9

 

LEIF

 

 

 

«TODO BIEN POR aquí. Te llamo luego. C.», escribe. Cierro los ojos, suspiro.

Poco después escucho que un coche se aproxima a la casa. No tengo ningún problema de audición. Tampoco es que venga alguien por aquí todos los días.

Me pongo en pie, mi organismo entra enseguida en estado de alerta. Así ha sido siempre desde que volví del Líbano hace tantos años. Cualquier imprevisto hace que mi cuerpo se tense. Partí como un hombre joven que no conocía otro peligro que el de los temporales y las infecciones de animales. Regresé como un anciano que sabía demasiado sobre las miserias del mundo.

El Líbano me provocaba sentimientos encontrados. Me alegró mucho regresar a casa, pero, al mismo tiempo, añoraba aquel lugar donde todo era vida o muerte, donde jamás había dudas sobre lo que uno debía hacer y siempre formábamos parte de algo grande e importante.

Al principio, aquí, en casa, todo me parecía extraño y erróneo. Eso me aterraba, la gente me aterraba. Por las noches, permanecía a menudo junto a la ventana, mirando al exterior. La escopeta estaba colgada en la pared del trastero. Durante una temporada, incluso la guardé debajo de la cama.

Era como si nada fuese a ser fácil y bueno de nuevo, y luego ocurrió todo lo de Agnes, Magne y Lars.

He tardado muchos años en sentirme mejor. Este lugar es mi fortaleza, nadie debe venir aquí sin que yo lo sepa. En realidad, a los únicos que quiero ver por aquí son a Clara y a los niños, pero no son ellos los que vienen ahora.

Salgo al pasillo, abro la puerta, desciendo los escalones de piedra.

Es un coche pequeño y lujoso, blanco, con el logo del periódico en el lateral. Han pasado menos de cuarenta y ocho horas desde la última vez que vi ese vehículo y a su propietario.

—Creo que te has equivocado de lugar —digo.

—Hola —saluda el hijo de Kjellaug—. Leif Lofthus, ¿no?

Asiento, voy a su encuentro, más que nada para evitar que él se adentre aún más en mi territorio.

—Me gustaría charlar un poco contigo —dice, acercándose un par de pasos más.

—¿Sobre qué? —pregunto.

—Sobre el vehículo que sacaron ayer, sobre cuál fue tu vivencia al respecto.

—No estoy interesado —contesto.

—Bien —dice—. Entonces llamaré a tu hija, que, en cualquier caso, es la que más me interesa. También hay otros miembros de la familia con los que puedo hablar.

—¿Quiénes? —pregunto.

—Tu mujer, por ejemplo —repone.

—No tengo ninguna mujer —le digo yo.

—¿De veras? —continúa—. ¿Estás seguro? ¿Qué me dices de Agnes?

Me retuerzo. Agnes y yo, de hecho, seguimos casados sobre el papel. Es algo que debería haber resuelto hace mucho tiempo, con vistas a la herencia y todas esas formalidades. Es más, lo intenté, pero como ella estaba enferma, resultó tan complicado que al final desistí.

—Con ella no se puede hablar —digo yo—. Está en Kleivhøgda, lleva treinta años allí.

—Qué extraño —espeta.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Justo acabo de verla en el supermercado hace un rato —dice él con una sonrisa infame—. ¿Es posible que no estés al tanto, Leif? Tu mujer ya no está en la residencia.

Me quedo helado. ¿Será cierto? ¿La habrán soltado después de todos estos años? ¿Se habrá recuperado tanto como para que eso sea posible?

—¿Y dónde vive? —pregunto al cabo de un rato.

—En el cobertizo para botes de Biffen —continúa.

Biffen tiene un cobertizo a cien metros de la casa en donde vive que ha transformado en una pequeña cabaña.

En verano se la alquila a turistas, sobre todo alemanes, pero alguna vez también se han instalado temporalmente madres solteras que acababan de dar a luz.

—Me sorprende que no lo supieras, pero es un placer ser el que te traiga la noticia.

—Oye —digo—. Creo que deberías marcharte.

Él permanece de pie, mirándome durante unos segundos como para concederme algo de tiempo por si cambio de opinión. A continuación se monta de nuevo en su ridículo cochecito, da marcha atrás hacia el puente junto al pajar y desaparece de nuevo por la cuesta.

No le he contado a Clara lo del rescate de los restos del coche, ni siquiera he hablado con ella después del nombramiento, supongo que tendrá mucho de lo que ocuparse en estos momentos. Ella ha dicho que nunca lee el periódico local, ni siquiera la edición digital.

Con Biffen hablé ayer y no mencionó nada. ¿Quizá no se atrevió? Si lo pienso bien, parecía a punto de explotar de ganas de contarme algo, pero creí que tendría que ver con el coche rescatado. Fue entonces cuando me marché a toda prisa.

Bueno, puedo llamar y avisar a Clara, pero ¿mejorará eso las cosas de alguna manera? ¿Y si Halvor Haugo decide no llamarla y hago que se preocupe sin necesidad?

Resulta increíble, joder. Agnes. Puta Agnes. Fuera por primera vez después de tantos años. Una bala perdida, una perra salvaje y peligrosa suelta por el pueblo.

En primavera, una enfermera muy entregada llamada Bodil nos informó de que mi exmujer había recuperado el habla tras muchos años en silencio. Clara incluso había ido a verla y me dijo después que no había de qué preocuparse.

Las hojas del arce que han caído frente a la casa siguen crujiendo bajo mis pies. No les queda mucho. Tras la próxima ronda de fuertes lluvias, esas pequeñas obras de arte se convertirán en una especie de membrana triste y escurridiza sobre la que deberé evitar resbalarme. Entonces el otoño habrá llegado a su fin y vendrá el invierno.

Me siento bajo el arce, reflexiono, contemplo el fiordo como lo he hecho casi todos los días de mi vida, excepto los seis meses que estuve en el Líbano. Cuando me levanto, estoy decidido. Tengo que bajar al pueblo, averiguar si realmente es cierto.

 

 

APARCO EL COCHE a cierta distancia. El pequeño camino de gravilla que conduce a las casitas junto a la orilla es empinado, forma una curva cerrada desde la carretera principal. En una de las edificaciones vive Biffen, el otro es el cobertizo para botes, que se ha convertido en una especie de vivienda minúscula desde la que uno puede escupir directamente a las olas desde la ventana de la cocina.

Hubiese sido más natural que Agnes regresase al este, a Oslo, o a la pequeña ciudad blanca junto al fiordo de donde procede. Aquí no conoce a nadie, pero supongo que tampoco en otros lugares. Además, en esta zona es más barato alquilar una vivienda. En realidad, resulta increíble que sea capaz de vivir aquí sola, si lo que dice Halvor es verdad.

Durante treinta años, Agnes ha dependido de los demás. ¿Cómo han podido dejarla salir ahora? ¿Resulta prudente? Debería llamar y preguntar, pero me resisto a hacerlo, he sido muy hostil con esa gente.

A la izquierda del pequeño camino que conduce a la casa de Biffen y al cobertizo marrón que alquilado, hay un abedul amarillento iluminado por la luz del sol. No es exactamente como el árbol que hay frente a mi casa, pero al menos es un árbol. Me siento con la espalda apoyada en el tronco.

Solo está a unos cincuenta metros del cobertizo. En breve podré bajar, alzar la mano, llamar a la puerta. Cuando me abra, podré hablar con ella por primera vez en mucho tiempo.

Antes de que me decida a hacer nada, la puerta se abre. Sale la que todavía figura de forma legal como mi mujer. Bajo el brazo lleva una cesta rosa de plástico. Con pasos ligeros se dirige al tendedero que se encuentra entre las viviendas y que se agita lentamente a causa del viento, y empieza a tender la colada.

Agnes bajó del autobús en 1975 y entonces fue cuando la vi por primera vez. El canto de los pájaros, el cielo azul, el aire vibrante, el suelo cálido, su larga melena, que me hacía cosquillas en la cara por las noches. Diría que ahora se parece más a como era entonces que la última vez que la vi.

Se agacha, recoge una prenda, la cuelga en el tendedero, la sujeta con pinzas. Su cuerpo es ligero y delicado, el cabello le llega hasta la mitad de los omoplatos. Lleva unos vaqueros y una camiseta blanca, tan transparente que incluso desde aquí vislumbro el sujetador blanco que lleva debajo.

Debería levantarme, bajar hasta donde está ella. Podría hablarle sin tener que llamar a la puerta, entrar y todo eso, pero no soy capaz. Apenas puedo respirar aquí sentado mientras la miro fijamente. La mujer con la que me casé y tuve hijos, la que me ha hecho más daño que nadie.

Permanezco sentado un largo rato después de que ella entre en la casa. Todo aquello sobre lo que quería hablar con ella, preguntarle, convencerla, se desvanece, desaparece en la tierra de la que se nutre este abedul solitario.

Al menos he podido confirmar que es cierto lo que me dijo Halvor, por muy inverosímil que pareciese.

Agnes ha salido de la residencia.

Justo cuando me dispongo a levantarme, escucho pasos veloces sobre la gravilla. Giro la cabeza un poco, veo a un hombre que pasa por delante, a escasos metros de mí, rumbo a las edificaciones. Tiene la vista fija en el móvil mientras camina, no me ve, gira a la derecha hacia el cobertizo, se detiene, llama a la puerta.

Me quedo quieto, no me atrevo a respirar ni a moverme.

Resulta que el puto periodista de mierda se me ha adelantado.

Transcurre un largo rato sin que nadie abra la puerta. Espero que tenga que marcharse sin haber conseguido nada, pero al final la puerta se abre. En el vano aparece Agnes, sonriente. Ella dice algo, él entra, ella cierra la puerta, yo me levanto.

La apatía que se había apoderado de mí hace unos instantes ha desaparecido por completo. Lo mismo ocurre con la nostalgia inesperada. Ahora solo queda la rabia.