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AXEL

 

 

 

ME QUEDO SENTADO en los escalones de la casa de Clara escuchando un pódcast.

Últimamente estoy con «When We Were Kings», en el que el periodista deportivo Erik Niva habla de grandes equipos de fútbol y temporadas importantes. Rosenborg, 1996; Dinamarca, 1992; FC Oporto, 2003-2004; FK Anzji Makhatjkala, 2011-2012… La lista es interminable. El dialecto sueco algo pedante de Niva tiene un efecto hipnotizador, es brillante.

Me hubiera gustado poder compartir esto con Haavard, discutir sobre cómo la filosofía de liderazgo socialdemócrata de Nils Arne Eggen fue decisiva para el éxito del Rosenborg, o sobre cómo los antecedentes de clase alta venida a menos de José Mourinho explican su mezcla de arrogancia y hostilidad. Carol, mi exmujer, jamás entendió todo el amor que había en la manera que teníamos de hablar de estos asuntos Haavard y yo.

Sin embargo, rara vez hablábamos de sentimientos. Una excepción fue la última vez que fuimos a Kilsund. Entonces me confesó la relación que mantenía con su compañera, una médica paquistaní, se llamaba Sabiya o algo así. Recuerdo que pensé que traería problemas, creo que incluso se lo comenté. Ahora desearía no haber tenido razón.

Haavard debería haber escuchado el episodio doble sobre Maradona en 1986 que acabo de terminar. El día que murió Maradona incluso lloré. En realidad, mis lágrimas poco tenían que ver con que estirase la pata un adicto múltiple y obeso de sesenta años, era lo que se podía esperar. No, lloré por el hecho de que Haavard y yo, lo que habíamos sido una vez, ya no existía. Con la muerte de Maradona, aquello se hizo muy patente. Lloré por la infancia que jamás regresa, por la época en la que teníamos diez años y jugábamos al fútbol en el descampado hasta que se ponía el sol, aquella etapa en la que nosotros éramos los reyes.

Ya algo más mayores, solíamos fumarnos un cigarro aquí fuera, cuando los padres de Haavard no estaban en casa. Con los años dejamos el tabaco por completo. Un tiempo después fue Haavard quien empezó a vivir en esta casa. Entonces podía suceder que saliésemos a tomarnos una cerveza. Necesitábamos algo a lo que agarrarnos mientras conversábamos.

Éramos hermanos que no eran hermanos, dos hijos únicos que se habían criado juntos. Tantos recuerdos. Las excursiones futbolísticas a Liverpool. Las noches de pub. La época en la que nos graduamos en el instituto. La baja por paternidad al mismo tiempo. Salir a correr. Los viajes a la cabaña. Las cenas. Los mundiales de fútbol en la tele por las noches. Saltar al agua desde el barco. Bañarnos por las noches en el sur de Noruega.

Lo que recuerdo con más claridad es a Haavard de pequeño, cómo caminábamos juntos hasta el colegio y de vuelta a casa, todos los días. Haavard siempre con la estúpida gorra que solía llevar, la mochila de la que estaba tan orgulloso, su manera de regatear con el balón, las canciones que solía tararear: todas esas imágenes con un filtro en tono sepia. Pensaba que estaría siempre ahí, que envejeceríamos juntos, como nuestros padres.

No es cierto que tuviera que volver a casa para trabajar, pero he pensado que Clara debía de estar agotada y que necesitaba descansar para el día siguiente, o simplemente no he soportado la idea de permanecer ahí hablando mientras ella, en realidad, deseaba que me fuese. Conozco a Clara desde hace muchos años, sé que no le gusta perder el tiempo con conversaciones inútiles. Además, hoy se ha convertido en ministra de Justicia y, con toda probabilidad, tenga suficiente en qué pensar.

Al mismo tiempo, no hay nada que desee más que quedarme aquí.

La primera vez que conocí a Clara fue en el patio trasero del bar Justisen un caluroso día de primavera, justo cuando habían empezado a salir. Haavard se había topado con ella en el jardín de su legendaria abuela paterna, en cuya casa Clara tenía un extraño puesto de niñera en esa época. Desde entonces mi amigo no había hecho nada más que hablar de la misteriosa ninfa de los fiordos de larga melena.

Caroline y yo ya llevábamos juntos dos años. Estábamos allí sentados tomando una cerveza mientras charlábamos y esperábamos a los demás; la conversación era muy poco interesante, un anticipo de lo aburridísimo que llegaría a ser todo.

Carol había decidido que íbamos a comprar un piso. Justo habíamos empezado a buscar y en ese momento ella estaba ahondando en los detalles: en la disposición de las habitaciones, los armarios de cocina, inodoros suspendidos, todo eso. Se pasaba las veinticuatro horas del día mirando en un portal inmobiliario, frecuentaba los escaparates de las agencias y se las había apañado para recibir un adelanto de su herencia. De alguna manera, siempre estaba demasiado a la defensiva. A ver, sí, resultaba agradable que se ocupase de todo, pero era como si me estuviese envolviendo en una capa de film transparente con la intención de que no volviese a salir de él.

En el fondo, en aquel entonces ya sabía que Carol no era la mujer de mi vida. Pero simplemente no tenía fuerzas para desembarazarme de la capa de film. De hecho, tuvieron que llegar tres hijas para que estuviese tan desesperado como para intentarlo. Para entonces ya era casi imposible, con todas las propiedades, las cargas económicas, los hijos, los seguros y las fotografías que teníamos en común; unidos de manera indisoluble por todo menos por amor.

Escucho cómo Clara sube corriendo a la segunda planta en el interior de la casa. La puerta de entrada es fina y antigua, y no está precisamente insonorizada; deberían instalar algo un poco más robusto.

He pasado una noche agradable con los niños, pero resulta extraño estar con ellos, en esta casa, sin Haavard. Aquí se nota demasiado su ausencia y el hecho de que jamás regresará.

Pienso que es admirable lo bien que lo lleva Clara. Tiene una fuerza psicológica fuera de lo común. No la he visto llorar ni una vez, ni siquiera en el entierro; permaneció igual de estoica que siempre, con un hijo en cada brazo.

Aunque Haavard se empeñaba en que Clara no tenía ni la menor idea de su infidelidad, yo siempre pensé que para no enterarse tendría que haber sido ciega y sorda, y ella no es ninguna de esas dos cosas. Tenía que saberlo y, en ese caso, sus sentimientos hacia Haavard debían de ser más ambivalentes que los míos.

Entre padres e hijos hay tantas expectativas reprimidas, decepciones, resentimiento y tantos sentimientos encontrados. Entre las parejas que llevan mucho tiempo juntas hay telaraña sobre telaraña, superpuestas unas encima de otras formando una alfombra oscura, tupida e impenetrable.

Entre los verdaderos amigos, en cambio, existe algo genuino, sin complicaciones.

Resultó casi cómico cuando aquella noche Haavard y Clara entraron en el bar Justisen cogidos de la mano. Ella era muy alta y esbelta, y parecía reacia a ese gesto. Jamás volví a verlos así. Más adelante Haavard me contó, con una sonrisa socarrona, que Clara había vetado que fueran cogidos de la mano. Pero en aquel momento, de camino a exhibirse juntos en aquel bar, lo había aceptado.

Clara tenía la belleza de una modelo, fría y gélida. Era tan rubia como moreno era Haavard; de alguna manera, un contraste acorde a sus personalidades. En comparación con ella, Carol tenía un aspecto ordinario y rudo. ¿Quizá ella misma se daba cuenta? ¿A lo mejor por eso aquel día se mostró arisca y malhumorada de un modo insoportable tan típico de ella?

El apretón de manos de Clara fue sorprendentemente firme para venir de una mano tan fina. Cuando me miró a los ojos, lo supe, experimenté una sobrecogedora sensación de terror mezclado con deleite y una especie de reconocimiento. «Eres tú. Te amo.»

Estuve a punto de soltarle las palabras sin más, y casi desearía haberlo hecho. En realidad, son las mismas palabras que me atraviesan cada vez que Clara y yo nos encontramos, y así ha sido todos los años que han pasado desde entonces.

«Te amo.»

Si transcurre mucho tiempo sin que nos veamos, casi soy capaz de convencerme de que todo es algo que me he imaginado. Pero cuando nos encontramos, todo vuelve. Con la misma intensidad, igual de tácito, igual de inútil. Así ha sido siempre, así será.

Aquel día en Justisen no dije nada, está claro, me limité a musitar mi nombre. Luego nos sentamos, yo ruborizado y aturdido, Carol arisca y malhumorada, y Clara algo incómoda; más tarde descubrí que siempre lo estaba cuando conocía a gente nueva. El único que estuvo a la altura fue Haavard, recién enamorado y embriagado por la vida.

Por supuesto, de ninguna manera iba a intentar robarle a mi amigo ese nuevo amor. Además, es poco probable que hubiese tenido alguna oportunidad incluso si me lo hubiese propuesto. Haavard siempre había tenido un control absoluto en materia de mujeres, incluso con respecto a Clara, que jamás lo dejó, aunque tuviese buenos motivos para hacerlo.

Mientras que ella no lloró en el entierro, yo, desde luego, sí lo hice.

Lloré, resoplé, moqueé y mi padre tuvo que rodearme con el brazo para consolarme, creo que avergonzado y compasivo a la vez. Él también conocía a Haavard desde que nació y había tenido una estrecha relación con él durante la última época, debido al caso. Tenía los ojos empañados, sobre todo cuando les dio un abrazo a los padres de Haavard.

Me levanto, empiezo a recorrer el pequeño sendero que conduce hasta la verja. Tengo que acostarme en cuanto llegue a casa y no ponerme a saltar de canal en canal en la tele o engancharme al Premier League Fantasy. Así suelen acabar la mayoría de mis noches, sobre todo cuando los niños no están en casa. Todavía me resulta difícil acostumbrarme a que no vivan conmigo todo el tiempo, que pasen la misma cantidad de tiempo con el noviete soso de Carol que conmigo.

Una vez que atravieso la verja de la casa de Clara y cruzo la calzada para dirigirme hacia mi propia calle, me percato de la presencia de un coche negro. Es cierto que en este barrio no faltan los coches bonitos y oscuros, pero ese mastodonte blindado destaca más de la cuenta.

El conductor mira hacia adelante, quizá esté hablando por teléfono. Es probable que me haya visto, pero no me presta demasiada atención. Lo vi cuando trajo a Clara a casa, pero también cuando intervino ante la mujer chiflada en la plaza delante del Palacio Real. Lo hizo de forma imperceptible y elegante, consiguió que Clara volviese con la primera ministra y se llevó a la loca sin montar un numerito. La classe, como dicen los franceses. Se trata de un profesional.

En realidad, debería estar contento por el hecho de que sea este hombre el que vaya a llevar a Clara de un lugar a otro, pero hay algo en el tipo que me irrita sobremanera. El hecho de que permanezca sentado en el coche mirando fijamente al frente mientras habla por teléfono con el manos libres no ayuda. En apariencia, soy invisible para él, aunque estoy convencido de que me ve y de que es más que probable que sepa quién soy.

Ser vigilado e ignorado al mismo tiempo es una combinación nefasta y desagradable por partida doble.

Durante un segundo considero tocar la ventanilla del coche y preguntarle qué hace ahí, pero descarto la idea de inmediato. No tengo ningún interés en meterme en líos con el servicio de seguridad de la Policía o con quien sea que él represente. En cambio, me acerco todo lo posible al coche cuando paso por delante, camino tan cerca que casi rozo la pintura reluciente.

Entonces aparece a mi lado de repente; ha salido del coche en un nanosegundo. Doy un respingo, me detengo.

—¿Axel? —pregunta.

Justo. Sabe cómo me llamo.

Se apoya en el coche y mete las manos en los bolsillos, como para indicar que no me va a atacar. Hay algo en su carisma animal de macho alfa que hace que me entren ganas de iniciar una pelea con él, pero dudo que sea una buena idea.

—¿Ha estado en casa de la ministra? —pregunta.

—He estado en casa de Clara, sí —le respondo.

Es posible que para él sea la ministra, pero para mí no lo es.

—Estaba cuidando a los niños —añado, aunque en realidad no le deba ninguna explicación.

—Bien —espeta—. Lo va a necesitar a partir de ahora.

—Lo sé —comento algo reacio.

—También van a necesitar bastante seguridad, más de lo que ella se imagina.

—¿Y por eso está ahora aquí? —pregunto—. ¿Para vigilar?

—No, solo estoy tanteando —responde con una sonrisa enigmática.

—Claro —digo, tiritando. El otoño ya ha hecho acto de presencia y yo he estado demasiado tiempo sentado en la escalera de Haavard—. Hoy le vi delante del palacio.

Hace un gesto afirmativo y durante un instante parece cansado: un atisbo de humanidad.

—Habrá más episodios como ese. Será como un imán para esa gente, tendremos que hacer que se acostumbre poco a poco a la idea…

—¿Ahora es cuando va a pedirme que intente convencerla de algo? —pregunto con un suspiro—. Ni hablar.

—Pues no —responde—. Solo digo que debería hacerse a la idea de que se acercan nuevos tiempos. No es seguro que siga siendo tan sencillo frecuentar esta casa de ahora en adelante.

Tras pronunciar esas palabras vuelve a montarse en el coche.

Me quedo con la sensación de ser un completo estúpido. ¿Qué ha sido esto, en realidad? ¿Un intento de salvar las distancias? ¿Quería tantearme? ¿O advertirme?

En cualquier caso, me dirijo hacia mi casa en esta noche fría y clara con una sensación de malestar en el cuerpo.