11

 

AXEL

 

 

 

MI HIJA PEQUEÑA está sentada a la mesa de la cocina viendo una película de dibujos animados en su tableta, cansada después de pasar el día en la guardería, mientras yo pico cebollas y zanahorias que luego añadiré a la salsa para la pasta.

Las dos mayores están en el salón, el trato es que hagan los deberes. Lo más probable es que ellas también estén jugando con la tableta. Seguramente debería importarme, pero la verdad es que no. En realidad, tengo suficiente con mi propia cabeza, o mi corazón.

El hecho de que Clara me necesite unido a que ahora la vea muy a menudo ha intensificado los antiguos sentimientos que había conseguido reprimir.

Ayer pasé toda la tarde en su casa. Preparé una pizza con queso de cabra, cebolla roja y espinacas, una de mis especialidades. La acompañamos con un buen vino tinto chileno y hablamos sobre su nuevo trabajo y los niños, sobre todo y nada.

Ella llevaba una camiseta blanca de algodón con cuello de pico y unos vaqueros azul claro. Todo le quedaba grande. Clara siempre ha sido delgada, pero este otoño está en los huesos y muy pálida.

Es como si distintas imágenes e impresiones de ella hubiesen quedado grabadas en mi cerebro. Sus largos y finos dedos de uñas cortas, pintadas con esmalte transparente, sosteniendo una enorme copa de vino. El cabello rubio que le cae sobre el rostro. Los brazos que alza para ponerse una goma en el pelo, el breve atisbo de vello rubio en sus axilas. Carol hubiese preferido morir antes de que la viesen así. A Clara no le importa, ella está por encima de todo eso.

Quiero ayudarla, hacerle la vida más fácil, verla sonreír. En realidad, hacer lo que sea por ella.

Alguien llama a la puerta. Una. Dos veces. Puede que sean amigos de mis hijas, comerciales de una compañía de electricidad, la furgoneta que vende pescado o los niños que recogen botellas de plástico vacías o venden papel higiénico. Lo más probable es que sean amigos de las niñas.

Pero resulta que no es ninguna de esas personas. En la puerta hay un hombre enorme que viste una especie de cazadora de piloto reluciente, una camiseta desgastada, vaqueros; todo en diferentes matices de negro grisáceo. Alrededor del cuello lleva unos auriculares y, en la mano, un teléfono móvil.

—Soy Halvor Haugo, del periódico Fjordaposten —dice extendiendo la mano—. ¿Tendría tiempo para una pequeña charla?

—¿Sobre qué? —le pregunto mientras le estrecho la mano, vacilante—. Espere un momento.

Entro corriendo a la cocina y bajo la temperatura del fuego antes de volver a salir.

—¿Puedo pasar? —pregunta él en cuanto regreso.

Suspiro.

—No es buen momento, me pilla preparando la cena.

—Es sobre Haavard Fougner —dice—. Bueno, sobre él y sobre Clara Lofthus, la ministra de Justicia. Son amigos íntimos suyos, ¿correcto?

«Joder», pienso. De hecho, estoy a punto de decirlo en voz alta.

—Haavard era un buen amigo. Está muerto, como quizá sepa.

No debería tener que decir estas cosas. A pesar de que sé que es cierto, aún me estremezco cada vez que me obligan a hablar de la muerte de Haavard, o a pensar sobre ello en profundidad. Todavía hay una parte de mí que espera a que me digan lo contrario, que no es verdad, que en realidad sigue vivo.

—Sí, mis condolencias —dice el tipo, pasándose la mano por el flequillo—. Trabajo para el periódico que cubre el lugar donde ocurrió el accidente. Deseamos…

—Como ya le he dicho, estoy preparando la cena —lo interrumpo.

—Serán solo unos minutos —insiste.

Desisto, le indico que puede entrar, jamás me ha resultado fácil rechazar a la gente.

—De verdad, no puede quedarse mucho rato —aclaro—. Estoy solo con tres niñas hambrientas. Y no quiero que me cite en su artículo. No hace falta que se quite los zapatos…

Sin embargo, se los quita. Cuelga la chaqueta en unos de los ganchos, por encima de los abrigos de las niñas. El perchero está demasiado lleno, la chaqueta se cae y tiene que volver a colgarla.

Huele un poco fuerte, a loción para después del afeitado. Los perfumes masculinos demasiado intensos siempre me recuerdan a las imitaciones que Haavard hacía de Roger, el enfermero del hospital que siempre iba embadurnado en fragancias. Le había pedido que moderase su uso, pero Roger, por lo visto, hacía oídos sordos a sus sugerencias. En este momento puedo escuchar la voz de Haavard mientras se reía.

Al principio, su voz resonaba en mi cabeza las veinticuatro horas del día. Aparecía incluso mientras dormía. Ahora sucede con menos frecuencia, pero el dolor sigue siendo igual de intenso cuando ocurre.

—¿Qué es lo que está buscando exactamente? —le pregunto mientras vierto la salsa para pasta sobre las verduras.

—En primer lugar, me gustaría saber cómo era Haavard —dice. Se ha sentado junto a la mesa de la cocina.

—Era maravilloso —le digo.

—No me diga —comenta con un tonillo irritante, como si no me creyese del todo—. Algún defecto tendría, ¿no?

—No —respondo. Saco una olla y la lleno de agua—. ¿Sabe qué? Creo que esto no es buena idea. Lo digo en serio. Mi amigo está muerto.

El tipo esboza una mueca, puedo vislumbrar algo duro en su mirada.

—De acuerdo, pasemos a Clara —dice—. Es ministra de Justicia y procede del lugar que cubro, por lo que espero que entienda que nos interesa. Vimos que usted estuvo presente en la ceremonia de nombramiento frente al Palacio Real. Es decir, la conoce bien, ¿no es cierto?

Asiento brevemente. ¿Quiénes son «nosotros»? ¿Su periódico?

—¿Qué puede decirme sobre Clara?

—Es una tía que vale mucho —digo.

—¿Cómo era la relación entre ella y Haavard en los últimos tiempos?

—¿Qué clase de pregunta es esa? —interpelo, me arde el pecho—. Y ¿qué relevancia tiene, en realidad? Tenían una buena relación, diría.

—¿Clara está sola ahora con los niños? —pregunta—. ¿Cómo lo lleva?

—Se las apaña bien dadas las circunstancias, creo. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

—No es tan fácil ponerse en contacto con una ministra.

—¿Y por eso prefiere presentarse aquí, en mi casa? —digo mientras añado los espaguetis al agua hirviendo; de repente, estoy desesperado por sacarlo de mi casa—. Como ya le he dicho, no tengo ningún interés en conceder una entrevista. Ahora voy a servir la cena y usted tiene que marcharse, lo siento.

Desde que se ha sentado, he sentido una especie de temor a que jamás quiera levantarse para irse, a que deba echarlo de aquí a patadas. Después de todo, es un hombre gigantesco. Para mi alivio, se pone en pie, aunque con movimientos lentos.

Gracias a Dios, no he dicho nada en absoluto, nada que pueda usar en mi contra ni molestar a Clara.

—Lo dicho, no he aceptado participar en una entrevista, no quiero que me cite en ningún…

—Le he oído —dice él en un tono arrogante.

—¿Tiene alguna tarjeta de visita o algo parecido? —le pregunto, de repente dudo de si en realidad es periodista—. Para que pueda ponerme en contacto con usted si surgiese cualquier cosa.

—Sí —responde; saca la cartera y de ella extrae una tarjeta de visita desgastada.

—¿Ve a Clara a menudo? —pregunta mientras vuelve a guardar la cartera.

Me encojo de hombros.

—Somos amigos y prácticamente vecinos. Así que nos vemos de vez en cuando, sí.

—Supongo que necesitará ayuda en estos momentos. ¿Usted le presta su apoyo?

—No tengo nada más que decir —insisto, y les grito a las niñas que es hora de cenar mientras intento conducir al puto periodista hacia la puerta.

—Pues me sorprende que la gente como usted no esté más preocupada —comenta cuando llegamos al pasillo.

—¿A qué se refiere? —le pregunto.

—Bueno, no parece que a nadie le preocupen esos niños y resulta extraño, teniendo en cuenta lo que ha ocurrido.

Alza las cejas en una actitud pasivo-agresiva. Tengo que sacarlo de aquí.

—Esos niños están solos con una madre que no tiene tiempo para ellos. Es un clásico. Ya sea porque el padre ha muerto o porque lo han apartado de sus hijos. Está claro que se trata de una madre que tiene suficiente con lo suyo. Pero supongo que usted, a pesar de que es padre, no lo entiende.

—Adiós —le digo, abro la puerta, le coloco la mano en la espalda y lo empujo con cuidado hacia las escaleras. En el momento que sale por la puerta, la cierro de un portazo.