10

 

SABIYA

 

 

 

VICTORIA ES LO más parecido a una amiga que tengo aquí dentro, sin que eso signifique gran cosa. En realidad, es la única con la que me hablo y, hasta el momento, las conversaciones siempre se han limitado a un plano bastante superficial.

La mayoría de las mujeres que hay por aquí son muy horteras, incluso las que conozco de los viejos tiempos, y se han quedado decepcionadas al comprobar que la alegría del reencuentro no era mutua.

Supongo que tengo fama de ser «la doctora». Si hubiese estado de mejor humor, quizá me habría reído.

Victoria es distinta, parece normal. Cabello moreno y largo recogido en una coleta. Alianza, sin maquillaje, piel bien cuidada. Un rostro bien definido, con carácter, parece francesa o italiana. Habla como mis compañeros del hospital; por lo visto, tiene formación de pastor protestante, pero ha trabajado en cooperación internacional o algo por el estilo durante los últimos años.

El gran misterio es, claro está, qué hace aquí. No ha dicho nada al respecto, y yo no le he preguntado. Por lo que sé, es posible que sea igual de inocente que yo; en realidad, tampoco es que me importe. En cualquier caso, resulta liberador hablar con una persona culta. No soporto hablar con las otras mujeres, comparten una hermandad artificial e intensa, intercambian secretos íntimos para acto seguido pelearse a gritos porque los calcetines de una han caído sobre la cama de la otra.

—Anda, si es la doctora —dice Victoria. Las dos estamos en el patio, apoyadas contra la valla—. ¿Cómo estás?

—Mal —respondo—. Mi abogado piensa que lo mejor que puedo hacer es confesar para librarme de la prisión permanente.

—Tú, por supuesto, también eres inocente, ¿verdad? —dice entre risas—. Es extraño que todos los presos sean víctimas de errores judiciales.

—Te lo puedo contar —digo—. Pero vas a pensar que estoy desequilibrada…

—A ver, a mí ya no me extraña nada —comenta ella con una carcajada.

—De acuerdo —digo, y tomo aliento—. Haavard… él y yo estudiamos Medicina, éramos compañeros de promoción. Siempre hubo buen rollo entre nosotros, pasábamos todo el tiempo juntos, pero la cosa nunca llegó a más. Más tarde nos casamos con otras personas y no nos vimos durante una larga temporada. Hace unos años empecé a trabajar como médico especialista en la Unidad de Pediatría de Ullevål. Es un puesto muy codiciado, me alegré muchísimo de conseguirlo. El primer día que me topé con Haavard en los pasillos, ni siquiera sabía que trabajaba allí.

Me tomo una pausa, en este instante siento una opresión en el pecho. Victoria es lo bastante inteligente como para no decir nada. No le he contado la historia a nadie, a excepción de Roger, que trabajaba con Haavard y conmigo. Se convirtió en una especie de colega en primavera, antes de que todo se fuese a la mierda.

Para mi sorpresa, noto que me ruborizo cuando continúo.

—Bueno, pues noté que me ponía nerviosa y me sentía rara cada vez que él estaba cerca, mucho más que cuando estudiábamos, por extraño que parezca. Era como si entre nosotros hubiese una especie de campo magnético. A ver, sé que es un cliché, pero era así como me sentía.

Victoria sonríe con calidez, indulgente.

—De hecho, al final fui yo la que lo besó. Nos encontrábamos en la pequeña cocina de la unidad y, de repente, lo hice sin más; fue como si no fuese capaz de contenerme por más tiempo… Al principio sentía que teníamos todo bajo control, pero con el tiempo hicimos cosas que no debíamos. Fue como si me dejase llevar, río abajo, por una corriente cálida. Mi vida eran mis hijos, mi trabajo y mi marido, las pequeñas cosas del día a día. Haavard era algo que solo sucedía de vez en cuando, como pequeños oasis en medio del camino…

Me detengo, yo misma oigo lo vago que suena todo, pero Victoria asiente.

—Pensé que no deberíamos seguir así, que era un juego peligroso, pero tampoco fui capaz de ponerle fin. Por mucho que intentara evitarlo, me sentía atraída hacia él, como los yonquis por la heroína. Antes de cada encuentro, pensaba que tenía que ser la última vez. Pero, al mismo tiempo, quería más, había llegado a sentir cosas por Haavard. ¿Entiendes?

Ella asiente de nuevo, caminamos un poco. Tengo que hacer esfuerzos para contener las lágrimas.

—En fin, llegó la primavera y sucedieron aquellos sucesos tan horribles. Un día, en el trabajo, nos llegó un niño de cuatro años inconsciente; lo habían molido a palos, estaba en estado de muerte cerebral. Esa misma noche encontraron a su padre, que todos sabíamos que estaba detrás de los maltratos, asesinado a tiros en la sala de oraciones del hospital.

—Dios mío —dice Victoria, mirándome con los ojos muy abiertos.

—Nos interrogaron y sentimos que sospechaban de nosotros. Fue una locura. Nos hicieron un montón de preguntas sobre las horas y los registros de nuestras entradas y salidas del edificio, y otras cosas que no les cuadraban. Luego mataron a otra mujer más, en el hotel Lysebu, donde Haavard y yo y algunos compañeros más participábamos en un seminario. De hecho, hubo un tercer homicidio. Asesinaron a una mujer en su propia bañera. Lo siento, sé que todo esto suena a locura…

—No, qué va —contesta, riéndose un poco—. O bueno, sí, pero sigue contando.

—Cuando se cometió el último asesinato, Haavard estaba bajo custodia policial por los dos primeros, así que tenía coartada. Yo, sin embargo, no la tenía para ninguno de ellos.

—Pero ¿por qué sospecharon de vosotros en primer lugar? —dice con el ceño fruncido—. No lo entiendo.

—Porque estábamos cerca cuando ocurrieron los primeros asesinatos, y resultó que a todos les habían disparado con una pistola que yo guardaba en mi oficina. Le dije a Haavard que había adquirido el arma porque tenía miedo de mi marido, pero era una mentira barata. En realidad, quería ser capaz de defenderme, he visto tanta mierda…

—Esa parte la entiendo —dice con una sonrisa torcida.

—Le enseñé la pistola a Haavard, no me preguntes por qué. Quizá fuera simplemente porque quería jactarme o dejar mal a mi marido. Pero después del primer asesinato, el arma desapareció. Los únicos que sabíamos que estaba allí éramos Haavard y yo, pero él no fue quien la cogió, de eso estoy segura. Hubiera sido incapaz de disparar a nadie. A lo mejor yo hubiera sido capaz de hacerlo, pero no fui yo. No obstante, alguien había encontrado mi pistola y la había usado. Lo más surrealista de todo es que encontraron cabellos míos en la bañera de la tercera víctima, pero jamás estuve allí, no conocía de nada a esa mujer. ¿Lo entiendes?

Frunce el ceño, niega despacio con la cabeza.

—En realidad, no, a menos que alguien se haya propuesto cargarte el muerto a propósito.

—Exacto —digo.

—¿Y Haavard? —me pregunta—. ¿Él qué dice? ¿Mantienes el contacto con él?

Trago saliva. Ella, por supuesto, no lo sabe.

—¿Qué ocurre, Sabiya? —pregunta con cautela.

—Haavard… Se me quiebra la voz, mierda.

—Haavard está muerto —respondo tras unos segundos de silencio.

—¿Cómo? —pregunta Victoria con los ojos abiertos de par en par, la boca entreabierta, la arruga del ceño cada vez más profunda. Trago saliva. He reprimido todo esto lo mejor que he podido para no asfixiarme.

—Se ahogó este verano, en el lago de una montaña en la costa oeste, cuando se estaba bañando con su mujer, Clara. La corriente lo arrastró y cayó por una cascada. Jamás lo encontraron.

—Pero qué horror —dice Victoria—. ¿Ella también murió?

Niego con la cabeza.

—Qué va —digo—. Debió de enterarse de lo nuestro y planeó hacerme cargar con toda la culpa.

—Pero ¿por qué…? —pregunta.

—Creo que ella deseaba ver muerta a toda esa gente, y puedo entenderlo. Resulta que todas las víctimas tenían en común que maltrataban a sus hijos. Haavard lo sabía, de hecho, había creado una lista sobre casos de maltrato; pensó que podría salvar el mundo de esa manera. Debió de enseñarle la lista a Clara, o ella la descubrió de alguna forma. Por lo visto, estaba obsesionada con la violencia infantil. Y ¿sabes qué es lo peor?

Victoria niega con la cabeza. ¿De verdad se lo voy a contar? No tengo nada que perder y, en este momento, ella es la única persona que tengo.

—Creo que Clara tiene algo que ver en la muerte de Haavard.

—¿Quieres decir…?

—Que no fue un accidente. Exacto —digo.

—Pero ¿por qué? —repone Victoria, que parece conmocionada.

—Él le había sido infiel —contesto, tragando saliva—. Quizá incluso temiese que pudiera delatarla, si es que fue ella quien llevó a cabo los asesinatos. Debió de engañarlo para tenderle una trampa en el agua. El problema es que nadie me cree, y yo no puedo probar nada.

—Mierda…

—Pues sí, en lo único que soy capaz de pensar es en cuánto la odio. Y todavía no has oído lo peor. La mujer de la que estamos hablando es ministra de Justicia desde ayer.

—¿Cómo? —exclama, incrédula—. Me estás tomando el pelo, ¿no?

Niego con la cabeza.

—Encima tengo el abogado más patético del mundo. No me escucha, ha decidido que soy culpable. No tengo ninguna oportunidad.

—Dios mío —dice Victoria, que parece sinceramente conmovida—. Necesitas un buen abogado. Mi picapleitos es un crac y, además, se muere de amor por mí. Haría cualquier cosa que yo le pidiera. Va a sacarte de aquí. Te lo prometo.