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CLARA

 

 

 

VIGDIS, MI NUEVA secretaria, me recoge en recepción. Ha sido una de mis compañeras más cercanas desde que me nombraron secretaria de Estado a principios de verano, pero es la primera vez que viene a encontrarse conmigo aquí. Aunque tengo mi tarjeta de acceso y he entrado y salido de este edificio durante quince años, hoy todo debe llevarse a cabo según el protocolo.

Vigdis forma parte del funcionariado. Es una empleada subordinada, pero imprescindible. Yo me he convertido en una especie de política. Ambas somos un engranaje del mismo sistema, de la poderosa maquinaria que constituye un ministerio, al fin y al cabo, aunque desde fuera pueda parecer que esta funciona con lentitud.

—Pobre, estás empapada —comenta—. Tenemos un tiempo muy inusual.

—Sí, el de la costa oeste —digo mientras intento sacudirme un poco la blusa que antes lucía imponente y almidonada para evitar que se me pegue al cuerpo.

—¿Y ya te están amenazando? ¿Saben de quién se trata?

—No —digo negando con la cabeza, recordando los gritos, la palabra «asesina», una y otra vez.

Tengo la sensación de haber visto antes a esa mujer. ¿Debería saber quién es? ¿O era simplemente una de esas personas trastornadas que he visto pasearse por el centro durante todos los años que llevo viviendo en la ciudad? ¿Podría tratarse de aquella mujer que solía ponerse a gritar en la parada del tranvía junto a Gunerius, en la calle Brugata, en esa zona que ahora está atestada de drogodependientes? Su voz, al menos, era igual de estridente y penetrante.

La secretaria general Mona Falkum me espera junto a las puertas acristaladas que conducen a la sección política. Mona ha sido mi jefa durante muchos años. Ahora me toca a mí ser la suya. Se ha encargado de recibir a una serie de nuevos ministros, pues en los últimos años ha habido una importante rotación de personal.

El momento de la entrega de la cartera ministerial lo decide el gabinete de la primera ministra, y los mafiosos de las cámaras están preparados. Mona sonríe, pero noto que hay algo diferente. El cambio en nuestra relación comenzó cuando esta primavera realicé la impensable metamorfosis de funcionaria de a pie a secretaria de Estado. En este momento percibo también algo frío y escrutador en su mirada.

—Bienvenida —dice estrechándome la mano—. Bueno, ya conoces bien este lugar.

—Claro que sí —respondo. Los fotógrafos se ríen.

Caminamos juntas hacia el antedespacho y continuamos hasta el despacho del ministro. La amplia estancia hoy parece angosta. Han trasladado la mesa de reuniones y las sillas más cerca de la ventana para dejar sitio a todos los periodistas y fotógrafos. A lo largo de la pared opuesta se dispone el resto de la cúpula política, en fila y ataviados con sus trajes más o menos adecuados y más o menos aburridos. La mitad de ellos procede del gobierno de Munch. Los ha nombrado el gabinete de la primera ministra, ya que yo no conozco a nadie del partido. Tendré que tantear a esa gente más adelante.

En este momento solo hay un hombre en el que deba concentrarme, y es el ministro saliente, Antón Munch. Se encuentra de pie frente a su escritorio, que ahora es mío, y que ha sido despojado de todas sus pertenencias.

Munch ha destacado como una persona resuelta y obstinada. Ha sido muy visible en los medios de comunicación, puntuando alto en las clasificaciones de los medios. Fue él quien detuvo mi propuesta de ley, en la que empleé mis mejores años como funcionaria. La propuesta que debería haber proporcionado a los niños en situación de riesgo una mejor protección contra los malos tratos y la violencia. Sin embargo, acepté cuando me pidió ser secretaria de Estado por sorpresa. A pesar de todas las advertencias y de que no tenía experiencia en el partido, accedí en contra de mi buen juicio.

Algunos meses más tarde, él mismo provocó su caída, y ahora estoy yo aquí.

—Bienvenida, ministra —dice y esboza algo similar a una sonrisa.

Aferra mi mano derecha con la suya antes de agregar la izquierda sobre ambas, envuelve mi mano y la sacude. Lo miro a los ojos y me doy cuenta de que la mirada de Mona no era fría. Esta, en cambio, sí es una mirada gélida.

—¿Cómo es ver a su propia secretaria de Estado ascender de esta manera, Munch? —pregunta el periodista del diario VG.

—No podría estar más contento —responde él—. Me siento orgulloso de haber descubierto el talento de Clara. Diría, de hecho, que el que hoy podamos recibir a una ministra joven y con una experiencia… algo diferente en este ministerio es mérito mío.

Aplauso espontáneo. ¿Qué demonios ha sido eso? ¿Acaba de tirarme por los suelos?

Ahora coloca una mano cálida y paternal alrededor de la parte trasera de mi cabeza, muy consciente de que quedará bien en las fotos, antes de acercar la boca a mi oído.

—Flores para ti, zorra —susurra—. Suerte. Será duro.

Mantiene la distancia con una mano colocada en cada hombro y la misma sonrisa falsa y paternal. Luego me sacude ligeramente antes de apresurarse a hacerme entrega de un ramo de flores. Le echo un vistazo.

Lirios blancos, la flor funeraria por antonomasia.

A continuación, se procede a la entrega de la tarjeta de acceso y los correspondientes ramos de flores oficiales del ministerio, que son ostentosos, con un toque de estilo, pero aburridos. Por suerte, alguien ha encargado dos ramos esta vez, uno para cada ministro. En otras ocasiones han metido la pata encargando solo uno. Ahora toca acompañar a Munch a la salida. Saludo a los secretarios de Estado y al asesor político, me percato del lánguido apretón de manos del asesor y de la mirada vacía del secretario de Estado más mayor.

Los periodistas me preguntan sobre mis previsiones. Mona siempre ha dicho que un ministro que no es capaz de formular un par de frases claras sobre aquello a lo que él o ella desea dedicar su tiempo, ya ha mostrado que carece de valor. Por mi parte, he anotado varias proposiciones, las he memorizado y he practicado. Miro fijamente a los objetivos de las cámaras que me están apuntando y digo la verdad: que mi principal meta es asegurarme de que el Estado y el poder judicial velen por los intereses de los miembros más desfavorecidos de la sociedad, es decir, los niños. Eso es más importante que cualquier otra cosa.

Cuando los representantes de los medios por fin salen en procesión, me quedo a solas con Mona.

—En alguna ocasión me he marchado con los ministros salientes —comenta—. Siempre parecen tan solitarios al alejarse de los focos, cuando todo ha acabado… A uno incluso lo acompañé a la sala de conciertos Stopp Pressen y me tomé una copa de vino con él. Por cierto, ¿te vienes un momento a mi despacho?

Asiento, tomo nota de que vamos a hablar en su despacho, no en el mío. Probablemente se trate de una demostración de poder. Para ella sigo siendo secretaria de Estado, una funcionaria cualquiera, en realidad, tal y como lo he sido durante la mayoría del tiempo que nos conocemos. Y ella sigue siendo la jefa.

—Pronto te darán instrucciones precisas, pero déjame esbozar para ti los puntos más importantes —dice—. Antes que nada, ¿dónde está tu móvil?

—No sé… ¿En el bolso, creo?

—En el bolso, ¿crees? Eso no es suficiente —repone en ese tono autoritario suyo algo irritante—. Siempre, y con eso quiero decir siempre, debes llevar el móvil encima, a cualquier sitio que vayas, hagas lo que hagas. Debe estar encendido y cargado. Debes estar disponible para el gabinete del primer ministro y el servicio de seguridad de la Policía en todo momento, las veinticuatro horas del día. ¿A lo mejor pensaste que debías estar disponible como cuando eras secretaria de Estado? Eso fue un juego de niños en comparación con esto.

—De acuerdo —respondo.

—Además, recibirás un teléfono móvil encriptado. Debes llevarlo siempre contigo, además del móvil oficial, y lo utilizarás para cualquier comunicación que requiera confidencialidad. Cuando viajes a países con los que Noruega no ha establecido ningún acuerdo de cooperación en materia de política de seguridad, no debes llevarte ninguno de estos teléfonos. Preferimos que no uses jamás tu móvil privado; tampoco debes actuar oficialmente como particular. En segundo lugar…

Se detiene, como para enfatizar la importancia de lo que va a decir a continuación. Me siento mareada y con náuseas, no he comido nada desde las cinco y media de la mañana.

—Llegarán alertas, y llegarán a menudo. Debes estar preparada para acudir a la sala de crisis situada debajo de la fortaleza de Akershus cuando te avisen, siempre con poca antelación. Debes ir de inmediato. Nunca será un buen momento, será aburrido, sentirás que pierdes tu valioso tiempo, casi siempre resultará ser una falsa alarma, pero no tienes elección. ¿Comprendes?

Asiento, aunque su tono imperativo no me entusiasma.

—En tercer lugar… No puedes confiar en nadie, ni en mí, ni en la primera ministra, ni en los miembros del Gobierno, y menos aún en el resto de la cúpula política. Escucha a la gente, pero la única persona en la que debes confiar es en ti misma. ¿De acuerdo?

Hago un gesto afirmativo; me reconozco en sus palabras, esa ha sido siempre mi norma de vida.

—Cuando ocurra una crisis, no puedes contárselo a nadie. Ni a tus hijos ni a tu padre. Incluso si alguno de ellos tuviese previsto aterrizar en el aeropuerto de Oslo un día que hayamos recibido una amenaza concreta contra él.

Me muestro de acuerdo. El sol se filtra entre las persianas, la alcanza a la altura de los ojos, que entorna un poco. Con la mano izquierda, endereza un broche en forma de abeja. ¿Será una abeja reina?

—Que una madre soltera ocupe un sillón ministerial no es algo que ocurra todos los días, y además con la enorme carga de trabajo que tenemos aquí. Debo decir que es una elección valiente por parte de la primera ministra.

—Sinceramente —protesto—, no tiene nada de especial.

—Sí que lo tiene —continúa ella—. Recuerda que la mayoría de la gente que ha ostentado este cargo han sido hombres como Munch, con esposas que han ejercido de madre soltera, o personas con hijos ya mayores. Será duro para ti por varios motivos. El episodio de hoy seguramente solo haya sido un anticipo de lo que está por venir. Si me permites darte un consejo, deberías contratar a una niñera cuanto antes.

—Ni hablar —le digo—. Me las apañaré.

Durante un instante permanecemos sentadas, en silencio, mirándonos.

—Supongo que querrás instalarte en tu nuevo despacho —comenta ella finalmente.

Asiento con la cabeza. En el momento que me levanto y la luz del sol que acaba de iluminar a Mona cae sobre mi rostro, ocurre algo.

Ya no me siento mareada y sin energía, solo preparada, lista para la pesada responsabilidad que descansa sobre mis hombros. La que fui ya no existe. Ahora soy solamente Clara Lofthus, ministra de Justicia.

«Bueno —pienso—, allá vamos.»