuerza mayor: niño con fiebre, curso de formación, grandes nevadas, ese tipo de incidentes. La víspera, al preguntarse cómo se iba a organizar, se dijo que envilecer su feminidad en los pasillos de un hipermercado no era el preludio ideal para un primer encuentro: no había que ser muy clarividente para adivinar que la amante en la que estaba dispuesta a convertirse tenía que diferenciarse todo lo posible de la madre de familia (el mero hecho de ver un tarro de Nutella en el carrito podría tener en su conciencia los efectos de un electrochoque y obligarla in extremis a renunciar al proyecto); por eso Bénédicte Ombredanne había decidido dejar completamente a oscuras la vida familiar y, como en el teatro, no iluminar en su escenario mental más que aquel estridente deseo de mujer, aquellos pensamientos fascinados y la turbadora desnudez de su excitación mientras durase la escapada. En penumbra la nevera, en penumbra su marido y sus hijos, en penumbra los ejercicios para corregir, la aspiradora, la plancha y la burocracia; iría a la compra después de haber encendido de nuevo la realidad, a la vuelta, a las cuatro de la tarde como muy tarde, ya que Bénédicte Ombredanne no podía suponer que el encuentro con aquel hombre pudiese llegar a durar tanto tiempo. Estaría en Metz a las tres como mucho; estaba segura, puede que incluso decidiera echarse atrás nada más llegar, se conformaría con tomar un café y le explicaría a Christian que aquello le venía grande. Al dejar que aquella agradable certeza le penetrara en los pensamientos y se acomodara, ronroneando como un gato, junto al radiador de su deseo, Bénédicte Ombredanne aspiraba a protegerse de cualquier atisbo de mala conciencia: aquella visita a Estrasburgo no la comprometía a nada, ya que podía retirarse de la partida en cualquier momento. Iba a echar un vistazo, nada más, solo un vistazo, porque sí, por curiosidad, para sentirse libre, para que una iniciativa que ella misma iba a tomar y a protagonizar infringiese la inmutable naturaleza muerta de su existencia… Ya vería si se daban las condiciones para llegar a algo más comprometido que una sesión de tiro con arco, pero no le parecía probable. Francamente, lo dudo mucho, pensaba mientras se miraba en el espejo del armario de su cuarto, francamente me sorprendería que yo fuera capaz de dar ese paso, mucho tendría que gustarme ese Christian, seguía pensando mientras intentaba atisbarse las nalgas, de espaldas, inclinando la cara hacia atrás; de hecho, me pregunto por qué voy a hacer ese viaje, esta visita es absurda, iré a pesar de todo porque no está bien anular una cita a última hora, pero le explicaré que me he equivocado, que la situación me supera, y entonces él me enseñará a disparar el arco, solo eso, tiro con arco. Bénédicte Ombredanne se obligaba a cerrar perspectivas no solo para protegerse, sino obedeciendo a un escepticismo muy propio de ella y origen de la convicción de que, a pesar de merecérselo tanto, a una persona como ella nunca iba a pasarle nada extraordinario… Su existencia la había acostumbrado a sentirse más a menudo decepcionada que realizada, desde hacía ya demasiados años. Aun así, se encontró guapa en el espejo del armario normando, lo que ya era un avance colosal para ella, que solía despreciar su apariencia; no paraba de retroceder y de avanzar para ver qué efecto producía su reflejo cuando acudía a su encuentro. Había dos mujeres frente a frente: la primera, ansiosa y derrotista, indecisa, con pupilas ávidas de elogios, deambulaba delante del armario, temblándole las piernas, preguntándose si sería lo bastante intrépida para realizar ese experimento descabellado (tener la osadía de presentarse ante un hombre con la pretensión de gustarle tanto como para que la deseara sexualmente), mientras la segunda, que ocupaba de pies a cabeza la amplia superficie del espejo, grácil y elegante, estaba impaciente por ponerse en marcha… aquella trataba de disipar un resto de culpabilidad contemplando a esta. Normalmente, cuando coincidían, ambas jóvenes se dirigían una sonrisa; Bénédicte Ombredanne, pasmada del aplomo de su comparsa, llegó incluso a depositar sobre el agua helada que se alzaba ante sus ojos, juntando unos labios con otros, un largo beso, un beso a modo de pacto. Si ese hombre te gusta, Bénédicte, tienes unos labios muy suaves, bésalo, no tengas miedo, prométemelo… ¿me lo prometes? Limpió con la manga el vaho que se había formado: los labios, en la superficie del espejo, se pusieron a sonreírle. ¿De verdad? ¿No te vas a rajar en el último momento, si el Christian este te gusta? Bénédicte Ombredanne miró a la joven que tenía enfrente, ¿me lo prometes por una vez, Bénédicte, tendrás un poquito de confianza en ti misma? Te lo prometo, le contestaron los labios del espejo, te prometo que llegaremos hasta el final, si tú quieres. Esa solemne afirmación se tradujo en una mirada de complicidad y las dos jóvenes fueron una sola, Bénédicte Ombredanne, reunificada al fin, se enfrascó en la contemplación de su retrato: el maquillaje estaba perfecto y tenía buen color, el cutis blanco estaba radiante. Acto seguido, le dio la espalda al espejo, se alejó de él, giró bruscamente para calibrar el efecto que su silueta podría causarle a Christian cuando la viese, de lejos, desde la ventana del salón, salir del coche; luego anduvo hacia su futuro amante con la mayor naturalidad posible, por la hierba, delante de su casa, con una sonrisa en los labios. ¿Iba vestida como correspondía? Había decidido ponerse su mejor vestido, un vestido sencillísimo, de paño de lana marrón oscuro, de factura impecable, que había comprado en una tienda de Metz que le encantaba, de lujo, en los soportales de la calle de Gambetta, entre la estación y la oficina de su marido, aprovechando las rebajas. Se calzó sus botines más bonitos, marrones, con taconcitos, que tapaban algo la pierna y se ataban eróticamente a mitad de la pantorrilla, y unas medias Dim Up de color negro que solía reservar para ciertos sábados picarones, en el ámbito conyugal, por supuesto. Llevaba una de sus chaquetas de terciopelo, la granate, y en el cuello redondo prendió uno de los camafeos que más le gustaban, que había comprado en el rastro de Ámsterdam cuando era estudiante. Al observar la joya en el espejo, se le ocurrió que la ocasión bien merecía que ese día en particular luciese su sortija talismán, aunque solo fuese para comparar los dos ojos: el ojo libertino que había conocido, la muy traviesa, una de sus antepasadas remotas, y el ojo de aquel Christian arquero hacia el que estaba dispuesta a echar a volar… ¡Qué buen presagio sería que esos dos ojos tuvieran algún parecido! Fue a buscar la sortija al cajón de la mesilla de noche, se la puso y miró el reloj: joder, las once ya, voy tarde. Bajó la escalera pensativamente, algo más serena que cuando estaba delante del armario, centrada en el deseo de no caer en ningún descuido. Como no sabía a qué hora iba a volver y sus hijos llegaban del colegio un poco antes de las cinco, Bénédicte Ombredanne, presa del peor de los pánicos, el que transcurre lento, pesado y viscoso, parecido a un mal presagio, garabateó en un papel que dejó encima de la mesa de la cocina: Cariñitos, mamá ha ido a hacer la compra, merendad bien y haced los deberes, enseguida nos vemos, os quiero. Añadió un corazón que dibujó pensando en Christian como cuando, de adolescente, llenaba páginas enteras con la esperanza de que el chico al que adoraba se enterase de sus sentimientos merced a una especie de eco atmosférico, igual que los indios que golpean la misma nota tres veces en el tamtan durante horas, en la cima de una colina.

Como si fuese hecho a propósito, en el momento en que iba a salir de casa, sonó el teléfono. Titubeó antes de descolgar, seguramente sería su marido, y en ese caso hipotético, era mejor saber lo que quería: lo peor que podía suceder es que se pasara el día intentando hablar con ella. Descolgó y, en efecto, era su marido que la llamaba para disculparse por cómo la había tratado aquella misma mañana, antes de que se fuera al liceo. Perdóname, se me calentó la boca, no pienso en absoluto lo que te dije. Si te apetece, podemos comer juntos. Te invito a comer.

En vista de que su mejor camisa, una Christian Lacroix turquesa de raya fina, estaba sin planchar, siendo así que aquella mañana tenía una reunión a la que asistiría el director regional, el marido de Bénédicte Ombredanne había desencadenado su furia contra ella con una violencia verbal que rara vez había alcanzado hasta entonces. Fuera de sí, le había salpicado la cara de perdigones de odio, casi escupitajos.

De pie en la entrada, con el abrigo acampanado ya puesto, Bénédicte Ombredanne escuchaba a su marido explicar lo agobiado que estaba por la reunión con el director regional, que por eso se había puesto así, que lo sentía mucho, que la reunión, según creía, había ido muy bien y que ya estaba tranquilo. Creo que he ganado puntos. ¿Me guardas rencor? Venga, Bénédicte, por favor, perdóname, estaba muy tenso, corren malos tiempos, en la oficina todo el mundo está de los nervios. Te pido perdón. Te lo pido de rodillas. ¿Qué, te parece bien? ¿Te apetece que comamos juntos?

En circunstancias normales, sin salidas y acostumbrada a afrontar resignadamente todos los estados correlativos de su marido, Bénédicte Ombredanne habría fingido asombro ante la importancia que él le daba al asunto, le habría contestado que no tenía de qué disculparse, que no había sido para tanto y que ya ni se acordaba del tema. Pero aquel día, a la luz de la vivencia que estaba a punto de experimentar, las jeremiadas de su marido le parecieron sumamente repugnantes y su vida conyugal al completo, de una sordidez intolerable. Aquel telefonazo le arrojaba a la cara todo el horror de su existencia como si fuera un cubo de agua sucia.

Sintió, pues, un rechazo aún mayor y la resolución de ir a Estrasburgo se consolidó definitivamente.

No estuvo ni gélida ni rencorosa ni conciliadora, sino sencillamente distante, inalcanzable, indiferente ya.

Estoy ocupada, le contestó. ¿Anda, y eso cómo puede ser? ¡Si los jueves normalmente no tienes clase! Tengo que volver al liceo, habíamos planeado comer en el comedor las tres, Clémentine, Amélie y yo. Pues cancélalo, le dijo. Venga, cancélalo, sé buena, ¡ya las verás mañana! Bénédicte Ombredanne, cincelando frases concisas que no dejaron —podía sentirlo— de sorprender a su marido, le explicó que tenían que hablar de un fin de semana en París con los alumnos de sexto L, que no les quedaba más remedio que quedar para hablarlo. De todas formas, no eran horas porque Amélie también tenía que volver al liceo expresamente para eso y ya debía de estar en camino. Mañana, si te parece, le dijo a su marido. Mañana, mañana, mañana, se lamentó este. ¡Cómo te pasas, de verdad! ¡Tengo la amabilidad de invitarte a comer y tú erre que erre con que no puedes! Lo siento mucho, en serio, le dijo ella. Y acto seguido colgó con cierta brusquedad, no tenía ninguna gana de dejarse arrastrar a una conversación telefónica interminable.

La autopista la ayudó a purificarse: se olvidó de aquella conversación tan penosa.

Le resultó muy fácil encontrar el camino, las indicaciones de Christian estaban muy claras, llegó hacia la una menos cuarto.

Qué suerte tenían de que hiciera tan buen tiempo, el mundo visible parecía dilatarse: aunque apenas estuvieran a 9 de marzo, aquel paisaje deslumbrante le daba a Bénédicte Ombredanne la impresión de tener toda la primavera alrededor: mientras avanzaba por un camino empedrado hacia la casa de su arquero, sintió que la rodeaba un dilatado espacio temporal. Hay días en los que, sin venir a cuento, no parece que sea el presente lo que se consume, sino un período mucho más amplio, una gran porción de imaginería y de promesas, como si aquel día concreto encabezara un ejército de días idénticos y de acontecimientos radiantes, cuya premonición atrae a su alrededor un porvenir inmensamente grato, un suntuoso palacio hecho de tiempo.

¿De dónde procedía aquella sensación, aparte del hecho de que había una luz sublime? ¿El encuentro que estaba a punto de ocurrir daría lugar a una relación abocada a durar mucho tiempo?

Respiró hondo, miró los árboles que rodeaban la casa y, aunque aquella estación agria, húmeda y decepcionante por principio que es la primavera solía gustarle más bien poco (prefería el otoño, lo veneraba), aquella mañana no le fue indiferente el júbilo que suele despertar en la mayoría la inminente eclosión de los brotes. ¿Sería quizá porque aquella cita era una vivencia nueva e ingenua, inaugural, un intento de renacer? ¡Ojalá aquel hombre le gustara y ella no solo no le pareciese repulsiva sino seductora, a su gusto! ¡Ojalá pudiera vivir algo intenso, algo hermoso! Al pensar aquello sintió una dicha inconmensurable… una dicha tan profunda a pesar de su brevedad, que sobrepasaba cualquier emoción de los últimos años. Inmóvil delante de la puerta, sin atreverse a tocar el timbre, se preguntó si esa dicha que la taladraba no era comparable a la que había sentido durante sus dos embarazos (que pasó entregada a la reflexión de que pronto sería madre, una reflexión hermosa y un tanto agobiante), y la respuesta fue afirmativa. En ese instante comprendió que esperaba de aquel encuentro mucho más de lo que se había atrevido a admitir… y aquel mensaje de su conciencia la alarmó.

Había hortensias plantadas a lo largo de la tapia, malvas reales y un espino albar trepador. Un poco más allá, delimitado con unas tablas, un bonito huerto de hierbas aromáticas: tomillo, romero, cebollino, perejil, salvia y menta, cuidado con meticulosidad y sin una sola mala hierba, no como el suyo. Una parra vieja crecía alrededor de la casa, alta y venerable, sujeta a la fachada con un alambre oxidado, horizontalmente, semejante a la estructura de una frase compleja cuyas palabras y cuyo sabor original hubieran sucumbido al invierno: un mensaje que recobraría su significado a lo largo del verano, cuando volvieran a brotar todas las hojas, cuando cada inciso, cada bifurcación, cada paréntesis de corteza de aquella estructura gramatical hiciera florecer el regocijo de un pesado racimo. Se imaginó que entonces se podría leer, no como hoy, un magnífico mensaje de bienvenida.

Bénédicte Ombredanne pulsó el timbre con el dedo. Su estridencia le retumbó por toda la existencia, despertando la sensación de que un día había sido niña y de que un día sería vieja… y que por eso hacía bien en disfrutar de la existencia, aunque su padre la hubiera castigado varias veces, de pequeña, según recordó en aquel instante, por sus imprudencias, imprudencias análogas a la que estaba cometiendo en ese mismo instante; por cierto, pensó sonriendo, como aquel día en el que se aventuró cerca de un estanque sin avisar a sus padres para cazar un sapo. ¡Un sapo! ¡Al que puso de nombre Théodule! Esperó a que Christian acudiese a abrir, diciéndose una y otra vez que no iba a gustarle, que seguramente ni siquiera estaría en casa, cosa totalmente lógica y merecida. Fue entonces cuando una voz grave sonó a su espalda, se dio la vuelta y vio a un hombre de mediana estatura, más bien fornido pero afable, de pelo moreno y corto, que se dirigía hacia ella. Llevaba guantes de jardinero y unas tijeras de podar que dejó en la hierba antes de acercarse. El rostro tenía poco que ver con el de la foto y le gustó bastante más, ¡dónde va a parar!, le gustó; en sus labios apareció una sonrisa que le encogió el estómago de aventurera intimidada con una brusquedad atronadora, como cuando en coche se pasa a toda velocidad por encima de los raíles de un paso a nivel, una sonrisa radiante. ¿Qué tal la carretera? Ahora que estaban cara a cara, Bénédicte Ombredanne se sentía acobardada, ninguno sabía cómo saludar al otro, bromearon sobre lo tímidos que eran y decidieron darse un beso en sendas mejillas. Tenía una sonrisa realmente arrebatadora, parecía que todo lo que expresaba pasaba de contrabando entre los paréntesis de dos hoyuelos profundos y curvados, creando apartes de alegría al hilo de la conversación. ¡Qué agradable! Lo que más le llamaba la atención a Bénédicte Ombredanne es que ese hombre no parecía sentir curiosidad alguna por su físico: desde el primer momento se mostró cordial y alegre, miraba a su invitada como si la conociera de toda la vida y estuviese encariñado con su rostro, su cuerpo, su compañía y sus modales, sin dar la sensación de estar calibrando disimuladamente, con miradas inquisitivas, su potencial erótico. Mientras que ella, por el contrario, se daba perfecta cuenta, no hacía más que retroceder en su fuero interno para examinarlo mejor, sondear sus impresiones, controlar sus detalles corporales (uñas, dedos, dientes, muñecas, tez, cejas, orejas, pelo y vello corporal, entre otras cosas) y llegar, una y otra vez, a la misma conclusión estrepitosa: le gustaba muchísimo.

Si se hubiese topado con él en la calle, en un café de Metz, y se hubiese dedicado a observarlo, habría buscado en torno a él espacio abierto, cielo y soledad.

Acababan de entrar en el salón.

¿Le apetece una taza de café? Siéntese mejor en este, es más cómodo.

Se sentó en el filo de un sillón club en cuyos brazos pelados se había ensañado algún felino, confiriéndole un carácter de mueble íntimo y ritual. Cuando Christian fue a la cocina a preparar el café, Bénédicte Ombredanne se levantó para dar una vuelta por la habitación y mirar los muebles de cerca. La decoración tenía el estilo propio de un gabinete de curiosidades, con abundancia de animales disecados, insectos, conchas y esqueletos de mamíferos en vitrinas, además de grabados científicos, láminas de botánica y un galeón español bastante voluminoso y de una minuciosidad fascinante que presidía el conjunto desde una consola. Un globo terráqueo, que debía de tener varios siglos; y un poco más allá una pitón muy gruesa se enroscaba en un tronco, sacando la lengua bífida. Un diván desconchado, de color crudo con una funda de seda rosa, algo gastada, en el que le hubiese gustado reclinar el cuerpo ardiente para sofocar el amotinamiento que se le recrudecía por dentro. Alfombras sobre los baldosines hexagonales, pesadas colgaduras de terciopelo rojo, paneles de madera que debían de haber traído de una casa menos rural que la de Christian, que a todas luces era una antigua granja; tenía la esperanza de ver el dormitorio. Amotinamiento interior: dolor de tripa. Dolor de tripa: miedo de no gustarle, ahora que la había visto, a ese hombre que a ella le parecía tan seductor. Guapo no, la verdad es que no: seductor, atractivo. ¡Théodule! ¡Se le había olvidado ese pobre bicho! Se acercó a unas estanterías cargadas de libros antiguos en fila detrás de una rejilla muy fina que se había aflojado con el tiempo, acarició el mármol de una estatua femenina de tamaño natural, voluptuosa, erosionada por la intemperie, que se completaba, en el otro extremo del salón, según se percató más tarde, con un equivalente masculino: un esbelto efebo de turbadora sensualidad, cuyos labios iba a besar murmurando piensa en mí. Una chimenea monumental de sillares, probablemente importada también, con un escudo de armas en la majestuosa placa de hierro colado que había al fondo del hogar, que flanqueaban dos morillos macizos apoyados en garras de león. Reinaba una atmósfera densa, oscura, laberíntica incluso, pensó, por la compleja red de correspondencias que los muebles y objetos que se acumulaban en la estancia parecían tejer entre sí: decidió que aquella casa estaba concebida para pensar, adentrarse en uno mismo, leer libros, amar, conversar, evolucionar, ser dichoso, cocinar y hacer el amor, ser dichosa, hacer el amor. Christian volvió llevando en una bandeja dos tazas de porcelana, una cafetera humeante y un plato con pastas. Bénédicte Ombredanne alabó la decoración, él contestó que era su oficio, que le encantaban los objetos, hasta el punto de conservar para su uso personal piezas que había comprado para volverlas a vender. Disponía de una red extensa gracias a la que vaciaba casas que procedían de herencias, tras lo cual canalizaba lo que había adquirido a través de anticuarios, decoradores y directores artísticos de grandes almacenes, tanto en París como en Londres, Tokio o Nueva York. ¿Azúcar? Bénédicte Ombredanne dijo que no con la cabeza llevándose la taza a los labios. La semana anterior alguien le había comprado el equivalente de un contenedor de mercancías para montar una tienda de moda en Nueva York, en la Quinta Avenida: muebles industriales procedentes de una antigua fábrica que había desmontado en la región de Oise a principios de año. Bénédicte Ombredanne lo miró sonriendo mientras se calentaba las manos en la taza de café, hacía fresco, le apetecía hacer el amor. Él también la miró, sus hoyuelos abrieron un paréntesis en el silencio de aquel prolongado tête-à-tête, un silencio convenido, una sonrisa con un contenido explícito.

Pero usted no ha venido a que yo le hable de antigüedades, supongo, dijo al cabo Christian. Así que, ¿le apetece que intentemos tirar con el arco?

Sacó su arco y se lo entregó a Bénédicte Ombredanne; era un arco tradicional, de madera, muy sencillo, de dos metros de envergadura, con forro de piel de pitón que le había encargado a un amigo suyo guarnicionero que trabajaba para Hermès, un artesano excepcional. Es magnífico, le dijo Bénédicte Ombredanne. Es lo que se llama un arco longbow, un arma temible, lo inventaron los ingleses y con él nos diezmaron literalmente en la guerra de los Cien Años. Pero si tiene pinta de ser un arco de lo más manso, observó Bénédicte Ombredanne, yo creo que se parece al que usan los ángeles para disparar el flechazo: no se parece en nada a las catapultas portátiles que se ven en los Juegos Olímpicos y que son un espanto, de lo menos poético. Sí, los arcos de poleas, tiene toda la razón, le contestó Christian, un tanto divertido. Aunque es de suponer que los ángeles no tensan del todo la cuerda cuando disparan, porque con un arco como este, cuya potencia alcanza las 33 libras, la flecha sale con una fuerza capaz de derribar una vaca o un jabalí a cien metros de distancia. ¿Ah, sí? ¿Una vaca o un jabalí con una cosa tan frágil? ¡Entonces este arco suyo no es tan romántico! Christian soltó una carcajada al ver lo ingenua que parecía Bénédicte Ombredanne, lo que ella aprovechó para comprobar lo atractivo que era también en esas circunstancias… Decididamente, esa boca suya era un lugar grato, que la hilaridad había agrandado aún más, añadiendo a los paréntesis de los hoyuelos, ahora monumentales, muchos otros surcos encantadores, risueños, todos ellos simétricos, que le aparecieron casi por todo el rostro. Tenía unos dientes bonitos, blancos, cuadrados, bien alineados. Bénédicte Ombredanne se los miraba maravillada mientras él se reía…, podía ver cómo se reflejaba en ellos toda la intensidad de su deseo, como si fueran unos escaparates amplios y bonitos. Pero no se preocupe, Bénédicte, prosiguió Christian cuando se hubo calmado un poco, no solamente no cazo vacas, ni tan siquiera jabalíes, quédese tranquila, sino que este arco no es un arma imprevisible ni desleal: es un arma instintiva que sitúa al hombre en pie de igualdad con el animal. A Bénédicte Ombredanne se le debió de escapar alguna expresión de escepticismo al oír aquella frase esotérica porque Christian se sintió obligado a explicar qué significaba, tras meditarlo brevemente. Lo que quiero decir es que, con un solo movimiento preciso e instintivo, el cazador ve la presa, alza el arma, tensa la cuerda y dispara la flecha, sin pararse a pensar: en cuanto la cuerda llega a esta altura (Christian abrió un arco imaginario, ya que el real lo seguía teniendo cogido Bénédicte Ombredanne, y colocó dos uñas de la mano derecha, cortadas a ras de piel con precisión, en el hueco del hoyuelo), en cuanto la cuerda llega a esta altura, junto a los labios, se suelta y la flecha sale. Tras sacar las uñas del hoyuelo, Christian reprodujo el sonido de una flecha rasgando el aire: flusssss, igual que los niños cuando juegan a indios y vaqueros en el patio del colegio. ¿Lo entiende? El arco longbow lo abres y luego disparas inmediatamente, por instinto, flussssss, y sabes si la flecha ha sido buena incluso antes de que llegue al blanco, toinnnnng, tal y como lo describió usted con tanta exactitud, la otra noche, en uno de sus mensajes. La flecha es la prolongación del brazo, de la mente. Tienes que fundirte con el arma pero también con el mundo visible, con el instante que estás viviendo. Como si la flecha no fuera más que uno de tus pensamientos: tiene que ser un pensamiento certero para alcanzar el blanco y revelar la verdad de las cosas, pues esto es lo mismo, tienes que alcanzar cierta certeza en tu fuero interno, en la relación con la realidad, si aspiras a que la flecha alcance su objetivo. El tiro materializa tus intenciones, es tu pensamiento al cumplirse: solo existen el blanco, tu actitud interior y la flecha que los une a ambos. Es una presencia singular en el mundo, una presencia a la que aspiro constantemente, aunque no tenga este arco entre las manos. Mientras que con un arco de poleas, la catapulta a la que se refería antes, añadió con una extraña risita burlona, la cuerda se bloquea, la bloqueas, apuntas un buen rato antes de soltarla. No es nada instintivo, es un cálculo de balística, es precisión, es disciplina, es constancia, es tortura, es orgullo, es deporte. Ya veo, lo entiendo, qué bien lo cuenta usted, contestó Bénédicte Ombredanne. Qué bonitas son las flechas, le dijo señalando los emplumados de colores que sobresalían del carcaj. Se las encargo a un amigo, de madera, con auténticas plumas de oca, no me gustan mucho las flechas que venden en las tiendas, en Decathlon y por ahí, es mi faceta de anticuario. Bénédicte Ombredanne pasó el dedo por la punta de metal: ¡Huyuyuy, cómo corta! Sí, mucho, el cazador se compromete a afilar las flechas antes de ir de caza, lo manda el reglamento. Si te hacen un control, la flecha tiene que cortar el vello del antebrazo; si no, te cascan una multa. ¿Caza usted? No, ya no tengo tiempo, pero cacé bastante cuando era más joven… hace dos o tres años, aún iba a mi bosque, al fondo del jardín, muy de vez en cuando, para disparar algunas flechas. Pero ¿por qué tienen que estar tan afiladas? Para no correr el riesgo de herir a un animal sin matarlo, le contestó Christian. Si la flecha está afilada, la velocidad hace que sea tan incisiva que el animal nota una sensación de calor en una parte del cuerpo, se pregunta qué le está pasando, no entiende de dónde viene esa extraña quemazón pero ya está muerto…, está muerto pero aún no lo sabe. (Yo estoy muerta de amor… pero ya lo sé.) Bénédicte Ombredanne señaló algo con el dedo: ¿y eso qué es? Eso es distinto, es una flecha para disparar a los pájaros. ¿A los pájaros? Sí, con la punta roma. Fíjese en el extremo de la flecha, no es una punta, es una funda metálica, para derribar a los pájaros. Bénédicte Ombredanne acarició con el pulgar el extremo abombado y aterciopelado del proyectil. Preguntó por qué era mejor derribar a los pájaros que atravesarlos. Porque está prohibido tirar desde la altura de un hombre o hacia arriba: una flecha como la de antes, acerada, resulta mortal a más de cien metros. Al caer desde el cielo, con la cuchilla de afeitar que tiene en el extremo, podría herir o incluso matar. Las plumas están colocadas de forma distinta, ¿por qué?, preguntó Bénédicte Ombredanne. (¡Pero qué labios tan atractivos!) Buena observación, contestó él. Este emplumado sirve para mantener la máxima potencia durante treinta metros, y de repente la flecha se abre como un paraguas para bajar en vertical: así no se pierde, no cae en cualquier sitio. Qué ingenioso, realmente ingenioso, murmuró Bénédicte Ombredanne examinando el rostro de Christian de reojo (estaba rascando una mancha del cuero del carcaj). El beso que estaba deseando darle la devoraba por dentro, avanzando lentamente hacia sus labios, de tal forma que estos, muy pronto, lo notaba, saltarían sobre su arquero como un tigre hambriento sobre un apacible antílope… y él tuvo que alzar la cabeza en el preciso momento en que la mirada de Bénédicte Ombredanne alcanzaba la máxima incandescencia, de forma que Christian la sorprendió in fraganti mientras se deleitaba y se arrepentía bruscamente. ¿Ha derribado usted algún pájaro?, se apresuró a preguntar, turbada y roja de vergüenza. Para que se relajase, Christian le dedicó una sonrisa inédita: con la boca cerrada, solo levantó ligeramente el borde superior derecho, como si el labio actuase por un instante como una ceja expresiva, abriendo un paréntesis de un solo lado de la cara, cargado de sobrentendidos que resbalaban por aquel declive y en los que Bénédicte Ombredanne leyó las respuestas a su deseo, respuestas que le gustaron. No, nunca, no soy lo bastante hábil, nunca lo he conseguido. En cambio, tengo un amigo que derriba faisanes en pleno vuelo con este tipo de flechas. Christian rebuscaba algo en el carcaj y Bénédicte Ombredanne lo miraba cada vez con mayor ternura, convencida de que aquel instante no se repetiría jamás. ¡Y eso que lo del tiro con arco y todas esas flechas especiales le importaba un carajo, no le importaba nada de nada! Lo cual no estaba reñido con que podría pasarse horas escuchándolo, mirando cómo manejaba aquel aparejo de niño pequeño horas y horas, le habría gustado que la atase con una cuerda a una columna antigua y que le clavase las flechas del carcaj por todo el cuerpo desnudo, una a una, hasta la última, con suavidad, sin abrir demasiado el arma, con fuerza suficiente para que la flecha se quedase clavada en la carne pero sin hacerle daño alguno, pruebas de amor, pruebas de su contención y de su habilidad, pruebas de la inmensa confianza que estaba dispuesta a depositar en él… Sabía que las flechas de Christian no la atravesarían, ni se caerían al suelo, decepcionantes, tras haberle pinchado la piel como un alfiler, ¿acaso el amor no es eso? Le voy a elegir una flecha pequeña, así, como esta, no muy larga: usted no tiene la misma envergadura que yo. Fuera, en el taller, tengo un arco para adolescentes, es el que va a utilizar: el mío, el longbow grande, no tendría suficiente fuerza para abrirlo. ¡Qué se ha creído! ¡Tengo bastante músculo!, exclamó Bénédicte Ombredanne. ¡Fíjese! Le puso delante el brazo en ángulo recto y Christian lo palpó brevemente: no está mal, no está mal, pero no creo que baste. Primero, antes de empezar, tiene que ponerse esto en la muñeca izquierda, tenga, voy a ayudarla. ¿Qué es, para qué sirve? Sea lo que sea, es precioso, añadió Bénédicte Ombredanne, casi erótico, se atrevió a matizar. Christian aprobó con una sonrisa ese comentario audaz y le colocó en la muñeca un caparazón de cuero muy rígido, granuloso, gris, con unos cordones colocados como los de un botín… Christian, con la delicada muñeca de Bénédicte Ombredanne entre las manos, se afanaba en ajustar el protector, manejando los cordones con la punta de los dedos. ¡Qué escalofríos le transmitían los toqueteos metódicos de Christian en el antebrazo! La cuerda podría cortarle las venas si el arco no está bien orientado: me ha pasado varias veces. Me lo ha hecho un amigo guarnicionero usando una oreja de elefante. Está usted hecho todo un esteta: todo tiene que ser siempre perfecto, le contestó Bénédicte Ombredanne. Él la miró con ternura, antes de sonreírle. ¿Está lista? ¿Vamos allá?

Fueron al jardín, donde la temperatura había subido aún más hasta parecer casi agradable. Se colocaron detrás del granero, Christian dispuso contra un árbol una diana que había hecho su hijo hacía unos años: cinco bandas circulares concéntricas, convenientemente numeradas, cada una de ellas pintada con pincel en un color determinado, del amarillo al negro, en un panel de aglomerado rectangular de dimensiones bastante grandes. Los pájaros cantaban en el árbol, la hierba densa era de un verde luminoso, los botines de Bénédicte Ombredanne se hundían en ella blandamente, la tierra también estaba mullida. Se alejaron unos metros, dejando el material en el suelo. Detrás del árbol y de la diana, en segundo plano, se veía la mole oscura del bosque, cuya linde se curvaba en torno al jardín como el mar en torno a un promontorio.

Los pies en forma de escuadra, para tener más estabilidad. El pie izquierdo hacia la diana, el derecho formando escuadra, así, eso es. Tiene que notar que está bien apoyada. Para la flecha he hecho una marca en la cuerda, tiene que ponerla en esa marca. Al colocarla no debe tocar el culatín con los dedos, nunca; si no, la flecha sale torcida. El brazo: lo más estirado posible, así, aún más recto, eso es. Los dos ojos abiertos, se apunta con los ojos abiertos. Cuando la cuerda esté tensa, cuando quiera disparar, suelte los dos dedos, solo eso, suelte, libere la cuerda suavemente, sin impulso, sin transmitir energía. Eso quiere decir que la cuerda se sujeta con la yema de los dedos, la yema nada más, lo más al borde que pueda. ¿Quiere que se lo demuestre?

Christian disparó varias flechas en la diana.

Decía apunto al amarillo: y daba en el amarillo.

Decía apunto al rojo: de lleno en el rojo.

Bénédicte, ¿ve esa mancha de humedad, abajo a la derecha?

Christian disparó una flecha más, que se clavó a unos centímetros de la mancha de humedad.

Vaya, fallé. ¡Bueno, ahora le toca!

Bénédicte Ombredanne se colocó en posición.

Lo más lejos posible en la punta de ambos dedos. Más allá, todavía más allá, ahí. Ahora, traiga los dedos hasta aquí, indicó sobrevolándole con la uña la comisura de los labios, tan cerca que se sintió turbada. Cuidado con el pie, tiene que mantenerlo en línea recta hacia la diana. Por cierto, lleva unos botines muy bonitos, me gustan mucho. Gracias, replicó Bénédicte Ombredanne mientras intentaba tensar la cuerda, pero deje ya de hacerme cumplidos porque si no, me voy a poner a temblar y no voy a conseguirlo. ¿Hasta la boca, ha dicho? Eso es, vamos allá, un poco más, tire de la cuerda un poco más, los dos ojos bien abiertos. Qué dura está, qué resistencia, nunca lo hubiera creído, reconoció con voz débil Bénédicte Ombredanne. Ahí, los dedos, están un poco lejos de la flecha, tiene que acercarlos, así, eso es. Sin tocar el culatín amarillo de la flecha; si no, se torcerá. Ah, sí, una cosa más, contenga la respiración antes de soltar la flecha.

Bénédicte Ombredanne soltó la cuerda al tiempo que cerraba los ojos. La flecha cayó blandamente en la hierba.

¡Lo ve, se lo dije, ha tocado el culatín con los dedos! Bénédicte Ombredanne se defendió riendo: ¡lo que pasa es que soy una negada! Vuelta a empezar, aquí está la flecha: venga, estoy convencido de que se le da muy bien, tiene que aplicarse un poco más, vamos allá. Bénédicte Ombredanne colocó la flecha en la cuerda, recuperó la posición y empezó a traccionarla hacia el esbozo de sonrisa embelesada que lucía. Fue entonces cuando Christian le tocó los dedos para colocárselos y que la dichosa cuerda se tensase de verdad cuanto debía: a pesar del guante que llevaba puesto, aquel contacto la hizo estremecerse en lo más hondo de su ser. Atrás del todo, más, más, más, más atrás, así, perfecto, le decía él. El pie, más hacia la diana: Christian dio dos o tres golpecitos secos contra el botín de Bénédicte Ombredanne para rectificar la orientación… y fue realmente como si otras tantas sacudidas sísmicas le recorrieran el cuerpo. Apunte bien con los ojos abiertos, antes los cerró usted: Bénédicte, le recuerdo que con el arco y las flechas no suena ninguna detonación, así que no hace ninguna falta guiñar los ojos al disparar. Deje de hacerme reír, Christian, sea bueno, o voy a acabar matando a algún animal inocente, si no le doy al panel. Venga, dijo él. Espero que los vecinos más cercanos no tengan ninguna vaca, añadió ella. Bénédicte Ombredanne se concentró unos segundos, traccionó la cuerda un poco más aún hacia su esbozo de sonrisa y la soltó: la flecha volvió a caer en la hierba, al pie del panel, como una hoja de lechuga que se cae de la ensaladera.

Bénédicte, está usando la cuarta parte de la potencia. Intente abrir más ese arco. Ya lo sé, ya lo sé, contestó ella, confusa. ¡Lo sabe, lo sabe, pero aun así ha disparado, aun así ha disparado! Venga, una vez más. Voy a intentarlo, se lo prometo, contestó ella, divertida por lo en serio que se tomaba Christian su aprendizaje. Con el músculo dolorido y la cuerda mordiéndole la yema de los dedos, volvió a arrimársela trabajosamente a la sonrisa, antes de soltarla: la flecha se plantó en la mancha de humedad, abajo a la derecha.

¡Bravo! ¡Bien! ¡Mucho mejor!

¿Lo ha visto? ¡He hecho lo mismo que usted, he apuntado a la mancha de humedad! ¡Con la diferencia de que yo sí que la he tocado! ¡No se confíe, muy pronto estaré a su nivel, es cuestión de práctica!

Christian corrió a buscar la flecha y la trajo de vuelta.

Bueno, volvamos a empezar. ¡Anda, una urraca! ¿Dónde? Ahí, delante de usted, cerca de ese macizo. ¿El macizo? Sí, el de los helechos. Bénédicte, ahí, delante de los helechos. Ah, sí, ya la veo, ¡qué bonita! Es una urraca, volvió a decirle Christian.

Se quedaron unos segundos observando a la urraca, que giró hacia ellos su cabecita curiosa de movimientos convulsos y echó a volar.

Bueno, sigamos. Se trata de disparar en la diana, no en el exterior de los círculos. Bénédicte, si quiere convencerme de que tiene algún talento, hágame el favor de apuntar al rojo. Aquí tiene la flecha. Bénédicte Ombredanne le cogió la flecha de las manos, volvió a colocarla en la cuerda y se puso de nuevo en posición. Imagínese que quiere matar un animal. ¡Tiene que buscar algo que la motive, Bénédicte! ¡Póngase en situación, imagínese que quiere cazar un jabalí! Está ahí como si nada, levitando, sin saber contra qué va a disparar: nunca conseguirá un buen tiro en esas condiciones. ¡Yo qué sé, haga como si sus hijos no hubiesen comido nada en cinco días! ¡Y tiene que llevarles a casa un buen pedazo de carne!

Bénédicte Ombredanne ancló la cuerda a la altura de los labios, pensó en sus hijos hambrientos y levantó los dedos: flecha en la diana.

No está nada mal, vamos mejorando, vuelta a empezar. Imagínese algo que sea aún más vital para usted. Bénédicte Ombredanne se estremeció con la sonrisa que le dedicó Christian mientras ella le cogía la flecha de las manos, se puso de nuevo en posición, se miró un instante, con la mente en blanco, la punta de los botines, la hierba esmeralda en torno al cuero marrón, las briznas, las briznas de hierba, los centenares de briznas de hierba idénticas, cortadas a ras de tierra. Aunque la misma pregunta llevaba aguijoneándole la mente unas cien veces por minuto por cada centímetro cuadrado de tejido encefálico desde hacía ya dos horas, seguía sin saber lo que iba a hacer: tomar la decisión de acostarse con ese hombre o bien salir huyendo de su casa en cuanto disparase la última flecha, antes de que fuera demasiado tarde. Hasta el momento en que lo vio aparecer delante de la casa, había estado convencida de que para recuperar la claridad mental le bastaría con paladear, como si fuera la abertura de un frasco de perfume, tan solo con la nariz y entregada a sus ensoñaciones, los efluvios del atractivo sexual… y hete aquí que tenía que hacerle frente a una prueba inesperada: deseaba a aquel hombre al margen de cualquier otra consideración, solo por ser él, por gula, como un pastel al que no quería resistirse. Bénédicte Ombredanne se concentró, notaba a Christian a su espalda, esperando pacientemente: acordó consigo misma que si esa flecha no se clavaba en el rojo, recogería sus cosas y volvería a casa inmediatamente. Aquel viaje era en realidad una completa locura, una locura peligrosa además, porque ese hombre le gustaba, estaría corriendo un riesgo enorme si se quedaba una hora más, lo sabía con absoluta certeza. Además, ¿cómo era posible que la primera vez que se conectaba se topase, por casualidad, única y exclusivamente por casualidad, con un hombre tan acorde con sus gustos? ¿No sería que el destino tenía algo que ver? ¿Acaso su vida no estaba dando un vuelco, obedeciendo desde el principio a unas fuerzas que no podía controlar? Rojo, te quedas; si no, te vas. ¿Estamos de acuerdo? Así no tendrás que hacerte ninguna pregunta, la flecha decidirá por ti. ¿Lo hacemos? ¿Me lo prometes? Te lo prometo, se contestó mentalmente Bénédicte Ombredanne. Te prometo que voy a clavar esa flecha en el rojo y que me voy a quedar. Respiró hondo mientras miraba la diana, levantó el arco, tensó la cuerda hasta la cara desprovista de sonrisas, no dejaba de perforar con la mirada un punto concreto rodeado de rojo, hizo un último esfuerzo para ponerse el culatín amarillo delante de los labios, contuvo la respiración con la esperanza de un beso bañado en rojo y los dos dedos soltaron la cuerda. En ese preciso instante, la asaltó el presentimiento de que había fallado el tiro.

La flecha apenas había salido disparada hacia la diana cuando las exclamaciones de entusiasmo resonaron a su espalda.

¡Bénédicte! ¡Qué maravilla! ¡De lleno en el blanco! ¡Menuda proeza! ¡Así se hace! ¡En pleno corazón! ¡Y es la cuarta flecha que dispara! No es posible, ¿cómo lo ha hecho?

La flecha de Bénédicte Ombredanne, errada, se había clavado a unos veinte centímetros del lugar al que apuntaba, pero en pleno corazón de la diana, magnífica, profunda y perfectamente perpendicular.

Incluso a ella la conmocionó haber logrado ese resultado sobrenatural, como si de repente su presencia en el mundo quedase zanjada, por más ampollas que fuera a traerle luego aquella proeza. La invadió la sensación de hundirse por completo en el vacío, como en las aguas en que naufraga una nave que, por una avería, se va a pique.

De pura alegría, Christian abrazó a Bénédicte Ombredanne; estaba exultante, era la primera vez que veía a una principiante dar en el blanco en tan pocos intentos, ¡menuda aprendiz está usted hecha, Bénédicte, menuda aprendiz excepcional está usted hecha, no me lo puedo creer! La estrechaba muy fuerte contra sí, acompañando el abrazo de un movimiento de rotación más y más rítmico, el que avisa no es traidor; ya estaba avisado de que acabaría consiguiéndolo, le asestó Bénédicte Ombredanne riéndose, ¡ahora no se haga el sorprendido! Aun así, le contestó Christian apretándola contra el torso, ¡no pensaba que progresaría tan rápido! Para serle franca, lo interrumpió Bénédicte Ombredanne, soltándose, no estaba apuntando exactamente a esa zona, fui menos ambiciosa, tuve suerte con este disparo, hay que reconocerlo… o más bien mala suerte. ¿Mala suerte? Me había prometido a mí misma darle al rojo, le contestó Bénédicte Ombredanne. Ahora se hablaban mirándose a los ojos, en un abrazo como un nudo que se había aflojado ligeramente. En el tiro con arco no hay casualidades, Bénédicte, ni mala suerte, ni promesas que valgan. Ha dado en el blanco y punto. ¿Cómo sabe que su inconsciente no estaba apuntando al centro de la diana, como todo el mundo, aunque, en apariencia, creyese que quería darle al rojo? En el fondo, no estaba apuntando al rojo, estoy convencido, sino a lo absoluto, a la belleza definitiva. Eso significa que está bien que nos hayamos conocido, que ha sido un encuentro providencial que obedece a una profunda necesidad, lo quiera usted o no. Esta flecha indica que entre nosotros está sucediendo algo milagroso y lo sabe tan bien como yo.

Subyugada por esas palabras, Bénédicte Ombredanne le sonrió.

Creo que tiene razón, Christian, le dijo. Ya sé que tengo razón, le contestó él sonriendo también.

La besó.

Se besaron largo rato.

El hecho de que sus bocas se entendieran tan bien instintivamente, de forma tan obvia, no dejó de asombrar a Bénédicte Ombredanne, a la que hacía muchos años que ningún hombre había vuelto a besar (su marido nunca utilizaba los labios para deleitar los suyos, a excepción de los muacs que intercambiaban a diario, por la mañana y por la noche, como parte de la rutina, como una tarjeta magnética que se pasa por delante de un lector para entrar y salir de un edificio). Hasta ella llegaba el canto de un pájaro y un poco de viento le acariciaba la cara. Fue un beso voraz, tierno, lascivo, solemne, melancólico y ambicioso… igual que un pensamiento dinámico, un pensamiento que se ejecuta con brillantez hasta concluir brillantemente.

Fue Bénédicte Ombredanne quien, tras escuchar todo lo que aquel beso podía enseñarle, acabó interrumpiéndolo para dedicarle a Christian una mirada muy dulce: el plano fijo de una sonrisa luminosa, contemplativa, que su rostro le imponía a sus labios sin que ella pudiera controlarlo, en la euforia de la felicidad que sentía. Ya no controlaba nada: ni sus pensamientos, ni sus expresiones, ni su imaginación en plena fuga… ni siquiera las reacciones de ámbito general de todo su cuerpo, secreciones, mareos, agujetas, palpitaciones, explosiones a cámara lenta en las fibras de los músculos.

—¿Quiere que entremos en casa, o que vayamos al bosque?

—No lo sé. ¿Qué hora es?

—Las tres y diez —le contestó Christian mirando el reloj.

—Entonces al bosque.

En cierto momento del paseo, entre los troncos apareció un corzo que los estuvo contemplando unos instantes antes de alejarse brincando desordenadamente, sin seguir ningún eje, como si saltara en las casillas de una rayuela larga y sinuosa. Christian y Bénédicte Ombredanne iban cogidos de la cintura, charlaban y se detenían a menudo para besarse. A veces se cogían de la mano, pero Bénédicte Ombredanne no conseguía aceptar ese gesto íntimo, como si sus dedos, al dejar que los tocaran, le concediesen a Christian unas esperanzas que no estaba en condiciones de darle. Cuando notaba en su mano la mano de aquel otro hombre, se ponía a pensar en la mujer que era en realidad, casada y madre de dos hijos, y esa mujer, en su fuero interno, se ofendía, con una descarga eléctrica, ante ese gesto herético, por su connotación matrimonial, mientras que los besos, incluidos los más extremos, lograban que se olvidara de ella por completo (qué realidades tan curiosas descubre una cuando empieza a salirse de las sendas más trilladas). No le gusta que la cojan de la mano, Bénédicte, lo noto, ¿por qué? Prefiero que nos cojamos de la cintura, si no tiene inconveniente, le contestó. Así fue como la condujo bajo su árbol favorito: un roble de dimensiones monumentales, en cuyo pie brotaban infinidad de flores azules. Christian iba a menudo allí para meditar, se estaba planteando incluso colocar un banco, un banco en el que, en verano, romántico, podría leer buenos libros y escribir poesía, a la sombra de las frondas seculares, añadió en tono burlón.

Playmobil677 confirmaba su capacidad para reírse de sí mismo, como si se condenase a pagar una tasa adicional y prohibitiva cada vez que se oía decir algo demasiado serio. ¡Le enviaré mis poemas, Bénédicte, se los dedicaré a usted!

Se besaron. Ella le acariciaba la nuca. Le gustaba cómo olía. El sabor de su saliva. A veces abría los ojos hacia un retazo de cielo. Oían cómo crujían las ramitas bajo el peso de su abrazo. Su lengua de macho era un animal osado. Christian aventuró las manos por debajo del vestido de Bénédicte Ombredanne pero ella se zafó.

—Discúlpeme —le dijo—. Había creído…

—No importa. Es culpa mía. Lo siento.

—No, qué va, si lo entiendo.

Bénédicte Ombredanne, con la cabeza gacha, miraba fijamente el pecho de Christian, que acariciaba con la mano derecha, pensativamente. La izquierda, con el puño apenas cerrado, descansaba sobre su esternón, que golpeaba con suavidad de tanto en tanto, como si fuera la puerta de una posada.

—No voy a poder hacerlo. Lo siento mucho.

—No importa.

—Sí, claro que importa. Usted quería una aventura, debe de estar decepcionado. Soy una tonta, debería haberme dado cuenta, así no le habría hecho perder el tiempo.

—¿Tiene miedo?

Alzó la cabeza hacia el rostro de Christian y le sonrió, avergonzada, con la esperanza de que la perdonara por esa respuesta.

—Estoy aterrada.

—Pues no lo esté.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Nada nos obliga a llegar más allá. Si quiere que nos limitemos a besarnos en el bosque, pues ya está, así de fácil, nos daremos besos en el bosque y nada más. ¡Sois dueña de mi conducta, como decían en las novelas del XVIII!

—Vaya, ¿no me diga que le gustan las novelas del XVIII?

Las amistades peligrosas. La vida de Marianne. La noche y el momento. Manon Lescaut. Ningún mañana. El sofá. ¿Cuál más?

Bénédicte Ombredanne lo observó, incrédula y maravillada.

—Las cosas modernas no me dicen nada. Para que algo me emocione, tiene que ser antiguo, con referencias de otro siglo, a ser posible remoto. Me pasa igual con las personas: prefiero a las que parece que se han escapado de otra época, es la gente con la que me relaciono. Por cierto, esa sortija ¿de dónde sale? Es magnífica. Es una pieza excepcional, imagino que ya lo sabe.

—De mi abuela, que a su vez la heredó de la suya, no sé por qué estaba en la familia.

—Si esa sortija perteneció a una antepasada suya —enlazó Christian con tono malicioso—, tiene motivos para creer que no es usted la primera de su linaje…

—Sí, ya lo sé —interrumpió Bénédicte Ombredanne—. El único problema es que no sé si mi tatarabuela le compró esta sortija a un anticuario o si ella también la había heredado de su abuela y así hasta la época de Marivaux y hasta la culpable. A mí también me encanta La vida de Marianne. También tengo mayor sensibilidad para lo que pasó hace siglos. Lo que más me gusta de mí es lo que me une al pasado. De haber podido, me habría gustado que nos conociésemos en 1883.

—¿En 1883?

—Es el año en que Villiers de l’Isle-Adam publicó el libro al que dediqué la tesis de licenciatura. Pero es que en ese año también pasaron muchas otras cosas que me gustan. ¿Ha leído algo de Villiers de l’Isle-Adam?

—No me suena de nada.

—No es muy conocido. Pertenecía al movimiento simbolista, era íntimo de Mallarmé y alternaba con Huysmans. Antes de escribir sus relatos, probaba el impacto que causaban declamándolos en los cafés, en público, y deslumbraba por su carisma, su ironía y la fuerza visionaria de su prosa. Era un soñador, era un idealista. Le otorgaba la máxima importancia a las experiencias sensitivas porque son las que pueden revelarnos las verdades del mundo. Estaba convencido de que el más allá está inscrito en nuestra realidad y que podemos llegar a él merced a las vivencias cotidianas por poco que lo deseemos, que sepamos ver lo que pasa a nuestro alrededor y seamos plenamente receptivos. Nuestro mundo está habitado, posee un sentido del trasfondo que se puede descubrir mediante el fulgor de las sensaciones, intermitentemente, del mismo modo que la luz de un flash puede iluminar un paisaje nocturno. Todas las narraciones reflejan la búsqueda de lo Absoluto, de ese deseo inagotable de alcanzar el Ideal, la «otra orilla», la Belleza suprema que revela un orden superior de la realidad, allende nuestra lamentable realidad atrapada en una época.

—¿Qué escribió?

—He conocido a cierto número de hombres que solo vivían en las cimas del pensamiento, no he conocido a ninguno que me haya causado una impresión tan clara e irrevocable de ser un genio. Es lo que decía de él Maeterlinck.

—Resulta muy tentador.

—Estoy segura de que le gustarían sus libros. Por ejemplo, los Cuentos crueles. No lo digo con segundas —añadió sonriendo.

—¿Es la primera vez?

—Se los regalaré.

—¿Es la primera vez?

—¿A qué se refiere?

—Que engaña a su marido.

—No me acaba de gustar esa palabra, la palabra engañar. Me parece espantosa.

—Bueno, pues ¿es la primera vez que va a casa de otro hombre, sin saber muy bien para qué pero, a pesar de todo, con la intención de, si se diera el caso, si las circunstancias fueran favorables…?

—Es la primera vez —lo interrumpió Bénédicte Ombredanne.

—¿Qué pasó? ¿A qué viene, de repente, querer hacerlo?

—No tengo muchas ganas de hablar de eso.

—Como prefiera, discúlpeme.

—Necesitaba demostrarme a mí misma que podía escapar a su influencia, tomar iniciativas que solo me afectan a mí, en secreto, como una mujer libre. No he capitulado. Sigo estando viva. Soy la única que dirige mi vida, a pesar de las apariencias. Sé muy bien dónde ir a buscar la belleza, nada ni nadie podrá impedirme ejercer ese derecho, empezando por mi marido, o el liceo, o el decoro. Si me apetece hacer algo, lo hago. Eso es todo, ¿está satisfecho?

—¿No la trata bien?

—¿Por qué me pregunta eso?

—No lo sé, es una corazonada.

—Digamos que no es de trato fácil.

—¿Le pega?

—No.

—¿Está segura?

—No en sentido estricto.

—Qué respuesta más rara.

—Christian, por favor, vamos a dejar el tema, ¿vale? ¿De verdad quiere que hablemos de eso?

—Me preocupo por usted. Si está usted aquí, en cierto modo es por eso, ¿no?

Bénédicte Ombredanne le sonrió. Con la sonrisa le decía: buena jugada.

—A veces me da un empujón y entonces, hay veces en que me caigo, porque soy muy menuda, y me hago daño. Lo que tengo que hacer es mantenerme más firme, como cuando voy en el autobús. No me pega. Menos cuando se le escapa un gesto algo brusco hacia mí, porque no puede evitarlo, pero no son golpes, no, no son golpes, no en sentido estricto.

—¿Cómo? ¿Que no puede evitarlo?

—Christian, por favor, no es una buena idea hablar de esto, se lo aseguro.

—Si he entendido bien lo que me ha dicho, al parecer algunos hombres pegan a las mujeres porque les gusta, por costumbre, con conocimiento de causa, y otros les pegan sin pegarles de verdad, a su pesar, sin querer hacerlo, casi por despiste, porque se les escapa alguna que otra bofetada, o un empujón, y a esos hombres hay que perdonarlos de antemano, habría que disculparlos porque, al parecer, son ¿qué sé yo, débiles? ¿Esclavos de sus impulsos? ¿Dignos de compasión? ¿Según su propia confesión? En cuyo caso ¿habría que quitarle hierro a su comportamiento? No estoy de acuerdo.

—No puede usted ponerse en mi lugar. Es muy fácil ponerse a juzgar desde tanta distancia.

—No la estoy juzgando, Bénédicte. Ni tampoco a su marido, por cierto. Pero puede que hablar del tema, solo eso, hablarlo, entre los dos, aquí y ahora, no sé…

—No le falta razón. Que seamos dos, por una vez, para analizar mi situación y comentarla, en lugar de estar yo sola, en efecto, sienta bien, me consuela un poco; no lo había pensado, tiene toda la razón, gracias.

—¿Por qué no deja a su marido?

—Se negaría. Categóricamente, vamos. Y tengo que pensar también en los niños. Lo haré cuando sean mayores. Quizá. Si las cosas no se arreglan. De momento, ni me lo planteo.

—Eso es lo que usted cree.

—Es como si estuviera presa. Y lo que me queda… Mi hijo cumplirá cinco años en octubre, trece años de condena.

—Esa no es forma de razonar, es absurdo.

—Nada indica que las cosas no vayan a arreglarse. Este amor es agotador, me supone una dura prueba, pero creo que es un amor de verdad, una historia auténtica.

—Si usted lo dice… Pero puede que esa forma de enfocar el asunto resulte una trampa.

—Le repito que no se puede poner en mi lugar.

—¿Y qué es lo que tenía pensado, buscarse un amante? Desquitarse por ese sacrificio a medias…

Christian dejó la frase en el aire. Bénédicte Ombredanne estuvo mucho rato observándolo, intentando encontrar en su rostro, en las promesas que podía ofrecerle ese rostro, la respuesta, en principio algo arriesgada, a esa pregunta no menos arriesgada y que él acababa de formularle, astutamente, con un brillo en la mirada, tanteando el terreno.

—No lo sé. No creo. Y eso que con usted, la idea de tenerlo de amante titular…

—¡Cuando usted quiera, Bénédicte! ¡Si quiere que sea su amante titular, no tiene más que decirlo, es cosa hecha!

A Bénédicte Ombredanne le llegó al alma aquel arrebato de sinceridad.

¡Qué bien le sentaban, sí, qué bien, su amabilidad, su generosidad, esa sencillez bella y grandiosa, en aquel mundo donde todo se calibra, donde se sopesan las palabras, donde las relaciones humanas están sometidas a las constantes rectificaciones de los mandatarios de la desconfianza y del miedo, de la envidia, de la acritud y de los celos! ¡Cómo desentonaría ese hombre anacrónico en la sala de profesores del liceo, epicentro de la mediocridad contemporánea! Pero ¿cómo puede una sentirse tan a gusto y tener una sensibilidad tan afín con alguien que acaba de conocer?

—Vivimos un poco lejos para que sea mi amante titular. Enseguida se nos complicaría la vida a los dos.

—¿Cómo que un poco lejos? No lo entiendo.

—Vivo en Metz.

—¿Ah sí? ¿En Metz? Pero si me había dicho… ¿Cómo es posible?

—¿Cómo es posible qué? ¿Que no haya querido citarme con un hombre en Metz sino en Estrasburgo, lejos de mi casa?

La miró unos instantes.

—Puedo ser yo quien vaya, la próxima vez, si le parece bien.

Bénédicte Ombredanne se limitó a sonreír antes de agachar la cabeza.

—¿Siempre es usted tan risueña?

—¿Cómo? ¿Yo? ¿Risueña? ¿Usted cree?

—Pocas veces he visto a una mujer sonreír tanto; parece que está usted fuera de la gravedad, tiene una sonrisa luminosa que nunca se le va de los labios. Incluso cuando hablamos de cosas serias, su sonrisa nunca está lejos: basta con que nos miremos para que reaparezca. Su rostro es como el tiempo que hace hoy: cálido y soleado.

Bénédicte Ombredanne transformó la sonrisa en carcajada, como para darle la razón, aunque en realidad lo hacía por turbación y pudor.

—¡Si usted supiera! No, no soy una mujer especialmente risueña.

Notó que se ruborizaba.

—Cualquiera lo diría.

—Es que hoy soy feliz, indescriptiblemente, si quiere saberlo todo. Nuestra cita, en una vida tan ordenada como la mía, ha sido como una revolución: estas sonrisas son algaradas de una multitud jubilosa, no puedo impedir que estallen, son como clamores, me encanta esa sensación. Estas sonrisas no me pertenecen, la magia del momento tampoco me pertenece, lo sé, lo noto. Este día milagroso no se repetirá nunca, seguramente es el último día feliz de toda mi vida. Estoy ardiendo entera; al tiempo que transcurre este día ideal, me consumo de felicidad del todo, desde dentro, ¿comprende? Estoy quemándome de felicidad, desde dentro, del todo. Cuando me vaya de aquí, solo quedará de mí un montoncito de cenizas.

—¡Pero qué me está contando, Bénédicte! ¿Cómo puede decir que es el último día feliz de toda su vida? ¡Pero bueno!

—Porque lo sé.

—¡Deje de decir tonterías! ¡Habrá más días felices! ¡Ya lo creo que sí!

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y cinco.

—Vamos a su casa, al final se me va a hacer tarde.

Se acostaron juntos dos veces.

El dormitorio de Christian, espacioso, estaba decorado con el mismo refinamiento que el salón.

Bénédicte Ombredanne se dejó desnudar sin miedo a parecerle poco agraciada, quizá porque estaba ocupada desnudándolo a él al mismo tiempo, con ansia, dejándose llevar por la intensidad del deseo, impaciente por descubrir su cuerpo.

Esas pocas horas los vieron reír, gemir, comer, jadear, susurrarse palabras definitivas, eminentemente sinceras, cuyo recuerdo obsesionó a Bénédicte Ombredanne durante meses, como una herida fatal en el alma.

La hizo gozar con la lengua, sin escatimarle el tiempo ni el espacio, para que recuperase la confianza en sí misma, lentamente, con absoluta quietud, sin obligaciones de ningún tipo.

El retrato de un eclesiástico —un óleo de grandes dimensiones, denso y oscuro, pintado en el siglo XVII— presidía una cómoda que ocupaban un desnudo de bronce, varios frascos de perfume y un reloj de sobremesa cuyas manecillas le recordaban a las flechas que había disparado, ambas rematadas con un afilado acento circunflejo.

Recorrió con la lengua los dientes blancos de Christian, uno a uno, mirándolo a los ojos con vivos destellos de alegría, lo que le hizo sonreír.

¿Tan tarde es ya?

Todavía no, no te preocupes, ya no funciona, le contestó Christian derribándola de nuevo sobre las sábanas.

El eclesiástico estaba arrugado, tenía una piel cérea, se enfrentaba al mundo con unos ojillos intimidatorios, como si desde lo alto de un pedestal de desaprobación considerase a los humanos con los que se cruzaba su mirada rectilínea, inmensamente pensativa y reticente, sin indulgencia alguna.

Christian lamentó haberse derramado contra su vientre, en abundancia, cuatro o cinco salvas que chocaron contra la piel marmórea, al concluir el primer coito. Se disculpó humildemente, no se había atrevido a eyacular en su interior porque no sabía si usaba algún anticonceptivo. Podías hacerlo, Christian, le dijo. La próxima vez, me gustaría que gozases dentro de mí.

En el eje de la cama, un espejo inclinado, sujeto a la pared con un cordón antiguo, le permitía a Bénédicte Ombredanne ver sus cuerpos a cierta distancia, en un plano amplio. Le gustaba el cordón, les otorgaba perspectiva a las visiones que captaba el espejo, la perspectiva del pasado.

Se atrevió, al iniciar su segundo encuentro, a meterse el sexo de Christian en la boca, cosa que nunca había hecho con su marido porque este le había dicho, poco después de conocerse, que era algo que no le gustaba demasiado, prefería la mano, con diferencia.

De vez en cuando la mirada de Bénédicte Ombredanne se cruzaba con la del prelado, y entonces se daba cuenta de lo feliz que se sentía. La inmensa belleza de aquel momento de intimidad, a la par que delictivo, bien merecía que interviniera un cardenal.

El sexo de su marido, puntiagudo, tenía el aspecto de un animal taimado de los que se cuelan por todas partes, una garduña o un ratón, una rata, un zorro. Por el contrario, la circuncisión y el grueso glande del sexo de su amante le otorgaban un aspecto franco, conmovedor y simpático: le recordaba a un monje con una casulla amorfa y el cabezón tonsurado.

Oía, procedente de los árboles que rodeaban la casa, el canto de los pájaros, como si espolvoreasen los sonidos incesantemente alrededor de la cama y de sus cuerpos entrelazados.

El olor de algún plato delicioso subía hasta el dormitorio, discreto e irrefutable, y cuyo origen era un misterio para Bénédicte Ombredanne, pues no había visto a su amante en los fogones.

Después de disculparse por haberle ensuciado el vientre, Christian fue al cuarto de baño contiguo al dormitorio a buscar un guante de baño humedecido en agua templada y una toalla de color violeta de Parma, perfumada, que le pasó suavemente sobre la piel, limpiándola con delicadeza.

Al tocarlo con la lengua, sorprendida, el glande carnoso resultó ser divinamente excitante, notaba cómo le llenaba la boca como si fuera un trozo de comida demasiado grande. Christian soltaba unos resoplidos espectaculares, roncos, que parecía no poder controlar a medida que se amplificaban, proporcionalmente al placer que sentía.

El reloj marcaba las seis y diez desde que se había fijado en las dos manecillas en forma de flecha. A partir de aquella tarde, la más hermosa de toda su existencia, todos los días a las seis y diez de la tarde procuraría mirar las manecillas de su reloj de pulsera, dedicándole sus pensamientos a Christian, al severo eclesiástico y a sus cuerpos desnudos en la lejanía del espejo.

Cuando Christian le introdujo un dedo en el ano, se estremeció. Las pupilas del prelado no se inmutaron, constantes y resignadas.

Al notar que el semen de Christian estaba a punto de salir disparado contra sus encías, se sentó encima de él y le untó el sexo con los fluidos del suyo, cadenciosa y aplicadamente, besándolo en los labios mientras él le pellizcaba los pechos con una crueldad que multiplicó su placer. ¡Sí, así, eso es, qué rápido aprendes! Te quiero, te quiero, te quiero, le decía ella en voz baja, en voz muy baja, a través de los besos. Al cabo de un rato, Bénédicte Ombredanne tomó la iniciativa de adoptar su postura favorita y se colocaron frente a frente, apoyándose en las manos, sin dejar de mirarse a los ojos. Se sonreían, era bonito sonreírse así mientras hacían el amor cara a cara, pero de repente un resurgimiento simultáneo del placer borró de ambos rostros cualquier vestigio de plenitud, arrastrándolos a los dos, con los párpados cerrados, a su bosque vertiginoso.

Un cordón fechado en 1883: dos cuerpos antiguos, pegados uno al otro, atisbados en un reflejo de antaño.

Christian le dijo que debía de tener hambre, había llegado a la una de la tarde y no había comido nada desde entonces. Había un guiso de adobo haciéndose a fuego lento en la cocina de leña y se proponía servirle un delicioso almuerzo allí mismo, en el dormitorio, encima de la cama, acompañado de un excelente vino de Graves y un buen pan, ¿qué le parecía? Se levantó de un brinco y Bénédicte Ombredanne se cubrió con la sábana el cuerpo desnudo.

Hubo un momento en que Christian saltó sobre Bénédicte Ombredanne y la tumbó de espaldas, aplastándola contra el colchón, presa de un impulso de posesión total. Parecía rabioso, la iba a asesinar, Bénédicte Ombredanne chillaba, Christian, no, por favor, para… Le agarraba las nalgas para que fuera más deprisa, más lejos, más bruscamente, le daba miedo quedarse anonadada en el momento de culminar su gozo, ¡Christian, no, te lo ruego, para, voy a gozar, para, es demasiado, Christian, te quiero, me voy a morir! Laceró como una furia la espalda y los hombros de su amante, el gozo se desencadenó en su cuerpo mientras que un rayo caído del cielo fulminaba, a su vez, a Christian: lo sintió derramarse convulsivamente, encabritándose con cada salva que expulsaba, parecía como si reaccionase ante unos mordiscos profundos; en el cuerpo de Bénédicte Ombredanne, el placer seguía irradiándose hasta hacerla llorar, el vientre le quemaba de tanta violencia; Christian se estremeció unos segundos antes de dejarse caer encima de ella pesadamente, aniquilado, resoplando ruidosamente.

En rigurosa superposición y concomitancia, la progresión del placer mutuo había sido tan exacta y fulgurante como la trayectoria de la flecha, con la única diferencia de que había durado un cuarto de hora en lugar de una fracción de segundo… hasta el prodigio del impacto en la diana, en el centro de todos los círculos, explosión de gozo corporal.

Se abrazaron, recuperaron la calma, respiraban apaciblemente, con los ojos cerrados, acariciándose con dedos distraídos.

Me has matado, le dijo muy bajito al oído Bénédicte Ombredanne, me has matado, tesoro mío.

No se atrevía a preguntar qué hora era, no quería pensar en marcharse, intentaba protegerse de las recomendaciones de la razón, que, sin embargo, como a través de la reja de un tragaluz, indiscreta y aguafiestas, insistía en meterle prisa y recordarle que tenía que volver a casa.

Al cabo de unos minutos de silencio, Bénédicte Ombredanne volvió a hablar con voz ronca. Había gritado tanto que tenía las cuerdas vocales irritadas.

—Hay una sensación que noto desde hace mucho tiempo, es bastante curiosa, no sé si será muy habitual.

—Descríbemela y te diré si la conozco.

—Voy a intentarlo, pero no es fácil.

—Te escucho.

—Bueno, pues no sé por dónde empezar. Digamos que intento aprovechar todo lo posible el presente: el hecho de que el tiempo vuele a mi pesar me resulta insoportable. Lo ideal sería poder asignar un calificativo a cada día de mi existencia, conservar un rastro, acordarme de él. Por supuesto, es fácil darse cuenta de que la memoria no puede funcionar a una escala tan pequeña y, además, al transcurrir uno tras otro, los días se parecen demasiado entre sí, sería absurdo querer distinguir uno de otro.

—Coincido contigo.

—Entonces, por lo menos, intento que cada día deje en mi memoria un sabor específico, hay incluso ciertos años que se pueden subdividir en distintos períodos, en cuyo caso los archivo por ambientes, como una coleccionista de esencias únicas. Si me hablas de la primavera de 2002, es como si clavaras acordes en un armonio, recupero en el acto las sensaciones que la primavera de 2002 dejó en mi memoria. Esas sensaciones tienen carácter propio, como una melodía o un perfume. De este modo no tengo la sensación de que la vida se me escapa entre los dedos y de que se me escapa entre los dedos porque he sido pasiva o no le he dedicado a lo vivido toda la atención que requería. Porque ese es mi mayor miedo: que mi vida transcurra inútilmente como el agua de un grifo que alguien se ha olvidado de cerrar o que tiene una fuga, algo así, ¿entiendes?

—Lo entiendo.

—Al final te acaba pasando factura, una factura desproporcionada para lo que es tu consumo real o para lo que es tu consumo consciente, es decir, que los años pasan, el agua corre, los años pasan, el agua corre, y cuando te das cuenta de que han pasado esos años, compruebas que no has vivido nada, o muy poco, o no lo suficiente, y te lo reprochas: dices, joder, me tendría que haber fijado un poco más, la factura es de diez años pero he vivido tres cosas relevantes, lo demás, pues eso, viene de la fuga de agua, del grifo que se ha quedado abierto. Así que procuro, todos los días me acuerdo de hacerlo, estar atenta al tiempo que pasa (por eso me hace tanta gracia tu reloj de sobremesa), aunque mi existencia, y bien que lo siento, es bastante sosa, relativamente repetitiva… pero al menos no es por no haber esperado mucho de la realidad, no es por que haya sido negligente o haya dejado al tiempo solo consigo mismo mientras le daba la espalda, entretenida con alguna otra cosa. Sin embargo, fíjate que el tiempo, por mucha atención que le preste…, sigue pasando como si tal cosa. Así que si alguien me enseña una foto mía de cuando tenía veintiséis años, pienso, caramba, es de hace diez años, cómo pasa el tiempo, no lo he frenado lo suficiente, no lo he examinado lo suficiente, no lo he inmovilizado lo suficiente con el pensamiento, mantenido en el punto de mira con mis expectativas y mi enfoque, con mi deseo de vivir y con mis exigencias, es culpa mía que el tiempo haya pasado tan deprisa, he sido una negligente, he sido más indecisa de lo que creía, y pienso: pobres de mis amigos, de la persona que me enseña esta foto, es culpa mía que hayan envejecido tanto, si hubiese prestado más atención, no seríamos tan viejos hoy día, tendríamos todos veintiocho años como mucho y no treinta y seis. Sí, eso pienso: si por aquel entonces me hubiese concentrado más en el presente, hoy estaríamos todos menos alejados de él, incluso puede que estuviésemos aún allí, o no muy lejos. ¿Comprendes? Es como si yo asumiera la responsabilidad de que el tiempo pase. Como si cada individuo tuviese en la mente la capacidad de frenar el paso del tiempo y de frenarlo no solo en la impresión que pudiera producirle, sino de verdad, para todo el mundo.

—Entiendo lo que quieres decir, pero nunca he experimentado esa sensación. Tampoco creo que sea muy habitual. Es muy bonita, te convierte en una persona excepcional. A mí me pareces maravillosa. Me gustaría que fueses mi mujer.

—Qué bobo eres.

—Lo digo en serio.

—Ya estoy casada. Y aún me quedan trece años. ¡Podemos quedar dentro de trece años, si te parece!

—Esa manía tuya de que estás encarcelada es una ridiculez. Eres libre, las paredes de esa prisión no existen, puedes decidir que dejas a tu marido de un día para otro, si se te antoja.

—A lo mejor, si me quedo, es porque le quiero.

—¿Quieres una copa de vino?

—Solo un poco, si no, no podré conducir.

Christian se levantó y le sirvió una copa de Graves. Bénédicte Ombredanne estaba apoyada en las almohadas de pluma, con los pechos al aire y con la sábana subida hasta las caderas; Christian estaba sentado frente a ella, con las piernas cruzadas y un albornoz blanco.

—No me apetece volver a casa. No tengo ningún recuerdo de haber sido nunca tan feliz, o es de hace mucho tiempo, de otra vida.

Miró las manecillas del reloj y preguntó si, por casualidad, no habría llegado el momento en que fueran las seis y diez de verdad.

—¿A qué hora tienes que estar en casa?

—Debería haber llegado hace mucho. El jueves, solo tengo clase de ocho a diez. Ese día mis hijos están acostumbrados a que yo esté en casa cuando vuelven del colegio y a encontrarse la nevera llena. Hoy su madre estará ausente y la nevera, vacía. ¿Qué hora es?

—¿No tienes reloj?

—Está en el bolso. Me lo quité para ponerme tu oreja de elefante.

—Ah, sí, es verdad.

—¿Y bien?

—Son las seis y diez.

—¿En serio? ¡Qué desastre!

—Tampoco exageres.

—No sé cómo me las voy a apañar para salir de esta. Lo más raro es que ahora mismo, aquí, frente a ti, en esta cama, ese problema tan grave no me preocupa nada de nada; estoy anestesiada, como si fuera un sortilegio, incluso creo que, si me hiciera caso a mí misma, podría hacer una tontería de las gordas.

—¿Cuál?

—Vivir a tope la felicidad de esta situación, sin preguntarme nada, obedeciendo únicamente a mi bienestar, y volver tarde de verdad.

—¿No te importa que tus hijos estén preocupados por ti?

—Mis hijos… No hay nada tan egoísta como un niño, ¿verdad? ¿No estás de acuerdo? Vaya, pues qué suerte tienes. Los quiero con locura, no se trata de eso, pero si llegaran a preocuparse, y digo bien si llegaran, se les pasaría a los cinco segundos, en cuanto se enteraran de que todo está en orden y de que solo me he retrasado. Es más, percibiría en su alivio una pizca de decepción, estoy convencida.

Christian la miró sin comprender: se pasó la mano por la parte inferior de la cara, como si quisiera comprobar cuánto le había crecido la barba, a pesar de haberse afeitado por la mañana.

—Hijitos, no os lo vais a creer, resulta que al salir del supermercado ¿sabéis con quién me tropecé? No os lo podéis ni imaginar.

Christian sonrió y meneó el pie de Bénédicte Ombredanne a través de la sábana para felicitarla por la imitación.

—Mientras que ahora tendré que decirles que he pasado el día en el campo porque necesitaba pensar. Les diré que me quedé sin gasolina. Así se tranquilizarán, cierto, suponiendo que en algún momento estuvieran preocupados, pero sobre todo se llevarán una decepción o estarán molestos por los contratiempos que supone esa escapada tan rara, primero por la nevera vacía y también porque la cena no estará lista. Tendrán hambre, muchísima hambre, todos, el padre igual que los hijos, por supuesto, faltaría más. Que yo satisfaga mis deseos, mis necesidades, les importa un bledo, no sabes cuánto. Mi equilibrio o mi bienestar, lo mismo, indiferencia absoluta. En mi casa nunca me pregunta nadie si estoy bien o no, si soy feliz o no, si me falta algo o no, jamás de los jamases. Qué horror, ¿verdad? ¡Como ves, estoy en plena crisis! ¡Me rebelo! ¡Me he ido de casa para rebelarme!

Bénédicte Ombredanne se echó a reír.

—Pues entonces, llámales.

—¿Tú crees que es algo habitual que las madres de familia deserten de su casa de un día para otro sin dar ninguna explicación, hastiadas de que los suyos las traten con una profunda indiferencia, o es algo que no pasa nunca, impensable?

—No tengo ni idea. No he leído ningún estudio al respecto.

—¿Llamarles? Si no tengo móvil.

Christian la miró de hito en hito: Bénédicte Ombredanne le sonrió.

—Es por mi marido. Le asusta que aproveche para tener una vida social excéntrica, amigos, amantes. Pero con el fijo, como me exige estar localizable, no me queda más remedio que volver a casa después de clase: tiene mi horario, sabe a qué horas puede llamarme. Obviamente, si tengo que salir para hacer algún recado, pues salgo, me deja libertad de movimientos. No estoy prisionera, tampoco hay que exagerar. Pero me sigue el rastro, sabe en todo momento dónde estoy. Esta mañana sabía dónde me metía cuando decidí desaparecer de las pantallas de radar durante unas horas. Ahora tendré que asumir las consecuencias. Lo único que espero es que sean tolerables y que no se eternicen.

—¿Tolerables?

—No te preocupes. Serán tolerables.

—Bénédicte, ¿estás segura de que puedes volver a casa sin correr peligro?

—Sí, estoy segura, no te preocupes. Gritará, tendré que tranquilizarlo, pedirá explicaciones, querrá pruebas, tendré que cumplir mi penitencia, pasarán tres días y se acabó.

—No dejes de llamarme si surge algún problema. ¿Lo prometes?

—Pero qué atento eres. No estoy acostumbrada a tratar con gente tan amable. En casa, la encargada de prestar los servicios de protección soy yo, de consuelo, orientación, intendencia, logística, especialización, asesoramiento, cariño, mantenimiento y seguridad. ¿Qué más? Estoy sometida a un deber de abnegación constante e incondicional, con todos los miembros de la familia. A cambio, lo único que recibo es indiferencia. Al fin y al cabo, es lo normal, que mamá se ocupe de todo, ¿no? Así que, ¿por qué habría que darle las gracias o demostrarle que les gusta lo que hace? Vengo a ser como una camarera de restaurante: nos damos cuenta de que la camarera del restaurante es un ser humano cuando no hay mostaza en la mesa y tarda demasiado en traerla, es decir, cuando nos entran ganas de partirle la cara porque la comida se está enfriando y vamos a tener que comérnosla a palo seco. Salvo en las ocasiones en las que sus carencias de ser humano nos enfurecen, es transparente del todo, no la vemos, le damos órdenes acostumbrados a que las ejecute como si fuera una máquina o un ente abstracto.

—¿Y en tu casa es así?

Bénédicte Ombredanne miró a Christian sin contestar, antes de sonreírle.

—Una cosa puedo decirte, una cosa de la que estoy segura: el día que hemos pasado juntos justifica que tenga que asumir las consecuencias, tengan el alcance que tengan. Nunca me arrepentiré de haber tomado la decisión de venir a verte, ni de lo que he hecho contigo esta tarde. Lo sé. Lo tengo grabado aquí, aquí, aquí y desde aquí hasta allí, para siempre jamás, al margen de lo que sea de nosotros —le dijo a Christian señalándose con el índice, sucesivamente, la sien, los labios, el corazón, el vientre, el sexo y, por último, los dedos de los pies (en ese momento, divertida por aquella breve ceremonia improvisada, dejó que irrumpiera una amplia sonrisa), que su amante le tenía cogidos a través de la sábana.

—Habrá más días como este, que pasaremos juntos —le contestó Christian cogiéndole la mano.

Se besaron largo rato, antes de que Bénédicte Ombredanne se hundiera de nuevo en la blandura de las almohadas.

—No sé si tendré fuerza. Vine aquí pensando que solo sería una vez.

—Esas son cosas que se piensan, pero luego…

—Ya veremos —lo dijo con cierta sequedad—. Ni siquiera sé con lo que me voy a encontrar en casa dentro de un rato.

Christian la examinaba con expresión preocupada y las manos cruzadas en torno a la copa de Graves, como si rezara.

Bénédicte Ombredanne, por el contrario, sujetaba la suya por el pie, con la punta de los dedos. La copa vacía oscilaba en el aire como un borracho que no consigue avanzar, vertical y en equilibrio inestable.

—Cuando dentro de diez años alguien mencione delante de mí la primavera de 2006, ya no será como unos acordes tocados en un armonio, sino como el órgano mayor de Notre-Dame. ¡El 9 de marzo de 2006, entre la una y las siete de la tarde, la apoteosis de mi juventud!

Se levantó de la cama, se ducharon juntos enjabonándose mutuamente y se vistió delante del espejo grande.

Se besaron junto a la estatua de mujer, en el salón, ella con el abrigo acampanado ya puesto y él con el torso desnudo, vestido solo con el pantalón.

Bénédicte Ombredanne le pidió que la dejara salir sola, no le gustaban las despedidas, él le prometió que no la miraría desde la ventana.

Bénédicte Ombredanne cerró personalmente la puerta principal mientras él se alejaba en dirección a la cocina, que estaba en el otro extremo de la casa.

Al encaminarse por el sendero empedrado, Bénédicte Ombredanne no pudo contener las abundantes lágrimas, a las que siguieron hondos sollozos. Por mucho que se repetía que había pasado una tarde increíble, que podría volver siempre que su estado de ánimo necesitase consuelo urgentemente, la tristeza se imponía a los tesoros que había acopiado, sedosos e inolvidables.

Se fue de casa de Christian a las siete. Se paró en una estación de servicio, junto a la autopista, para llenar el depósito y llamar por teléfono. Descolgó su marido; Bénédicte Ombredanne se limitó a articular, como si estuviera muerta, que se había ido de excursión a los Vosgos, que se había quedado sin gasolina y que ya se lo contaría todo, que no se preocupasen y que estaría en Metz dentro de dos horas a más tardar. Colgó en cuanto él empezó a gritar, no le apetecía tener que justificarse por teléfono, lo único que pretendía era tranquilizar a su familia, nada más. A pesar de lo breve que había sido la conversación, tuvo la certeza de que el regreso sería terrible.

Ahora que había tranquilizado a los suyos, ya no tenía tanta prisa por volver. Condujo a velocidad moderada, por el carril derecho, demorándose detrás de unos tráileres inquietantes con matrícula alemana, a los que finalmente adelantaba, angustiada al verles las entrañas, manteniendo el intermitente, antes de volver a su carril.

Comprendió en ese trayecto que el mundo se dividía en dos categorías antinómicas. Para ella fue una revelación: un descubrimiento. No era cuestión de ricos y pobres, de dominadores y dominados, de tener el poder o no tenerlo. Eso son categorías secundarias, muy visibles, no esenciales, casi anecdóticas, cuya principal razón de ser es ocultar la auténtica partición de la realidad. No, el mundo se divide entre los que viven la urgencia y la belleza asfixiante de una pasión loca… y los que no viven la urgencia y la belleza asfixiante, aturdidora y obsesiva de una pasión loca. No se trata del amor, no del amor propiamente dicho, sino de ese sentimiento ardiente que se apodera de ti obligándote a ceder a su gobierno hasta acabar haciendo lo que sea, corriendo todos los riesgos, infringiendo todos tus principios… sobre todo si esa pasión es clandestina y peligrosa. Aquella noche se sentía orgullosa, con las manos en el volante, alada y palpitante, de haber conocido por fin ese sentimiento, de descubrir de repente la verdadera fractura que ordenaba el mundo, y de decirse que era afortunada por contarse entre aquellos que, invisibles a primera vista, conocen los arrebatos de una pasión. No habría cambiado las delicias de esa aristocrática pertenencia por ninguna garantía de seguridad.

Le gustaba hacer lo que estaba haciendo, conducir de noche, sobre todo por una autopista. Pero hubiese preferido hacerlo para alejarse, irse, soñar, en lugar de para mancillar y repudiar a la mujer luminosa que había sido durante las seis últimas horas, para clausurarla. Eso era lo que iba a tener que hacer, lo sabía, a menos que lo confesara todo al llegar.

¿Lo confesaría todo al llegar para poder volver a marcharse inmediatamente con Christian y tomar su sexo entre los labios y sentirlo adentrarse en ella?

Era la primera vez que conducía por el tramo sur de la autopista A4, entre Estrasburgo y Metz.

En el tramo norte, que sí recorría con frecuencia para ir a ver a sus padres a Champaña, se sucedían los indicadores que demostraban que la historia de aquella región no había sido más que una sucesión de heridas y peripecias traumáticas o decisivas: VERDÚN, EL OSARIO DE DOUAUMONT, LA VÍA SACRA, LA BATALLA DE VALMY, LOS TAXIS DEL MARNE, LA HUIDA DE VARENNES, GRAVELOTTE 1870, y así hasta que todo conductor, al hilo de los kilómetros y los letreros, acababa preguntándose si la existencia de cualquiera no sería igualmente una sucesión de traumas y de conflictos, de ataques, de injusticias, de expolios, de hostilidades sangrientas y destructoras, pero dentro de una continuidad paisajística impasible, una resistencia a los hechos y una forma de indiferencia hacia los recuerdos del dolor, incluidos, incluso, algunos días de cielos azules abiertos y alentadores, y pájaros alborotados. A pesar de tener que afrontar los acontecimientos más ingratos, seguimos avanzando, los árboles vuelven a crecer, el tiempo pasa, podemos renacer, hay despaciosas figuras de rumiantes en los lugares donde se amontonaban los cadáveres, los días transcurren y prosiguen su eterna cuenta atrás. Este trayecto nos enseña que nuestra vida es, en efecto, el cielo de los acontecimientos desagradables con los que nos tenemos que enfrentar, que no son sino su suelo, su tierra y sus guijarros: sus campos de batalla.

Por este motivo, a Bénédicte Ombredanne, aquella noche, le hubiese gustado vislumbrar, junto a la autopista A4, el indicador de alguna batalla sangrienta, salvaje y apocalíptica: habría encontrado en él un alivio como aquellos a los que recurría Playmobil677, cuando le tocaba vivir períodos difíciles, riéndose de sí mismo. De ese modo, el ver reflejado el peligro de su situación en el espanto de un indicador conmemorativo, la habría hecho sonreír y acordarse de él, sintiéndose menos sola, agradecida.

Ironías del destino, entre Estrasburgo y Metz no hay junto a la carretera ningún inventario de matanzas, ningún catálogo de cicatrices ni ninguna indicación histórica en forma de letrero, siendo así que aquella noche, de regreso a su casa, Bénédicte Ombredanne se sentía como un soldado camino del frente, arrastrado por el caudal de la Historia, incapaz de cambiar su destino y de protegerse. Lo único que podía esperar, como el soldado al que mandan a una carnicería, era que no sucediese lo peor y acabar sin demasiadas heridas. El frente estaba en el corazón de Metz, en el barrio de Sablon, en la calle de Saint-Pierre, donde por fin aparcó, algo temblorosa, sobre las ocho y cuarenta y cinco, apagando los faros del coche con la misma aprensión gélida con que lo hubiera hecho si, en adelante, su existencia fuera a quedar privada de toda visibilidad, como en un período de guerra.