Esa noche todo París relumbraba en el teatro de Les Italiens. Cantaban Norma. Era la velada de despedida de María Felicia Malibrán.
La sala entera con los últimos acentos de la plegaria de Bellini, Casta Diva, se había puesto en pie y llamaba a saludar a la cantante entre un tumulto de gloria. Llovían flores, pulseras y coronas. ¡Una sensación de inmortalidad arropaba a la artista augusta, casi moribunda, y que escapaba creyendo que cantaba!
En medio del patio de butacas, un muchacho muy joven en cuya fisionomía se traslucía un alma resuelta y arrogante demostraba, rompiéndose los guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que lo embargaba.
Nadie conocía, en el mundillo parisiense, a ese espectador. No parecía ser de provincias, sino forastero. Las prendas que llevaba, un tanto nuevas, pero de lustre discreto y corte irreprochable, habrían parecido casi singulares en el patio de butacas a no ser por los misteriosos toques de elegancia que destacaban en toda su persona. Quien lo mirara tendería a buscar en torno espacio abierto, cielo y soledad. Resultaba extraordinario: pero ¿no es París la ciudad de lo Extraordinario?
¿Quién era y de dónde venía?
Era un adolescente indómito, un huérfano señorial —uno de los últimos de este siglo—, un melancólico castellano del Norte que se había evadido tres días atrás de la oscuridad de una mansión de Cornualles.
Respondía al nombre de conde Félicien de la Vierge; era el dueño del castillo de Blanchelande, en Baja Bretaña. ¡Una sed ardiente de vivir, una curiosidad por nuestro maravilloso infierno se había adueñado de repente, allá lejos, de aquel cazador y lo había tornado febril…! Emprendió viaje y ahí estaba, sin más. Su presencia en París databa solo de por la mañana, de forma tal que sus grandes ojos eran aún espléndidos.
¡Era su primera velada de juventud! Tenía veinte años. Era su entrada en un mundo de pasión ardorosa, de olvido, de trivialidades, de oro y de placeres. Y por casualidad había llegado a tiempo de oír el adiós de la que se iba.
Le había bastado con unos pocos instantes para acostumbrarse al centelleo de la sala. Pero, con las primeras notas de la Malibrán, el alma le dio un respingo. El hábito del silencio de los bosques, del viento ronco de los escollos, del ruido del agua en las piedras de los torrentes y de la solemne caída del crepúsculo había encumbrado a aquel arrogante joven a la categoría de poeta y en el timbre de esa voz que oía le parecía que el alma de aquellas cosas le estaba rogando desde allá lejos que regresara.
En el momento en que, arrebatado de entusiasmo, aplaudía a la artista inspirada, se le quedaron las manos quietas en el aire; se inmovilizó.
En la delantera de un palco acababa de aparecer una joven muy hermosa. Miraba el escenario. Le sombreaban los trazos delicados y nobles del impreciso perfil en las rojas tinieblas del palco, como si fuese un camafeo florentino en su medallón… Empalidecida, con una gardenia en el pelo moreno y sola, apoyaba en la barandilla del palco la mano, cuya forma revelaba un linaje ilustre. En la abrochadura del cuerpo del vestido de moaré negro, velada de encajes, una piedra enfermiza, un ópalo admirable, a imagen de su alma seguramente, brillaba en un aro de oro. Con expresión solitaria e indiferente a cuanto hubiera en la sala, parecía olvidada de sí misma, sometida el encanto invencible de aquella música.
Quiso el azar, sin embargo, que desviase algo los ojos hacia el gentío; en ese instante, la mirada del joven y la suya se encontraron solo el tiempo necesario para brillar y apagarse, un segundo.
¿Se habían conocido alguna vez…? No. En la tierra, no. Pero que quienes puedan decir dónde empieza el Pasado decidan dónde se habían poseído ya, en verdad, esos dos seres, pues esa única mirada los había convencido, en esa precisa ocasión y para siempre, de que venían de antes de su cuna. El relámpago ilumina de golpe las olas y la espuma nocturna y, en el horizonte, las lejanas líneas de plata de las ondulaciones del mar: de esa misma forma, no fue gradual la impresión en el corazón de ese joven ante el influjo de aquella rápida mirada; ¡fue el íntimo y mágico desbordamiento de un mundo al apartarse un velo! Bajó los párpados como para retener los dos fulgores azules que se habían extraviado en ellos; luego, quiso resistirse a ese vértigo opresivo. Alzó la vista hacia la desconocida.
¡Ella, pensativa, seguía con la mirada puesta en la suya, como si hubiera entendido el pensamiento de ese amante indómito y como si le hubiese parecido natural! Félicien notó que se ponía pálido; le llegó la impresión, en esa ojeada, de dos brazos que se unían, lánguidos, en torno a su cuello. ¡Ya era un hecho! ¡El rostro de esa mujer acababa de reflejarse en su mente como en un espejo familiar, de encarnarse en ella, de reconocerse! ¡De quedarse clavado en ella para siempre por una magia de pensamientos casi divinos! Amaba, con el primer e inolvidable amor.
No obstante, la joven, abriendo el abanico cuyos encajes negros le rozaban los labios, parecía haber vuelto a encerrarse en su ausencia de atención. Ahora hubiérase dicho que se limitaba exclusivamente a escuchar las melodías de Norma.
Cuando iba a apuntar al palco con los prismáticos, Félicien cayó en la cuenta de que sería una impertinencia.
—¡Pero si la quiero! —se dijo.
Impaciente por que acabase el acto, se ensimismaba. ¿Cómo dirigirle la palabra? ¿Y enterarme de su nombre? No conocía a nadie. ¿Mirar mañana el registro del teatro de Les Italiens? ¡Y si fuera un palco casual, adquirido para esta velada! El tiempo apremiaba, la visión iba a desaparecer. Bien está, pues su coche iría siguiendo al de ella, eso es… Le parecía que no había más solución. ¡Luego, ya vería! Después se dijo, con una ingenuidad… sublime: «Si me quiere, se dará cuenta y me dejará alguna pista».
Cayó el telón. Félicien salió corriendo de la sala. Ya en el peristilo, se dedicó sencillamente a dar paseos por delante de las estatuas.
Se le acercó su ayuda de cámara y él le cuchicheó unas cuantas instrucciones; el ayuda de cámara se apartó a una esquina y se quedó allí, atento.
El amplio ruido de la ovación que recibía la cantante fue cesando poco a poco, igual que todos los ruidos triunfales de este mundo. La gente bajaba por la escalinata. Félicien, clavando la mirada en la parte de arriba, entre los dos jarrones de mármol, desde donde manaba el río deslumbrante de la muchedumbre, esperó.
Ni los rostros radiantes, ni los aderezos, ni las flores en la frente de las muchachas, ni las esclavinas de armiño, ni el oleaje resplandeciente que discurría ante él, bajo las luces, nada de eso vio.
Y toda esa asistencia no tardó en desvanecerse, poco a poco, sin que apareciera la joven.
¿La habría dejado escapar sin reconocerla…? ¡No! Era imposible. Un criado anciano, con peluca blanca y arropado en pieles, estaba aún en el vestíbulo. En los botones de la librea negra relucían las hojas de apio de una corona ducal.
De pronto, en lo alto de la escalera ¡apareció ella! ¡Sola! Esbelta, con un abrigo de terciopelo y una mantilla de encaje tapándole el cabello, apoyaba la mano enguantada en la barandilla de mármol. Divisó a Félicien, de pie, cerca de una estatua, pero no dio muestras de que le preocupara su presencia.
Bajó pausadamente. El criado se le acercó y ella le dijo unas cuantas palabras en voz baja. El lacayo se inclinó y se alejó sin demora. Pasado un instante, se oyó el ruido de un coche que se alejaba. Entonces salió ella. Bajó, siempre sola, las escaleras de la fachada del teatro. Félicien apenas si se tomó el tiempo de decirle deprisa estas palabras a su ayuda de cámara:
—Vuelva solo al hotel.
En un segundo estaba en la plaza del teatro de Les Italiens, a pocos pasos de la dama; la muchedumbre ya se había esfumado por las calles colindantes; el eco lejano de los coches se iba debilitando.
Hacía una noche de octubre seca y estrellada.
La desconocida andaba muy despacio y como si no tuviera costumbre de hacerlo. ¿Seguirla? Era menester, se decidió a ello. El viento de otoño le traía el perfume de ámbar, muy tenue, que emanaba de ella y el moroso y sonoro susurro del moaré por el asfalto.
En la calle de Monsigny, se estuvo orientando un momento y luego anduvo como indiferente, hasta la calle de Grammont, desierta e iluminada apenas.
De pronto, el joven se detuvo: le cruzó una idea por la mente. ¡A lo mejor era extranjera!
¡Podía pasar un coche y llevársela para siempre! ¡Mañana se toparía con las piedras de una ciudad, una y otra vez! ¡Sin volver a encontrársela!
¡Que lo separase de ella el azar de una calle, de un instante que puede durar toda la eternidad! ¡Qué porvenir! Ese pensamiento lo alteró tanto que olvidó cuanto se le debe al decoro.
Adelantó a la joven en la esquina de la oscura calle; entonces se dio media vuelta, se puso espantosamente pálido y, apoyándose en el poste de hierro colado del farol, la saludó; luego, con gran sencillez y en tanto que una especie de magnetismo encantador le brotaba de todo el ser, dijo:
—Señora, bien lo sabe; la he visto esta noche por primera vez. Como temo no volver a verla, tengo que decirle —desfallecía— que ¡la amo! —concluyó en voz baja—, y que, si sigue andando, me moriré sin volver a decirle estas palabras a nadie más.
Ella se detuvo, se alzó el velo y miró a Félicien fija y detenidamente. Tras un breve silencio, respondió con voz en cuya pureza se traslucían las más remotas intenciones de la mente:
—Caballero, el sentimiento que le confiere esa palidez y ese porte debe de ser, efectivamente, hondísimo para que halle en él la justificación de lo que está haciendo. No me siento, pues, ofendida en absoluto. Recóbrese y téngame por amiga suya.
A Félicien no lo extrañó esa respuesta: le pareció natural que lo ideal respondiera idealmente.
Se trataba de una de esas circunstancias en que ambos debían recordar, si es que eran dignos de ella, que eran de la raza de quienes establecen las conveniencias, no de la raza de quienes las soportan. Lo que el público de los humanos llama, por decir algo, conveniencias, no es sino una imitación mecánica, servil y casi simiesca de aquello que pusieron en práctica seres de naturaleza elevada en circunstancias generales.
En un arrebato de cariño ingenuo, él besó la mano que ella le tendía.
—¿Quiere darme la flor que ha llevado en el pelo toda la velada?
La desconocida se quitó en silencio, bajo los encajes, la pálida flor y dijo brindándosela a Félicien:
—Y ahora adiós, y para siempre.
—¡Adiós…! —balbució él—. ¿Así que no me ama? ¡Ah! ¿Está casada? —exclamó de repente.
—No.
—¡Libre! ¡Ah, cielos!
—¡Olvídeme, sin embargo! Es preciso, caballero.
—¡Pero si se ha convertido en un instante en los latidos de mi corazón! ¿Puedo acaso vivir sin usted? ¡El único aire que quiero respirar es el suyo! Eso que dice ya no lo comprendo: olvidarme…, ¿cómo podría?
—Una terrible desgracia me aflige. Confesársela sería darle una tristeza mortal, es inútil.
—¡Qué desgracia puede separar a los que se aman!
—¡Esta!
Al decir esa palabra, cerró los ojos.
La calle seguía adelante, completamente desierta. Una portalada que daba a un cercado pequeño, algo así como un jardín triste, se abría junto a ellos. Parecía brindarles su sombra.
Félicien, como un niño irresistible y que siente adoración, la condujo bajo esa bóveda de tinieblas, abrazándola por la cintura, que consentía al abrazo.
La embriagadora sensación de la seda turgente y tibia que ceñía esa cintura le infundía el deseo febril de estrechar a la joven en sus brazos, de llevársela, de perderse en un beso. Resistió. Pero el vértigo lo privaba de la facultad de hablar. No dio más que con estas palabras, balbucientes e inaudibles:
—¡Dios mío, pero cuánto la quiero!
Entonces aquella mujer inclinó la cabeza contra el pecho del hombre que la amaba y dijo, con voz amarga y desesperada:
—¡No lo oigo! ¡Me muero de vergüenza! ¡No lo oigo! ¡No oiría su nombre! ¡No oiría su postrer suspiro! ¡No oigo los latidos de su corazón que me golpean la frente y los párpados! ¿No ve este espantoso sufrimiento que me mata? Soy… ¡ay!, ¡soy SORDA!
—Sorda —exclamó Félicien, a quien fulminó un gélido estupor, estremeciéndose de pies a cabeza.
—¡Sí! ¡Desde hace años! ¡Ay, toda la ciencia humana sería incapaz de resucitarme de este horrible silencio! ¡Soy sorda como el cielo y como la tumba, caballero! Es como para maldecir aquel día, pero es la verdad. ¡Déjeme, pues!
—Sorda —repetía Félicien, quien, ante esa inconcebible revelación, se había quedado sin pensamientos, conmovidísimo e incapaz incluso de pensar en lo que decía—. ¿Sorda…?
Luego, de pronto:
—Pero ¡esta noche en el teatro aplaudía, sin embargo, aquella música!
Se detuvo, pensando que no debía de estarle oyendo. Aquello se volvía tan espantoso de repente que movía a la sonrisa.
—¿En el teatro? —respondió ella, sonriendo también—. Olvida que he tenido tiempo de estudiar la apariencia de muchas emociones. ¿Soy acaso la única? Pertenecemos al rango que nos otorga el destino y es deber nuestro mantenerlo. ¿Esa noble mujer que cantaba no era muy merecedora de unas cuantas marcas supremas de aprecio? ¿Piensa, por lo demás, que mis aplausos fueran muy diferentes de los aplausos de los dilettanti más entusiastas? ¡Yo era música hace tiempo…!
Ante esas palabras, Félicien la miró un tanto extraviado y, esforzándose por seguir sonriendo, dijo:
—¡Ah! ¿Acaso se está burlando de un corazón que la ama hasta el desconsuelo? ¡Se acusa usted de no oír y me responde…!
—¡Ay! —dijo ella—. ¡Es que… eso que dice usted piensa que es personal, amigo mío! Es sincero, pero sus palabras solo son nuevas para usted. Para mí está recitando un diálogo cuyas respuestas, todas ellas, conozco de antemano. Para mí es siempre el mismo desde hace años. Es un papel en que todas las frases están dictadas y requeridas con una precisión realmente espantosa. Sé interpretarlo tan bien que si aceptase (lo cual sería un crimen) unir mi desvalimiento, aunque solo fuera por unos días, al destino de usted, se olvidaría en todo momento de la confidencia funesta que le he hecho. ¡Podría proporcionarle, completa y exacta, la ilusión de que soy ni más ni menos que cualquier otra mujer, se lo aseguro! Sería incluso incomparablemente más real que la realidad. ¡Piense que las circunstancias dictan siempre las mismas palabras y que el rostro siempre se armoniza un tanto con ellas! No podría creer que no lo oigo porque yo acertaría con precisión. Vamos a echarlo al olvido, ¿quiere?
Él, esta vez, se asustó.
—¡Ah! —dijo—, ¡qué amargas palabras tiene derecho a pronunciar…! Pero yo, si así son las cosas, quiero compartir con usted incluso el silencio eterno, si es menester. ¿Por qué quiere excluirme de ese infortunio? ¡Habría compartido su dicha! Y nuestra alma puede suplir cuanto en el mundo exista.
La joven se estremeció y cuando lo miró lo hizo con ojos colmados de luz.
—¿Quiere andar un rato, dándome el brazo, por esta calle oscura? —dijo—. ¡Nos imaginaremos que es un paseo repleto de árboles, de primavera y de sol! Yo también tengo algo que decirle, que no volveré a decir.
Los dos enamorados, con el corazón en el cepo de una tristeza fatal, caminaron de la mano, como desterrados.
—Atienda —dijo ella—, usted que puede oír el sonido de mi voz. ¿Por qué noté que no me ofendía? ¿Y por qué le contesté? ¿Lo sabe?… Es, desde luego, de lo más sencillo que yo haya adquirido la ciencia de leer, en los rasgos de una cara y en las actitudes, los sentimientos que determinan las acciones de un hombre, pero lo que es muy diferente es que presienta, con exactitud tan grande y por así decirlo casi infinita, el valor y la calidad de esos sentimientos así como su íntima armonía con quien me habla. Cuando se forzó para cometer conmigo esa espantosa inconveniencia de hace un rato, yo era quizá la única mujer que podía captar al instante su significado auténtico.
»Le contesté porque me pareció ver brillar en su rostro esa señal desconocida que anuncia a aquellos cuyo pensamiento, lejos de que lo oscurezcan, dominen y amordacen las pasiones, va a más y diviniza todas las emociones de la vida y hace aflorar el ideal que existe en todas las sensaciones que siente. Amigo mío, déjeme que le revele mi secreto. ¡La fatalidad, tan dolorosa al principio, que aqueja a mi ser material se ha convertido para mí en la manumisión de muchas servidumbres! Me ha liberado de esa sordera intelectual de que son víctimas la mayoría de las mujeres.
»Estoy sorda, ¡ay!, pero ¿y ellas? ¿Qué oyen ellas…? ¡O, más bien, qué escuchan de las frases que les dicen, a no ser su ruido confuso, que armoniza con las expresiones de la fisionomía de quien les habla! De forma tal que, no prestando atención no al sentido aparente, sino a la calidad reveladora y honda, al sentido verdadero, en fin, de todas y cada una de las palabras, se conforman con notar en ellas una intención de halago que les basta ampliamente. Es lo que llaman “lo positivo de la vida” con una de esas sonrisas que… ¡Ah, ya verá, si vive! ¡Ya verá qué misteriosos océanos de candor, de suficiencia y de torpe frivolidad son lo único que se oculta tras esa sonrisa deliciosa! ¡Ese abismo de amor hechicero, divino, oscuro, auténticamente estrellado, igual que la Noche, que sienten los seres que tienen esa forma suya de ser, intente traducírselo a una de estas mujeres…! En el supuesto de que esas expresiones de usted les entren en el cerebro, allí se deformarán como un manantial puro que cruza por un pantano. De forma tal que en realidad ninguna de esas mujeres las habrá oído. “La Vida no tiene posibilidad de colmar esos sueños”, dicen, “¡y le pide usted demasiado!”. ¡Ah, como si la Vida no estuviera hecha para los vivos!
—¡Dios mío! —susurró Félicien.
—Les atribuye a las mujeres un secreto porque se expresan con acciones. Satisfechas, orgullosas de ese secreto que ellas mismas ignoran, les gusta dar a creer que podemos intuirlas. Y todos los hombres, halagados al creerse que son el intuidor esperado, malversan la vida para casarse con una esfinge de piedra. Y ninguno de ellos puede encumbrarse de antemano hasta la reflexión de que un secreto, por muy terrible que sea, si no se expresa nunca, es igual a la nada.
Bénédicte Ombredanne se detuvo.
—Estoy amarga esta noche —dijo ella—, y es por lo siguiente: había dejado ya de envidiarles lo que poseen tras comprobar el uso que le dan, ¡y el que seguramente le habría dado yo! ¡Pero aquí está usted, aquí está usted a quien tiempo atrás habría querido tanto…! ¡Lo veo…! ¡Lo adivino…! Reconozco su alma en sus ojos… ¡Me la brinda y no puedo tomársela!
Bénédicte Ombredanne se cubrió la frente con las manos.
—¡Ah! —respondió muy bajo Félicien, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Al menos puedo besar la tuya en el hálito de tus labios! ¡Compréndeme! ¡Cede a la vida y vive! ¡Eres tan hermosa…! ¡El silencio de nuestro amor lo tornará más inefable y más sublime, mi pasión crecerá con todo tu dolor y toda nuestra melancolía…! ¡Mujer querida, desposada para siempre, ven y viviremos juntos!
Ella lo miraba, con ojos húmedos de lágrimas también, y, poniendo la mano en el brazo que la tenía enlazada, dijo:
—¡Usted mismo dirá que es imposible! ¡Siga escuchando! Quiero concluir en este mismo momento de revelarle cuanto tengo en el pensamiento… porque no me volverá a oír… y no quiero que me olvide.
Hablaba despacio y caminaba apoyando la cabeza en el hombro del joven.
—Vivir juntos… dice usted… Se olvida de que, tras las primeras exaltaciones, la vida adquiere rasgos de intimidad en que la necesidad de expresarse se vuelve inevitable. ¡Es un instante sagrado! Y es el instante cruel en que quienes se casaron sin fijarse en sus palabras reciben el castigo irreparable del poco valor que concedieron a la calidad del sentido real, ÚNICO en fin, que les daban a esas palabras quienes las decían.
»¡Pues no quieren darse cuenta de que no poseyeron más que lo que deseaban! Les resulta imposible creer que (con la excepción del Pensamiento, que todo lo transfigura) todo es solo ILUSIÓN en la tierra. Y que toda pasión aceptada y concebida solo en el ámbito de la sensualidad no tarda en volverse más amarga que la muerte para quienes cedieron a ella. Míreles la cara a los transeúntes y ya verá si estoy engañada. Pero ¡nosotros, mañana! ¡Cuando llegase ese instante…! ¡Tendría su mirada, pero no tendría su voz! Tendría su sonrisa… pero ¡no sus palabras! ¡Y siento que no debe usted de hablar como los demás!
Al oír estas palabras, el joven se había ensombrecido: lo que sentía era terror.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Es que me está usted entreabriendo en el corazón abismos de desdicha y de ira! ¡Tengo el pie en el umbral del paraíso y debo cerrar la puerta de todas las alegrías y quedarme fuera! ¡Está visto que es la tentadora suprema…! Me parece que le veo brillar en los ojos no sé qué orgullo por haberme desesperado.
—¡Descuida, soy la que no te olvidará! —respondió ella—. ¿Cómo olvidar las palabras presentidas que no se han oído?
—Señora, ¡ay!, se complace en matar toda la joven esperanza que sepulto en usted… ¡No obstante, si estás presente donde yo viva, el porvenir lo venceremos juntos! ¡Amémonos con más valor! ¡Cede y ven!
Con un gesto inesperado y femenino, anudó los labios con los de él, en la sombra, despacio, por unos pocos segundos. Luego dijo, como con cansancio:
—Amigo mío, le digo que es imposible. No profanaré mi vida con la mitad del Amor. Aunque virgen, soy la viuda de un sueño y quiero seguir insaciada. Le digo que no puedo tomar su alma a cambio de la mía. ¡Sin embargo, estaba destinado a quedarse con mi ser…! Y por eso mismo mi deber consiste en arrebatarle mi cuerpo. ¡Me lo llevo! ¡Es mi prisión! ¡Ojalá me vea pronto libre de ella! No quiero saber cómo se llama usted… ¡No quiero leerlo…! ¡Adiós! ¡Adiós…!
Un coche relucía a pocos pasos, en la revuelta de la calle de Grammont. Félicien llegó a reconocer al lacayo del peristilo del teatro de Les Italiens cuando, al hacer una seña la joven, un criado bajó el estribo del cupé.
Ella le soltó el brazo a Félicien, se liberó como un pájaro y se metió en el coche. Un instante después, todo había desaparecido.
El señor conde de la Vierge regresó al día siguiente a su solitario castillo de Blanchelande, y nunca más se oyó hablar de él.
No cabe duda de que podía jactarse de haberse encontrado a la primera con una mujer sincera, con una que por fin se atrevía a ser consecuente con lo que opinaba.